"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

viernes, 21 de octubre de 2011

Madre enséñame a orar contigo y como Tú lo hacías

Meditaciones del Rosario. Tercer Misterio Glorioso. La venida del Espíritu Santo
Como la gallina a sus pollitos estabas con aquellos apóstoles asustados, infundiéndoles la fortaleza y el valor de una Madre. Les enseñaste a rezar, como Jesús les había enseñado, pues Tú eras una maestra insigne. Única. Bajo tu ejemplo ellos aprendieron a gustar la oración, a hacerlo de manera semejante a como Tú lo hacías. “Nosotros nos dedicaremos a la oración y a la predicación” diría más adelante Pedro a la comunidad de forma contundente.

Orar con María: Cuanto hubiera disfrutado estando allí, viéndola orar, asimilando por contagio la oración de la criatura más santa y humilde: contemplar su rostro, sus ojos cerrados o semicerrados o mirando hacia lo alto; escuchar su corazón cantando con su bellísima voz, imitar su forma de arrodillarse, de cerrar sus manos. Orar con Ella, junto a Ella, ¡qué gran privilegio!

Me imagino a los apóstoles, al verla orar tan extáticamente, suplicándole: “Enséñanos a orar contigo y como tú lo haces”. Oh Madre, yo también te digo: “Enséñame a orar contigo y como Tú lo hacías”. A los cristianos que se aburren en la oración o en la Misa, alcánzales el amor de los enamorados para que disfruten la alegría de orar.

Tú obtuviste la gracia del Espíritu Santo a los apóstoles. Pedro te necesitaba más que nadie. Después de las negaciones se había roto; estaba herido y necesitaba los cuidados de una Madre para con su hijo enfermo. Pedro necesitaba de una Madre como Juan Pablo II. También él llevaba, si no en su escudo, sí en su corazón, el “Totus tuus” del actual Vicario de tu Hijo.

Juan era el más parecido. Él de alguna manera compensaba y llenaba el hueco dejado por Jesús. “Ahí tienes a tu Madre”. Este encargo, hecho a todos, él se lo tomó infinitamente en serio.

Tomás: Yo sé que convertiste a aquel hombre duro para creer en un hijo de fe, por la forma tan bella como Tú le enseñaste a creer.

María Magdalena: Ya había comenzado su conversión, pero ella como mujer que era, y apasionada, copió mejor que los hombres tu hoguera de amor. Aquella que se había acostado en los basureros tenía ante sí un ejemplo de mujer pura, santa y toda amor. María Magdalena te copió con todas las fuerzas de su ser. Tu presencia la purificó totalmente y le hizo amar locamente la pureza y abominar del pecado.

Debes repetir el milagro de Pentecostés en la Iglesia y en cada uno de nosotros, en mí. Aunque no sea vea la llama de fuego, que me abrase todo; aunque no haya terremoto externo, que vibre por dentro y me vuelva loco de amor por Él y por Ti. Te lo pido encarecidamente. No te pido mas, pero no te pido menos.

Pusiste de rodillas a la Iglesia primitiva y así, de rodillas, recibió la fuerza del Espíritu Santo. Hoy debes también enseñar a rezar a los sacerdotes y religiosos, a los fieles, para salir del atolladero.

Salieron a predicar como leones. Pedro era un león, sentía dentro la fuerza de un león, ávido de presas. Echó las redes de su palabra en nombre de Cristo, y tres mil hombres quedaron atrapados. Los primeros cristianos entraron a la Iglesia por contagio de amor, de aquel amor que ardía en el corazón de los apóstoles. Así comenzó con buen pie la religión del amor, amando y haciendo amar, hasta el punto de arrancar a sus mismos enemigos la mejor alabanza que se pueda decir jamás de los cristianos: “Mirad cómo se aman”. Aprendieron muy bien la lección de Jesús.

Hoy... en muchos casos, ya no es así. La religión del amor se ha convertido para muchos en la religión del aburrimiento. Porque no aman, porque se han olvidado del amor que Cristo les ha demostrado. Tienes que hacernos como hiciste a los primeros, para seguir convenciendo a los hombres fríos de hoy. La religión del amor se contagia por calor, no por gélidas ideas.
Autor: P Mariano de Blas LC.

jueves, 20 de octubre de 2011

Los éxitos del Hijo son también de su madre

Meditaciones del Rosario. Segundo Misterio Glorioso. La Ascensión del Señor.
Tú estuviste allí, no podías faltar. Con los apóstoles: tus nuevos hijos, la Iglesia naciente que Jesús dejó a tu cuidado.
Lo viste subir, triunfar para siempre. Subía y regresaba al cielo como triunfador. Derrotados quedaban sus enemigos: la muerte, el demonio, el mundo.

Era tu triunfo también. Si los éxitos del hijo son también de su madre, la ascensión de Jesús tú la vivías como propia; era el anticipo de tu asunción.

Aquel Hijo tuyo, nacido en Belén, que había venido a la tierra a través de tu carne, ahora se iba a la patria definitiva. Aquel hijo, perdido durante la eternidad de tres días en el templo, ahora no sabías cuantos años estarías sin verlo. ¡Qué dolor, dolor nuevo, que hacía casi intolerable, insufrible, la separación del Hijo amado!

A partir de entonces tu corazón estaría más en el cielo que en la tierra. Allí estaba José, tu esposo, el compañero maravilloso de la infancia y juventud de Jesús. ¡Qué ratos tan inefables, tan difíciles también, en su compañía! Él se te había adelantado. Él vería llegar a Jesús al cielo, y recibiría de Él las más sentidas gracias por haber cumplido tan perfectamente su misión de padre. Allí estaría desde ese momento Jesús. Pero Tú te quedabas en la tierra sola, muy sola. Porque tu amor se iba, y te dejaba sola en la tierra.

Sólo quien ha estado locamente enamorado y pierde a la persona amada sabe de este dolor. Tú eras la enamorada por excelencia de Jesús. Por eso, tu dolor no tenía límites ni comparación.

Pero tu voluntad no se sumergía en la tristeza, porque Jesús te había entregado una nueva misión: la Iglesia naciente. Con cuánto amor repetiste tu oración favorita: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”.

Con tu oración, tu amor, tus consejos y tu prudencia, la Iglesia niña crecía incontenible. Crecía en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres, como en otro tiempo tu Jesús. ¡OH Madre de la Iglesia, que acunaste nuevamente en tus brazos aquella criatura que Jesús te entregó!

Se mezclaban la nostalgia -la fuerza que te lanzaba hacia el cielo- y el amor a la Iglesia que necesitaba tu cariño, tu presencia, tu oración. La nostalgia era desgarradora, la esperanza larguísima. Tú veías en la Iglesia la continuación de Jesús en la historia como ningún teólogo lo ha visto. Toda la Iglesia estaba llena de la presencia de Jesús.

Tus nuevos hijos eran más débiles que Jesús. Los lobos acechaban. Satanás, que había devorado a Judas, seguía esperando matar a toda la grey, cuando aún era débil e indefensa. Pero contaba con tu defensa irresistible. Nostalgia, espera y certeza de llegar al cielo para ti y tus hijos. Él ya, faltamos nosotros...

Ahora Tú también estás en el cielo. Faltamos nosotros...Acuérdate de nosotros.

Nueva etapa de fe: Volviste a encender la lámpara que había alumbrado tu caminar por la vida, con aceite nuevo, con nuevo vigor. Era el comienzo fresco y pujante del cristianismo. Tú eras la primera cristiana, la que debías vivir y contagiar a todos la alegría recién estrenada del hombre y mujer nuevos, del nuevo estilo de vida, la religión del amor.


Oh Madre, se nos ha olvidado muy pronto que la religión fundada por tu Hijo es la religión del amor, la religión de las bienaventuranzas. Nos hemos quedado con unas pocas ideas rancias y con un aburrimiento vital. Resucita en nosotros la alegría del “mirad cómo se aman” que avasalló a los primeros.

¿Qué hemos hecho de la religión del amor? Los cristianos hemos vaciado la religión del amor para quedarnos con los mandamientos mal cumplidos. Y nos resulta aburrida, pesada, inaguantable.

La misma religión que a los primeros los entusiasmó hasta el extremo, los arrastró hasta el martirio sin pestañear, a nosotros nos resulta sosa y aburrida. ¿No será que hemos perdido la savia vital? Y ¿qué somos, que queda de nosotros si nos falta el amor? Nada. Pura fachada.

Tú comulgabas con más fe que ninguno, llegando a sentir a Jesús en tus entrañas como cuando crecía en tu seno. Te absorbías, te elevabas de la tierra, te ibas...Vivías de la comunión anterior y vivías para la siguiente, como la enamorada que no puede separarse del Amado.

Enséñanos a comulgar con el fervor con que Tú lo hacías en los años de tu soledad. Los cristianos observaban con respeto y emoción tu actitud. Y seguro que, como a Jesús, te pedían: “Enséñanos a comulgar con el fervor con que Tú lo haces”.En la forma de recibir a Jesús se confirma el amor o la indiferencia de los cristianos de hoy.

Quiero imaginar las palabras que dirigías a los apóstoles: El primer evangelio pasado por la mente y el corazón de su Madre. Y así entendían de manera entrañable las enseñanzas de Jesús: Tú les abrías el sentido, pero, sobre todo, encendías sus corazones. Cuantas veces Pedro, Juan y los demás debían comentar como los discípulos de Emaús: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba María los misterios de la vida de Jesús?"

Cuanto necesitamos, María, que nos vuelvas a explicar los misterios y la enseñanza de Jesús, sobre todo el amor que nos tiene, para que nuestro corazón arda de amor por Él y por Ti. ¡Cómo motivarías a Pedro, cada vez que el pesimismo y las dificultades de guiar a la Iglesia querían doblarlo! ¡Qué firme y gentil pastora guiaba al primer Papa, lo mismo que al actual Benedicto XVI! ¡Cómo les hablarías del cielo, repitiéndoles con apasionado acento las palabras de Jesús: ”Alegraos de que vuestros nombres están escritos en el cielo”! Hay que merecerlo, hay que ganarlo. Ahí estaremos juntos para siempre...
Autor: P Mariano de Blas LC.

miércoles, 19 de octubre de 2011

María, ahora es todo luz

Meditaciones mes del Rosario. Primer Misterio Glorioso. La Resurrección.
No dudo que la primera aparición fue para ti, Madre Corredentora. ¡Qué distinto del Cristo deshecho sobre tus brazos en el Calvario, Ahora es todo de luz. Le quedan cinco heridas, pero heridas de amor. Lo abrazas todavía con cuidado, temiendo hacerle daño por las heridas del Viernes. Tu mente no se hace a la idea de que se curen tan pronto tan terribles heridas. El dolor había sido tan profundo que necesita mucho tiempo para curarse.

Tan honda y despiadadamente había entrado la espada en tu alma que extraerla supuso un esfuerzo impresionante. ¿Es posible en tan corto espacio de tiempo pasar del abismo de dolor al abismo de gozo? ¿Qué te dijo tu hijo resucitado? Lo adivinamos: “¡Gracias, Madre, por tu ayuda, por tu oración, por tu presencia. Gracias a mi Madre pude realizar la redención. Gracias, porque no sólo me ayudaste a nacer, sino también a morir”.

Jesús, una vez resucitado, resucita a los apóstoles: A Pedro le cura el temor mortal de sus negaciones mediante una aparición a él solo. A los dos de Emaús les hace exclamar: “¿No ardía nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” A Tomás le arrancó su racionalismo infundiéndole la fe. María completa la tarea. Me la imagino muy bien animando con sus mejores formas a Pedro, haciéndole ser humilde pero confiado.

¡Qué palabras diría a Tomás, el incrédulo, Ella que había aprendido a creer heroicamente, aquella Mujer de la que se dijo: “Dichosa Tú que has creído”. Ella completaría la explicación de la Escritura a Cleofás y a su amigo, al narrarles cómo Ella llevaba años meditando en su corazón los misterios de Jesús.

Jesús se les aparecía de vez en cuando iluminándolos como un relámpago en la noche; pero luego les dejaba el vacío de su ausencia. María era una luz de día y de noche: A todas horas disponible, para responder a todas las preguntas, para iluminar las conciencias, para fortalecerles en la futura vida apostólica. La presencia y solicitud de María fue algo único, irrepetible en la vida de los apóstoles.¡Qué envidia de la buena!

María ya no era la mujer discreta y oculta que dejaba actuar a su Hijo. Ahora Ella comenzaba a ejercer su plena maternidad sobre la Iglesia niña, comenzaba a ser Madre de la Iglesia.

Resucítanos, OH Madre, como a los primeros apóstoles; acompáñanos ahora que lo necesitamos como entonces o más que entonces; sigue ejerciendo tu maravillosa y oportuna maternidad sobre estos hijos tuyos que deben vivir rodeados de lobos y de constantes peligros. OH Madre bendita de la Pascua, infúndenos la alegría de vivir, de ser tuyos y de Jesús de tal forma que llenemos de alegría pascual al mundo entero.
Autor: P Mariano de Blas LC.

martes, 18 de octubre de 2011

Lucas nos dio a conocer a todos a Cristo

Celebramos a San Lucas evangelista. Hoy nos diría estemos seguros de que todo esfuerzo por transmitir la fe, tiene a Dios por garantía y fruto seguro.
La Iglesia celebra a san Lucas poniendo en la liturgia el pasaje de los setenta y dos discípulos que salen a predicar la palabra de Dios. Lucas nos narra aquí la alegre partida del primer grupo de predicadores de la historia cristiana. Más adelante nos narrará, en los Hechos, los frutos imparables de esta primera predicación.

¿Sabía san Lucas que el Evangelio llegaría con la velocidad de un reguero de pólvora a todo el mundo conocido? ¿Sabía que esa locura en la que él había creído conquistaría miles de millones de vidas?

Sabemos, ciertamente que Lucas creyó, y creyó con tal fuerza que nos quiso escribir los avances incontenibles de la fe por la que había apostado en la vida y por la que había dado todo lo que tenía. Desde el cielo, Lucas nos mira continuamente y -estoy seguro- arde en deseos de gritarnos que creamos, que confiemos, que estemos seguros de que todo esfuerzo por transmitir la fe tiene a Dios por garantía infalible y que, por lo tanto, dará su fruto. Pero sin perder de vista que nuestra primera misión somos nosotros mismos.

Cristo, lo fundamental que hizo fue obedecer al Padre respecto a la voluntad que Éste tenía para Él, y así consiguió para nosotros la salvación. Pues nosotros, como empresa apostólica primera tenemos la salvación de nuestra alma, y el cumplimiento de la Voluntad de Dios sobre nosotros. No suceda, como dice san Pablo, que habiendo predicado a otros, yo vaya a ser reprobado.
Autor: Catholic.net

lunes, 17 de octubre de 2011

Aceptó ser madre tuya por siempre

Meditaciones del Rosario. Quinto Misterio Doloroso. Jesús muere en la cruz
La agonía de Jesús no fue un deslizarse sin retorno hacia la muerte. Su agonía fue consciente y eficaz; pues durante la misma hizo su testamento, maravilloso testamento.

Al llegar a la cima la cruz yace sobre el suelo. Ya no le pesará más. Espera el abrazo de clavos en manos y pies. De ahora hasta el fin cruz y crucificado se harán uno en un abrazo de muerte. Le arrancan las vestiduras, tan pegadas estaban a la carne viva. Y ya no es dueño de nada, salvo de su humanidad desnuda, arada por los latigazos y la cruz. Así se presenta como espectáculo al mundo. ¿Qué le quedaba de dignidad a este Hombre-Dios? Su dignidad era un amor infinito, escondido tras aquella telaraña del desprecio infinito de los hombres.

El primer clavo penetró en la mano izquierda, rompiendo todo a su paso y salpicando sangre a los ojos de los verdugos. Luego la mano derecha: Dolor sobre dolor hasta el máximo de la resistencia. Pero faltan los pies. Carne sensible, leño seco, clavo inerte ensamblados de tal forma que la carne se vuelve seca e inerte como el clavo y el leño.

Si fueron tres horas de dolor, resultaron eternas para el que las sufría, como eterno era el amor por quienes lo soportaba. Tres horas de dolor sublime, eternidad de amor divino. ¿Será tan difícil amar entrañablemente a un ser que de forma tan heroica, tierna y total nos ha amado? Ese amor es tan tuyo como mío, hermano que caminas por la vida. Toda la existencia lo tendrás y, si no lo matas, será tuyo por toda la eternidad. Dios te amó y se entregó a la muerte por ti.

Había dicho grandes mensajes al mundo. Parecía haber concluido de hablar. Pero no. Todavía le quedaban en el corazón sublimes revelaciones. María había sido hasta ese momento la fiel Eva que le acompañó siempre: A Belén, a Egipto, hasta el Calvario. Era su Madre, su joya, su fortaleza. Pero ahora se le ocurre -divina ocurrencia- regalárnosla a nosotros. El regalo impresiona por el donador: Dios; y por el receptor: pobres pecadores; y por la joya misma: María. Regalo sublime es poco decir. La joya más preciosa es un mineral; la flor más bella es un vegetal. El regalo aquí tiene vida y un corazón, el que más y mejor ha amado en la tierra. ¡Cuánto amor supuso este regalo! Realmente nos quiere Jesús.

Y María, acostumbrada a la obediencia total, dijo nuevamente a Jesús: “Sí. He aquí la esclava del Señor, he aquí la madre de los hombres”. Y dijo sí a cada uno de sus hijos. Me dijo a mí: “Acepto ser madre tuya por siempre”. De Madre del Primogénito a madre de millones ... Un gracias inmenso debería oírse a lo largo y a lo ancho del mundo de parte de sus pobres, miserables, felicísimos hijos. La herencia recibida de María enriquece inmensamente al más pobre ser humano, pues puede decir con verdad: “¡Madre mía!”

De pronto se escucha una petición, una queja, una súplica: Tengo sed”. El Creador de mundos pedía un poco de agua, porque estaba realmente muriendo de sed. Sed del amor de los hombres. Dios-Amor desea que los hombres le digan: “Te amo, Dios mío” ¿Quién no se lo puede decir?

Sed de que todos se salven, de que todos sin excepción se santifiquen, se arrepientan. Es una sed de que otros se sacien. No es sed para Sí mismo. Dios tiene sed de que los sedientos hallen el agua viva; de que los sedientos de paz, de amor, de felicidad beban a raudales en la fuente inmortal que salta hasta la vida eterna. Lo dijo muy claro en la cruz: Tiene sed de que tú y yo nos salvemos. Y como muchos no le harían caso, por eso Jesús murió de sed en la cima del monte Calvario. La libertad humana que le dijo no fue el golpe de gracia, y lo que le hizo morir en el Gólgota.

“¡Dios mío, Dios mío!¿por qué me has abandonado? Esta pregunta taladró el cielo y resonó en las puertas del Paraíso. Se la dirigía a quien había proclamado: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias”. Da por hecho el haber sido abandonado. ¿Por qué...? Era, más bien, el grito doloroso de todos los desesperados, suicidas, abandonados, moribundos sin esperanza. Jesús quiso sentir lo que sentirían todos esos desgraciados en los momentos más trágicos de su vida, para obtener de su Padre un alivio y una esperanza. Jesús quiso pedir al Padre en nombre de todos los desgraciados del mundo que se compadeciera. El Padre le respondió: “Todo el que tenga fe en Ti, Hijo predilecto, encontrará la paz y la salvación”.

A ese mismo Padre al que al inicio de su vida le dijo: “He aquí vengo para hacer tu voluntad”, le susurra ahora, en la antesala de la muerte: “Misión cumplida. He reconciliado a la Humanidad contigo. He cumplido tu voluntad hasta los azotes, la corona de espinas, los clavos y el estertor de la muerte. ¿Estás complacido de tu Hijo predilecto?”

Tan complacido estaba que le extendió sus brazos y su pecho para que reclinara su cabeza y así muriera, pronunciando la última palabra que brotó de su alma: “En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu”. Luego se dejó caer en aquellos brazos, y expiró. Dios murió, Dios murió, La Vida murió. ¿Por qué tenía que morir? ¿Por quién murió el Hijo de Dios? Por sus hermanos, por todos, por amor a ellos. Cristo me amó y se entregó a la muerte por mí.
Autor: P Mariano de Blas LC.

domingo, 16 de octubre de 2011

Perdónanos, Madre, aunque a veces sí sabemos lo que hacemos

Meditaciones del Rosario. Cuarto Misterio Doloroso. Jesús con la cruz a cuestas
Lo matarían en poco tiempo. ¿Y qué clase de muerte? Las había horribles. Horrible sería morir para tu Hijo. ¿La degollación, la horca, la cruz? Lo que siempre habías temido, por fin había llegado: “Mi Hijo morirá en breve”. Y tal vez de una muerte horrible. ¿Qué mal había hecho? Ninguno, nunca, a nadie. Pero estaba profetizado y tenía que suceder. La espada de Simeón penetraba en tu corazón de forma cruel. Escuchas un griterío, ves gente que corre enardecida. Te imaginas lo peor. Lo van a hacer pedazos.

Cruzando unas calles alcanzas a ver sobresaliendo entre la multitud tres cruces. La espada se clava mucho más. ¿Escuchaste? “Si eres el Hijo de Dios...” No puede ser otro que tu Hijo. Te lo han confirmado los insultos de la plebe. No solo morirá pronto. Morirá crucificado... Nada ni nadie le salvará. Los soldados lo vigilan. La voluntad de Dios está clara. ¿Aceptarla? ¡Qué terrible, qué agonía! Prefieres morir Tú mil veces...

Un golpe seco y una de las cruces desaparece por momentos. Está tirada en el piso y en el piso también yace tirado tu Hijo: No puede con la cruz. La flagelación fue horrible y no le quedan fuerzas más que para exhalar el último suspiro. Aumenta el griterío, los insultos, los estallidos de los látigos sobre la espalda triturada.

Por fin logras acercarte y contemplar de cerca la escena. Tus ojos se encuentran con los de Jesús; tu amor y el suyo se abrazan en un nudo de dolor y de ternura. Le dices con todo tu ser que estás ahí y estarás con Él, acompañándole, confortándole, hasta el final. El encuentro del Nuevo Adán con la Nueva Eva hubiera amansado a la fiera más feroz. Penosamente la cruz avanza hacia el agujero preparado en el piso del Calvario donde será plantada como árbol de vida.

El Cirineo le ayuda. Es un alivio. Un hombre que se anima a llevar la cruz en su lugar. Pero ahora la cruz avanza más rápido hacia el lugar de la ejecución. Un hombre robusto la lleva. Cuanto le agradece a ese hombre desconocido, como a todos los que hacen más llevadero el dolor de Jesús. Hay muchos Cireneos y Verónicas que se compadecen, que ayudan a Jesús en la terrible tarea de la redención del hombre.

Una mujer valiente también se compadece, logra acercarse y secarle el rostro ensangrentado. Jesús agradece a todas las Verónicas que le acompañan en su dolor. María también agradece a los miles de almas que acompañan a Jesús en su sufrimiento.

Se escucha un golpe seco de madera pero amortiguado porque cae sobre la espalda de Jesús. La cruz le golpea, le machaca un poco más antes de matarlo del todo. Pero Jesús no maldice la cruz. Sabe que la cruz es un cetro, un trono y el instrumento precioso de la redención. Los cristianos que han comprendido no maldicen la cruz, la veneran. “Líbreme Dios de gloriarme en nada sino es en la cruza de nuestro Señor Jesucristo...” San Pablo.

Cada uno lleva su cruz hacia su propia montaña del Calvario. Unos reniegan, otros la abrazan; pero todos llevan su cruz. Esas cruces, comenzando por la de Jesús y la de todos los demás formarán en el cielo un bosque sagrado que visitaremos de rodillas.

Jesús merece toda la compasión, pero no la pide. El se compadece de todas aquellas
mujeres que lloran por Él: “No lloréis por mí, llorad, más bien, por vosotras y por vuestros hijos...” Y da la razón del leño verde y del leño seco. Tan en serio quiso tomarse la redención el leño verde que por algo será. Jesús recordó en ese momento el infierno eterno donde irán a parar los leños secos. Se lo recordó a las madres de los duros hebreos y a todas las que quisieran oírlo.

Tercera caída, La cruz le aplasta, el pecado de toda la Humanidad le doblega; es un
gusano que se arrastra por el suelo. Tal vez murió por un rato. Y a base de golpes volvió en sí. Se incorporó de nuevo. Jesús cae, pero siempre se levanta. Así nos enseña qué hacer cuando caemos: Levantarnos siempre. Y volver a empezar. Seguir nuestro camino.
Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen.

Esa palabra apagó el incendio de odio de todo el mundo contra Él. Los excusa. Ciertamente unos no saben, otros sí. Pero Cristo los excusa a todos, a todos perdona, y morirá habiendo perdonado a todos los hombres, y sin almacenar una gota de rencor hacia ninguno. Un perdón más ancho que el mar, más inmenso que el cielo. Jesús no sabía odiar, sólo amar. El perdón es una finura del amor. Al pedir perdón por todos demostró que amaba a todos.

Madre, que escuchaste esta palabra de Jesús, nosotros te decimos “Perdónanos, Madre, aunque a veces sí sabemos lo que hacemos”.

Ese perdón llega fresco, director, eficaz, al pecador, cada vez que se arrodilla en el confesionario. Los condenados están perdonados, pero no quisieron el perdón. Se requería un mínimo de humildad y arrepentimiento, pero ni eso tuvieron. Mientras que otros, al menos al final, incluso en el último día, lo tuvieron, y se salvaron.

El buen ladrón fue uno de estos. ¿Qué le movió el corazón a hacer la oración que le salvó su alma?¿El encuentro de María con Jesús?¿La paciencia y humildad infinita del Redentor? El caso es que se dejó mover por la gracia y oró así: “Acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino”. Reprochó primero a su compañero por su comportamiento. Y este reproche y la respuesta de Jesús deberían haberle hecho recapacitar. Pero prefirió morder el anzuelo del orgullo y perderse para siempre. “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Jesús prometió el cielo para más adelante a muchos. Pero darlo el mismo día sólo a este ladrón. ¡Bendito!
Autor: P Mariano de Blas LC.

sábado, 15 de octubre de 2011

Dolor, humillación y gloria de las espinas

Meditaciones del Rosario. Tercer Misterio Doloroso. La Coronación de espinas.
Dolor añadido, por si fuera poco la flagelación. Pero había que martirizar cada parte de su cuerpo. Después de la flagelación y la corona sólo quedaban sin torturar las manos y los pies. Pero por poco tiempo.

Si sólo le hubieran coronado de espinas, excluyendo los demás tormentos, hubiera sido terrible, dolorosísimo; pero juntaron herida sobre herida, dolor sobre dolor, hasta convertir todo su cuerpo en una herida en carne viva.

Pero las espinas llevaban en su punta cruel un veneno; la humillación, la burla infinita contra el tres veces Santo. “De Dios nadie se ríe” se lee en la Biblia. ¿Qué de Dios nadie se ríe? Todos se burlaron, y de la forma más humillante: Fue un paréntesis que concedió la Misericordia a la maldad de los hombres: Se rieron, se burlaron, le pegaron, le escupieron, le torcieron la boca, le llamaron blasfemo a Dios. Y no cayó ningún rayo. ¿De Dios nadie se ríe?...De Dios se rieron todos en la pasión...

Pero la corona de espinas es gloriosa. Sus espinas terribles significan tanto amor, tanto perdón y tan gran misericordia que son benditas. Líbreme Dios de gloriarme si no es en las espinas de su corona. Los azotes, las espinas, las humillaciones gritan el amor de Dios a cada uno de los hombres. Me amaste y te entregaste a la flagelación por mí. Me amaste y te entregaste a la coronación de espinas por mí.

“¿Luego Tú eres Rey?- Le preguntó Pilato.

Sí. Rey de las espinas, el Rey del amor, de la Misericordia, el Rey de los corazones. Reinará siempre teniendo como escabel de sus pies a todos sus enemigos. Los que alguna vez le retaron, le insultaron, se befaron, caerán mudos de espanto a sus pies.

La forma de convertirse en rey contrasta con la de todos los demás: No fue por la espada, sino por la humillación. Pero su reino no es efímero como los demás. Es eterno y durará por los siglos de los siglos. Más vale que, si hemos guerreado en el bando enemigo, nos pasemos a sus filas como quien le pidió un día: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. De lo contrario ese rey humilde del que todos se rieron, un día nos dirá: “Apartaos de mí para siempre”.

Rey de mártires , de confesores, de vírgenes...de los mejores hombres y mujeres que han existido. Rey de miles de niños y niñas que demostraron ser más valientes que muchos adultos. Rey de innumerables convertidos: transformados de asesinos y ladrones y perversos en santos. Rey de los más difíciles. La mitad de sus mejores súbditos fueron primero grandísimos sinvergüenzas. Se pasaron del otro bando al de Cristo. Tuvieron tiempo para pensarlo, y optaron por Él.

Si pienso en mis pecados a fondo, me turbo, me aniquilo, siento la tentación de la desesperanza. Por eso prefiero pensar en el amor que perdona toda esa deuda y entonces me enardezco y me apasiono de amor por Él. Judas se ahorcó con la soga de la desesperación. Pedro se salvó con las lágrimas del arrepentimiento y del amor triunfador. A todos los reprobados en el amor Jesús les ofrece una segunda vuelta con tres preguntas iguales:”¿Me amas?” Si la respuesta es “Tú sabes que te quiero”, pasan el examen, y son admitidos de nuevo en su ejército. Por eso, aunque uno sea malo, perverso, si se atreve a arrepentirse y a amar otra vez, tiene salvación.

¡Oh bendita corona de dolor, de humillación y de gloria! Líbreme Dios de gloriarme en nada si no es en la corona de espinas, en los azotes, los clavos y la cruz de Jesús, por los cuales he sido salvado del eterno dolor. En la Pasión todo habla de amor, grita el amor. Cada hombre cuenta con ese amor divino durante toda la vida. Todavía el último día uno puede exclamar:”¡OH divino y bendito dolor, sálvame!” Y siempre escuchará la misma respuesta: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Autor: P Mariano de Blas LC.

viernes, 14 de octubre de 2011

María veía el cuerpo de su Niño desgarrado

Meditaciones del Rosario. Segundo Misterio Doloroso. La Flagelación de Jesús
Tú sabías lo que era una flagelación. Lo sabían todos. Pero ahora era tu Hijo. Lo veías con la pupila abierta y enrojecida: El cuerpo de tu Niño desgarrado; veías, no te imaginabas, los gestos de dolor a cada golpe que nunca terminaba y que iba volviendo roja toda la piel de Jesús, piernas, brazos, el pecho, la espalda, hasta la cara con la sangre que corría casi desde los ojos como una cascada de flagelos.

Para purificar mis pecados. La terrible ofensa se mide por lo terrible del martirio. La flagelación sola hubiera matado a Jesús. Muchos hombres con menos ganas de sufrir, caían exánimes en un charco de sangre. Jesús resistió, porque aún le quedaban las manos y los pies para la cruz; pero sobretodo porque aún le quedaba amor y capacidad de sufrimiento para los pecadores más empedernidos. Con los primeros cien azotes fueron derritiéndose la mayoría de los pecados. Pero fue necesario llegar a ciento veinte, contados en la sábana santa, para ablandar a los de piedra. ¿A qué azote llegaron mis pecados? ¿Al ciento veinte?.

Terrible dolor, infinito amor. Aquí cayó rendida aquella religiosa mediocre, de nombre Teresa, al exclamar: “Ahora comprendo de qué me has librado y cuál ha sido el precio”.¡El precio! Desde ese momento se decidió a ser santa. Todos los hombres deberíamos entrar al patio de la flagelación y contemplar de cerca, para ver si, como a Teresa, se nos rasga el corazón para gritar idénticas palabras. Ante la flagelación, como ante la cruz, no se puede seguir adelante, si hay un poco de amor.

Tu Hijo es un guiñapo, tu Hijo no puede ser contemplado sin horror. Es como uno ante el cual se oculta el rostro, porque no se le puede mirar. Pero Tú no ocultas el rostro, Tú lo amas hoy más a ese Hijo sangrante, destrozado, semimuerto. Yo tampoco quiero retirar los ojos manchados. Quiero que mis ojos a fuerza de mirar se rompan en un mar de lágrimas sinceras; quiero que mi corazón de piedra, a base de sentir su amor, se vuelva un corazón de carne. Aquí han caído grandes pecadores, han muerto grandes canallas y han resucitado santos y mártires.

Yo también quiero caer muerto de dolor y arrepentimiento y resucitar un santo a la vista de Jesús flagelado por mí. ¡He aquí el Hombre! ¡He aquí el amor del Hombre! ¡He aquí lo que queda del Hijo del Hombre por haberse atrevido a amar a los hombres hasta el extremo! Hay en la Biblia una frase terrible en relación al hombre perverso: “Dios se arrepintió de haber creado al hombre” Yo te pregunto, Jesús, Dios: “¿Te arrepientes de haber amado así al hombre? Yo sé que la respuesta eterna es “¡No me arrepiento!
Autor: P Mariano de Blas LC.

jueves, 13 de octubre de 2011

Ella sabía que su hijo cruzaba la hora más triste y amarga

Meditaciones del Rosario. Primer Misterio Doloroso. La oración de Jesús en el Huerto
Los apóstoles dormían en la hora más triste de Jesús en esta tierra. La excusa: tenían sueño. Pero Jesús moría... Sólo un apóstol velaba: el traidor. “Era de noche” había dicho Juan. Desde ese momento sería eternamente de noche para él. Otra alma estaba en vela, orando con lágrimas profundas en su rostro: María. No puedo creer que la Virgen María esa noche pudiera dormir. Le habían arrancado el sueño. Los corazones que aman, aunque no vean, saben.

Ella sabía, por intuición maternal y sobrenatural que su hijo cruzaba la hora más triste y amarga, Y Ella, la Virgen fiel, la Madre maravillosa, le acompañó, lo fortaleció. Ella fue el ángel que le infundió fuerzas. Eres corredentora por haber sostenido con tus brazos, oración y amor al Redentor en su pasión y muerte. Esa noche no fuiste para ti, fuiste toda para Jesús moribundo. Tu corazón, tu amor, tu oración lo mantuvo en vilo. Como cuando era un niño le animaste a repetir aquellas palabras que Él te había enseñado desde siempre: “Tu voluntad, Señor”. Palabras que Él se sabía muy bien, pero que en el océano de dolor y abandono en que navegaba, era casi incapaz de balbucir.

Tú recogiste en tu corazón aquella sangre de tu Hijo. Aquella sangre que sería inútil para muchos, Tú la transfundiste a los futuros mártires.

Tú supiste de Judas. ¡Qué dolor, qué dolor, qué dolor inútil para él! Con una voz que hubiera amansado a la fiera más salvaje, le dijiste: “¡Judas, Él perdona!” Y estas palabras no amansaron a aquella fiera humana, como tampoco las palabras más amorosas y suaves que haya recibido de Dios un pecador: “Amigo, ¿a qué has venido? ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre? Si todos llevamos en los labios el beso de Judas, te pido me concedas, si soy una fiera humana, la ternura que manifiesta un tigre con sus cachorros. Jamás permitas en mí la reedición del apóstol reconocido como “el traidor”. Cualquier cosa menos eso.

Tú supiste de Pedro. ¡Qué dolor, qué dolor, qué dolor tan distinto! Cuando te contaron de sus lágrimas, las tuyas se calmaron. Era un apóstol herido, pero salvado. Si Jesús había rogado por Simón, seguramente Tú también rogaste por él, porque eras la Madre de la Iglesia, y si por alguien debías rogar era por el vicario de tu Hijo. Cuantas victorias finales habrás de lograr con apóstoles heridos, maltratados por Satanás, cribados por él. Pero Cristo ha rogado por ellos y Tú has intercedido también. Yo quiero ser uno de esos a quien tu intercesión salve del abismo.

Tú supiste que lo aprehendieron y lo llevaron al Sanedrín y a Pilatos y a Herodes... ¡Horror! y ... lo condenaron a muerte. La espada entró casi hasta la empuñadura en tu corazón. La hora tan largamente temida, la hora que Tú trataste de detener con tu amor, rompió el dique y arrasó con todo, te arrastró a ti por la impetuosa corriente. Eras una herida total que aún con el roce del aire, el vuelo de una golondrina te hacía sufrir intensamente.
Autor: P Mariano de Blas LC.

1969 - Salomé - Vivo cantando – Spain