El lama impartía enseñanzas
a los monjes y novicios del monasterio.
Siguiendo la doctrina del
Buda, ponía especial énfasis en captar la transitoriedad de todos los
fenómenos, así como de aquietarse, retirarse de los pensamientos y, en
meditación profunda, percibir en el glorioso vacío interior la voz de la mente
iluminada. Mostraba métodos muy antiguos a sus discípulos para que pudieran
apartarse del pensamiento y vaciar la mente de inútiles contenidos.
-Vaciaos, vaciaos -
exhortaba incansablemente a los discípulos. Así un día y otro día, con la misma
insistencia que las aguas fluyen en el seno del río o el ocaso sigue al
amanecer.
-Vaciaos, vaciaos.
Tanto insistiera en ello,
que algunos discípulos acudieron a visitar al maestro y le dijeron
respetuosamente: - Venerable maestro, en absoluto ponemos en duda la validez de
tus enseñanzas, pero...
- ¿Pero?- preguntó el lama
con una sonrisa en los labios.
-¿Por qué pones tanto
énfasis en que nos vaciemos? ¿Acaso, respetado maestro, no acentúas demasiado
ese aspecto de la enseñanza?
- Me gusta que me
cuestionéis - dijo el lama-. No quiero que aceptéis nada que no sea sometido al
escrutinio de vuestra inteligencia primordial.
-Ahora debo llevar a cabo
sin demora mi práctica meditacional, pero solicito que todos vosotros os
reunáis al anochecer conmigo en el santuario.
-Eso sí, queridos míos,
quiero que cada uno de vosotros traiga consigo un vaso lleno de agua.
Los discípulos disimularon
como pudieron su asombro e incluso alguno de ellos se vio obligado a sofocar la
risa.
¿Será posible? O sea, que
su maestro les pedía algo tan ridículo como que todos ellos fueran al santuario
portando un vaso lleno de agua. ¿Se trataría de algún rito especial?
¿Sería una ofrenda que iban
a hacer a alguna de las deidades? Fue transcurriendo el día con lenta
seguridad.
Los discípulos no dejaban
de conjeturar sobre la extraña solicitud del maestro.
Unos aventuraban si no se
trataría de una ceremonia especial en honor de la misericordiosa Tara; otros
pensaban que tal vez era que el lama les iba a hacer leer durante toda la noche
las escrituras y que el agua era para evitar la excesiva sequedad de boca;
otros confesaban no tener la menor idea del por qué de la insólita petición del
lama.
El sol, anaranjado-oro, se
comenzaba a ocultar tras los inmensos picos que se divisaban a lo lejos. Los
discípulos tomaron cada uno de ellos un vaso y lo llenaron de agua. Luego,
ansiosos por desvelar el misterio, fueron hasta el santuario y se presentaron
ante el maestro.
-Bueno chicos - dijo el
maestro riendo con su excelente humor-. Ahora vais a hacer algo muy simple.
Golpead los vasos con cualquier objeto.
-Quiero escuchar el sonido,
la música capaz de brotar de vuestros vasos.
Los discípulos golpearon
los vasos. De los mismos no brotó más que un feo sonido sordo, desde luego nada
musical.
Entonces el maestro ordenó:
- Ahora, queridos míos, vaciad los vasos y repetid la operación.
Así lo hicieron los monjes.
Vaciados los vasos, golpearon en ellos y surgió un sonido vivo, intenso,
musical.
Los discípulos miraron al
lama interrogantes. El lama esbozó una sonrisita amorosamente pícara y se
limitó a decir: - Vaso lleno no suena; mente atiborrada no luce. Os deseo
felices sueños.
Los discípulos, un poco
avergonzados, comprendieron al momento.
Nunca habrían de olvidar
aquello de "vaso lleno no suena".
"Cuando eliminamos los
densos nubarrones de ignorancia de la mente, en el vacío original de la misma
surge el revelador sonido de la iluminación."
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