Autor: Pablo Cabellos Llorente
En el Gran Teatro del Mundo, conocido auto sacramental de Calderón, el Autor distribuye a unos personajes su papel en la vida; el Mundo otorga los atributos correspondientes y cada uno pasa a representar su cometido. Como es frecuente en este tipo de teatro, se pueden ver personajes confrontados por parejas: Pobre-Rico, Rey-Labrador, Discreción-Hermosura, más un Niño que no llega a nacer. Cuando finaliza la vida se les pide la devolución de sus símbolos y se les da su merecido: el Pobre y la Discreción son enviados al cielo, la Hermosura, el Rey y el Labrador son remitidos al purgatorio y el Rico es destinado al infierno.
Todos los grandes literatos transmiten ideas profundas, y Calderón lo hace siempre. Es un valor de las buenas lecturas: de modo ameno y bello, y con un pensamiento coherente, van configurando nuestro intelecto. En buena medida, lo que leemos nos estructura o nos descentra. Pero no voy a escribir sobre literatura. Solamente tomo pie de esta gran obra para tratar de repensar nuestro papel en el mundo: si estamos representando un gran teatro por realizar honestamente lo que nos corresponde vivir o si estamos continuamente sobre las tablas para personificar lo que no somos. Esto último se recoge en la expresión: no me hagas teatro, es decir, no actúes con falsía.
No ser falaces significa amar la verdad aunque, en ocasiones, sea amarga. Tampoco voy a referirme ahora a la verdad transcendente, que negaría un relativista, ni siquiera a la verdad de nuestras convicciones humanas, tantas veces opinables. Quiero compartir algo más sencillo, aunque la experiencia nos dice que no es tan común aunque sea elemental. Voy a decirlo de un modo, vulgar si se quiere, que escuché alguna vez a la gente llana del pueblo: "lo que es, es; y a lo que venimos, venimos". Si se desea, también podría decirse como los filósofos clásicos: algo no puede ser y no ser, a la vez, bajo el mismo respecto. Pero resulta que tampoco es tan simple porque cada día contemplamos el intento de armonizar los contrarios.
Para empezar por la propia casa, encontramos personas que se dicen religiosas y tienen comportamientos extremadamente malos. Vemos empresarios, cuyo fin no es crear riqueza y empleo, sino enriquecerse ellos. Observamos que existen políticos que dicen servir a la sociedad y se sirven de ella. Se puede atestiguar de gentes que se creen con derechos sobre la fama ajena alegando un favor a la información. Hay trabajadores que, paradójicamente, no trabajan. Consta de sindicalistas que prosperan con el paro. Generalizando un poco más, comprobamos que muchas personas viven ese mal teatro consistente en aparentar lo que no se es. Y no digamos de lo políticamente correcto que, en cuanto nos descuidamos, nos afecta a todos: hay asuntos que no se pueden expresar porque van contra una especie de dogma establecido, el pensamiento de moda. Si lo trasgredes, serás machacado.
Esas actitudes, u otras semejantes, paralizan el amor natural a la verdad que toda persona posee, falsifican la convivencia, hacen difícil la libertad, corroen la democracia, no se piensa en el fondo de las cuestiones, despachadas frecuentemente con un epíteto despectivo, que nada dice con seriedad de lo que hay allí. Falta apertura de mente.
Muchas actitudes parlamentarias, de comunicadores, de la vida social de cualquier tipo, del mundo económico, etc., están corroídas por la falsedad, la apariencia, la escasez de razones; penuria procedente de la insuficiencia de razonamiento en no pocos casos. Me parece que uno de los grandes males de esta sociedad nuestra es la falta de una actividad mental seria: que estudia los asuntos, busca consejo -no del que puede engañar mejor-, indaga las causas de lo que acontece, reconoce los aciertos y errores propios, investiga medidas para arreglar los males que nos atenazan realmente, decide soluciones y las ejecuta. Aunque el corazón también cuenta y entiende. Por eso se deteriora tanto el amor cuando el mundo marcha así. Necesitamos abrirnos a la verdad.
Sigo pensando que nuestra crisis actual no es solo, ni principalmente, pura cuestión económica -sin despreciar que existe muy fuertemente-; es un problema de la razón dañada, que se resiste a indagar la verdad de lo que sucede, a reconocerla y a decirla. Es un problema del hombre, del ser humano que hemos ido esculpiendo en falso. Así tampoco va bien a los cristianos porque las patologías de la razón acaban siendo patologías de la fe y del amor. Pero tenemos arreglo.
Benedicto XVI dijo ante un respetuosísimo parlamento británico que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón y que el papel de la religión en el debate político es ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos, cosa no siempre bien recibida porque existen expresiones deformadas de la religión como el sectarismo y el fundamentalismo. Por ahí, ofertando lo natural, bien puede ayudar la Iglesia a recuperar al hombre. Sirve aquello de Camino: "No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte".
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