"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

lunes, 13 de junio de 2011

GRACIAS A DIOS

Aunque me tapo los oídos con la almohada y gruño de rabia cuando suena el despertador... gracias a Dios que puedo oír.


Hay muchos que son sordos.

Aunque cierro los ojos cuando, al despertar, el sol se mete en mi habitación... gracias a Dios que puedo ver.

Hay muchos ciegos.

Aunque me pesa levantarme y pararme de la cama... gracias a Dios que tengo fuerzas para hacerlo.

Hay muchos postrados que no pueden.

Aunque me enojo cuando no encuentro mis cosas en su lugar porque los niños hicieron un desorden... gracias a Dios que tengo familia.

Hay muchos solitarios.

Aunque la comida no estuvo buena y el desayuno fue peor... gracias a Dios que tengo alimentos.

Hay muchos con hambre.

Aunque mi trabajo en ocasiones sea monótono rutinario gracias a Dios que tengo ocupación.

Hay muchos desempleados.

Aunque no estoy conforme con la vida, peleo conmigo mismo y tengo muchos motivos para quejarme...

gracias a Dios que estoy vivo.

Recuerda decir: "Gracias".

Sacerdotes

Fiesta San José

Aun Cuano no es la epoca conviene recordarlo.
Todos los años celebramos la fiesta de San José, en la que los cristianos contemplamos la gran confianza que ha puesto Dios en sus criaturas: es para asombrarse cómo las dos personas más amadas que Dios tenía en la tierra, María y Jesús, las confía a un hombre frágil, que por su sencillez ni siquiera aparece pronunciando una palabra. Así es la pedagogía divina: las cosas más grandes, valiosas y bellas, se las confía a los seres más débiles, para que se vea, dice San Pablo, que “todo es gracia”.

Y análogamente, al pensar en la figura de San José, el “cuidador” de Cristo, pensamos también en el sacerdote, aquél hombre frágil que se le encomienda que proteja y custodie con cariño, contando con sus limitaciones, los tesoros que Dios ha dejado en la tierra para que nos acerquemos a Él. Esos tesoros son: la Palabra de Dios, a través de la cuál se define a sí mismo; los Sacramentos, la Eucaristía, la Penitencia, la Unción de enfermos... Y, por supuesto, le ha encomendado servir al Pueblo de Dios para conducirlo hasta esa meta que es el Cielo.

Corren tiempos en los cuales está de moda meterse con los sacerdotes. Parece que los medios de comunicación están deseando ver la más mínima fisura en el mundo sacerdotal, para cebarse en ello. Sin embargo, los cristianos de siempre, no se escandalizan farisaicamente ante el misterio de fragilidad de su pastor, de sus sacerdotes, como se guarda silencio ante los errores de una madre, que no es perfecta, pero que la quiero. Y a la vez que los comprenden, agradecen y reconocen esa generosidad de tantos cientos de miles de sacerdotes que anónimamente han ido gastando su vida, generación tras generación, en seguir transmitiendo el Evangelio, llevando al pueblo de Dios hacia el Cielo, anunciando semana tras semana o incluso día tras día las maravillas de Dios con los hombres. Así, en el día de San José, todos los cristianos miramos al corazón de la Diócesis, que es el Seminario, de donde esperamos que salgan sacerdotes entregados, sacerdotes que deseen ser santos, apasionados y enamorados profundamente de Jesucristo.

¡Cuánto necesitamos del sacerdocio!. Seguramente, en nuestro empeño por ser buenos cristianos, hemos escuchado muchas veces una palabra oportuna que nos ha animado a seguir adelante, puesta en labios de un hombre frágil pero que ha querido ser de algún modo Cristo en la tierra, y nos ha beneficiado y nos ha hecho tanto bien.

Hoy es un día para agradecer sin duda ninguna el don del sacerdocio. ¡ Cuánta gente dice que cree en Dios, pero no cree en los curas! Una frase tan famosa, a la vez tan llena y tan vacía de sentido. Porque, por un lado, claro que no creemos en las personas, ya que son falibles y nos pueden fallar; pero sí creemos en el sacramento que tienen que encarnar y hacer real esas personas, los sacerdotes. Aman tan apasionadamente a la Iglesia que han entregado sus vidas y se les ha ido gastando como se va gastando esa lamparilla del sagrario, que no vale en sí misma nada, pero indica donde está el Señor.

Muchos sacerdotes, cuando hablas con ellos, te cuentan de sus luchas, de sus ilusiones, y te das cuenta que en todos ellos, sus sueños son que los demás se llenen de Dios, que los demás estén más cerca de Él, que tengan más paz, que sean más humanos, que sean más divinos.

Por eso, es día de reflexión, de agradecimiento y petición a Dios para que siga dando vida a sus sacerdotes, les renueve la ilusión en su sacerdocio y así, nunca falten en las comunidades cristianas pastores que, con su vida y con su ejemplo, sean faro que ilumine las tinieblas. El sacerdote en su fragilidad sigue siendo un constante recordatorio de la presencia divina en la tierra. Porque Dios no nos quiere apabullar con un despliegue de poder que nos dejara asombrados, sino que la fuerza de Dios se realiza en la debilidad del hombre.

domingo, 12 de junio de 2011

Condenas

Recuerdo cómo en el colegio, de pequeños, cuando alguno hacía una trastada en clase, temía levantar la mano si el profesor preguntaba quién había sido, porque todos esperábamos el castigo correspondiente a nuestra infracción. Sólo los muy valientes levantaban la mano, decían “¡he sido yo!”, y aguantaban con estoicismo lo merecido.
Si esa es la mente de los hombres, no es la de Dios. El Evangelio lo corrobora, pues es sorprendida una mujer en fragante adulterio, y reconociéndose pecadora espera el castigo. Pero no el castigo de Dios, porque Dios no castiga. Esto es una cosa que todavía no hemos acabado de comprender: somos nosotros los que castigamos, somos los hombres los que siempre buscamos necesariamente un cabeza de turco, alguien en quien descargar nuestro sentimiento de culpabilidad, pensando que si condenamos a otros y hacemos del otro la personificación del mal, nosotros nos sentiremos más liberados de nuestras culpas o de nuestros sentimientos de culpabilidad. Sin embargo, qué bonito es ver cómo Jesús, que tantas veces había dicho que el Hijo del hombre no ha venido para condenar sino para salvar, hace realidad esta sentencia cuando se encuentra con la mujer adúltera. – “Mujer, ¿quién te condena?”. – “Nadie, Señor”. Y el Señor contesta inmediatamente: -“Pues yo tampoco te condeno”. Él, que no había cometido pecado, que es el único inocente, y tampoco experimentó lo que era hacer daño, al no lo conocerlo para sí mismo, no lo quiso conocer para los demás.
¡Cuántas veces tenemos aún esa idea de un Dios que está con la lupa mirando nuestros pecados, para ver el más mínimo resquicio y provocar así nuestra condenación!. Qué caricatura tan falsa de Dios y qué idea tan equívoca es atribuir a Dios la tarea del Maligno, pues en el libro del Apocalipsis, para describir al demonio se le llama: “El acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche”(Ap. 12,10). Es propio de Dios salvar y es propio del Maligno condenar, destruir y acusar sin piedad. Es propio de Dios sanar las heridas, cambiar los corazones, ensalzar a los humildes que reconocen sus humillaciones.
Si entendiéramos la frase “misericordia quiero y no sacrificios”, veríamos que no tenemos ninguna autoridad moral para condenar a nadie, para juzgar a nadie, para criticar a nadie, para decir nada de nadie. El Señor lo dice en el Evangelio de éste domingo: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”, que se atreva a empezar, porque, ¿quién está limpio ante Dios?, ¿Quién puede decir que sus pecados son menos importantes que los pecados de los demás?. ¿Quién puede decir al hermano: “Yo soy mejor que tu”?.
Cada uno a nuestro nivel, según las luces y los dones que ha recibido, hemos de tener la honestidad y la honradez de reconocernos frágiles y limitados ante Dios, de no tener miedo a reconocernos pecadores. Porque al revés que en la sociedad civil, cuando uno se declara pecador es cuando está absuelto, y cuando uno no reconoce su culpabilidad, es cuando arrastra la culpa para siempre. Por eso condenamos con tanta facilidad a los demás, porque en definitiva no queremos sentirnos culpables o responsables de nuestras obras malas.
Qué inteligente es el Señor, cuando al despedirse de la mujer, le dice: “Yo no te condeno, vete y no peques más”. Porque perdonar no significa aprobar, ni aplaudir o decir que no ha pasado nada. Significa reconocer el error, y volver a dar la oportunidad a aquél que quiere realmente cambiar.
Pidámosle al Señor que nos conceda esta mente para vivir muy bien el final de la Cuaresma.
Simplemente dos preguntas al final de esta reflexión: ¿Qué escribiría el Señor en la tierra?, y segunda pregunta: ¿Dónde estaba el hombre con el que la mujer pecó?

Oración...

Espíritu Santo... por tí el Padre nos da el Amor y te envía a tí para que hagas morada en lo más profundo de mi corazón. Tú eres el que me infundes el Don de Piedad, para que pueda sentir y vivir esa hermosa Verdad: DIOS ES MI PADRE. Concédeme la gracia de amar y saborear todo lo que se refiere a este Padre amoroso. Que yo viva como un hijo pequeñito... protegido por su cariño y su amor y que sepa agradecerle y amarle con todo el corazón, con toda mi alma, con toda mi mente, con todas mis fuerzas y con todo mi ser. Hazme sentir que todos los hombres son hermanos míos y que todas las cosas son regalos, que me llegan desde el cielo... Amén

" Creo en el Espíritu Santo..."

Siempre que me acuerdo de vosotros doy gracias a mi Dios... Por ésto , ruego que vuestra Caridad crezca más y más en conocimiento y en toda discreción, para que sepáis discernir lo mejor y seáis puros e irreprensibles para el día de Cristo. ( Fip. 1,3,9,10)
Feliz día de Pentecostés...Feliz día de la Santa Iglesia Católica...

María y el Don del Espíritu

María y el Don del Espíritu


En la espera que reinaba en el Cenáculo después de la Ascensión, ¿cuál era la posición de María?

Autor: SS Juan Pablo II
Fuente: Catholic.net

Si meditamos este hermoso texto de la Catequesis de Juan Pablo II, titulada "María y el Don del Espíritu" en compañia de María podremos experimentar que "...En la comunidad de los creyentes en oración, María está presente, no sólo en los orígenes de la fe, sino en todo tiempo. (Juan Pablo II, Ángelus 13-11-83).

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Recorriendo el itinerario de la vida de la Virgen María, el Concilio Vaticano II recuerda su presencia en la comunidad que espera Pentecostés: «Dios no quiso manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de enviar el Espíritu prometido por Cristo. Por eso vemos a los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, "perseverar en la oración unidos, junto con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y sus parientes" (Hch 1, 14). María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra» (Lumen gentium, 59).

La primera comunidad constituye el preludio del nacimiento de la Iglesia; la presencia de la Virgen contribuye a delinear su rostro definitivo, fruto del don de Pentecostés.

2. En la atmósfera de espera que reinaba en el Cenáculo después de la Ascensión, ¿cuál era la posición de María con respecto a la venida del Espíritu Santo?

El Concilio subraya expresamente su presencia, en oración, con vistas a la efusión del Paráclito. María implora «con sus oraciones el don del Espíritu». Esta afirmación resulta muy significativa, pues en la Anunciación el Espíritu Santo ya había venido sobre ella, cubriéndola con su sombra y dando origen a la encarnación del Verbo.

Al haber hecho ya una experiencia totalmente singular sobre la eficacia de ese don, la Virgen santísima estaba en condiciones de poderlo apreciar más que cualquier otra persona. En efecto, a la intervención misteriosa del Espíritu debía ella su maternidad, que la convirtió en puerta de ingreso del Salvador en el mundo.

A diferencia de los que se hallaban presentes en el Cenáculo en trepidante espera, Ella, plenamente consciente de la importancia de la promesa de su Hijo a los discípulos (cf. Jn 14, 16), ayudaba a la comunidad a prepararse adecuadamente a la venida del Paráclito.

Por ello, su singular experiencia, a la vez que la impulsaba a desear ardientemente la venida del Espíritu, la comprometía también a preparar la mente y el corazón de los que estaban a su lado.

3. Durante esa oración en el Cenáculo, en actitud de profunda comunión con los Apóstoles, con algunas mujeres y con los hermanos de Jesús, la Madre del Señor invoca el don del Espíritu para sí misma y para la comunidad.

Era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre Ella, que tuvo lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada. En efecto, al pie de la Cruz, María fue revestida con un nueva maternidad, con respecto a lo discípulos de Jesús. Precisamente esta misión exigía un renovado don del Espíritu. Por consiguiente, la Virgen lo deseaba con vistas a la fecundidad de su maternidad espiritual.

Mientras en el momento de la Encarnación el Espíritu Santo había descendido sobre Ella, como persona llamada a participar dignamente en el gran misterio, ahora todo se realiza en función de la Iglesia, de la que María está llamada a ser ejemplo, modelo y Madre.

En la Iglesia y para la Iglesia, Ella, recordando la promesa de Jesús, espera Pentecostés e implora para todos abundantes dones, según la personalidad y la misión de cada uno.

4. En la comunidad cristiana la oración de María reviste un significado peculiar: favorece la venida del Espíritu, solicitando su acción en el corazón de los discípulos y en el mundo. De la misma manera que, en la Encarnación, el Espíritu había formado en su seno virginal el cuerpo físico de Cristo, así ahora en el cenáculo, el mismo Espíritu viene para animar su Cuerpo místico.

Por tanto, Pentecostés es fruto también de la incesante oración de la Virgen, que el Paráclito acoge con favor singular, porque es expresión del amor materno de ella hacia los discípulos del Señor.

Contemplando la poderosa intercesión de María que espera al Espíritu Santo, los cristianos de todos los tiempos, en su largo y arduo camino hacia la salvación, recurren a menudo a su intercesión para recibir con mayor abundancia los dones del Paráclito.

5. Respondiendo a las plegarias de la Virgen y de la comunidad reunida en el cenáculo el día de Pentecostés, el Espíritu Santo colma a María y a los presentes con la plenitud de sus dones, obrando en ellos una profunda transformación con vistas a la difusión de la buena nueva. A la Madre de Cristo y a los discípulos se les concede una nueva fuerza y un nuevo dinamismo apostólico para el crecimiento de la Iglesia. En particular, la efusión del Espíritu lleva a María a ejercer su maternidad espiritual de modo singular, mediante su presencia, su caridad y su testimonio de fe.

En la Iglesia que nace, Ella entrega a los discípulos, como tesoro inestimable, sus recuerdos sobre la Encarnación, sobre la infancia, sobre la vida oculta y sobre la misión de su Hijo divino, contribuyendo a darlo a conocer y a fortalecer la fe de los creyentes.

No tenemos ninguna información sobre la actividad de María en la Iglesia primitiva, pero cabe suponer que, incluso después de Pentecostés, Ella siguió llevando una vida oculta y discreta, vigilante y eficaz. Iluminada y guiada por el Espíritu, ejerció una profunda influencia en la comunidad de los discípulos del Señor.


Juan Pablo II Audiencia general del miércoles, 28 de mayo de 1997

Condenas

Recuerdo cómo en el colegio, de pequeños, cuando alguno hacía una trastada en clase, temía levantar la mano si el profesor preguntaba quién había sido, porque todos esperábamos el castigo correspondiente a nuestra infracción. Sólo los muy valientes levantaban la mano, decían “¡he sido yo!”, y aguantaban con estoicismo lo merecido.

Si esa es la mente de los hombres, no es la de Dios. El Evangelio lo corrobora, pues es sorprendida una mujer en fragante adulterio, y reconociéndose pecadora espera el castigo. Pero no el castigo de Dios, porque Dios no castiga. Esto es una cosa que todavía no hemos acabado de comprender: somos nosotros los que castigamos, somos los hombres los que siempre buscamos necesariamente un cabeza de turco, alguien en quien descargar nuestro sentimiento de culpabilidad, pensando que si condenamos a otros y hacemos del otro la personificación del mal, nosotros nos sentiremos más liberados de nuestras culpas o de nuestros sentimientos de culpabilidad. Sin embargo, qué bonito es ver cómo Jesús, que tantas veces había dicho que el Hijo del hombre no ha venido para condenar sino para salvar, hace realidad esta sentencia cuando se encuentra con la mujer adúltera. – “Mujer, ¿quién te condena?”. – “Nadie, Señor”. Y el Señor contesta inmediatamente: -“Pues yo tampoco te condeno”. Él, que no había cometido pecado, que es el único inocente, y tampoco experimentó lo que era hacer daño, al no lo conocerlo para sí mismo, no lo quiso conocer para los demás.

¡Cuántas veces tenemos aún esa idea de un Dios que está con la lupa mirando nuestros pecados, para ver el más mínimo resquicio y provocar así nuestra condenación!. Qué caricatura tan falsa de Dios y qué idea tan equívoca es atribuir a Dios la tarea del Maligno, pues en el libro del Apocalipsis, para describir al demonio se le llama: “El acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche”(Ap. 12,10). Es propio de Dios salvar y es propio del Maligno condenar, destruir y acusar sin piedad. Es propio de Dios sanar las heridas, cambiar los corazones, ensalzar a los humildes que reconocen sus humillaciones.

Si entendiéramos la frase “misericordia quiero y no sacrificios”, veríamos que no tenemos ninguna autoridad moral para condenar a nadie, para juzgar a nadie, para criticar a nadie, para decir nada de nadie. El Señor lo dice en el Evangelio de éste domingo: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”, que se atreva a empezar, porque, ¿quién está limpio ante Dios?, ¿Quién puede decir que sus pecados son menos importantes que los pecados de los demás?. ¿Quién puede decir al hermano: “Yo soy mejor que tu”?.

Cada uno a nuestro nivel, según las luces y los dones que ha recibido, hemos de tener la honestidad y la honradez de reconocernos frágiles y limitados ante Dios, de no tener miedo a reconocernos pecadores. Porque al revés que en la sociedad civil, cuando uno se declara pecador es cuando está absuelto, y cuando uno no reconoce su culpabilidad, es cuando arrastra la culpa para siempre. Por eso condenamos con tanta facilidad a los demás, porque en definitiva no queremos sentirnos culpables o responsables de nuestras obras malas.

Qué inteligente es el Señor, cuando al despedirse de la mujer, le dice: “Yo no te condeno, vete y no peques más”. Porque perdonar no significa aprobar, ni aplaudir o decir que no ha pasado nada. Significa reconocer el error, y volver a dar la oportunidad a aquél que quiere realmente cambiar.

Pidámosle al Señor que nos conceda esta mente para vivir muy bien el final de la Cuaresma.

Simplemente dos preguntas al final de esta reflexión: ¿Qué escribiría el Señor en la tierra?, y segunda pregunta: ¿Dónde estaba el hombre con el que la mujer pecó?

sábado, 11 de junio de 2011

El discípulo a quién Jesús amaba

Juan 21, 20-25 Si ustedes no son testigos en sus ambientes, ¿quién lo hará por ustedes? El cristiano es, en y con la Iglesia, un misionero de Cristo.

El discípulo a quién Jesús amaba

Evangelio



Lectura del santo Evangelio según san Juan 21, 20-25



En aquel tiempo, Pedro, volviendo la cara, vio que iba detrás de ellos el discípulo a quién Jesús amaba, el mismo que en la cena se había reclinado sobre su pecho y le había preguntado: "Señor, ¿quién es el que te va a traicionar?" Al verlo Pedro, le dijo a Jesús: «Señor, ¿qué va a pasar con este?» Jesús le respondió: «Si yo quiero que éste permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú, sígueme.» Por eso comenzó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no habría de morir. Pero Jesús no dijo que no moriría, sino: Si yo quiero que permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Este es el discípulo que atestigua estas cosas y las ha puesto por escrito, y estamos ciertos de que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús y creo que, si se relataran una por una, no cabrían en todo el mundo libros que se escribieran.

Oración introductoria

Mi buen Jesús, aquí estoy. Quiero responder con generosidad al llamado que Tú me has hecho. Quiero seguirte al igual que Pedro y los demás discípulos. Quiero ser la luz de la gente que vive en oscuridad. Quiero ser la esperanza de los que han caído en el desaliento. Quiero ser testigo de tu amor en el mundo, que ha olvidado tu amor.

Petición

Dios mío, te suplico me regales la gracia de ser tu testigo; la gracia de no tener miedo de anunciar tu palabra en mi familia, en mi trabajo y con mis amigos; la gracia de ser valiente para no dejarme llevar por la comodidad y las tentaciones.

Meditación

“Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección de Jesús”, decía Pedro. Y su Sucesor actual repite a cada uno de vosotros: Hermanos y hermanas míos, hace falta que os asociéis a mí como testigos de la resurrección de Jesús. En efecto, si vosotros no sois sus testigos en vuestros ambientes, ¿quién lo hará por vosotros? El cristiano es, en la Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo enviado al mundo. Ésta es la misión apremiante de toda comunidad eclesial: recibir de Dios a Cristo resucitado y ofrecerlo al mundo, para que todas las situaciones de desfallecimiento y muerte se transformen, por el Espíritu, en ocasiones de crecimiento y vida. Para eso debemos escuchar más atentamente la Palabra de Cristo y saborear asiduamente el Pan de su presencia en las celebraciones eucarísticas. Esto nos convertirá en testigos y, aún más, en portadores de Jesús resucitado en el mundo, haciéndolo presente en los diversos ámbitos de la sociedad y a cuantos viven y trabajan en ellos, difundiendo esa vida “abundante” (cf. Jn 10, 10) que ha ganado con su cruz y resurrección y que sacia las más legítimas aspiraciones del corazón humano. (Homilía viernes 14 de mayo de 2010, Benedicto XVI).

Reflexión apostólica

El cristiano es ante todo el seguidor de Cristo. Y como seguidor de Cristo, tiene que ser testimonio vivo de la presencia y del amor de Jesús al mundo. Con sus actos, con sus palabras, con sus deseos e incluso con sus sentimientos tiene que demostrar ser testigo de Dios y llevar el amor de Dios, su palabra, su reino a donde quiera que él vaya y así llevar junto con Jesús la salvación a todo hombre.

Propósito

Hablaré con alguien del amor de Dios.

Diálogo con Cristo

Mi buen Jesús, aquí estoy para ser tu testigo, para llevarte a los demás. Quiero seguirte como lo hizo San Pedro y los demás discípulos. Te doy gracias por que me has llamado, y no puedo pensar en mejor manera de pasar mi vida que pidiendo como San Francisco Javier: has de mí un instrumento de tu paz, que donde haya odio, siembre yo amor. Donde haya desaliento, esperanza; donde tristeza, alegría; donde oscuridad, luz…

La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado.

(Conc. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2)

El AMOR es la voluntad de lo que uno está dispuesto a entregar...

“El amor no se somete a las ganas. El amor es la voluntad de lo que uno tiene que obrar, de lo que uno quiere hacer y de lo que uno está dispuesto a entregar”
“¡No teman, no tengan miedo!, yo estaré con ustedes. Yo vivo y ustedes vivirán. Yo estoy en mi Padre y ustedes están en mí y yo en ustedes; el que cumple los mandamientos y me ama, será amado por mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él”.






                      

Pentecostés

¿Qué es Pentecostés?
¿Qué es Pentecostés?
Originalmente se denominaba “fiesta de las semanas” y tenía lugar siete semanas después de la fiesta de los primeros frutos (Lv 23 15-21; Dt 169). Siete semanas son cincuenta días; de ahí el nombre de Pentecostés (= cincuenta) que recibió más tarde. Según Ex 34 22 se celebraba al término de la cosecha de la cebada y antes de comenzar la del trigo; era una fiesta movible pues dependía de cuándo llegaba cada año la cosecha a su sazón, pero tendría lugar casi siempre durante el mes judío de Siván, equivalente a nuestro Mayo/Junio. En su origen tenía un sentido fundamental de acción de gracias por la cosecha recogida, pero pronto se le añadió un sentido histórico: se celebraba en esta fiesta el hecho de la alianza y el don de la ley.

En el marco de esta fiesta judía, el libro de los Hechos coloca la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles (Hch 2 1.4). A partir de este acontecimiento, Pentecostés se convierte también en fiesta cristiana de primera categoría (Hch 20 16; 1 Cor 168).

(Vocabulario Bíblico de la Biblia de América)
Comisión Nacional de Pastoral Bíblica

PENTECOSTÉS, algo más que la venida del espíritu...

La fiesta de Pentecostés es uno de los Domingos más importantes del año, después de la Pascua. En el Antiguo Testamento era la fiesta de la cosecha y, posteriormente, los israelitas, la unieron a la Alianza en el Monte Sinaí, cincuenta días después de la salida de Egipto.

Aunque durante mucho tiempo, debido a su importancia, esta fiesta fue llamada por el pueblo segunda Pascua, la liturgia actual de la Iglesia, si bien la mantiene como máxima solemnidad después de la festividad de Pascua, no pretende hacer un paralelo entre ambas, muy por el contrario, busca formar una unidad en donde se destaque Pentecostés como la conclusión de la cincuentena pascual. Vale decir como una fiesta de plenitud y no de inicio. Por lo tanto no podemos desvincularla de la Madre de todas las fiestas que es la Pascua.

En este sentido, Pentecostés, no es una fiesta autónoma y no puede quedar sólo como la fiesta en honor al Espíritu Santo. Aunque lamentablemente, hoy en día, son muchísimos los fieles que aún tienen esta visión parcial, lo que lleva a empobrecer su contenido.

Hay que insistir que, la fiesta de Pentecostés, es el segundo domingo más importante del año litúrgico en donde los cristianos tenemos la oportunidad de vivir intensamente la relación existente entre la Resurrección de Cristo, su Ascensión y la venida del Espíritu Santo.

Es bueno tener presente, entonces, que todo el tiempo de Pascua es, también, tiempo del Espíritu Santo, Espíritu que es fruto de la Pascua, que estuvo en el nacimiento de la Iglesia y que, además, siempre estará presente entre nosotros, inspirando nuestra vida, renovando nuestro interior e impulsándonos a ser testigos en medio de la realidad que nos corresponde vivir.