"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

jueves, 12 de febrero de 2015

¿El católico está llamado al heroísmo?

Todos los miembros de la Iglesia católica estamos llamados a la plenitud, a la valentía, al heroísmo.

Cuesta el heroísmo. Arriesgar la fama, el trabajo, la salud, la vida, cuesta mucho. También cuesta a quienes han recibido el bautismo y desean vivir como católicos.
Entonces, ¿podemos decir que el heroísmo es para pocos? El católico, ¿está llamado al heroísmo, o puede vivir su fe sin grandes riesgos?
Para responder, hace falta mirar lo que significa ser católico. No se trata de una opción personal basada en uno mismo, sino en la acogida del don de Dios que, en el encuentro con Cristo, rescata del mal y del pecado a un ser humano y lo introduce en una vida nueva.
Por eso, cada bautizado está unido íntimamente a Cristo y participa del mundo de la gracia. Desde luego, la gracia puede perderse con el pecado mortal, pero también puede recuperarse a través de una confesión bien hecha.
Al vivir en la gracia, el cristiano está capacitado para acoger y vivir el Evangelio en toda su belleza y en su exigencia. Con su radicalidad y con su fuerza.
Por eso, el creyente en Cristo cuenta con todo lo que necesita para avanzar hacia la santidad, hacia la perfección, hacia el amor sin límites. Puede así asumir su llamada al heroísmo cristiano, incluso hasta arriesgar su vida.
Los mártires son quienes testimonian de un modo vivo y dramático esa vocación al heroísmo. Pero incluso sin el derramamiento de sangre, también hay miles y miles de héroes católicos de cada día, que asumen con valentía su fe y que viven la caridad hasta el extremo, a ejemplo del Maestro.
Todos los miembros de la Iglesia católica estamos llamados a la plenitud, a la valentía, al heroísmo. Sólo entonces viviremos según la invitación de Cristo, que nos enseña el camino del amor más grande, el que nos permite dar la vida por nuestros hermanos (cf. Jn 15,12-14; 1Jn 3,16).

Por: P. Fernando Pascual LC

miércoles, 11 de febrero de 2015

La alegría, ¿un mandamiento?

¿Se puede mandar la alegría? Quizá podríamos responder que sí, si entendemos por alegría ese gozo de ser cristianos 

Nos dejaría sorprendidos si alguien nos dijese: “te ordeno que seas alegre”. Porque la alegría no parece que caiga bajo ningún mandamiento. Porque, según parece, estar alegres, vivir en un gozo profundo, conseguir un estado de felicidad completa, se colocaría en un nivel que no depende de nuestras decisiones, propósitos o buenos deseos. Y si no depende de nuestra voluntad, tampoco podría ser mandado.

Sin embargo, en cierto sentido sí se puede “mandar” la alegría. San Pablo se atrevió a pedirlo con su pluma limpia, desde su escucha al Espíritu Santo. “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres” (Flp 4,4).

Jesucristo mismo, al final de las bienaventuranzas, nos dijo: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos...” (Mt 5,12). O, como leemos en otro pasaje: “alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos” (Lc 10,20).

El mensaje cristiano es un mensaje de alegría. Es “Evangelio”, que significa “buena noticia” o “noticia alegre”. Es esperanza, es paz, es consuelo, es gozo profundo. Porque Dios ha entrado en la historia humana. Porque el demonio ha sido arrojado fuera. Porque la misericordia destruye el pecado. Porque el Hijo nos muestra el rostro del Padre. Porque la muerte ha sido derrotada. Porque el Señor tiene preparado un lugar para cada uno en el Reino de los cielos.

Necesitamos aprender a ver con alegría nuestra fe cristiana. Necesitamos presentarla con toda su belleza a los hombres. Lo recordaba en una de sus primeras entrevistas el Papa Benedicto XVI, poco antes de ir a Colonia para reunirse con los jóvenes de todo el mundo (agosto de 2005). A la pregunta ¿qué querría decir a los jóvenes? el Papa respondía:

“Quisiera mostrarles lo bonito que es ser cristianos, ya que existe la idea difundida de que los cristianos deban observar un inmenso número de mandamientos, prohibiciones, principios, etc, y que por lo tanto el cristianismo es, según esta idea, algo que cansa y oprime la vida y que se es más libre sin todos estos lastres. Quisiera en cambio resaltar que ser sostenidos por un gran Amor y por una revelación no es una carga, sino que son alas, y que es hermoso ser cristianos. Esta experiencia nos da amplitud, pero sobre todo nos da comunidad, el saber que, como cristianos, no estamos jamás solos: en primer lugar encontramos a Dios, que está siempre con nosotros; y después nosotros, entre nosotros, formamos siempre una gran comunidad, una comunidad en camino, que tiene un proyecto de futuro: todo esto hace que vivamos una vida que vale la pena vivir. El gozo de ser cristianos, que es también bello y justo creer”.

¿Se puede mandar la alegría? Quizá podríamos responder que sí, si entendemos por alegría ese “gozo de ser cristianos” que nace del mayor acto de “obediencia” que los hombres podemos hacer: la obediencia, llena de Amor, que nos permite acoger libremente al Hijo de Dios hecho Hombre por nosotros.

Acoger su Evangelio de esperanza y de misericordia, sentirlo presente y vivo en la Iglesia, recordar sus palabras desde la luz interior del Espíritu Santo, ¿no es una fuente de profunda alegría?

Podemos, por lo tanto, vivir alegres, darnos con gozo y sin miedos al Padre que nos ama, servir con entusiasmo a nuestro hermano. Vale la pena recordar siempre que “Dios ama al que da con alegría” (2Co 9,7) y que “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35).

Entonces, sí se puede mandar la alegría. Porque también Dios nos ha mandado que le amemos desde su mismo Amor, desde su entrega plena, desde su Encarnación redentora, desde su Cruz humilde, desde una presencia callada y constante en su Iglesia. Amados y amantes, seremos felices, seremos dichosos, seremos perfectos como perfecto es nuestro Padre de los cielos.


Por: P. Fernando Pascual

martes, 10 de febrero de 2015

LA RAZÓN DE LA FE Y LA FE EN LA RAZÓN

Autor: Pablo Cabellos Llorente

         No es difícil escuchar o leer planteamientos que oponen fe y razón o fe y ciencia, entendiendo por tal el acervo adquirido  experimentalmente. Los ejemplos son múltiples: bastaría recordar las palabras del Papa sacadas de contexto (el famoso puñetazo que daría a quien ofendiera a su madre) para hacerlo aparecer poco menos que partidario del terrorismo islámico contra la revista francesa. El agradecimiento ha consistido en decir que vomitan sobre los que se han solidarizado con Charlie: el Papa, Putin, Isabel II, etc. No es importante, pero se maltrata. Podríamos pensar en la firmeza con que algunos creen que Galileo Galilei fue condenado a muerte, cuando murió bien aposentado.

         De más calado podría ser la presunta incompatibilidad entre creación y evolución. Bastaría leer un pequeño libro de Ratzinger (“Creación y pecado”) para observar que no existe tal discrepancia. Es más, a mí me resulta más acorde con el poder de Dios el big-bang que pensar en una minuciosa génesis. Al fin y al cabo, lo que la fe pide está resumido en el prólogo al Evangelio de san Juan: en el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en principio junto a Dios. Todo se hizo por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. Un explosión con una ley, no ciega. Y su particular intervención en dar espíritu al ser humano.

         En 1951 predicaba el fundador del Opus Dei: “Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar una supuesta incompatibilidad entre fe y ciencia, entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y aparentemente, cuando no se entienden los términos reales del problema”. Sólo aparentemente porque, de una parte, el cristiano debe poseer hambre de conocer en cualquiera de los aspectos del saber humano y ha de entender muy bien que no hay oposición alguna entre ningún descubrimiento de la mente del hombre y su fe porque cualquiera de esas verdades proceden de un mismo Ser superior. El cristiano debe ser puntero y amar las ciencias.

         Por otro lado, al ateo le será imposible demostrar la inexistencia de Dios a través de la razón o de las ciencias empíricas. Más aún, esas ciencias pueden situarlo a las puertas de la fe, porque ésta no es un conjunto de paradojas incomprensibles: el misterio –escribió también Ratzinger- no quiere decir destruir la comprensión, sino posibilitar la fe como comprensión.  La fe no entra en contradicción con la comprensión, sino que presenta su auténtico contenido. El conocimiento funcional del mundo -cosa que nos brinda el pensamiento técnico-científico-natural- no aporta ninguna comprensión del mundo y del ser porque no investiga la verdad sino la función que tiene para nosotros. Por eso, una tarea primordial de la fe cristiana es la teología, discurso comprensible, lógico, de Dios y de las realidades de este mundo. La forma con la que el hombre entra en contacto con la verdad del ser no es la forma del saber, sino la del comprender: comprender la inteligencia  a la que uno se ha entregado.

          Porque buscó una comprensión del misterio, el Chesterton agnóstico se puso al pie de la fe por percibir que la apertura al misterio  puede facilitar explicaciones más amplias de la realidad. El misterio abre puertas, no es cerrazón mental, plantea problemas para resolver, dice Tomás Baviera citando al autor inglés, añadiendo con palabras de “Ortodoxia”: todo puede entenderlo el hombre, pero sólo mediante aquello que no puede entender. El lógico desequilibrado se afana por aclararlo todo, y todo lo vuelve confuso, misterioso. El místico, en cambio, consiente en que algo sea misterioso para que todo lo demás resulte explicable. En las “Confesiones”, San Agustín se refiere a las escuelas filosóficas que le habían decepcionado. Afirma de ellas que despreciaban la fe, prometían con temeraria arrogancia la ciencia, “y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar”.


         Por lo dicho, puede colegirse que la teología necesita de la razón y de los descubrimientos de las ciencias experimentales para explicar la fe. Pero también la razón precisa de la fe para ser mejor valorada, mejor orientada, más abierta a las posibilidades del ser humano.  Juan Pablo II y Benedicto XVI trataron ampliamente las dos cuestiones, dos caras de una moneda. Francisco ha mostrado la estrecha relación entre fe y verdad, la verdad fiable de Dios, su presencia fiel en la historia. "La fe, sin verdad, no salva. La proyección de nuestros deseos de felicidad se quedaría en una bella fábula." Y  debido a la "crisis de verdad en que nos encontramos", es más necesario que nunca subrayar esta conexión, porque la cultura contemporánea tiende a aceptar sólo la verdad tecnológica, lo que el hombre puede construir y medir con la ciencia experimental, lo que “es verdad porque funciona", o las verdades  subjetivas, no válidas para todos. Por el contrario, la fe, que nace del amor de Dios, hace fuertes los lazos entre los hombres y se pone al servicio concreto de la justicia, el derecho, la paz y la razón.

Nuestro Dios, un mendigo de amor

Dios golpea las puertas de nuestro corazón y mendiga un poco de amor, una mirada, un pensamiento. 

Jesús se manifestó a muchas almas a través de los siglos, a partir de aquel día en que Sus amigos, discípulos, apóstoles y Su propia Madre presenciaron Su Ascensión al Reino. De este modo, El se presentó hace ya tiempo a Santa Margarita María de Alacoque, para que a través de ella recibamos la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Y se apareció a Santa Gertrudis para enseñarnos, entre muchas otras cosas, el misterio de las almas del Purgatorio y la necesidad de orar por ellas. Y también se manifestó a Santa Faustina Kowalska, para regalarnos esa maravilla que es la devoción al Jesús Misericordioso, al Jesús de la Misericordia. Esa hermosa imagen que ha llenado en pocos años las iglesias, los hogares y los corazones de tantos enamorados de Jesús.

Pero dentro de la historia de Sor Faustina, en aquella lejana y fría Polonia, me conmovió el relato sobre la aparición que sin dudas volcó el alma de aquella sencilla joven mujer hacia el Amor de los amores. Faustina asistía a un baile en Varsovia cuando sorprendida ve a Jesús parado frente a ella, vestido de mendigo, de pordiosero, todo de harapos. Su mirada era una llamada al corazón de la joven Faustina, eran los Ojos de un mendigo, un mendigo de amor. Faustina quedó conmovida por esa imagen que no olvidó por el resto de su vida, ya que la colocó como la receptora de un extremo y casi lastimoso pedido de amor realizado por el mismo Dios.

¡Un Mendigo de amor! Nuestro Dios, El que es Dueño y Creador de todo el universo, frente al que nuestra pequeña alma se torna minúscula e insignificante, se hace un pobre pordiosero para golpear las puertas de nuestro corazón y mendigarnos un poco de amor, una mirada, un pensamiento. ¿Tu crees que El no mendiga tu amor en este momento? A veces me imagino a Dios allí arriba mirando al mundo, a cada uno de nosotros, vivir nuestra vida al margen de El, sin siquiera considerarlo. Y sospecho que mira a cada alma, y espera, pacientemente, una mirada hacia El. Sus Ojos se llenan de lágrimas al ver que pasan los minutos, los días, los años, y Su llamado de amor sigue sin ser respondido.

Creo que nuestro Dios mendigo, enamorado perdidamente de nosotros, hace muchas cosas para atraer nuestra atención desde allí arriba. Se puede decir que literalmente lo intenta todo. Nos da alegrías y nos colma de bienes físicos y espirituales, para que lo reconozcamos y lo amemos. O nos llama con el dolor para ver si en ese punto de necesidad nos acordamos de El y pedimos Su intervención. O simplemente espera, y espera, mientras nuestra vida se derrocha en pequeñas miserias que no agregan nada a nuestra salud espiritual, sino todo lo contrario.

Mis amigos, ¿no se sienten incómodos de que tengamos tanta ceguera, que hemos forzado a nuestro Dios Amante a transformarse en un Mendigo de nuestro avaro amor? ¿Qué clase de hijos somos, de un Padre tan inmensamente tierno e insistente en volver a perdonarnos? ¿Qué clase de hermanos somos, de nuestro Jesús Adorable y Misericordioso? ¿Qué clase de agradecimiento tenemos por el Espíritu Divino, que no nos deja solos jamás, mientras le cerramos nuestro corazón una y otra vez? ¿Y que clase de hijos hacen llorar a su Madre con lágrimas de dolor, ante el abandono y la falta de obediencia a sus suaves mandatos?

Jesús, que me miras con lágrimas de dolor, que te abajas a lo más profundo de Tu Humanidad para acercarte a mi, para que reaccione ante Tu llamado. Con Tu rostro triste me invitas a darte una mirada, un pensamiento, una oración, una muestra de mi amor. Deseas que levante mis ojos en medio de este mar de rostros sin rostro, para que la Luz de Tu mirada me ilumine y cubra. Quiero darte mi amor para que sea como una gota de agua que apague, por un instante, esa sed infinita de amor que arde como una universal hoguera, allí en lo profundo de Tu Sagrado Corazón.

Yo quiero, simplemente, ser Tu amigo.


Por: Oscar Schmidt | Fuente: www.reinadelcielo.org

lunes, 9 de febrero de 2015

Dios es el amor por excelencia

Dios es el amor por excelencia. Lo que los hombres y mujeres llamamos amor, es un destello. 

La costumbre sajona de que los jóvenes se escogieran como prometidos en este día, probablemente se basa en la creencia popular que encontramos relatada en la literatura de los tiempos de Chaucer, de que los pájaros comenzaban a formar pareja el día se San Valentín. El envío de tarjetas fue una evolución natural de la costumbre.

El día de San Valentín y todo el mes de febrero lo recordamos como el mes del amor y la amistad. El amor...¡qué se podrá decir del amor que no se haya dicho ya!.

En todas las artes, la literatura, la poesía, la música, la pintura, la escultura, etcétera, se habla del amor. Desde niños aún, brota en nuestro corazón el deseo de amar y ser amados.

Y llega el primer amor... y en él estamos más felices amando que siendo amados, embelesados en ese maravilloso sentimiento no nos cansamos de escribir el nombre de la persona amada en todos los cuadernos y papeles a nuestro alcance...

Luego llega el enamoramiento del noviazgo, amando y siendo correspondidos en nuestro amor, más tarde el amor en el matrimonio, más sosegado, más sereno, pero también mucho más pleno, de dos seres que se aman y se convierten en uno.

Y hay otros muchos amores, dignos y admirables: el que tuvo la Madre Teresa de Calcuta a sus pobres, el amor del sacerdote a su Iglesia, el amor del misionero a su entrega, el amor de las religiosas a los enfermos, a los niños desvalidos, muchos con capacidades especiales, a los ancianos. El amor de los padres buenos por sus hijos y el de los hijos por sus padres, el amor a la naturaleza, el amor al prójimo... Y no vamos a hablar en este espacio de lo que algunos jóvenes y parejas, quizá no tan jóvenes, abandonándose a sus pasiones, le dan el nombre de amor a algo que ni siquiera se le parece.

San Pablo nos dice: El amor es paciente, es servicial, el amor no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe. El amor no es egoísta, no se irrita. El amor no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, se alegra de la verdad. El amor todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. El amor no acaba nunca (Cor. 13, 1-13). Los que aman así pueden decir que han conocido el VERDADERO AMOR.

Podemos hablar mucho sobre el amor y para llegar a su verdadera esencia, tenemos que llegar a Dios. Dios es amor

Dios es el amor por excelencia. Lo que los hombres y mujeres llamamos amor, es un destello, es un reflejo de esa plenitud amorosa que brota de nuestro Padre Dios. El Espíritu Santo es la conjunción del amor entre el Padre y el Hijo. Todo en Ellos es plenitud infinita.

También la AMISTAD es una forma de amar. La amistad es un don donde la confianza y la honestidad, llenan el alma de quién tiene la suerte de poseerla.

Durante este mes, "mes del amor y la amistad" recordemos al Mejor Amigo que nunca nos deja y nos acompaña en el camino. Recordemos al Amor, que dio su vida por ti y por mi ¡Qué mayor prueba del amor!


Por: María Esther de Ariño

domingo, 8 de febrero de 2015

EL HOMBRE ESTÁ VIVO CUANDO ESPERA

Cada uno de nosotros, en este Tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: yo, ¿qué espero? ¿A qué, en este momento de mi vida, está dirigido mi corazón?
¡Queridos hermanos y hermanas!

En el Adviento, la Iglesia inicia un nuevo Año Litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una parte, hace memoria del acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su cumplimiento final. Es precisamente desde esta doble perspectiva de donde vive el Tiempo de Adviento, mirando tanto a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, como a su vuelta gloriosa, cuando vendrá a "juzgar a vivos y muertos", como decimos en el Credo.

Sobre este sugestivo tema de la "espera" quisiera ahora detenerme brevemente, porque se trata de un aspecto profundamente humano, en el que la fe se convierte, por así decirlo, en un todo con nuestra carne y nuestro corazón.

La espera, el esperar es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; a la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del éxito en un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la acogida de un perdón...

Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se le reconoce por sus esperas: nuestra “estatura” moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.

Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este Tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: yo, ¿qué espero? ¿A qué, en este momento de mi vida, está dirigido mi corazón? Y esta misma pregunta se puede plantear a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos, juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones, qué las acomuna?

En el tiempo precedente al nacimiento de Jesús, era fortísima en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que habría finalmente liberado al pueblo de toda esclavitud moral y política e instaurado el Reino de Dios. Pero nadie habría nunca imaginado que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría esperado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que Él pudo encontrar en ella una madre digna. Del resto, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos.

Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura "llena de gracia", totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de Ella, Mujer del Adviento, a gestionar los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que solo la venida de Dios puede colmar.


Palabras del Papa Benedicto XVI pronunciadas el domingo a mediodía, durante el rezo del Ángelus, el domingo 28 de noviembre de 2010 en la Plaza de San Pedro.
Autor: SS Benedicto XVI

sábado, 7 de febrero de 2015

Los Primeros Viernes

Una bendición que no pasa de moda
Aquella herejía jansenista quiso apartar a las almas de la Sagrada Comunión, pero Jesús le ganó la partida...


Corrían los últimos años del siglo diecisiete y se había echado sobre toda Europa dentro de la Iglesia una herejía verdaderamente mala, maldita, nacida del mismo infierno. Se le llamó Jansenismo. ¿En qué consistía?
Tenía las apariencias de algo muy justo, como era el respeto grande a Dios. Decían aquellos herejes, que se confesaban muy católicos: Como Dios es tan grande, tan santo, tan santísimo, solamente nos podemos acercar a El con un alma purísima, con una conciencia inmaculada, con una santidad digna de Dios. Esto es lo que decían ellos.

Pero, como nadie se veía con una limpieza de alma tan exquisita, ¿qué ocurría? Pues que las almas, en vez de acercarse confiadamente a Dios, huían de El por miedo. Sobre todo, se alejaron de la Sagrada Comunión. No se atrevían a comulgar porque nadie era digno de recibir al Señor. Total, que el Sacramento de los Sacramentos no servía para otra cosa sino para caer de rodillas ante él en adoración profunda, llena de temor, y para nada más.

El mal era muy grave. Pero fue el mismo Jesús quien puso remedio. Se aparece a Margarita María —precisamente en la octava del Corpus—, le muestra el Corazón sobre su pecho, y le dice unas palabras que han pasado a la historia de la piedad cristiana moderna:

- Este es el Corazón que tanto ha amado a los hombres, que no ha ahorrado nada hasta entregarse del todo por ellos, y, sin embargo, no recibo de ellos más que ingratitud y menosprecios. Encarga a Margarita María que propague la devoción al Corazón de Jesús, y le hace la gran promesa:

- Yo prometo la salvación a todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes seguidos como una reparación a mi Corazón divino. ¿Cuál fue el resultado? Las almas, antes tan miedosas de acercarse a comulgar, perdieron el temor. Empezaron a comulgar los Primeros Viernes, seguían comulgando los demás días, y después se convirtió la Sagrada Comunión —como lo fue desde el principio en la Iglesia— en el alimento normal del cristiano cara a la vida eterna. Jesús había conseguido con aquella aparición y aquella promesa lo que El pretendía: hacer de la Eucaristía el centro de la vida cristiana.

La verdad es que vale la pena conservar la costumbre de la Sagrada Comunión en los Primeros Viernes. Indiscutiblemente, que trae muchas bendiciones y gracias sobre toda la Iglesia.

En la evangelización primera de muchas Misiones modernas, la práctica de los Primeros Viernes ha jugado un gran papel y ha metido hondamente la costumbre de recibir al Señor en el Sacramento.

Se hizo célebre el caso de un indio piel roja en Norteamérica. El jefe de la tribu, llamado Ciprá, se hace un corte en la mano al trabajar. Ante el peligro de infección, el Padre Misionero le obliga a emprender un largo viaje en busca del médico, el cual, ante la gravedad del caso, le manda quedarse unos días para hacerle una cura radical, antes de que se extienda la gangrena. Y el indio:

- No puedo detenerme. Mañana es Primer Viernes y tengo que ir con los demás de mi tribu a la Misión a recibir la Comunión del “vestidura negra”. Ya volveré después.

- Pero después ya será demasiado tarde, y habré de cortarte la mano.

- No importa. Me cortarás la mano. Pero Ciprá no faltará a la Comunión del Primer Viernes con los demás de la tribu. No hubo manera de convencer a aquel indio cabezón. Marchó, recibió la Comunión de manos del “vestidura negra” —como llamaban al Padre con sotana—, y, al volver, la cosa ya no temía remedio.

- Ya te lo dije... Ahora es necesario amputarte tres dedos al menos. Y el cacique, simpático: - Pues, corta los tres dedos, que no valen lo que una Comunión.

En fin, dejemos al indio piel roja con su mano maltrecha, para preguntarnos ahora nosotros: ¿qué queda de aquella práctica tan bella de la Comunión en los Primeros Viernes? ¿Ha pasado de moda? No, afortunadamente. No ha pasado de moda, aunque hoy ya no tenga la fuerza que tuvo en años pasados. Son muchas las iglesias que se ven muy concurridas en los Primeros Viernes de mes, muchas las confesiones y muy nutridas las filas de los comulgantes. Quizá ya no se mira hoy tanto eso de la promesa de la salvación, que, al fin y al cabo, es una promesa de una revelación privada, en la cual nadie está obligado a creer.

El gran fruto de la práctica de los Primeros Viernes es que ahora se comulga para obsequiar al Corazón de Jesús, para desagraviarle por los pecados del mundo, para rogar por la salvación de todos. Y más que en la promesa a Margarita María, se mira a la gran promesa de Jesús en el Evangelio, que nos dice:

- Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día (Juan 6,57)

Por estas palabras de Jesús en el Evangelio de Juan, sabemos que es imposible se pierda quien ha hecho de la Comunión el alimento ordinario de su vida cristiana. Más que de los Primeros Viernes, hacemos caso de la Comunión en la Misa dominical. Y, lo que es mucho mejor, de la Misa de cada día. Porque son muchos los trabajadores que, después de las labores de la jornada, se meten en la Iglesia para no perder su Comunión diaria. Este, éste ha sido el gran fruto de esa práctica tan devota, que ha conseguido hacer de todos los días otros tantos Primeros Viernes de mes.

Aquella herejía jansenista quiso apartar a las almas de la Sagrada Comunión, pero Jesús le ganó la partida. Por nuestra parte, le decimos al Señor que sí, que cuente con nosotros cuando nos llama al comulgatorio. ¿Por qué no vamos a comulgar, si con la Comunión le damos al Corazón de Jesucristo la mayor de las alegrías?...


Por: Pedro García Cmf | Fuente: www.riial.org

viernes, 6 de febrero de 2015

¿Por qué tantos tristes?

La enfermedad más terrible y extendida se llama tristeza y desesperación. 

El mundo está lleno de gente triste, desesperanzada, gente amargada. Y uno se pregunta: ¿Por qué? Muchos responden: ¿Es que es posible vivir de otra manera? ¿Hay alguna razón para vivir alegres?

Yo nada más digo: ¿ No tenemos por ahí un Dios, un Padre amoroso que se preocupa de nosotros? ¿Para qué lo queremos? ¿No tenemos una Madre en el cielo, la Virgen de Guadalupe, que es la mejor Madre, y que sabe cuidar de sus hijos? Me pregunto: ¿Para qué la queremos? Y ¿no tenemos una fe y no tenemos una Iglesia y no tenemos tantos buenos libros y tantas oportunidades? ¿No tiene estrellas el cielo?

¿Para qué queremos los días, la salud? ¿Para qué queremos los amigos, para qué queremos tantas cosas buenas que hay en el mundo? ¿Por qué empeñarnos en llevar los ojos mirando hacia la tierra, los ojos cerrados a tanta bondad, a tanta hermosura, que debieran hacernos profundamente felices?

La enfermedad más terrible y extendida se llama tristeza y desesperación.


Por: P. Mariano de Blas LC

jueves, 5 de febrero de 2015

Hablamos de todo, pero... no de lo esencial

Estamos llenos de opiniones, de palabras, pero no siempre llenos de La Palabra 
Hablamos de todo, pero no de lo esencial o más profundo de nuestras vidas. Es algo comprobable lo que nos cuesta hablar entre los seres humanos de las cosas verdaderamente profundas e importantes que hacen a nuestra vida. Estamos inundados de palabras, de ruidos, de opiniones, pero es mucho lo que cuesta que hablemos de cosas verdaderamente importantes o esenciales en nuestra vida.

Nos pasa también a los creyentes, que son muy pocas las oportunidades en las que por ejemplo, hablamos de Dios. Discutimos sobre muchas cosas: pastoral, organización, actitudes externas, métodos, etc., pero difícilmente nos reunimos para hablar de Dios en la vida de cada uno, y en todo caso cómo profundizar más nuestra relación con Él.

Nos quedamos con que son cosas muy íntimas y personales, como que no forman parte de la vida, sino más bien de algo muy oculto, tanto que hasta podemos separarlo: por un lado el Dios en quien creemos y por otro la vida concreta.

Pienso, y compartiendo también con muchas personas, que esto ocurre también en otros ámbitos. Es muy raro encontrarse con un padre o una madre de familia que te hablen del amor que tienen por sus hijos, o que compartan ciertas satisfacciones que les dan.

Lo mismo sucede muchas veces con los jóvenes, a quienes no es fácil escucharles compartir sus ideales profundos, una lectura que les haya hecho bien, de lo que verdaderamente es el motivo de su existencia. Sí en cambio somos capaces de compartir con “lujo de detalles” la última película que hemos visto, o el trabajo que estamos haciendo o lo que planeamos como salida en los próximos días.

Hasta nos pasa a los sacerdotes, que a veces en nuestras prédicas hablamos de muchas cosas que tienen que ver con lo organizativo, con las dificultades actuales, pero nos falta llegar a lo profundo de la relación de los hombres con Dios, de la vida eterna y a veces hasta de lo misericordioso que es Dios.

Estamos llenos de opiniones, de palabras, pero no siempre llenos de La Palabra. Nos cuesta cada vez más hablar de ciertos temas, como que una especie de “pudor” nos invade.

Por qué nos pasa esto. Quizás sean muchas las posibles respuestas, pero me parece que una de ellas es una especie de “esclavitud” que tenemos de eso que decimos “el qué dirán”.

Parece que si expresamos lo que sentimos profundamente, eso nos “alejará” de los demás, nos mirarán como “alguien raro”. Si nos preguntan: “¿sos católico?”, seguramente responderemos que Sí, pero a mi manera, pero no un santo, más o menos, y ni se nos ocurriría por ejemplo decir que rezamos, que en lo íntimo de nuestra vida le pedimos a Dios todos los días fuerzas. Todo muchas veces por ser “iguales a los demás”, o para que los demás no nos vean de determinada manera. Y lo mismo nos pasa en otros aspectos: creemos en el amor, pero no tanto; en la fidelidad como algo importante, pero hasta ahí; en el trabajo, pero...

Hablemos también de las cosas más profundas e importantes, porque es cierto que lo que llevamos adentro, si no compartimos lo que tenemos en el corazón, en el alma, corremos el riesgo de que se nos queden vacíos.


Por: Padre Oscar Pezzarini | Fuente: www.feliceslosninos.org

miércoles, 4 de febrero de 2015

Parece que Dios no escucha mi plegaria


La oración

Será que no somos perseverantes en la plegaria o no pedimos como debemos.
Se cuenta que el emperador romano Alejandro Severo, pagano, pero naturalmente honesto, tuvo un día entre sus manos un pergamino en donde se hallaba escrito el Padrenuestro. Lo leyó lleno de curiosidad y tanto le gustó que ordenó a los orfebres de su corte fundir una estatua de Jesucristo, de oro purísimo, para colocarla en su propio oratorio doméstico, entre las demás estatuas de sus dioses, ordenando pregonar en la vía pública las palabras de aquella oración. Una oración tan bella sólo podía venir del mismo Dios.

Se han escrito muchísimos comentarios sobre el Padrenuestro, y creo que nunca terminaríamos de agotar su contenido. No en vano fue la oración que Jesucristo mismo nos enseñó y que, con toda razón, se ha llamado la “oración del Señor”. Es la plegaria de los cristianos por antonomasia y la que, desde nuestra más tierna infancia, aprendemos a recitar de memoria, de los labios de nuestra propia madre.

En una iglesia de Palencia, España, se escribió hace unos años esta exigente admonición:

No digas "Padre", si cada día no te portas como hijo.
No digas "nuestro", si vives aislado en tu egoísmo.
No digas "que estás en los cielos", si sólo piensas en cosas terrenas.
No digas "santificado sea tu nombre", si no lo honras.
No digas "venga a nosotros tu Reino", si lo confundes con el éxito material.
No digas "hágase tu voluntad", si no la aceptas cuando es dolorosa.
No digas "el pan nuestro dánosle hoy", si no te preocupas por la gente con hambre.
No digas "perdona nuestras ofensas", si guardas rencor a tu hermano.
No digas "no nos dejes caer en la tentación", si tienes intención de seguir pecando.
No digas "líbranos del mal", si no tomas partido contra el mal.
No digas "amén", si no has tomado en serio las palabras de esta oración.

La parábola del amigo inoportuno, tan breve como tan bella, nos revela la necesidad de orar con insistencia y perseverancia a nuestro Padre Dios. Es sumamente elocuente: “Yo os digo que si aquel hombre no se levanta de la cama y le da los panes por ser su amigo –nos dice Jesús— os aseguro que, al menos por su inoportunidad, se levantará y le dará cuanto necesite”. Son impresionantes estas consideraciones. Nuestro Señor nos hacen entender que, si nosotros atendemos las peticiones de los demás al menos para que nos dejen en paz, sin tener en cuenta las exigencias de la amistad hacia nuestros amigos, ¡con cuánta mayor razón escuchará Dios nuestras plegarias, siendo Él nuestro Padre amantísimo e infinitamente bueno y cariñoso!

Por eso, Cristo nos dice: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá”. Si oramos con fe y confianza a Dios nuestro Señor, tenemos la plena seguridad de que Él escuchará nuestras súplicas. Y si muchas veces no obtenemos lo que pedimos en la oración es porque no oramos con la suficiente fe, no somos perseverantes en la plegaria o no pedimos como debemos; es decir, que se cumpla, por encima de todo, la voluntad santísima de Dios en nuestra vida. Orar no es exigir a Dios nuestros propios gustos o caprichos, sino que se haga su voluntad y que sepamos acogerla con amor y genrosidad. Y, aun cuando no siempre nos conceda exactamente lo que le pedimos, Él siempre nos dará lo que más nos conviene.

Es obvio que una mamá no dará un cuchillo o una pistola a su niñito de cinco años, aunque llore y patalee, porque ella sabe que eso no le conviene.

¿No será que también nosotros a veces le pedimos a Dios algo que nos puede llevar a nuestra ruina espiritual? Y Él, que es infinitamente sabio y misericordioso, sabe muchísimo mejor que nosotros lo que es más provechoso para nuestra salvación eterna y la de nuestros seres queridos. Pero estemos seguros de que Dios siempre obra milagros cuando le pedimos con total fe, confianza filial, perseverancia y pureza de intención. ¡La oración es omnipotente!

Y, para demostrarnos lo que nos acaba de enseñar, añade: “¿Qué padre entre vosotros, si el hijo le pide un pan, le dará una piedra? ¿O, si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O, si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”

Efectivamente, con un Dios tan bueno y que, además, es todopoderoso, ¡no hay nada imposible!
Termino con esta breve historia. En una ocasión, un niño muy pequeño hacía grandes esfuerzos por levantar un objeto muy pesado. Su papá, al ver la lucha tan desigual que sostenía su hijito, le preguntó:
- "¿Estás usando todas tus fuerzas?"
- "¡Claro que sí!" -contestó malhumorado el pequeño.
- "No es cierto –le respondió su padre— no me has pedido que te ayude".

Pidamos ayuda a nuestro Padre Dios…. ¡¡y todo será infinitamente más sencillo en nuestra vida!!


Por: P. Sergio Córdova LC