"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

lunes, 20 de marzo de 2017

Los caminos de Dios no son los nuestros



Meditaciones para toda la Cuaresma
Lunes tercera semana Cuaresma. Vivir junto a Dios es vivir en zozobra, es vivir en interrogantes: ¿Qué quieres de mi, Señor?.

“Ahora sé que no hay más Dios que el de Israel”. Esta frase con la que el general asirio confiesa su fe después de haber sido curado, es la frase con la que todos nosotros podríamos también resumir nuestra existencia. Ésta tendría que ser la experiencia a la que todos llegásemos en el camino de nuestra vida. Un Dios que a veces llega a nuestra vida de formas y por caminos desconcertantes, un Dios que a veces llega a nuestra vida a través de situaciones que, según nuestros criterios humanos, no serían los normales, no serían los lógicos, no serían los racionales; un Dios que aparece en nuestra vida para santificarnos y para llenarnos de su luz y de su verdad, aunque nosotros no entendamos cómo. Porque esto es lo que hace Dios nuestro Señor con todas las vidas humanas: las lleva por sus caminos, aunque ellas no sepan cómo.

Los caminos de Dios no son nuestros caminos. A veces no son ni siquiera los caminos de las personas que han sido elegidas. A veces para las mismas personas elegidas, los caminos de Dios son sumamente obscuros, son sumamente extraños, no son siempre comprensibles. Esto es muy importante para nosotros, porque a veces podríamos pensar que las personas que han sido elegidas por Dios para hacer una grandísima obra en su vida, tienen realizados y escritos todos los puntos y comas de los planes de Dios; y no es así. También las personas elegidas por Dios para realizar una gran obra en su Iglesia tienen que ir, constantemente, aprendiendo a leer lo que Dios nuestro Señor les va diciendo.

En la primera lectura se nos habla de este general asirio que quiere ser curado, y para él, el ser curado tiene que ser una especie de gran majestad, de gran poderío, y por eso se va con el rey. Cuando se da cuenta de que el camino de Dios es distinto, no lo hace por su propio juicio, sino que es uno de sus esclavos quien le va a decir: “Padre mío, si el profeta te hubiera mandado una cosa muy difícil, ciertamente la habrías hecho. ¡Cuánto más, si sólo te dijo que te bañaras y quedarías sano!”.

La pregunta fundamental es si nosotros estamos aprendiendo a leer los caminos de Dios sobre nuestra vida. Si nosotros estamos aprendiendo a entender esas páginas que a veces son borrosas, a veces son extrañas. Si nosotros estamos aprendiendo a conocer a Dios nuestro Señor o siempre queremos que todos los planes estén escritos, que todos los planes estén hechos.

Vivir junto a Dios es vivir en zozobra, es vivir en interrogantes. Vivir junto a Dios es vivir en continua pregunta. La pregunta es: ¿Qué quieres Señor? Si así es nuestro Señor, ¿por qué entonces, tiene que extrañarnos que la vida de aquellos sobre los que Dios tiene unos planes tan concretos, tan claros, sea difícil? Si para ellos es costoso leer, ¿no lo va a ser para nosotros? ¿Podemos nosotros pensar que no nos va a costar leer los planes de Dios, que no nos va a costar ir entendiendo exactamente qué es lo que Dios me quiere decir? Constantemente, para todos nosotros, la vida se abre como una especie de obscuridad en la que tenemos que ir realizando y caminando.

“No hay más Dios que el de Israel”. ¿Sabemos nosotros que Él es el único Dios y que por lo tanto, Él es el único que nos va llevando a lo largo de nuestra existencia por sus caminos, que no son los nuestros? Estos caminos a veces coinciden, a veces pueden llegarse a entender, pero no siempre es así. Cada uno de nosotros, en su vocación cristiana, tiene un camino distinto. Si pensamos cómo hemos llegado cada uno de nosotros al conocimiento de Cristo, nos daremos cuenta que cada uno tuvo una historia totalmente diferente; cada uno tuvo una historia muy particular. Y aun después de nuestro encuentro con Cristo, incluso después de que hemos llegado a conocerlo, la historia sigue una aventura. Y si nuestra historia no es una aventura, quiere decir que hemos hecho lo que estaba a punto de hacer el general asirio: marcharse. Marcharnos porque no entendimos los planes de Dios y preferimos manejarnos a nuestro antojo, manejarnos según nuestra comodidad. Nos marchamos pensando que a este Señor no hay quien lo entienda y perdemos la oportunidad de experimentar y saber que el único Dios, es el Dios de Israel.

Jesús, en el Evangelio, viene a recalcarnos precisamente que es Dios quien elige, quien se fija, quien llama y que es Él quien sabe porqué permite los caminos por los cuales nuestra vida se va desarrollando. Es Dios quien lo hace, no nosotros.

El ejemplo de las muchas viudas que había en Israel y Dios se fijó en una y el ejemplo de los muchos leprosos que había en Israel y Dios escogió precisamente a uno que ni era de Israel, nos deja muy claro que es Cristo el que manda. Nosotros tenemos que atrevernos a ponernos ante Dios con una sola condición: la condición de estar totalmente abiertos a su voluntad. De nada nos serviría conocer grandes hombres, de nada nos serviría conocer grandes personajes si no aprendemos la lección fundamental que estos grandes hombres vienen a dejarnos: la lección de estar siempre dispuestos a leer la letra de Dios, de estar siempre dispuestos a entender el camino por el cual Dios nos va llevando. Recordemos que Él sabe cuál es.

Los que vivían en el mismo pueblo de Jesús rechazan el modo de ser de Cristo y lo que hacen es alejarse de su vida. Solamente se puede tener a Cristo cerca cuando se tiene el alma abierta. Cada vez que nuestra alma se cierra a la generosidad, a la entrega, a la fidelidad, a la disponibilidad, en ese mismo momento, nuestra alma está alejando a Cristo de nosotros.

¡Qué serio es que pudiéramos ser nosotros los responsables de que Cristo no estuviese verdaderamente en nuestra vida! ¡Qué serio es que pudiéramos ser nosotros los causantes de que nuestra vida estuviese vacía de Cristo! Hay que ser muy exigentes con uno mismo. Hay que tener una gran disciplina interior, que a veces nos puede faltar. La disciplina que nos hace, en todo momento, seguir el camino concreto con el cual Dios nuestro Señor va marcando nuestra vida.

¿Estamos dispuestos a entenderlo? Solamente vamos a estar dispuestos a entenderlo si hay en nuestra vida la característica que hay en todos los hombres que quieren verdaderamente encontrarse con Dios: estar sediento de Dios, que da la vida. Estar sedientos de Él es el único modo que va a haber para que nuestra alma encuentre siempre, y en todo momento -a través de las circunstancias, de las personas, de los ambientes, de las dudas, de las caídas, de nuestras debilidades— a Dios; si realmente somos, tal y como lo dice el salmo: “Como un venado que busca el agua de los ríos, así cansada, mi alma te busca a ti, Dios mío”.

El alma que tiene sed de Dios pasará por lo que sea: estará en obscuridades, tendrá dificultades, caídas, miserias, pero encontrará a Dios y Dios no se apartará de él. Podrá encontrarse con el Señor, no importa por qué caminos, pues esos son los caminos del Señor y Él sabe por dónde nos lleva. Lo único que importa es tener sed de Dios. Una sed que es lo que nos autentifica como personas de cara a nuestros hermanos los hombres, de cara a nuestra familia, de cara a nuestro ambiente, de cara a nosotros mismos.

No es cuestión de entender las cosas. No es cuestión de saber que mi vida tiene que estar realizada, manejada y ordenada de determinada manera, sino que es cuestión de tener sed de Dios. El alma que tiene sed de Dios va a permitir que sea Dios quien le realice la vida. Y el alma que va a realizarse apartada de Dios, significa que no tiene, verdaderamente, sed de Dios. Podrá ser muchas cosas —podrá ser un magnífico organizador en la Iglesia, podrá ser un excelente conferencista, podrá ser un hombre de un gran consejo espiritual—, pero si no tiene sed de Dios, no estará realizando la obra de Dios.

Ahora veámonos a nosotros mismos en nuestra organización, en nuestro trabajo, en nuestro esfuerzo, en nuestra vocación cristiana y rasquemos un poco, a ver si en nuestro corazón hay verdaderamente sed de Dios. Si la hay, podemos estar tranquilos de que estamos en el camino en el que hay que estar. Podemos estar tranquilos de que estamos en la ruta en la cual hay que ir. Podemos estar tranquilos porque tenemos en el corazón lo que hay que tener. No tendremos que tener miedo porque esa sed de Dios irá haciendo que la luz y la verdad de Dios se conviertan en nuestra guía hasta el Monte del Señor. Es un camino que requiere estar dispuestos, en todo momento, a querer entender lo que Dios nos pide. Estar dispuestos, en todo momento, a no apartar jamás de nuestro corazón a Jesucristo y mantener siempre viva en nuestro corazón la fe del Dios que da la vida.
Por: P. Cipriano Sánchez LC

domingo, 19 de marzo de 2017

Tener conciencia de nuestra debilidad



Meditaciones para toda la Cuaresma
Tercer Domingo Cuaresma. ¿Por qué en el espíritu a veces nos sentimos tan fuertes, cuando realmente somos tan débiles?

Creo que muchas veces nuestro problema de conversión del corazón, que nos lleva a una falta de identidad, no es otro sino esa especie como de ligereza, de superficialidad con la que, al ver las situaciones que estamos viviendo, pensamos que al fin y al cabo no pasa nada. Sin embargo, puediera ser que, cuando quisiéramos arreglar las cosas, ya no haya posibilidades de hacerlo.

Cuántas veces vivimos con una superficialidad que nos impide entrar en nuestro interior y darnos cuenta de la gravedad de algunos comportamientos, de algunas actitudes que estamos tomando, o darnos cuenta de la seriedad de algunos movimientos interiores que estamos consintiendo; con lo que nosotros estamos aceptando una forma de vida que puede llegar a apartarnos realmente de Dios, que pueden llegar a endurecer nuestro corazón e impedir que el corazón se convierta y llegue a darse a Dios nuestro Señor.

Cuántas veces este problema sucede en las almas, y cómo, cuando nosotros lo captamos, podríamos decir simplemente: “total es sin importancia, no pasa nada”. Sin embargo, es como si el soldado que estuviese vigilando en su puesto de guardia oyese un ruido y dijese: “no es nada.” Pero, ¿qué pasaría si detrás de ese ruido estuviese alguien?

Ahora bien, para vigilar, no basta no ser indiferentes. Para vigilar auténticamente, es muy importante que nos demos cuenta tanto de la profundidad como de la debilidad del alma. Tenemos que darnos cuenta de que no tenemos garantizada la vida. ¿Quién de nosotros puede poner una mano en el fuego por la propia seguridad, o por la propia salvación? San Pablo dice: “Quién está de pie, tenga cuidado, no sea que caiga”.

Tenemos que ser conscientes de que solamente un alma que se sabe herida, es un alma capaz verdaderamente de vigilar, porque entonces va a tener una especie como de instinto interior que le va a ir llevando a no dejar pasar las cosas sin revisarlas antes. Es como cuando estamos enfermos y no podemos tomar algún tipo de comida, antes de comer algo nos fijamos qué ingredientes tiene esa comida, no vaya a hacer que nos haga daño. ¿Por qué en el espíritu a veces nos sentimos tan fuertes, cuando realmente somos tan débiles?

Sin embargo, esa debilidad no nos debe llevar a una actitud de temor ante la vida, a una angustia interior insoportable. Porque si nos damos cuenta de que lo único que puede sostener nuestra vida, lo único que puede hacernos profundizar realmente en nuestra existencia no es otra cosa sino el amor de Dios, el anhelo de Dios, el deseo de Dios, eso mismo nos llevaría a una auténtica conversión del corazón, a un grandísimo amor a Él.

¿Hay en mi alma ese anhelo de Dios nuestro Señor? ¿Hay en mi alma ese ardiente fuego por amar a Dios, por hacer que Dios realmente sea lo primero en mi vida? Éste es el camino de conversión, es la forma de ver el camino de la salvación. No nos quedemos simplemente en los comportamientos externos.

La Cuaresma, más que un comportamiento externo, tiene que ser un llegar al fondo de nosotros mismos; la mortificación corporal debe dar frutos espirituales.

Vamos a pedirle a Jesucristo en la Eucaristía, que así como Él se nos da en ese don, nos conceda poseer una gran profundidad en nuestra vida para poder tener conciencia de nuestra debilidad, y, sobre todo, nos conceda un gran anhelo de vivir a su lado, porque si algún día en ese camino de conversión del corazón, por ligereza o por superficialidad, caemos, si tenemos el anhelo de amar a Dios, tenemos la certeza de que tarde o temprano, de una forma u otra, acabaremos amando.
Por: P. Cipriano Sánchez LC

sábado, 18 de marzo de 2017

Confiar en Dios es ponernos en sus manos


Meditaciones para toda la Cuaresma


Sábado segunda semana Cuaresma. La conversión del corazón, requiere que estemos dispuestos a soltarnos en Él. 


Confiar en Dios requiere, de cada uno de nosotros, que nos pongamos en sus manos. Esta confianza en Dios, base de la conversión del corazón, requiere que auténticamente estemos dispuestos a soltarnos en Él.

Cada uno de nosotros, cuando busca convertir su corazón a Dios nuestro Señor y busca acercarse a Él, tiene que pasar por una etapa de espera. Esto puede ser para nuestra alma particularmente difícil, porque aunque en teoría estamos de acuerdo en que la santidad es obra de la gracia, en que la santidad es obra del Espíritu Santo sobre nuestra alma, tendríamos que llegar a ver si efectivamente en la práctica, en lo más hondo de nuestro corazón lo tenemos arraigado, si estamos auténticamente listos interiormente para soltarnos en confianza plena para decir: "Yo estoy listo Señor, confío en Ti"

Desde mi punto de vista, el alma puede a veces perderse en un campo bastante complejo y enredarse en complicaciones interiores: de sentimientos y luchas interiores; o de circunstancias fuera de nosotros, que nos oprimen, que las sentimos particularmente difíciles en determinados momentos de nuestra vida. Son en estas situaciones en las que cada uno de nosotros, para convertir auténticamente el corazón a Dios, no tiene que hacer otra cosa más que confiar.
Qué curioso es que nosotros, a veces, en este camino de conversión del corazón, pensemos que es todo una obra de vivencia personal, de arrepentimiento personal, de virtudes personales.

Estamos en Cuaresma, vamos a Ejercicios y hacemos penitencia, pero ¿cuál es tu actitud interior? ¿Es la actitud de quien espera? ¿La actitud de quien verdaderamente confía en Dios nuestro Señor todos sus cuidados, todo su crecimiento, todo su desarrollo interior? ¿O nuestra actitud interior es más bien una actitud de ser yo el dueño de mi crecimiento espiritual?

Mientras yo no sea capaz de soltarme a Dios nuestro Señor, mi alma va a crecer, se va a desarrollar, pero siempre hasta un límite, en el cual de nuevo Dios se cruce en mi camino y me diga: "¡Qué bueno que has llegado aquí!, ahora tienes que confiar plenamente en mí". Entonces, mi alma puede sentir miedo y puede echarse para atrás; puede caminar por otra ruta y volver a llegar por otro camino, y de nuevo va a acabar encontrándose con Dios nuestro Señor que le dice: "Ahora suéltate a Mí"; una y otra vez, una y otra vez.

Éste es el camino de Dios sobre todas y cada una de nuestras almas. Y mientras nosotros no seamos capaces de dar ese brinco, mientras nosotros no sintamos que toda la conversión espiritual que hemos tenido no es en el fondo sino la preparación para ese soltarnos en Dios nuestro Señor, no estaremos realmente llegando a nada. El esfuerzo exterior sólo tiene fruto y éxito cuando el alma se ha soltado totalmente en Dios nuestro Señor, se ha dejado totalmente en Él. Sin embargo, todos somos conscientes de lo duro y difícil que es.

¿Qué tan lejos está nuestra alma en esta conversión del corazón? ¿Está detenida en ese límite que no nos hemos atrevido a pasar? Aquí está la esencia del crecimiento del alma, de la vuelta a Dios nuestro Señor. Solamente así Dios puede llegar al alma: cuando el alma quiere llegar al Señor, cuando el alma se suelta auténticamente en Él.

Nuestro Señor nos enseña el camino a seguir. La Eucaristía es el don más absoluto de que Dios existe. De alguna forma, con su don, el Señor me enseña mi don a Él. La Eucaristía es el don más profundo de Dios en mi existencia. ¿De qué otra forma más profunda, más grande, más completa, puede dárseme Dios nuestro Señor?

Hagamos que la Eucaristía en nuestras almas dé fruto. Ese fruto de soltarnos a Él, de no permitir que cavilaciones, pensamientos, sentimientos, ilusiones, fantasías, circunstancias, estén siendo obstáculos para ponernos totalmente en Dios nuestro Señor. Porque si nosotros, siendo malos, podemos dar cosas buenas, ¿cómo el Padre que está en los Cielos, no les va a dar cosas buenas a los que se sueltan en Él, a los que esperan de Él?

Pidámosle a Jesucristo hacer de esta conversión del corazón, un soltar, un entregarnos plenamente en nuestro interior y en nuestras obras a Dios. Sigamos el ejemplo que Cristo nos da en la Eucaristía y transformemos nuestro corazón en un lugar en el cual Dios nuestro Señor se encuentra auténticamente como en su casa, se encuentra verdaderamente amado y se encuentra con el don total de cada uno de nosotros.


Por: P. Cipriano Sánchez LC 

viernes, 17 de marzo de 2017

Voluntad y libertad orientadas a Dios



Meditaciones para toda la Cuaresma
Viernes segunda semana Cuaresma. Que la Cuaresma sea un camino de conversión y orientación de nuestra voluntad hacia Dios.

"Vamos a matarlo y nos quedaremos con su herencia. Le echaron mano, lo sacaron del viñedo y lo mataron"
. En estas palabras con las cuales Jesucristo cierra la acción de los viñadores sobre el hijo y, sobre todo, lo que el dueño de la viña había proyectado respecto a este terreno, también está encerrando qué es lo que sucede en los corazones de los viñadores.

Los viñadores homicidas no solamente es una parábola de la crueldad de los hombres para con Dios y para lo que el Señor nos va pidiendo a todos nosotros, sino que también es un reclamo al corazón del hombre, a nuestra libertad y a nuestra voluntad para que también nos preguntemos si en nosotros puede haber esta misma intención de homicidio.

Nos podría sonar como algo extraño, algo lejano, algo apartado de nosotros, pero tenemos que cuestionarnos con mucha claridad para ver si efectivamente esta voluntad de no darle a Dios lo que de Dios es, es algo alejado de nosotros, o si por el contrario, es voluntad nuestra el dar siempre a Dios lo que de Dios es.

Todo el problema de estos viñadores homicidas no nace de una crueldad con respecto a los enviados; porque los viñadores homicidas son conscientes de que los enviados no son sino una parte del contrato que se había hecho con el dueño de la viña. El problema de los viñadores homicidas es que quieren quedarse con la herencia. Una voluntad torcida, una voluntad totalmente pervertida es la que va a hacer que los viñadores se conviertan de arrendatarios en homicidas.

Que no nos suene muy lejano esto, que no nos suene muy apartado de nosotros, que por el contrario, sea para nosotros una pregunta: ¿En qué nos va convirtiendo nuestra voluntad?, ¿qué es lo que va haciendo de nosotros?, ¿qué es lo que va realizando en nuestra vida? Ése es el punto más importante, el punto más serio en el cual nuestra existencia puede torcerse o encaminarse hacia Dios nuestro Señor.
¿Nuestra voluntad y nuestra libertad hacia dónde y hacia qué están orientadas? ¿Hacia dónde estamos orientando nuestra voluntad? ¿Hacia lo que Dios quiere, hacia el ser capaces de dar los frutos que Dios nos está pidiendo? ¿O estamos orientando nuestra voluntad hacia el quedarnos injustamente con la herencia? Es una disyuntiva que se nos presenta todos los días y que va forjando nuestra personalidad, porque de esa disyuntiva va a acabar dependiendo el que nosotros vivamos de una forma coherente o incoherente con lo que Dios nuestro Señor nos va pidiendo.

Cuántas veces —y de esto somos generalmente muy conscientes—, Dios nuestro Señor pide ciertos cambios de comportamiento en nuestra alma, que son los frutos. Cuántas veces, Dios nuestro Señor pide que le devolvamos en la medida en la que Él nos ha dado.

Y si Dios fue el que hizo todo: Él es el que cavó, rodeó la cerca, construyó la torre y plantó la viña, a nosotros nos toca simplemente trabajar la viña del Señor. Si a Dios no le regresamos lo que nos dio, estamos como esos viñadores: quedándonos o queriéndonos quedar con la herencia. Lo cual, a la hora de la hora, no es sino un deseo en sí mismo frustrado, vano e inútil.

Está en nuestra voluntad el decidirnos por dar a Dios lo que es de Dios o quedarnos nosotros con lo que es de Dios. Para eso tenemos que estar revisando constantemente nuestra voluntad; revisando si nuestras obras, nuestras reacciones, nuestros deseos, son auténticamente cristianos, o si por el contrario, son simplemente manifestaciones de un deseo que quizá no está todavía orientado a Dios nuestro Señor.

Los viñadores habían trabajado no para el dueño de la viña, sino para ellos mismos. A los viñadores no les importaba el fruto del dueño de la viña, les importaba el fruto para ellos. Nuestra vida, ¿para qué trabaja?

Cuando se nos presentan cuestionamientos, preguntas, inquietudes, ¿a quién le damos los frutos? ¿A Dios? ¿O se los damos a nuestro egoísmo, a nuestro afán de autonomía o a nuestro afán de manejar las cosas como a nosotros nos gusta manejarlas?

Ciertamente que nos damos cuenta de que no está bien. No es que nuestra inteligencia se ciegue, pero nuestra voluntad pasa por alto todo esto. Como la voluntad de los viñadores pasó por alto el hecho de que el hijo era el dueño de la herencia. Esa frase tan llena de cinismo: “Venid, éste es el heredero. Vamos a matarlo y nos quedaremos con su herencia”, encierra muchas veces el mecanismo de nuestra voluntad que, iluminada por la inteligencia, descubre perfectamente a quién le pertenecen las cosas, de quién es la vida, de quién es el tiempo, de quién son nuestras cualidades. Descubre perfectamente que determinada reacción no es todo lo cristiana que debría ser; descubre perfectamente que determinado comportamiento no está respondiendo adecuadamente a lo que Dios le pide, pero usa este mismo mecanismo: “Éste es el heredero. Vamos a matarlo y a quedarnos con la herencia”.

Esto es pavoroso cuando aparece en el alma, porque indica la absoluta perversión de la voluntad. Cómo nos puede extrañar después, que en nuestra vida haya comportamientos negativos, comportamientos que difieren de la voluntad de Dios, cuando ese mecanismo está funcionando con una relativa frecuencia en nosotros; cuando nuestra voluntad no ha sido capaz de purificarse para ser capaz de romper, de quebrar ese mecanismo en nuestra alma; cuando cada vez que vemos al heredero lo queremos matar para quedarnos con la herencia.

Tenemos que ser muy inteligentes para descubrir en nuestra voluntad que ese mecanismo está funcionando. Pero tenemos que ser también muy firmes y constantes en nuestra purificación personal para ir eliminando, una y otra vez, ese mecanismo de nuestra voluntad. Mecanismo que nos lleva siempre, y de una manera ineludible, a la más tremenda de las desgracias, que es perdernos a nosotros mismos.

“Dará muerte terrible a esos desalmados y arrendará el viñedo a otros viñadores”. Para lo que tú existes como viñador es para trabajar el viñedo. Y Dios quitará el viñedo a esos viñadores. ¡Qué tremendo es correr en vano! ¡Qué tremendo es vivir en vano! ¡Qué tremendo es ver pasar los días, pasar los años, ver cómo el calendario va corriendo por nuestra vida y no haber todavía dejado de correr en vano!

Ojalá que esta Cuaresma sea para nosotros un momento de particular iluminación por parte del Espíritu Santo para que, efectivamente, descubramos dónde y en qué estamos corriendo en vano, dónde y en qué nuestra voluntad todavía no es capaz de superar el mecanismo de viñador homicida. ¿Por qué, cuando vemos perfectamente quién es el heredero, en nuestro interior todavía aparece el interés por arrebatarle la herencia y quedarnos nosotros con ella? Como cristianos, como miembros de la Iglesia no podemos seguir jugando con el Dueño de la viña.

¡Qué importante es que nos iluminemos para poder iluminar; que nos aclaremos para poder aclarar; que nos purifiquemos para poder purificar! Hagamos de esta Cuaresma un camino de conversión y de orientación de nuestra voluntad hacia Dios nuestro Señor para que Él y solamente Él, sea el que se lleve los frutos de nuestra viña.
Por: P. Cipriano Sánchez LC