"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

lunes, 26 de septiembre de 2011

Silencio orante en la iglesia

No podemos ir a la iglesia con un corazón disperso. Tampoco es el lugar para saludos, conversaciones que distraen.

Las iglesias, para los católicos, son un espacio muy especial. En ellas se celebra la Santa Misa. En ellas se imparte el sacramento de la confesión. En ellas queda reservado, en el Sagrario, el Cuerpo de Cristo. En ellas podemos encontrar un refugio para intimar con quien nos salva. Cada iglesia es, sencillamente, la casa de Dios.

Por eso, al entrar en un templo, la actitud que nace de la fe es la de un silencio orante. El lugar sagrado nos invita a abrir el corazón a las luces de Dios, al mundo del espíritu, a la gracia que salva.

No podemos ir a la iglesia con un corazón disperso. Tampoco es el lugar para saludos, para palabras vanas, para conversaciones que distraen.

Desde una mirada de fe, la iglesia se convierte en un lugar apto, maravilloso, para el encuentro con Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1185) dice, al respecto, que “el templo también debe ser un espacio que invite al recogimiento y a la oración silenciosa, que prolonga e interioriza la gran plegaria de la Eucaristía”.

El alma, entonces, puede hacer suyas las palabras del salmista:

“¡Qué amables tus moradas, oh Yahveh Sebaot! Anhela mi alma y languidece tras de los atrios de Yahveh, mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo. Hasta el pajarillo ha encontrado una casa, y para sí la golondrina un nido donde poner a sus polluelos: ¡Tus altares, oh Yahveh Sebaot, rey mío y Dios mío! (...) Dichosos los que moran en tu casa, te alaban por siempre” (Sal 84,2-5).
Autor: P. Fernando Pascual LC.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Oficina de recolección de quejas

Nos ahogan miles de quejas con las que señalamos una y otra vez a los demás mientras olvidamos nuestros propios pecados y defectos.
El padre abad tuvo una idea. Redactó un texto y lo puso en las puertas del monasterio y de la parroquia:

“Visto que cada día cientos de personas se quejan por lo que hace o deja de hacer el obispo; por lo que hacen o dejan de hacer los sacerdotes; por lo que hacen o dejan de hacer los catequistas y los demás agentes de la pastoral; por lo que hacen o dejan de hacer los demás católicos.

Visto que nunca será posible ponernos de acuerdo sobre el color de las flores para las procesiones del Patrono, y que unos se quejarán contra lo que otros hayan decidido.

Visto que hay problemas reales que merecen ser solucionados pero que no se arreglan si nos limitamos a murmurar, cuando de lo que se trata es de hablar con quienes pueden poner remedio a los mismos.

Visto que existe el peligro de mirarnos continuamente a nosotros mismos, con todos nuestros defectos, pequeñeces y pecados, y olvidar a esa multitud de personas que siguen fuera de la Iglesia y que necesitan el testimonio de nuestra fe, esperanza y caridad.

Visto que pensamos que hay otros que no merecen el perdón de Dios, cuando en realidad nadie lo merece (nosotros tampoco), sino que Cristo lo ofrece a todos aquellos que se convierten de corazón.

Visto que podemos caer en el agujero de hablar más de los errores de la Iglesia que de los cientos de abortos que se cometen cada año en nuestra zona y en todo el mundo, que podemos dedicarnos a la crítica por la crítica mientras olvidamos que cada año mueren millones de personas de hambre o miles de ancianos sin que nadie les acompañe en sus últimos años.

Visto que nos ahogan miles de quejas con las que señalamos una y otra vez a los demás mientras olvidamos nuestros propios pecados y defectos.

Se instituye, al día de hoy, una oficina de recolección de quejas. Su funcionamiento se estipula como sigue:

1. No se admiten quejas de cosas simplemente escuchadas pero no comprobadas.

2. No se admiten quejas que nazcan de envidias, rencores, odios y desengaños del pasado o del presente.

3. No se admiten quejas anónimas.

4. No se admiten quejas que suponen en los demás intenciones desconocidas y que incurren, por lo mismo, en juicios temerarios o en el delito de la calumnia.

5. Se admiten aquellas quejas basadas en hechos reales y comprobados.

6. Se admiten quejas acompañadas de propuestas concretas de solución.

7. Se admiten quejas que se ofrecen con el deseo sincero de ayudar a otros, no las que simplemente buscan hundir a los demás.

8. Se admiten quejas maduradas en la oración y orientadas a promover una vida evangélica, litúrgica y eclesial profunda, fervorosa, responsable y alegre.

9. Se admiten quejas sobre temas importantes, no sobre asuntos de nuestra vida comunitaria que no tienen mayor relevancia.

10. Se admiten quejas que ayuden a orientar nuestros corazones a la misión y al rescate de tantos hermanos nuestros que se han alejado de la fe o que nunca han conocido realmente a Cristo.

11. Se admiten quejas que nacen del deseo sincero y práctico de mejorarnos antes a nosotros mismos que a los demás; quejas acompañadas de actos concretos de caridad, de servicio, de ayuda, de oraciones por nuestra comunidad, por la Iglesia entera, por todos los hombres y mujeres, especialmente por los más necesitados.

12. Se admiten quejas que nos lleven a despertar del letargo en el que nos sumerge el vicio de la avaricia y nos ayuden a vivir la auténtica pobreza evangélica, a compartir nuestros bienes con los necesitados y nuestro tiempo con quienes anhelan un poco de cariño y de atenciones.

Una vez recogidas, las quejas serán estudiadas en la oración para que, si así lo quiere Dios, puedan ayudarnos a mejorar la propia vida y la de la quienes están a nuestro lado.

Desde la fuerza de la gracia divina, esas quejas podrán convertirse en motivo de conversión. Sólo entonces nos permitirán crecer cada día en el Amor a Dios y a nuestros hermanos, sobre todo cuando son débiles, frágiles y pecadores como nosotros, y necesitan menos críticas destructivas y más cariño sincero que culmina en una corrección fraterna auténticamente cristiana.

Firmado y sellado con una oración a Jesucristo, manso y humilde de Corazón, y a la Virgen, Madre del buen consejo, en el día de hoy, el año de gracia del Señor dos mil y...”
Autor: P. Fernando Pascual LC.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Nacer de la Virgen María

María, con un amor inimaginable, nos lleva siempre como hijos pequeños, formando nuestra vida con la suya.

Una persona realmente cristiana no puede ni debe vivir más que de la vida de Nuestro Señor Jesucristo.

Esta vida divina debe ser el principio de todos sus pensamientos, de todas sus palabras y de todas sus acciones.

Jesucristo fue concebido en el seno de María por obra del Espíritu Santo. Jesucristo nació del seno virginal de María. Concebido por obra del Espíritu Santo, nacido de María Virgen.
El bautismo y la fe hacen que empiece en nosotros la vida de Jesucristo. Por eso, somos como concebidos por obra del Espíritu Santo. Pero debemos, como el Salvador, nacer de la Virgen María.

Jesucristo quiso formarse a nuestra semejanza en el seno virginal de María. También nosotros debemos formarnos a semejanza de Jesucristo en el seno de María, conformar nuestra conducta con su conducta, nuestras inclinaciones con sus inclinaciones, nuestra vida con su vida.

María, con un amor inimaginable, nos lleva siempre en sus castas entrañas como hijos pequeños, hasta tanto que, habiendo formado en nosotros los primeros rasgos de su hijo, nos dé a luz como a Él. María nos repite incesantemente estas hermosas palabras de san Pablo: Hijitos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo se forme en vosotros (Gál 4,19). Hijitos míos, que yo quisiera dar a luz cuando Jesucristo se haya formado perfectamente en vosotros.
Autor: Ágora marianista.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Más allá de la muerte

Con lo que yo hago ahora, decido lo que va a ser mi existencia en la eternidad. Decido mi infierno o mi cielo.
¿Y después de la muerte, qué? Las respuestas pueden ser muchas. Si las intentamos reducir a lo esencial, nos encontramos con tres respuestas fundamentales.

La primera: después de la muerte no hay nada. Tú, yo, todos, nos vamos a desintegrar, desaparecemos. Nuestras partículas, olvidadas de lo que fueron, irán a parar a mil lugares distintos. Algunos serán recordados, pero la fama de los grandes hombres no les permite disfrutar un minuto de alegría después de atravesar la frontera del “no retorno”. Tampoco habrá justicia: el criminal, el ladrón, el traidor, se habrán ido, quizá sin haber sido castigados por la justicia humana. Una vez muertos, nadie podrá pedirles cuentas de sus fechorías...

La segunda: después de la muerte empieza una nueva vida terrena, o incluso sigue una serie de vidas (dos, tres, cinco, ¿mil?). Es decir, quizá nos reencarnemos. Nuestra alma volará y tomará otro cuerpo, tendrá una nueva existencia. Quizá seremos una mariposa, o un cangrejo, o un perro que persigue conejos en praderas interminables. Se inicia así una “segunda oportunidad”. Y esto nos llena de un cierto alivio: si lo hicimos todo mal en la vida anterior, quizá en la nueva podremos portarnos bien y merecer, en la siguiente reencarnación, un cuerpo un poco mejor del que nos haya tocado ahora.

La teoría de la reencarnación presenta muchas variantes según la respuesta que se dé a estas preguntas. ¿Cada uno escoge su nuevo tipo de vida? ¿Cuántas veces uno se puede reencarnar? ¿Y después? ¿Hay algún Dios que juzga y que decide el cuerpo que nos va a tocar? Lo extraño es que ninguno (al menos, de los que yo conozco) recuerda que tuvo una vida anterior a la que ahora tiene. Ni hemos visto a un perro o a un gato contarnos lo que hicieron cuando estaban al lado de Napoleón en la batalla de Waterloo... Pero la idea de una segunda oportunidad nos tienta de un modo extraño, y, tal vez, nos hace valorar poco la existencia que ahora tenemos. Y eso puede ser muy peligroso.

La tercera respuesta: después de la muerte, hay un juicio, y unos van al cielo y otros van al infierno. Sin más: no existe una “segunda oportunidad” en una eventual futura reencarnación... Cristianos, musulmanes y bastantes autores del judaísmo aceptan esta respuesta, si bien difieren en lo que sea el cielo o el infierno, o en el modo en el cual procederá el juicio.

Desde este último punto de vista, la vida actual, esta única vida antes del juicio, adquiere un valor enorme. Lo que yo hago ahora no se perderá en el universo (como se piensa en la primera respuesta), ni tendré una nueva ocasión de actuar mejor gracias a una reencarnación (segunda respuesta). Ahora determino y decido lo que va a ser, eternamente, mi existencia en la otra vida. Decido mi cielo o mi infierno.

Delante de la frontera de la muerte, la ciencia se detiene. Nos dice cuándo uno ya dejó de vivir la existencia que tuvo entre nosotros. Nos explica la descomposición del cuerpo, la destrucción total del cerebro, pero no lo que pasa al espíritu. Lo que hay al otro lado escapa al microscopio más perfecto. El mundo del espíritu es invisible, y la ciencia, menos mal, no puede tocarlo. Lo triste es vivir con un corazón eterno como si fuésemos un pedazo de materia orgánica obtenida por la casualidad evolutiva, sin esperanza ni amor.

Nos entusiasma poder amar y vivir en esta tierra. Nos llena de alegría acariciar a un niño o contemplar una estrella. Nos conmueve la ternura de un anciano y la mirada serena y tranquila de algunos “locos” que nos penetran con sus ojos entre compasivos y alegres. Pero, lo creemos de verdad, no somos capaces de intuir lo que nos espera más allá de la muerte.

Esta vida vale tanto que Dios quiso vivirla con nosotros. Cristo, el Hijo de Dios, dejó abierto el camino hacia el cielo. Nos reveló que hay un juicio, que el amor es todo, que el peligro del infierno acecha tras la muerte. Vale mucho nuestra vida, valen mucho nuestros actos. Pero no estamos solos. Desde una Cruz Jesús, el Resucitado, nos acompaña en nuestros dolores y fatigas. Y nos espera, para siempre, en la casa del Padre.
Autor: P. Fernando Pascual

jueves, 22 de septiembre de 2011

Jesús Sacramentado, enséñanos a ser humildes

Presente en esa Hostia donde los ojos del que "se hizo hombre y habitó entre nosotros" nos miran con su infinito amor.
En el Evangelio según San Juan l3, 1-15, se nos narra cuando Jesús lava los pies a los discípulos.

Con este pasaje del Evangelio de San Juan quedamos introducidos en la parte central de los acontecimientos más relevantes de nuestra fe. Ya estamos de lleno en ellos: LA ÚLTIMA CENA.

Jesús quiere despedirse de sus seguidores, de sus compañeros, de sus amigos.

Otra vez su gran humildad. Su gesto fino y lleno de ternura. Va lavándole los pies a aquellos hombres que lo habían visto ordenar a los vientos y a las olas la quietud en la tormenta, que le habían visto dar luz a los ojos de los ciegos, hacer andar a los paralíticos, sanar a los leprosos, resucitar a los muertos. Que lo habían visto radiante como el sol en su Transfiguración y ahora, con un amor inconmensurable, con una humildad sin límites les está lavando los pies.

Pedro está asustado, no acierta a comprender, pero ante las palabras de Jesús y con su vehemencia natural, le pide que le lave de los pies a la cabeza. Jesús va más alla.... está pensando en la humanidad y en esta humanidad estoy yo y falta poco para que no seamos lavados con agua, sino con su sangre que nos limpia y nos redime.

Jesús, entre los doce están los pies de aquel que te va a traicionar...y creo que tus manos tuvieron que temblar al lavar los pies de Judas. Acariciaste aquellos pies con amor y con tristeza y nos mandaste hacer eso mismo con nuestros semejantes, sin distinciones de este por que me cae bien o de este no por que me cae mal.

¡Que yo no olvide tu ejemplo y tu mandato, Señor! Que a todos los que me rodean en mi cotidiano vivir yo los acepte como son y tenga ante ellos esa postura de amor y de humildad que tú nos pides.

Y nuestra pobre mente no alcanza a comprender todo el profundo significado de este acto. Ya antes de morir te estás anonadando ante los hombres y después otra locura de ese amor que te abrasa el alma, que quema tu corazón por ello no quisiste dejarnos solos y poco después, haces del pan tu Cuerpo y del vino tu Sangre y te quedas para ser nuestro alimento.

Y ahora, presente en esa Hostia donde los ojos del que "se hizo hombre y habitó entre nosotros" nos miran con su infinito amor, le podemos decir eso que siempre espera...

Jesús Sacramentado, de rodillas te pedimos:

"Jesús, enséñame a quererte, como tú me quieres, enséñame a ver tu rostro en el rostro de mis semejantes, enséñame, Jesús a ser buena, a que tú seas el Eje de mi vida, esa vida que hoy pongo en tus manos, Señor, muy cerca de tu corazón y enséñame a acompañarte a Tí y a tu Santísima Madre con mi oración en todos los amargos tormentos de la ya muy cercana muerte de cruz" Amén.
Autor: Ma Esther de Ariño.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

FUMAR DURANTE EL EMBARAZO

Autor: Pablo Cabellos  Llorente
            Habiendo dejado el tabaco hace bastantes años, me sorprendió la saludable propaganda de un paquete de cigarrillos: Se muestra un no nacido en el vientre de su madre. Sobre la imagen se lee: "Las autoridades sanitarias advierten". En la parte inferior, la advertencia: "fumar durante el embarazo perjudica la salud de su hijo". No se especifica la edad del embrión o feto, basta estar embarazada para considerarlo un hijo al que se puede dañar fumando.
            Pero mi sorpresa no aconteció por la información sanitaria, que he de suponer buena, sino porque resulta que esa misma madre adquirió recientemente el "derecho" de matar a su hijo sin necesidad de fumar. No sé si vivimos en una sociedad plagada de hipocresía, de contradicciones, de sinrazones o de qué, para engendrar tales dislates. Y sé que es políticamente incorrecto afirmar que esto es un desatino. Hasta ese punto ha llegado nuestra irreflexión. Fumar es malísimo -y lo es-, pero matar, por muy pequeñito que sea el hijo, puede ser hasta bueno. Para algunos, una nueva libertad conquistada.
            Prácticamente, estamos en época electoral. Por cierto, en la anterior, el candidato ganador había prometido que en la legislatura ahora finiquitada no iría una nueva ley del aborto, aunque después fue. Y sucedió así como petición del partido gobernante, olvidando a la gran mayoría de sus votantes no afiliados al partido. No hablo en términos políticos, pido la  expresión de la verdad en las campañas electorales para que los ciudadanos sepan de veras a qué atenerse. Y es muy posible que en estos meses se obvie  esta ley alegando que estamos en otras preocupaciones: las económicas. Pues si es así, se estará triturando la vida, que es la razón de la economía  pero, además, puestos a ahorrar, vamos a empezar economizando tiempo y dinero en esta lamentable actividad.
            Yo vivía en Italia cuando se hizo el referéndum sobre el aborto y las razones de los partidarios eran, como siempre, puramente emocionales, sin ahondar en la cuestión: destruir una vida y dejar, con muchas probabilidades, una serie de secuelas en la madre, que nadie se ocupará de llevar ni siquiera a una anónima estadística. Recuerdo uno de los eslóganes pro-abortistas: Te tirarán a la cara la foto de tu hijo para hacerte votar como vota Almirante. Éste era jefe de filas del MSI, considerado como sucesor del fascismo. Y, claro, nada peor para un italiano que votar como Almirante. Lo que estaba en cuestión dejaba de interesar, se movía la atención hacia otra parte.
            Cuando en España se  hizo la primera ley contra la vida del no nacido, se habló y se escribió acerca del "drama del aborto". Así decían sus partidarios para afirmar de seguido que, aún siendo trágico, había casos en los que se concebía imprescindible. El ejemplo habitual fue el de la violada o el del hijo que venía con malformaciones. Este segundo ejemplo se utilizó menos porque no era muy correcto con los discapacitados. El resultado fue que el noventa y tantos por ciento de los abortos practicados tuvieron como causa la salud psicológica de la madre, en muchas ocasiones no demostrada, como se está viendo ahora en un proceso judicial conocidísimo y en curso.
            Y resulta que ese juicio parece arcaico en las actuales circunstancias, en las que hemos pasado -en ocasiones, asentado por las mismas personas- del "drama del aborto" a la "ampliación de las libertades", entre las que hemos alcanzado el derecho a matar al "nasciturus". Pienso que debo esforzarme por entender a todos, pero no es igual la comprensión con el errado que la conversión  del yerro en un logro social.
            No escribo fundamentalmente para los que hicieron la ley, sino para aquellos que pueden derogarla. Y a quienes deseen prolongarla, les solicitaría el esfuerzo de buscar frente a la muerte, y a los problemas posteriores originados, algo más consistente que aquello de que yo no quiero que ninguna mujer vaya a la cárcel por este motivo, porque sería difícil recordar cuándo fue la última; o lo de que el embrión es un ser vivo, aunque no un ser humano. En la cajetilla de tabaco lo han olvidado: es un hijo  de una embarazada sin especificaciones antropológicas.  Yo tampoco pretendo la prisión para nadie, salvo para el que la merezca: tal vez principalmente quien monta un negocio ilícito e inmoral con tan serio asunto. Más que el realizado con la guerra.
            José Gabaldón escribía en la Tercera de ABC que nuestro Tribunal Constitucional (Sentencia 53/1985 hasta ahora no modificada) afirmó que la vida «es un devenir» que «comienza con la gestación» y genera «un tertium existencialmente distinto de la madre», o sea, un nuevo y distinto ser humano vivo y viviente, a respetar. Por eso formuló seguidamente la obligación que tiene el Estado de «protegerlo y no obstaculizar el proceso de su desarrollo». ¿Cómo puede admitirse la constitucionalidad de una ley que otorga el derecho a dar por terminado un proceso cuya protección es deber estatal?
            Y por encima de esto, ¿cómo puede negarse la vida, el derecho humano más elemental,  la ética primaria?

Mateo, de publicano a santo

El cobrador de impuestos, no calcula las consecuencias, no regatea. Deja absolutamente todo y comienza una nueva vida al lado de Cristo.

Mateo, el publicano, tuvo la gran suerte de encontrarse con Cristo y así su vida experimentó un gran cambio hasta convertirse en el gran apóstol y evangelista que conocemos. Experimentó sin duda la angustia y la tristeza del pecado desde su condición de publicano, pero después fue valiente y decidido a la hora de abandonar aquella vida para ponerse de rodillas ante la verdad de Dios que quería su corazón plenamente. Así se operó la conversión: de publicano a santo.

Al pasar vio a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: "Sígueme" (Mt 9, 9). La misión de Cristo fue siempre la de salvar al hombre de la esclavitud del mal. Parece que siempre está comprometido en esta lucha.

Cristo siempre pasa, y siempre se encuentra con alguien: con Zaqueo, con la Samaritana, con la pecadora pública. Al pasar se encuentra con Mateo, un publicano, un ser señalado por los judíos que se creían buenos, un hombre de mala reputación, un pecador. Cristo se dirige a él y le ofrece otro camino: cambiar la mesa de los impuestos por una vida de entrega generosa y desinteresada a los demás, cambiar la vida de pecado por una vida de amistad con Dios, cambiar en definitiva el corazón. Una auténtica conversión. Él acepta esta invitación, porque la mirada de aquel hombre le había hecho comprender su pobreza interior, la pobreza que siempre conlleva el pecado.

"Él se levantó y le siguió" (Mt 9,9). Admira la prontitud con que Mateo abandona su vida de pecado para abrazar el amor de Dios. No hace consideraciones, no calcula las consecuencias, no regatea a Cristo. Deja absolutamente todo y comienza una nueva vida al lado de Cristo. Realiza dos gestos, sintetizados en dos palabras: "Se levantó", como si se dijera que abandona aquella mesa, símbolo de su vida pasada y de su pecado; y es que para salir del pecado siempre hay que abandonar algo propio, personal. Y "le siguió", es decir, abrazó una nueva vida, una vida junto a Dios, una vida centrada en otros valores, una vida nueva en Cristo. No fue sin duda fácil para Mateo esta decisión, pero bien valía la pena probar otro camino distinto de aquel que se había convertido para él en tantos momentos de dolor, de angustia y de remordimiento.

"No he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mt 9,13). Jesús aceptó la invitación de Mateo a comer en su casa, casa que se llenó enseguida de publicanos y pecadores. Los fariseos preguntaron a los discípulos por qué comía su Maestro con publicanos y pecadores. Pero fue Jesús el que les respondió: "No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender lo que significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio" (Mt 9, 10-13).

Es maravilloso el comprender cómo el Corazón de Dios busca la oveja perdida y cómo se llena de alegría verdadera y profunda cuando la encuentra. Por eso se enfrenta con estas palabras tan consoladoras a aquellos fariseos que se extrañaban de que el Maestro se sentara a la mesa con los pecadores. No sabían aquellos hombres que Cristo había venido a salvar precisamente a aquellos que ellos despreciaban y, más aún, ignoraban los fariseos que tal vez era más fácil sacar del abismo del mal a personas que se aceptaban pecadoras que a ellos mismos que se consideraban justos.
Autor: P. Juan J. Ferrán.

martes, 20 de septiembre de 2011

¿Qué hacer cuando Dios calla?

¿Qué hacer cuando Dios calla?
Aunque Dios calle y permanezca oculto, en el fondo del corazón percibimos su presencia, quien nos ama no nos abandona.
¿Por qué Dios está oculto? ¿Por qué, luego de encontrarlo, se esconde? ¿Por qué es tan difícil entenderle? ¿Por qué calla? ¿Por qué no siempre responde? ¿No le importan mis problemas? ¿Es que no me ama? ¿Se ha olvidado de mí?

Hay momentos en la vida en que gritamos a Dios como el salmista:

Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?
A pesar de mis gritos mi oración no te alcanza.
Dios mío, de día te grito, y no respondes;
De noche, y no me haces caso...
(Sal 22 (21))

¡Despierta ya! ¿Por qué duermes, Señor?
¡Levántate, no nos rechaces para siempre!
¿Por qué ocultas tu rostro y olvidas nuestra miseria y opresión?
(Sal 44)

Cuando Dios calla nos sentimos perdidos

El silencio de una persona amada es doloroso. Se percibe como ausencia, vacío, desinterés, soledad... El silencio del otro provoca inseguridad y puede ser el origen de resentimientos y desconfianza.

Por eso el silencio de Dios es terriblemente doloroso. Jesucristo también lo padeció en la cruz, se sintió abandonado por el Padre. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34b)

Sabemos que Dios salió de su eterno silencio, reveló su secreto, desveló su misterio en la Palabra: Jesucristo. Y que Cristo está vivo. Lo sabemos, pero eso no quita su misterioso silencio.

Pero percibimos su presencia

Creo que todos hemos experimentado la pérdida de un ser querido. Cuando muere alguien a quien amamos, tenemos la impresión de que no ha muerto del todo. Sabemos que, de alguna manera, está vivo. Nuestro corazón guarda la seguridad, o al menos la esperanza, de que esa persona a la que amamos sigue existiendo y está presente en nuestra vida, aunque de manera diferente. Lo experimentamos así, porque la memoria del amor nos fortalece la seguridad de que quien nos ama no nos abandona.

Aunque Dios calle y permanezca oculto, casi como si estuviera muerto, en el fondo del corazón percibimos su presencia. Esta percepción interior crece a medida que se desarrolla en nosotros la semilla de las virtudes teologales. La experiencia nos va demostrando el amor que Dios nos tiene. La memoria iluminada por la fe nos ayuda a recordarlo. Y así, progresivamente, nos va invadiendo la confianza de que Dios está presente. Poco a poco la gracia de Dios va trabajando en nosotros y de esa manera en el fondo de nosotros mismos crece y se va fortaleciendo una percepción interior de la que el corazón está seguro y que, gracias a la fe, se convierte en certeza: Aunque no lo vea, aunque no lo sienta, Él está aquí, conmigo, y me ama.

Lecciones aprendidas ante el silencio de Dios

En mi vida he aprendido tres lecciones ante los silencios de Dios:

1. Que no debo perder la paz interior, aunque sufra lo indecible. Se vale quejarse, pero sin perder la paz interior. Esta es la gran lección del salmista.

Dios mío, de día clamo, y no respondes,
también de noche, no hay silencio para mí.
¡Mas tú eres el Santo,
que moras en las laudes de Israel!

En ti esperaron nuestros padres,
esperaron y tú los liberaste;
a ti clamaron, y salieron salvos,
en ti esperaron, y nunca quedaron confundidos
(Sal 22(21), 2-6)

El Salmo 22 (21) nos enseña que no hay que desesperar, no hay que rebelarse contra Dios. Cuando Dios calla es tiempo de más oración, de súplica humilde y confiada.

Sí, tú del vientre me sacaste,
me diste confianza a los pechos de mi madre;
a ti fui entregado cuando salí del seno,
desde el vientre de mi madre eres tú mi Dios.

¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca,no hay para mí socorro!
(Sal 22(21), 10-12)

Si Dios calla en tu vida, te recomiendo que pronuncies pausadamente, con plena conciencia, en actitud abierta y confiada, el Salmo 22.


2. Que debo aceptar mis límites y tener confianza. En la comunicación, el silencio tiene un significado. Y si el silencio viene de Dios puedo tener la certeza de que no puede ser más que un gesto de amor, algo que Él me ofrece para mi bien. En Dios el silencio no puede significar rechazo o desinterés, simplemente Dios no puede hacerme una cosa así.

El silencio de Dios se convierte para mí en un reclamo para que yo guarde silencio, que acepte que hay algo de Dios que no alcanzo a comprender y que aprenda a escucharlo y acoger su voluntad con plena confianza en la Providencia.

Job nos da lecciones estupendas. Él llegó a aceptar que no alcanzaba a comprender muchas cosas que le sucedían y que debía abrazar el Plan de Dios, renunciando a su propia lógica.

Sé que eres todopoderoso:

ningún proyecto te es irrealizable.

Era yo el que empañaba el Consejo

con razones sin sentido.

Sí, he hablado de grandezas que no entiendo,

de maravillas que me superan y que ignoro.
(Job 42, 2-3)

Y después del silencio de Dios, Job alcanzó el culmen de su relación filial con Dios, hizo experiencia personal de la bondad y del amor de Dios aún en medio del misterio: “Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos” (Job 42, 5)

Esto me hace pensar en lo injustos que somos a veces con Dios: nos quejamos de que nos deja huérfanos cuando somos nosotros los que tantas veces nos comportamos como huérfanos, y Él, nuestro Padre y Hermano querido, allí está esperando pacientemente en silencio en el Sagrario, en nuestro corazón, en el prójimo, en todas partes...


3. Que debo perseverar en oración (cf. Mt 26, 41; cf 1 Tes 5, 17) y ser como el amigo inoportuno que llama a la puerta hasta que abre (cf Lc 18,1-8), con la certeza de que mi Padre me escuchará:

Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan! (Lc 11, 9-13)

Tarde o temprano escucharás tu nombre

Cuando Dios calla es tiempo de fe y libertad.

El silencio de Dios, no a pesar, sino precisamente por su complejidad y ambivalencia, es el espacio en el que se juega la libertad y la dignidad del hombre frente al tiempo y frente al Eterno (...), los tiempos de silencio de Dios son los tiempos de la libertad humana. (Bruno Forte)

Libertad para saber esperar, para optar por el amor sin condiciones. Cuando Dios calla, nos enseña a amar.

El silencio de Dios no es ausencia, es otra forma de estar presente, un lenguaje diferente. Lo que pasa es que somos impacientes y queremos respuestas inmediatas y siempre a nuestro estilo. Algo importante en el amor es aceptar al otro como es. También Dios merece este trato.

Cuando Dios calla es sábado santo. Tarde o temprano (tal vez hasta el día de nuestra muerte), escucharemos la voz tan esperada que nos llama por nuestro nombre, como aquél: “María” (Jn 20,16) de Cristo Resucitado.


De todos modos, la pregunta permanece abierta: ¿Por qué Dios calla?

Pregúntaselo tú mismo y espera con paciencia su respuesta.

Autor: P Evaristo Sada LC.
Este artículo se puede reproducir sin fines comerciales y citando siempre la fuente www.la-oracion

lunes, 19 de septiembre de 2011

Tras la tormenta

En nuestro camino hacia Dios, se suceden tormentas y bonanza, inquietudes y consuelos. Necesitamos momentos de reposo, de aire fresco, de esperanza.

Las nubes llegan. El viento se desata. Llueve. Rayos y truenos iluminan, frenéticamente, el paisaje.

En el mar, miedo ante las olas. En tierra, angustia por lo que pueda suceder a los navegantes.

El viento cambia de dirección. La lluvia amaina. El mar comienza a serenarse. La tormenta pasa.

En la vida llegan momentos duros, de tormenta. Las situaciones se precipitan. La angustia invade el alma. Sentimos miedo.

Luego, como por un extraño milagro, las cosas vuelve a ocupar su sitio. La vista y la mente recuperan la serenidad. La prueba ha pasado.

La experiencia nos recuerda que no todo está arreglado. Hay tormentas que dejan daños íntimos, heridas que han de ser curadas. Además, tras las zozobras del hoy son casi seguras las que llegarán en unos días, o quizá incluso mañana.

Pero los momentos de bonanza permiten recuperar energías. Nos preparamos para la siguiente prueba, consolamos el alma con la dicha de estos instantes de paz, de armonía, de belleza.

En nuestro camino hacia Dios, se suceden tormentas y bonanza, inquietudes y consuelos. En la marcha humana, necesitamos momentos de reposo, de aire fresco, de esperanza.

Miramos al cielo. Brillan luces bellas. También en el mundo del espíritu contamos con faros maravillosos que iluminan, que confortan. Existen estrellas para el alma.

“La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía” (Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi” n. 49).

Tras la tormenta, recogemos fuerzas. Mañana, con la ayuda de Dios, desde la compañía de la Virgen, de los santos, y de tantos corazones buenos, iniciará una nueva travesía. En el horizonte brillará, como señal de esperanza, de alegría, un sol recién nacido. Su luz iluminará ese camino que nos acerca al hogar, a la patria, a la casa del Padre que ama y espera a cada uno de sus hijos.
Autor: P. Fernando Pascual LC.
Las nubes llegan. El viento se desata. Llueve. Rayos y truenos iluminan, frenéticamente, el paisaje.

En el mar, miedo ante las olas. En tierra, angustia por lo que pueda suceder a los navegantes.

El viento cambia de dirección. La lluvia amaina. El mar comienza a serenarse. La tormenta pasa.

En la vida llegan momentos duros, de tormenta. Las situaciones se precipitan. La angustia invade el alma. Sentimos miedo.

Luego, como por un extraño milagro, las cosas vuelve a ocupar su sitio. La vista y la mente recuperan la serenidad. La prueba ha pasado.

La experiencia nos recuerda que no todo está arreglado. Hay tormentas que dejan daños íntimos, heridas que han de ser curadas. Además, tras las zozobras del hoy son casi seguras las que llegarán en unos días, o quizá incluso mañana.

Pero los momentos de bonanza permiten recuperar energías. Nos preparamos para la siguiente prueba, consolamos el alma con la dicha de estos instantes de paz, de armonía, de belleza.

En nuestro camino hacia Dios, se suceden tormentas y bonanza, inquietudes y consuelos. En la marcha humana, necesitamos momentos de reposo, de aire fresco, de esperanza.

Miramos al cielo. Brillan luces bellas. También en el mundo del espíritu contamos con faros maravillosos que iluminan, que confortan. Existen estrellas para el alma.

“La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía” (Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi” n. 49).

Tras la tormenta, recogemos fuerzas. Mañana, con la ayuda de Dios, desde la compañía de la Virgen, de los santos, y de tantos corazones buenos, iniciará una nueva travesía. En el horizonte brillará, como señal de esperanza, de alegría, un sol recién nacido. Su luz iluminará ese camino que nos acerca al hogar, a la patria, a la casa del Padre que ama y espera a cada uno de sus hijos.
Autor: P. Fernando Pascual LC.
En nuestro camino hacia Dios, se suceden tormentas y bonanza, inquietudes y consuelos. Necesitamos momentos de reposo, de aire fresco, de esperanza.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Pequeña y aparentemente inofensiva serpiente...

Ya enroscada y anidada en nuestro corazón, llenará de amargura y angustia nuestro diario vivir.
Fue en los albores de la Humanidad. Eran dos hermanos. Uno era pastor y tenía ovejas y corderos , el otro cultivaba la tierra. El labrador ofrecía al Señor dones de los frutos de su campo, el pastor ofrecía las primicias y la grasa de las ovejas. Eran dos hermanos, se llamaban Caín y Abel. A los ojos del Señor fue más grata la ofrenda de Abel y Caín se enfureció. Fue en ese momento que su alma supo del resquemor, del sentimiento nefasto de la envidia. Y tuvo envidia, porque no es lo mismo SENTIR QUE CONSENTIR. Dejó que la envidia como serpiente maligna se enroscara en su corazón y lo mordiera.

La ponzoña de la envidia es mortal. La dejó crecer en el interior de su pecho y cual si tuviera lava ardiendo en sus venas que quemara sus entrañas, le dijo a su hermano: - " Vamos al campo". Y cuando salieron al campo, Caín mató a su hermano Abel. Era su propia sangre, era su hermano. Fue el primer crimen. La primera sangre derramada no fue de enemigos ni de extraños, fue de hermanos. Fue el primer fratricidio. La envidia borró todo vestigio de amor, toda ternura y dio paso a un odio casi irracional, furia vesánica que lo llevó a cometer tan horrible crimen.


Han pasado muchos siglos. Ya estamos en el siglo XXI y la sangre de Abel sigue manchando las manos de Caín. Seguimos viendo como, quizá ahora más que nunca, los hermanos se matan y las madres matan a sus hijos.

Esos terroristas, Caines del tiempo moderno, siguen llevando la serpiente del mal en su corazón y ponen bombas que desgarran la carne de sus hermanos, dejándolos sin vida.

Y la envidia, (muy bien representada por cierto, en la fuente central de la Casita del Labrador en Aranjuez, España, en un busto de mármol con su laberinto de serpientes enroscadas que salen de su cabeza para bajar al pecho y morderle el corazón) sigue siendo uno de los pecados capitales más terribles - que quizá olvidamos confesar - y que si se apodera de nuestra vida nos hará conocer el peor de los infiernos.

Al menor indicio de este sentimiento, la serpiente despierta, nos aprieta el alma y nos muerde el corazón. Hay que luchar contra este pecado, contra este vicio de las almas pequeñas y viles.

Y contra este mal que tanto corrompe el corazón y que hace que nuestra vida se torne un suplicio, solo hay una cosa, algo que puede someter, dominar en un principio y desterrar, arrojar de nuestra alma después y para siempre ese sentimiento torturante y maligno: ese algo es el AMOR.

Nos falta amor a nuestros semejantes. "Amad a vuestros enemigos"- nos dice Cristo, pero ni siquiera a nuestros amigos les tenemos amor de verdad. Y eso es porque hay rencor y envidia en las familias, entre los hermanos, entre vecinos, entre países...porque el amor es poco y la envidia muy grande.

Pongamos gran cuidado en no dejar crecer esa pequeña y aparentemente inofensiva serpiente, porque ya enroscada y anidada en nuestro corazón, llenará de amargura y angustia nuestro diario vivir.

Amar es el único antídoto para este veneno mortal de la envidia. Siempre que actuemos hacia otra persona o hablemos de ella, sea quién sea, ahogaremos nuestra inclinación natural de envidia y pongamos en nuestra lengua y en nuestro corazón el gran contrapeso del amor.
Autor: Ma. Esther de Ariño