San Francisco de Sales sabía que nuestro corazón, cuando funciona bien, late, vive, suspira, trabaja, para Dios. Pero también sabía que existen cinco peligros que nos apartan de Dios, que enferman y paralizan el buen funcionamiento de nuestro corazón.
¿Cuáles son esos peligros? He aquí la lista, según el santo obispo de Ginebra:
1. el pecado, que nos aleja de Dios;
2. el afecto a las riquezas;
3. los placeres sensuales;
4. el orgullo y la vanidad;
5. el amor propio, con la multitud de las pasiones desordenadas que engendra, las cuales son en nosotros una pesada carga que nos aplasta” (San Francisco de Sales, “Tratado del amor de Dios”).
Si esos son los peligros, entonces ¿cómo reiniciar la marcha hacia Dios, hacia el amor de nuestra alma, hacia Aquel por quien empezamos a existir, hacia Aquel que nos busca y nos ama con cuerdas humanas y con lazos de amor (cf. Os 11,4)?
El camino es sencillo y arduo: hay que remover con decisión, desde la ayuda de Dios y desde una sana vigilancia, esos enemigos.
En primer lugar, hay que luchar contra el pecado en todas sus formas. Es el peor enemigo, el que nos aparta de Dios y del hermano, el que destruye el amor, el que apaga la gracia.
En segundo lugar, hay que romper con cualquier apego a las riquezas para empezar a vivir en una confianza plena, filial, en la providencia de nuestro Padre Dios (cf. Mt 6,19-34).
En tercer lugar, hay que renunciar a los placeres sensuales que nos atan al mundo, para revestirnos de Cristo y de su Evangelio (cf. Rm 13,13-14).
En cuarto lugar, hay que dejar de lado orgullos y vanidades que nos hacen buscar los primeros puestos y la autocomplacencia, para vivir con la sencillez del niño que confía plenamente en su Padre (cf. Mt 18,1-4; Lc 14,7-11).
Por último, hay que acabar con el amor propio, con ese afán continuo de buscar lo que nos satisface y nos gusta, para aprender la ley de la fecundidad: el que renuncia a su propia vida la encuentra (cf. Mt 16,24-26), porque “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).
Sí, es un camino arduo, pero la meta es maravillosa: el encuentro con Dios como Padre misericordioso, la fecundidad gozosa, la vida plena, el amor hacia los hermanos. Así podremos empezar a vivir aquí en la tierra un poco como se vive, en plenitud, en el cielo.
Autor: P. Fernando Pascual LC
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