Cuidemos la familia; es lo más hermoso que tenemos.
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En un vuelo reciente,
en el asiento delantero al mío, iba un matrimonio con tres hijos. Uno como de
nueve años, muy tranquilo y sin dar mayores preocupaciones; una niña como de
seis años, inquieta y preguntando por todo; y una pequeñita como de año y
medio, que no dejaba en paz a sus papás: moviéndose de aquí para allá,
caprichuda, que todo se le antojaba y nada le gustaba, sin importarle los demás
pasajeros. Pero lo que quiero resaltar es la actitud de los papás: serenos,
tranquilos, atendiendo a cada uno de los hijos; nada de gritos ni golpes. Y
sobre todo la actitud del papá: ayudando en todo a la mamá, cargando a la
pequeñita, con cariño y ternura, con paciencia y comprensión. Y la niña
mediana, accediendo a los gustos de la pequeña. En fin, una familia normal,
pero muy bonita, muy integrada, con la figura serena y madura del papá, que
nunca relegaba todo a la mamá, sino asumiendo su papel de padre.
En otro vuelo, igual,
delante de mí venían el papá con una de las hijas, como de seis años, y la mamá
con otra como de nueve años. Lo que más me sorprendió ver el cariño de las
hijas con sus padres, que reflejaba la confianza que éstos han generado en ellas.
Yo veía de reojo al papá que les trataba con mucho cariño, atento siempre a lo
que preguntaban o querían, manifestándoles mucho afecto, que era bien
correspondido. Pareciera que iban juntos de vacaciones, con ilusión y
armonía. Una de las hijas “se comía a besos” a su mamá. Y yo pensaba: Ojalá así
fueran todos los matrimonios.
Lamentablemente, en
muchos hogares sucede todo lo contrario. Un papá ausente, violento o borracho; una mamá
saturada de quehaceres, malhumorada por tantas responsabilidades que le dejan,
preocupada por la poca respuesta de sus hijos. Estos no se sienten a gusto en
su casa y forman pandillas donde encuentran comprensión y apoyo; o tienen que
trabajar desde pequeños, a veces limpiando parabrisas en las esquinas, aunque
esté lloviznando. Se te desmorona el alma cuando ves estas escenas, que no
podemos plenamente remediar. Una moneda sirve de algo, pero el problema
familiar es muy profundo.
PENSAR
El Papa Francisco nos ofreció su Exhortación Amoris laetitia, que recomiendo ampliamente, “en primer lugar, como una propuesta para las familias cristianas, que las estimule a valorar los dones del matrimonio y de la familia, y a sostener un amor fuerte y lleno de valores como la generosidad, el compromiso, la fidelidad o la paciencia. En segundo lugar, porque procura alentar a todos para que sean signos de misericordia y cercanía allí donde la vida familiar no se realiza perfectamente o no se desarrolla con paz y gozo” (5).
“En el horizonte del
amor, central en la experiencia cristiana del matrimonio y de la familia, se
destaca también otra virtud, algo ignorada en estos tiempos de relaciones
frenéticas y superficiales: la ternura” (28).
“Esa persona que vive
con nosotros lo merece todo, ya que posee una dignidad infinita por ser objeto
del amor inmenso del Padre. Así brota la ternura, capaz de suscitar en el otro
el gozo de sentirse amado. Se expresa, en particular, al dirigirse con atención
exquisita a los límites del otro, especialmente cuando se presentan de manera
evidente” (323).
“El problema de
nuestros días no parece ser ya tanto la presencia entrometida del padre, sino
más bien su ausencia, el hecho de no estar presente. El padre está algunas
veces tan concentrado en sí mismo y en su trabajo, y a veces en sus propias
realizaciones individuales, que olvida incluso a la familia. Y deja solos a los
pequeños y a los jóvenes. La presencia paterna, y por tanto su autoridad, se ve
afectada también por el tiempo cada vez mayor que se dedica a los medios de
comunicación y a la tecnología de la distracción” (176).
ACTUAR
Cuidemos la familia; es lo más hermoso que tenemos, y lo que más se lamenta cuando no se disfruta de un hogar armonioso y en paz. En especial, que el papá sepa combinar su autoridad, siempre necesaria y educadora, con la ternura, la comprensión, la paciencia y el cariño. Que sea capaz de sentarse a dialogar con los hijos, sean pequeños, adolescentes, jóvenes y aún mayores, no en plan de pleito y regaño sistemáticos, sino con apertura, con afecto, con serenidad, ofreciendo criterios humanos y cristianos, que les ayuden a crecer sanos y confiados, con la seguridad de que no están solos y abandonados de la vida, sino con ilusiones y con la confianza de que cuentan con alguien que les ama. Sólo así se refleja la familia que Dios quiere.
Por: Mons. Felipe Arizmendi Esquivel, Obispo de San
Cristóbal de Las Casas.
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