No podemos ir a la iglesia con un corazón disperso. Tampoco es el lugar para saludos, conversaciones que distraen.
Las iglesias, para los católicos, son un espacio muy especial. En ellas se celebra la Santa Misa. En ellas se imparte el sacramento de la confesión. En ellas queda reservado, en el Sagrario, el Cuerpo de Cristo. En ellas podemos encontrar un refugio para intimar con quien nos salva. Cada iglesia es, sencillamente, la casa de Dios.
Por eso, al entrar en un templo, la actitud que nace de la fe es la de un silencio orante. El lugar sagrado nos invita a abrir el corazón a las luces de Dios, al mundo del espíritu, a la gracia que salva.
No podemos ir a la iglesia con un corazón disperso. Tampoco es el lugar para saludos, para palabras vanas, para conversaciones que distraen.
Desde una mirada de fe, la iglesia se convierte en un lugar apto, maravilloso, para el encuentro con Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1185) dice, al respecto, que “el templo también debe ser un espacio que invite al recogimiento y a la oración silenciosa, que prolonga e interioriza la gran plegaria de la Eucaristía”.
El alma, entonces, puede hacer suyas las palabras del salmista:
“¡Qué amables tus moradas, oh Yahveh Sebaot! Anhela mi alma y languidece tras de los atrios de Yahveh, mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo. Hasta el pajarillo ha encontrado una casa, y para sí la golondrina un nido donde poner a sus polluelos: ¡Tus altares, oh Yahveh Sebaot, rey mío y Dios mío! (...) Dichosos los que moran en tu casa, te alaban por siempre” (Sal 84,2-5).
Las iglesias, para los católicos, son un espacio muy especial. En ellas se celebra la Santa Misa. En ellas se imparte el sacramento de la confesión. En ellas queda reservado, en el Sagrario, el Cuerpo de Cristo. En ellas podemos encontrar un refugio para intimar con quien nos salva. Cada iglesia es, sencillamente, la casa de Dios.
Por eso, al entrar en un templo, la actitud que nace de la fe es la de un silencio orante. El lugar sagrado nos invita a abrir el corazón a las luces de Dios, al mundo del espíritu, a la gracia que salva.
No podemos ir a la iglesia con un corazón disperso. Tampoco es el lugar para saludos, para palabras vanas, para conversaciones que distraen.
Desde una mirada de fe, la iglesia se convierte en un lugar apto, maravilloso, para el encuentro con Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1185) dice, al respecto, que “el templo también debe ser un espacio que invite al recogimiento y a la oración silenciosa, que prolonga e interioriza la gran plegaria de la Eucaristía”.
El alma, entonces, puede hacer suyas las palabras del salmista:
“¡Qué amables tus moradas, oh Yahveh Sebaot! Anhela mi alma y languidece tras de los atrios de Yahveh, mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo. Hasta el pajarillo ha encontrado una casa, y para sí la golondrina un nido donde poner a sus polluelos: ¡Tus altares, oh Yahveh Sebaot, rey mío y Dios mío! (...) Dichosos los que moran en tu casa, te alaban por siempre” (Sal 84,2-5).
Autor: P. Fernando Pascual LC.
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