Autor: Pablo Cabellos Llorente
Finales
de los años sesenta. Luis María era tornero en un taller de automóviles. Había
conocido en su ciudad –Pamplona- la Peña Egulbati, que realizaba numerosas y
variadas actividades para gente joven y
para algunos menos jóvenes: desde deporte –sobre todo, futbol con la
participación en el campeonato Los Boscos, muy popular entonces entre las peñas
de la capital foral-, hasta otras acciones lúdicas y formativas, como cursos de
formación cristiana, de temas de actualidad, retiros espirituales, atención de
personas necesitadas, etc. Por allí pasaron personajes tan diversos como el
futbolista Zoco o el Marqués de la Real Defensa.
Egulbati organizaba también excursiones al
Pirineo o tertulias musicales, en especial para
celebrar santos, cumpleaños o días festivos. Nunca faltaban las jotas
navarras que surgían de la voz potente de El Chato, hermano menor de Luis Mari.
Los dos, y otros cuantos hermanos más, hijos de una familia numerosa
encantadora, amable, ejemplar. ¡Qué bien se pasaba en su casa!, sencilla y
humilde, pero alegre, luminosa como sus sonrisas. El Chato –en realidad, se
llama José Miguel- no era el único que aportaba en las tertulias musicales:
Pepe, que también cantaba jotas de la Rioja, Javier, que componía canciones…,
Juan Ignacio, algún otro que contaba chistes de vascos; improvisados poetas,
muralistas y también Luis Mari, que tocaba el acordeón.
Al
joven tornero le tocó su turno de mili –como a todos los españoles de la época-
y tuvo Jaca como destino, en una compañía de alta montaña. Después de unas
maniobras, se sintió insólitamente cansado para su habitual fortaleza y acudió
al médico. Enseguida se le descubrió una tuberculosis galopante, sin cura
posible, sin traslado viable a Pamplona para
acercarlo a casa. No obstante, y con turnos adecuados, siempre estuvo
acompañado. En ese tiempo, no dejó de hacer sus normas de piedad con el apoyo
de quienes le cuidaban, no perdió el buen humor y ayudó a cuantos compañeros de
la mili le fue posible. Al final, tendríamos oportunidad de ver la eficacia cristiana
de esa cercanía y cariño a los amigos logrados en ese nuevo ambiente.
Cuando
nos dimos cuenta de que el fin era cercano, muchos nos marchamos a Jaca,
sabiendo que era el último viaje para aquella envidiable y dura tarea. Allí
estaban su madre, doña Nati, que nunca se separó de su hijo (el padre había fallecido antes), sus
hermanas, hermanos y cuñados. Ocupaba una cama de las muchas que había en una
enorme sala de aquellos hospitales militares con grandes estancias. Luis Mari
era el único enfermo en la pieza. La persona que le acompañaba utilizaba otra
de las camas. Muchos otros amigos fueron desfilando: una
lista casi interminable. Entrábamos y salíamos según el estado del enfermo.
Tuve ocasión de hablar muchas veces con él. En los momentos finales, estaba
también el sacerdote que le atendió
espiritualmente y le administró los sacramentos: Confesión, Comunión Eucarística
y Unción de los Enfermos.
Había
un médico en las prácticas de la milicia universitaria, que se portó de un modo
admirable. Nos advirtió que los
enfermos de tuberculosis (¡qué rara se nos hacía la muerte por una enfermedad
que creíamos desaparecida!) mueren con plena conciencia. Los que le rodeábamos
también éramos conscientes del final ya
cercano. Por el cariño que le profesábamos, familiares y amigos fuimos sitiando
la cama durante los que se intuían sus últimos momentos. Parecía un poco espectáculo. Sin embargo, el círculo que le
cercaba surgió de modo normal, espontáneo.
Queríamos tal vez darle el último aliento con una jaculatoria, una
sonrisa, quizá una mirada de la que empezaban a escapar lágrimas furtivas, o lo
considerábamos como un privilegio. Luis Mari nos miraba agradecido, con una
expresión todavía muy entera, cuando se cumplió el vaticinio del médico: no
sólo moriría conscientemente, sino que sería el primero en captar su final. Tan
real fue, que mirándonos a todos, bromeó: "ahora sí que la hinco", afirmó. Y así fue efectivamente.
Sin
contradicción alguna, porque la fe siendo de Dios es muy humana, mi cabeza y mi
corazón bailaban entre la aceptación rendida de la voluntad divina y aquellos
preciosos versos de Miguel Hernández a la muerte de su amigo Ramón Sitjé:
Yo quiero ser llorando el hortelano
De la tierra que ocupas
y estercolas,
Compañero del alma, tan
temprano.
He
reflexionado mil veces sobre las últimas
palabras de Luis Mari, una auténtica oración, su último acto de entrega,
pronunciado entre el humor y la fortaleza navarros, revitalizados por la
energía de la fe. Seguramente no quería morirse, pero aceptó, más aún, amó lo
que Dios había previsto para él. "Ahora
sí que la hinco", hermosa jaculatoria imprevista, fuera de toda
usanza. Con ella, Luis María volvió, una
vez más, a romper el molde de lo previsto, como cuando aceptó con una sonrisa
la enfermedad y el hecho del imposible traslado a Pamplona. Hizo
extraordinariamente bien lo ordinario, hasta su muerte sencilla tuvo un no sé
qué de distinto que, después de tantos años transcurridos, permanece indeleble
en mi alma. Esta es la muerte con Dios que yo querría, pero tendré la que Él
quiera, que será la mejor para mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario