Quinto
domingo de Cuaresma. Los que quieren echarse a perder, se guardan para sí
mismos en el egoísmo; y los que se entregan, acaban por dar fruto.
Podremos
hacer muchas cosas o tener grandes posesiones, pero nunca debemos perder de
vista que lo importante es el bien que hacemos a los demás. Ésa tiene que
acabar siendo nuestra más importante y auténtica riqueza.
Dios ama al que da con alegría, y en el Evangelio escuchábamos una parábola de
nuestro Señor sobre este darse. Darse significa que, como el grano de trigo,
uno tiene que caer en la tierra y pudrirse para dar fruto. Es imposible darse
con comodidad, es imposible darse sin que nos cueste nada. Al contrario, el
entregarse verdaderamente a los demás y el ayudar a los demás siempre nos va a
costar.
Vivimos en un mundo de muchas comodidades, y no sé si nosotros seríamos capaces
de resistir el sufrimiento, cuando cosas tan pequeñas, tan insignificantes, a
veces nos resultan tan dolorosas. La fe nos pide ser testigos de Cristo en la
vida diaria, en la caridad diaria, en el esfuerzo diario, en la comprensión
diaria, en la lucha diaria por ayudar a los demás, por hacer que los demás se
sientan más a gusto, más tranquilos, más felices. Ahí es donde está, para todos
nosotros, el modo de ser testigos de Cristo.
Tenemos que entregarnos auténticamente, entregarnos con más fidelidad,
entregarnos con un corazón muy disponible a los demás. Cada uno tiene que saber
cuál es el modo concreto de entregarse a los demás. ¿Cómo puedo yo entregarme a
los demás? ¿Qué significa darme los demás?
Ciertamente, para todos nosotros, lo que va a significar es renunciar a nuestro
egoísmo, renunciar a nuestras flojeras, renunciar a todas esas situaciones en
las que podemos estar buscándonos a nosotros mismos.
Jesucristo nos dice en el Evangelio que todo aquél que se busca a sí mismo,
acabará perdiéndose, porque acaba quedándose nada más con el propio egoísmo. La
riqueza de la Iglesia es su capacidad de entrega, su capacidad de amor, su
capacidad de vivir en caridad. Una Iglesia que viviese nada más para sí misma,
para sus intereses, para sus conveniencias sería una Iglesia que estaría
viviendo en el egoísmo y que no estaría dando un testimonio de fe. Y un
cristiano que nada más viva para sí mismo, para lo que a uno le interesa, para
lo que uno busca, sería un cristiano que no está dando fruto.
Dios da la semilla, a nosotros nos toca sembrar. Dios nos ha dado nuestras
cualidades, a nosotros nos toca desarrollarlas; Dios nos ha dado el corazón, el
interés, la inteligencia, la voluntad, la libertad, la capacidad de amar; pero
el amar o el no amar, el entregarnos o no entregarnos, el ser egoístas o ser
generosos depende sola y únicamente de nosotros.
Es en la generosidad donde el hombre es feliz, y es en el egoísmo en donde el
hombre es auténticamente desgraciado. Aunque a veces la generosidad nos cueste
y nos sea difícil; aunque a veces el ser generosos signifique el sacrificarnos,
es ahí donde vamos a ser felices, porque sólo da una espiga el grano de trigo
que cae en la tierra y se pudre, se sacrifica, mientras que el grano de trigo
que se guarda en un arcón acaba estropeándose, se lo acaban comiendo los
animales o echándose a perder.
Cada uno de nosotros es un grano de trigo. Reflexionemos y preguntémonos:
¿Quiero echarme a perder o dar frutos? Y recordemos que sólo hay dos tipos de
personas en esta vida: los que quieren echarse a perder y se guardan para sí
mismos en el egoísmo; o los que entregándose, acaban por dar fruto.
Autor:
P. Cipriano Sánchez LC.
No hay comentarios:
Publicar un comentario