En la Constitución Gaudium et Spes, el Concilio Vaticano II estudió orgánicamente diversos temas, entre ellos, el matrimonio y la familia. Lo hizo a partir de la persona y en dirección a la persona, “única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma”. Respecto a ella, el mensaje fundamental de la Sagrada Escritura es saberla criatura de Dios, cuyo elemento específico y distintivo es ser imagen de Dios: “creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, varón y hembra los creó”, se lee en el Génesis. Si la dignidad de la persona no se basa ahí, se corre el riesgo de tratarla de modo impropio y arbitrario, dejada al albur de lo que el derecho positivo quiera. Pero la realidad profunda del ser humano, y del matrimonio, es anterior a ese derecho, de tal manera que venimos a ser esclavos cuando no se respeta esa cualidad inalienable, pues pasamos a depender no de lo que somos, sino de lo que afirman otros por muy elegidos que sean.
Algo semejante sucede con algunas sociedades de índole natural. La sociabilidad humana no es uniforme, sino plural, aunque todas las sociedades están llamadas a constituir un tejido unitario y armónico, en cuyo seno sea posible conservar y desarrollar la propia fisonomía y autonomía. Algunas –es el caso de la familia- corresponden más inmediatamente a la íntima naturaleza del hombre, mientras que otras son fruto de su libre voluntad. Por eso, la encíclica Centesimus annus, al trazar una relación de los derechos del hombre, citaba el de “fundar libremente una familia, acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad”. Esta sociedad se convierte, como aseveró el último concilio, “en la expresión primera de la comunión de personas humanas”, en cuna y “comunidad de vida y amor”. Estas ligeras pinceladas aluden a la familia como la primera sociedad natural, titular de derechos propios y originarios, centro de la vida social e importantísima en relación con cada persona. Por ello, ha de ser entre hombre y mujer, que saben que un hijo no es un derecho, sino un don, que no se puede dar un niño en adopción a cualquiera porque el derecho del niño prevalece sobre todo desde antes de su nacimiento; no ha de ser fruto sino de la unión de hombre y mujer y, por supuesto, no se puede matar porque desde su concepción no es un objeto, sino un sujeto, una vida.
A la vez, la familia es capital para la sociedad. Benedicto XVI la proclamó patrimonio de la humanidad, lo que viene a significar que es intocable y han de dispensársele todo tipo de cuidados. No se puede comprender que un palmeral sea algo protegido -lo que está bien- y se cambie la familia en sus fundamentos, hasta el punto de que voces autorizadas han dicho que ya no existe el matrimonio en el Código civil español. Afirmábamos antes que la familia es la primera sociedad natural, el primer ámbito en el que el “yo” y el “tú” se convierten en “nosotros”. Y desde ahí se da el salto, como en círculos concéntricos, a una sociabilidad más amplia. El buen funcionamiento de la sociedad y el bien de las personas están estrechamente vinculados con el trato dado a la familia, tanto por otras sociedades menores como por la Iglesia y el Estado. Y no sirve decir que a nadie se le obliga a abortar, a divorciarse o a realizar una unión homosexual llamada matrimonio. La sociedad es inexorablemente una, y todo lo que sucede en ella nos afecta a todos, para bien o para mal.
Recientemente se ha alegado que la moral no se legisla. En principio, debería ser cierto, pero sí se legisla, porque existen leyes con un fuerte contenido moral, cuya fuerza es la de la mitad más uno. Por ese procedimiento, se negó en USA que los negros fueran personas. Algo más es preciso para perfeccionar la libertad en democracia, evitando que sucedan cosas como ésta; algo más para no legislar la moral (¿Educación para la Ciudadanía ?); algo más para tratarnos con respeto en la discrepancia y atender a las minorías; algo más para no envalentonarse contra la Iglesia Católica (no puedo dejar de preguntarme, si lo harían con otras religiones) por afirmar su doctrina; algo más para no dudar del derecho de los obispos a hablar sobre la institución más antigua de la humanidad. Si somos verdaderamente demócratas, hemos de proteger la democracia con algo más que la mitad más uno, para no maltratar instituciones con características propias, originarias y permanentes. Pienso, con el Magisterio de la Iglesia , que ningún poder puede abolir la naturaleza del matrimonio, ni su finalidad, ni su carácter propio: la totalidad –los cónyuges se entregan por completo el uno al otro-, la unidad de marido y mujer que hace de los dos una sola carne, la indisolubilidad y la fidelidad que exigen la donación recíproca y definitiva, y la fecundidad a la que naturalmente está abierto.
Autor: Pablo Cabellos Llorente
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