P. LORENZO SALES
Misionero de la Consolata
El Corazón de
Jesús
al Mundo
De los escritos de
Sor M. Consolata Betrone
Monja Capuchina
PRESENTACIÓN
En la reunión del Día Mundial de la Juventud en Denver, S. S. Juan Pablo II, narra la historia de este siglo que se vuelve al final como sí en la larga trayectoria humana vemos siempre el presente, el encuentro entre el bien y el mal, entre la gracia de Dios y el poder del maligno, mas nunca como en este siglo con esfuerzo, firmeza, claridad y decisión.
Sorprendentemente es también el tiempo en que más frecuente e insistentemente toca la llamada de nuevo a la bondad, ternura y misericordia de Dios; apelación que viene de Madre Esperanza de Collevalenza, de Sor Faustina de Polonia, del Monje Silvano de la Montaña de Athos y encuentra la confirmación en la Encíclica luminosa de 1980 “Dives in misericordia”, una página extraordinaria que ayuda a que nosotros vivamos esta última línea del itinerario hacia el gran jubileo, el año del Padre “rico en la misericordia”.
Se trata de una convicción profunda, una fe arraigada, un “instinto espiritual” que los creyentes encuentran en la Sagrada Escritura como un hilo rojo que invade y une toda la historia de la salvación, comenzando por el Señor que escucha el lamento de Israel esclavizado en Egipto hasta encontrar su punto más alto en las palabras y en la persona de Jesús, que no vino por los justos, sino por los pecadores y en el misterio de la cruz revela la profundidad del amor divino aquel “beso dado por la misericordia a la justicia” (Dives in misericordia, n.9).
Las almas que han experimentado una vocación particular para consolidar el misterio de la misericordia, se vuelven el anuncio a los hermanos y hermanas, para empezar la Virgen María, la Madre del Crucificado y por consiguiente la Madre de la Misericordia, “llamada de manera especial a acercar a los hombres a ese amor que su Hijo viene a revelar” (l.c.).
En esta parte del testimonio de la vida y de los escritos de Sor Consolata Betrone, una criatura simple que entra en el círculo de aquéllos por los cuales Jesús bendice a su Padre: “Yo te bendigo... porque has escondido estas cosas a los sabios y lo has revelado a los pequeños” (Mt 11,25). Una monja Capuchina humilde y oculta a tal punto que, habiendo descubierto en los escritos de Santa Teresa de Lisieux en “el caminito”, no duda llamar que quiere recorrer “el pequeñísimo camino del amor”. Pasa, entonces que estas notas nacieron del diálogo consigo misma sobre el amor de Dios y destinadas a permanecer ocultas, se convierten en luz espiritual para las almas que buscan “un mensaje de amor” de utilidad extraordinaria.
Cuando leí en la historia de la tierra de Saluzzo sobre la presencia en los últimos siglos de tantos Monasterios consagrados totalmente a la oración y la contemplación y también la historia de los frailes Capuchinos que con su trabajo silencioso, generoso y tenaz han ayudado a volver a la comunión de la Iglesia católica a muchos corazones desviados por doctrinas extrañas; no me sorprende ver germinar al inicio del siglo XX esta planta “pequeñísima” término que le era querido y destinada a permanecer y a crecer con el paso del tiempo.
Es “necesario que la Iglesia de nuestro tiempo tome una conciencia más profunda y particular de la necesidad de dar testimonio de la misericordia de Dios” (l.c., n.12). Este libro es un instrumento precioso porque es sencillo y accesible, es una propuesta concreta para un camino de perfección.
DIEGO BONA
Obispo de Saluzzo.
INTRODUCCIÓN
1. El desafío de la mística.
Estas páginas nos transmiten la voz virilmente suave de un alma que vivió con nosotros en medio de las revueltas de la tormenta, recogiendo en su espíritu todo el dolor de la tierra y todo el esplendor del cielo.
A quien forma filas en la afligida caravana, buscando con las ansiedad de sus ojos arrasados en lágrimas, empañados por la desesperación, una solución satisfactoria, esta alma privilegiada –que conoció todas las ansias de su época y experimentó todas las certezas de su fe-, ha dejado una herencia espiritual que logra hacer penetrar un rayo de sol en la lóbrega espesura de la noche.
De esta preciosa herencia, que va a exponerse en las siguientes páginas, debería prendarse el lector, no limitándose a pasar por ella superficialmente, sino procurando usar de madura reflexión para sacar de su lectura el mayor provecho posible: se trata de las palabras de Jesucristo y cuando el Maestro habla, todo el que se siente discípulo suyo y todo hombre, puesto que todos llevamos un rayo reflejo de su divina Luz, que nos hace racionales, debiera acoger con veneración, y poseer con esmerada firmeza cuanto Él enseña.
Acaso fue así en otros siglos de mucha fe. No ocurre hoy lo mismo; el sentido crítico, que hubiera debido llevarnos a madurez de juicio, ha terminado por atacar la vida del espíritu en sus mismas raíces y aún los alejados de la crítica del pensamiento no se han substraído al influjo de este mal del siglo y, sin declararse escépticos, permanecen desconfiados o por lo menos perplejos.
Así me ocurrió a mí, cuando vino a mis manos el grueso paquete que contenía un manuscrito de cerca de ciento treinta páginas en formato mayor, donde se exponía “un mensaje de amor del Corazón de Jesús al mundo”. La carta que en él se incluía me suplicaba con deferente insistencia que lo revisara “in via privata” y viera “si había en ello algo contra la fe y la sana teología, dogmática o ascética”.
Manos a la obra, me dije. Y realizada la labor, me piden ahora un “prologuito”, alegando que “como la obrita, conforme a las promesas de Jesús a Sor Consolata, habrá de difundirse mucho, vendría muy bien un prologuito de V. P. Revma...”.
Si no me desmayé ante semejante demanda fue, sin duda, debido a la intercesión de algún alma encargada de proteger desde el cielo a los que se les piden que revisen los manuscritos o de propinar el puntapié al chiquillo que no se decide a salir de casa. Peor aún si se le dice a uno: “pasa revista a este muchacho y preséntaselo graciosamente a la sociedad”.
Pero se trata del Rvmo. P. Lorenzo Sales, misionero de la Consolata que llamaba a mi puerta y muchos recuerdos se agolparon y bulleron dentro, desde aquel lejano 1939 cuando juntamente con mi hermano y amigo el P. José Girotti, inmolado en Dacau el 1º de abril de 1945, dábamos clases a los estudiantes del Corso Ferrucci. Vinieron después a mi mente los estudios sobre la espiritualidad del siervo de Dios, Cgo. José Allamano, fundador del Instituto. En fin, mediando tantas amistades, próximas y lejanas, en este viejo mundo europeo y en el nuevo mundo americano, ¿cómo decir que no?
Y a fin de cuentas, ¿de qué se trataba? De una monja capuchina y la tarea me parecía simpática. ¿Cómo no amar a estos hijos de San Francisco, tan menospreciados frente a las conveniencias y formulismos de un mundo secularizado? Acababa de leer “L’ Eminenza grigia” de Aldous Huxley y la figura del P. José capuchino –Francesco Le Clerc Du Tremblay-, confidente y consejero de Richelieu, la tenía aún viva en mi mente, dándome un poco de fastidio, por el trágico equívoco en que se desenvuelve su acción, oscilante entre el profeta y el diplomático. La visión de un alma capuchina vibrante en el flujo místico de los santos carismas me devolvería un poco de paz para huir de todo equívoco.
¿Cómo, pues, no tomar en serio el volumen? Se trata de un mensaje de amor del Corazón de Cristo, el dulce Maestro, y debo juzgar si hay algo en él en contra de la fe y la sana teología. ¡Casi nada! ¿Quién podría asumir semejante trabajo? No es extraño se me diga: “Mira, se trata de una cosa privada, de un asunto confidencial”. Ciertamente. Y; sin embargo, se espera mi juicio y os aseguro que tratar ciertos asuntos no es como beberse un vaso de agua.
2. Actualidad de un mensaje.
“En la secuela de Sta. Teresita” dije, y con estas palabras me tranquilicé. Encausaba mis pasos la característica joven que en “la llama ardiente” de Elías encontró el arrojo del espíritu que se evade de toda estrechez y de todo compromiso, señalando una vida de “renacimiento espiritual” mediante la caridad que es el “incendio” de Cristo y la “llama viva” de Juan de La Cruz. Pensaba también en Teresa Newmann, la campesina alemana que, conquistada por la Santa de Lisieux, no hace sino repetir de otro modo su vida y su mensaje.
Toca ahora el turno de Sor Consolata; piamontesa, había de ser maciza como sus montañas siendo de Saluzzo. Su espíritu debía ser como el Monviso que lanza al azul del cielo su cumbre luminosa y cándida. Nace allí el Po, que fecundiza toda la llanura y recoge todas las aguas, conduciéndolas al mar, y transformándolas en él, mar que se extiende a lo lejos y va a decir tantas cosas a otros mares lejanos.
Me he puesto a leer el Mensaje de Amor, paciente y atentamente y no sé decirte, lector, si era más vehemente el gozo que el temor. Ni siquiera podría explicarte la embriaguez que penetraba hasta los más recónditos senos del espíritu, entrando donde quiera sin pedir permiso. Puedes imaginarte que no era yo quien juzgaba el Mensaje, sino el Mensaje quien me juzgaba a mí.
Cómo haya salido de este juicio podría “cantarlo” si, como Agustín, supiese hacer mis “confesiones” en el sentido preciso de canto eucarístico a la misericordia de Dios, pero esta sola indicación te puede bastar para hacerte reconocer la línea de esta espiritualidad que habla del himno del júbilo del Maestro Divino (Mt 11, 25-30).
25. “Te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber tenido ocultos estos misterios a los que se tienen por sabios y por haberlos hecho manifiestos a los pequeños.
26. Sí, oh Padre, (Te alabo) por haberlo así dispuesto.
27. Todo me ha sido dado por mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiera revelarlo.
28. Venid a Mí todos los que estáis fatigados y oprimidos, y Yo os confortaré.
29. Tomad sobre vosotros mi yugo, aprended de mí que soy manso y humilde de corazón; y encontraréis descanso para vuestras almas.
30. “Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.
Todo este Mensaje de Amor es una explicación y un desarrollo del motivo fundamental que resuena en el Himno Evangélico, no ya a modo de añadidura, sino como desenvolvimiento inexhausto de la riqueza divina. Por eso el Hijo, queriendo revelar al Padre a las almas humildes que por Él al Padre se acercan, puede obrar a modo de Maestro que se revela a sí mismo, pero te advierto, lector, que esta su revelación –sobre todo cuando es carismática, en cuanto destinada al bien, de la sociedad, que es la Iglesia-, nunca está ordenada a llevar una nueva doctrina de fe, pero sí, destinada siempre a encauzar la conducta de los hombres hacia la Verdad saludable que da a conocer a Jesucristo y a sus Apóstoles en los libros del Nuevo Testamento, bien entendidos, conforme a doctrina de la Iglesia Católica, que conoce el sentido y posee la vida de estos libros.
Sor Consolata figura entre aquellos de quienes Santo Tomás de Aquino dice: “Propfetiae spiritum habentes, non quidem ad novam doctrinam fidei depromendam, sed ad humanorum actuum directionem” (Suma Teológica II-II, q. 174, a 6, ad. 3). Tales palabras del Santo Doctor permiten apreciar todo el valor de este Mensaje Divino en esta hora presente.
3. El imprimátur del amor
Acaso alguien podría permanecer perplejo sobre la realidad de esta manifestación y pensar que Sor Consolata, hablándose a sí misma, se haya imaginado hablar con el Otro y que Éste, a su vez, le dirigía la palabra. Y viene espontáneamente a la memoria lo que nuestro agudo Manzoni dice a Doña Práxedes: “...Toda su preocupación era secundar todos los quereres del cielo, pero muchas veces era víctima de un torpe error que le hacía tomar su cerebro por el cielo”.
Es ésta una sutilísima forma de soberbia que va del truco literario a la ilusión mística, a través de las más impensadas maneras de narcisismo: la prolongada contemplación de uno mismo termina suscitando una especie de embriaguez en la que, como el joven Narciso se ahogó en la fuente donde se reflejaba su imagen, naufraga el espíritu. Narciso ha sido cantado por los poetas como la flor que brota de la muerte; el espíritu humano, ahogado en el amor de sí mismo –reprobable y triste-, produce también sus flores según las diversas manifestaciones literarias, filosóficas y místicas, pero sólo flores de muerte que brotan de la soberbia.
Ahora bien, Sor Consolata es humilde: “pequeñísima”; y la humildad es verdad, es decir luminosamente refulgente en el espíritu y armoniosamente encargada en la vida: por la humildad, que es la sumisión ontológica a Dios, Creador, y Dador de la existencia se llega a la subordinación psicológica, que hace converger todas las facultades hacia Él con reverencia temerosa y ambas establecen en la voluntad la debida sumisión a Él y a sus representantes en la tierra.
Con la humildad el corazón se abre a la gracia y cuando la ola saludable irrumpe en el alma es toda una primavera en flor que canta la alegría de la vida divina. Por eso en aquel cielo luminoso sin nube alguna del amor reprobable de uno mismo, brilla el sol de la eterna verdad: Jesús.
Y Jesús dice en el Evangelio. (Jn 14, 21).
“Quien ha recibido mis mandamientos, y los observa, ése es el que me ama”. “Y el que me ama, será amado de mi Padre y Yo lo amaré, y Yo mismo me manifestaré a él”.
Ya había dicho el autor sagrado en el Libro de la Sabiduría (Sb 1, 1-2)
“Buscadle con corazón sincero, porque los que no le tientan con sus desconfianzas, le hallan, y se manifiesta a aquéllos que en Él confían”.
“Él” es Dios, pero Jesús es la Sabiduría increada, el Verbo Eterno del Padre, que encarnado y hecho hombre, quiere revelar los secretos del Padre al hombre humilde que a Él se acerca con fe.
La promesa de Jesucristo: “Yo mismo me manifestaré a él”, es realidad en la Iglesia Católica, donde sus gracias de luz y su vida de amor abren a las almas nuevos e ilimitados horizontes divinos: Él se manifiesta suscitando el amor a Él y, cuando el alma es poseída por Él, la realidad de la promesa hecha produce sus admirables efectos, de lo que tenemos los más precisos testimonios en las vidas de los Santos.
La oración que, según San Gregorio Niceno, es conversación con Dios y contemplación de las realidades invisibles, no es ya un monólogo, que interesa más o menos al que ora, sino un coloquio espiritual, un verdadero diálogo. Santo Tomás de Aquino nos hace notar la relación íntima de los dos actos diciéndonos: “La conversación del hombre con Dios tiene lugar mediante la contemplación”: en las cimas supremas del espíritu besadas por el divino sol, se realiza, sin peligro de ilusión, la promesa de Jesús.
Todo esto puede verificarse normalmente a impulsos de la linfa vital divina que tiende a producir su efecto en la caridad perfecta, con el ejercicio cada vez más acentuado por los dones del Espíritu Santo: es el apretado conjunto de la “pequeñísima”; son los falanges innumerables de las almas cristianas fervorosas, que, fieles a Cristo, en cualquier coyuntura de la vida, llevan en sí el esplendor del heroísmo cristiano, de la santidad católica.
Pero cuando la sociedad de los creyentes presenta alguna exigencia espiritual propia, entonces se notan los dones carismáticos de las gracias gratis datae que se conceden a algunas almas privilegiadas, no en razón de su santificación que pertenece a la gracia habitual, sino en vista de la necesidad social de la Iglesia en su determinado momento histórico.
La contemplación, entonces, no es el rayo de luz que deja sentir lo que es necesario para la salvación eterna personal, sino la iluminación que permite ver y decir lo que es necesario para la salvación de las almas: es un don carismático que eleva a ciertas almas a la participación del “espíritu de profecía”.
El profeta es portavoz de Dios, un altavoz por el camino por donde pasa cansada y oprimida la caravana humana en viaje hacia la muerte: el alegre mensaje de amor anuncia la vida que no conoce ocaso, de parte de Dios que, bueno por esencia, está lleno de amor a los hombres. Ya lo dijo San Pablo al decadente mundo pagano. (Tit 3, 3-7):
“También nosotros éramos en otro tiempo insensatos, incrédulos, extraviados, esclavos de infinitas pasiones y deleites, llevando una vida de malignidad y de envidia, aborrecibles y aborreciéndonos los unos a los otros. Pero después que Dios Nstro. Señor manifestó su benignidad y amor para con los hombres, nos salvó, no a causa de las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia, haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu santo, que copiosamente derramó sobre nosotros, por Jesucristo nuestro Salvador; para que justificados por su gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que de ella tenemos”.
4. El camino de la confianza.
Este es el festivo Mensaje de amor en la primavera divina de la vida cristiana que hubiera debido resonar siempre en el corazón para inspirarnos armonías siempre nuevas de pensamiento y de acción: “Dios ama a los hombres”.
Pero la historia nos da a conocer los hechos que determinaron un oscurecimiento de los espíritus; muchos son los nombres de estos hechos, pero siempre son los mismos: el error y los vicios. En la historia europea se ha repetido lo que San Pablo deploraba en el mundo antiguo. (Rom 1, 21).
“...Habiendo conocido a Dios no le glorificaron como Dios, ni le dieron las gracias; sino que divagaron en su pensamiento, y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas”.
Y cuando en el corazón hay oscuridad la vida en la que ya no se filtra la luz de lo alto, se desenvuelve por los suelos y triunfan los instintos irracionales del animal: “Extranjeros en lo tocante a las alianzas”, los hombres no tienen esperanzas y viven sin Dios en el mundo”. (Ef 2, 12).
El valor de este Mensaje de Amor transmitido al mundo por Sor Consolata tiene, atendida la perfección de su normal desarrollo, su propia actualidad, precisamente por este sentido de esperanza que lo hace tan confortable como bálsamo salutífero en las heridas de los corazones dolientes que, partidos de dolor, se debaten en las convulsiones de la desesperación.
Me parece que, bajo este aspecto, semejante Mensaje tiene un valor universal; aunque parece dirigirse a almas selectas y privilegiadas, en realidad la doctrina que encierra se dirige a todos porque, tocando los manantiales mismos de la vida cristiana, en sus virtudes de fe, esperanza, amor, indica el camino más seguro y eficaz de la restauración humana.
Bajo otro aspecto, tiene este Mensaje de Amor, un gran valor al hacer volver a las almas cristianas a la línea clásica de la huida de cuanto degrada y entorpece el espíritu, sin abandonar nada de lo real y eficazmente le perfecciona.
La exposición orgánicamente armoniosa da al Mensaje una suave claridad y un atractivo fascinador que vuelve su lectura edificante, es decir, constructiva. La síntesis espiritual de Sor Consolata es viva y operativa.
Ciertamente, no podemos prevenir el juicio de la Iglesia y, por eso, a ella nos remitimos en cuanto a la valoración definitiva tanto del Mensaje como de cuanto humildemente decimos y modestamente proponemos. Y en este sentido, no nos propasamos a juzgar de su valor.
Como resultado de los estudios hechos de las experiencias de las almas, y de lo que personalmente nos ha sido dado experimentar, la doctrina de la vida de la cual brota este Mensaje, viene a ser fuente inagotable de verdadera perfección y causa inexhausta y fecunda de nuestra restauración.
Y del Mensaje de Sor Consolata puede repetirse lo que la liturgia medieval, inspirándose en la visión de Ezequiel (42, 1-2), canta del mensaje de Santo Domingo:
“Questa é quella piccola sorgente
che cresce in grandíssimo fiume
e fecondatore mirabile al mondo
elargisce bevanda eccellente”.
“Esta es la fuentecilla
que se transforma en grandísimo río,
fecunda admirablemente el mundo
y proporciona excelente bebida.”
Al corazón del hombre sediento de felicidad, Jesucristo dirige también estas palabras vibrantes de amor de su invitación (Jn 7, 37-38).
“Si alguno tiene sed venga a Mí, y beba. Del seno de aquel que crea en Mí manarán, como dice la Escritura, ríos de agua viva”.
Esta versión antiquísima de las divinas palabras confortó a los mártires de la primitiva Iglesia y sigue siendo para nosotros eficaz invitación a acercar nuestro corazón a su Corazón para beber de Él su amor vivificante.
P. CESLAO PERA, O. P.
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