¡Eso es justo lo que debe de ser mi oración: un diálogo con quien sé que me ama! Y, cosa más admirable, con Uno que desea ser amado por mí.
Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre a su fuente y sea una continua emanación de la misma. Entre todas las mociones, sentimientos y afectos del alma, el amor es lo único con que la criatura puede corresponder a su Creador, aunque en un grado muy inferior, lo único con que puede restituirle algo semejante a lo que él le da. En efecto, cuando Dios ama, lo único que quiere es ser amado: si él ama, es para que nosotros lo amemos a él, sabiendo que el amor mismo hace felices a los que se aman entre sí» (San Bernardo, Sermón sobre el Cantar de los Cantares).
***
Hablando con un joven hace poco, me comentaba con ánimo inquieto que veía la religión como una serie de imposiciones: los diez mandamientos que se deben cumplir, las negativas a una vida "feliz y cómoda", el “debes hacer esto para no ir al infierno”, etc. La religión, por ello, volvía a los humanos en seres apagados y fríos. Yo le respondí que estaba totalmente de acuerdo con él.
¿Por qué? Porque si ves la religión como una camisa de fuerza de principios morales, entonces yo no podría vivir algo así; ni yo ni ningún ser humano. Tarde o temprano, como mi joven interlocutor, acabaríamos cansados, hastiados y negando lo que podría haber sido un enriquecimiento para nuestra existencia.
Gracias a Dios, no es eso lo que nosotros vivimos como católicos. Lo decía muy bellamente el Papa Benedicto XVI en su encíclica Deus Caritas Est: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (número 1). Y es esto lo que, bellamente, nos traza el gran San Bernardo en su sermón sobre el libro del Cantar de los Cantares y que, análogamente, podemos aplicar a nuestra vida de oración.
Pongamos un ejemplo. Voy a visitar a un amigo y, con un refresco en la mano, comenzamos a platicar sobre diversas circunstancias. ¡Cómo se pasa el tiempo! ¿Por qué? Porque estoy con alguien a quien aprecio, con quien he compartido varios momentos de mi vida. Le muestro toda mi atención, no me distraigo con otras cosas, le dedico lo mejor de mí.
¡Eso es justo lo que debe de ser mi oración: un diálogo con quien sé que me ama! Y, cosa más admirable, con Uno que desea ser amado por mí. Alguien que me está esperando pacientemente para hablarle; Alguien que no se distrae; Alguien que no me romperá el corazón; Alguien que me conoce mejor que mí mismo.
Y así es como yo le respondí a mi querido amigo: la religión no es una serie de imposiciones, sino un continuo dar gracias y amar. Los mandamientos son oportunidades que tengo para decirle a Dios un "te amo" y que, paradójicamente, me recompensan con mi felicidad. Como dice San Bernardo: «el amor mismo hace felices a los que se aman entre sí». Y esa es la religión que yo vivo todos los días cuando, de rodillas, intento demostrarle a Dios cuánto le amo.
Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre a su fuente y sea una continua emanación de la misma. Entre todas las mociones, sentimientos y afectos del alma, el amor es lo único con que la criatura puede corresponder a su Creador, aunque en un grado muy inferior, lo único con que puede restituirle algo semejante a lo que él le da. En efecto, cuando Dios ama, lo único que quiere es ser amado: si él ama, es para que nosotros lo amemos a él, sabiendo que el amor mismo hace felices a los que se aman entre sí» (San Bernardo, Sermón sobre el Cantar de los Cantares).
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Hablando con un joven hace poco, me comentaba con ánimo inquieto que veía la religión como una serie de imposiciones: los diez mandamientos que se deben cumplir, las negativas a una vida "feliz y cómoda", el “debes hacer esto para no ir al infierno”, etc. La religión, por ello, volvía a los humanos en seres apagados y fríos. Yo le respondí que estaba totalmente de acuerdo con él.
¿Por qué? Porque si ves la religión como una camisa de fuerza de principios morales, entonces yo no podría vivir algo así; ni yo ni ningún ser humano. Tarde o temprano, como mi joven interlocutor, acabaríamos cansados, hastiados y negando lo que podría haber sido un enriquecimiento para nuestra existencia.
Gracias a Dios, no es eso lo que nosotros vivimos como católicos. Lo decía muy bellamente el Papa Benedicto XVI en su encíclica Deus Caritas Est: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (número 1). Y es esto lo que, bellamente, nos traza el gran San Bernardo en su sermón sobre el libro del Cantar de los Cantares y que, análogamente, podemos aplicar a nuestra vida de oración.
Pongamos un ejemplo. Voy a visitar a un amigo y, con un refresco en la mano, comenzamos a platicar sobre diversas circunstancias. ¡Cómo se pasa el tiempo! ¿Por qué? Porque estoy con alguien a quien aprecio, con quien he compartido varios momentos de mi vida. Le muestro toda mi atención, no me distraigo con otras cosas, le dedico lo mejor de mí.
¡Eso es justo lo que debe de ser mi oración: un diálogo con quien sé que me ama! Y, cosa más admirable, con Uno que desea ser amado por mí. Alguien que me está esperando pacientemente para hablarle; Alguien que no se distrae; Alguien que no me romperá el corazón; Alguien que me conoce mejor que mí mismo.
Y así es como yo le respondí a mi querido amigo: la religión no es una serie de imposiciones, sino un continuo dar gracias y amar. Los mandamientos son oportunidades que tengo para decirle a Dios un "te amo" y que, paradójicamente, me recompensan con mi felicidad. Como dice San Bernardo: «el amor mismo hace felices a los que se aman entre sí». Y esa es la religión que yo vivo todos los días cuando, de rodillas, intento demostrarle a Dios cuánto le amo.
Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.
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