El Señor, nuestro Dios, es el único
Señor, y lo amarás
El Evangelio nos manifiesta la ley
fundamental de nuestra vida cristiana: el amor a Dios y el amor al prójimo.
Toda nuestra vida, cuando es realmente cristiana, está orientada hacia el amor.
Sólo el amor hace grande y fecunda nuestra existencia y nos garantiza la
salvación eterna.
Para los judíos, el primer mandamiento superaba infinitamente el segundo y se
practicaba por separado de él. Tenían un sentido muy profundo de la
trascendencia de Dios y de sus derechos. Jesucristo no niega el primer
mandamiento, pero inquieta y rebela a sus correligionarios por la forma con que
lo cumple: sirviendo al hombre.
Y si preguntamos a un cristiano ordinario: ¿Cuál es el gran mandamiento de
Cristo, su mandamiento nuevo? No nos responderá: el amor a Dios. Sino que nos
dirá: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Sin embargo, ese mandamiento no tiene
nada de nuevo; se encuentra ya en el Antiguo Testamento.
¿En qué consiste, entonces, la novedad que Jesús imprime a estos antiguos
mandamientos? Lo nuevo es que Cristo ha unido inseparablemente a estos dos
mandamientos: El amor verdadero a Dios es un amor verdadero al hombre. Y todo
amor auténtico al hombre es un amor auténtico a Dios.
Ésta es la gran novedad de la Encarnación. Ya no estamos divididos entre dos
amores. Ya no tenemos por qué quitarle al hombre un poco de nuestro tiempo, de
nuestro dinero, de nuestro corazón, para dárselo a Dios.
Dios no es un rival del hombre: Todo lo que se hace al más pequeño de los
hombres, se le hace al mismo Dios. Por la Encarnación, Dios se ha hecho hombre,
Dios se ha solidarizado con todos los hombres; Dios y el hombre son
inseparables. La novedad del Evangelio es la divinización del hombre y la
humanización de Dios.
Significa: la oración, el culto, el servicio a Dios no tienen ningún valor si
no expresan y alimentan una caridad auténtica, es decir, un servicio práctico y
directo al hombre. El signo en que se reconocerá que somos discípulos de Cristo
es que amamos a nuestros hermanos.
Lo que pasa es que el amor a Dios separado del amor al hombre se presta a
muchas ilusiones. Se puede creer en Dios y no amar a los hombres, como el
sacerdote y el levita de la parábola del Buen Samaritano. O como los fariseos
que creían servir a Dios cuando crucificaron a Jesús.
Recordemos también aquella palabra de San Juan: “El que dice que ama a Dios, a
quien no ve, sin amar a su hermano, a quien ve, es un mentiroso” (1 Jn 4,20).
O pensemos en aquella impresionante visión del juicio final en el Evangelio de
San Mateo.
El juicio final no se basará en la cantidad de nuestras comuniones, de nuestras
misas dominicales, de nuestras prácticas religiosas, sino en nuestra conducta
para con los hermanos. No seremos interrogados sobre lo que hemos hecho frente
a Dios, sino sobre lo que hemos hecho frente a los demás.
El juez divino va a decir: “En verdad os digo que cuando lo hicisteis con uno
de estos mis hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40).
San Agustín, en una de sus epístolas, habla muy claramente en el mismo sentido:
“La caridad fraterna es la única que distingue a los hijos de Dios de los hijos
del diablo. Pueden todos hacer la señal de la cruz, responder amén, hacerse
bautizar, entrar en la iglesia, edificar templos. Pero los hijos de Dios sólo
se distinguen de los del diablo por la caridad. Puedes tener todo lo que
quieras; si te falta el amor, de nada te vale todo lo demás.”
Los primeros cristianos se llamaban sencillamente hermanos. Tenían un solo
corazón y una sola alma, nos aseguran los Hechos de los Apóstoles. Hasta los
paganos exclamaban: “Mirad, como se aman”. Es el elogio mayor que se puede
hacer de una comunidad cristiana.
Pero no sé si los paganos de hoy pudieran decir lo mismo de todos los
cristianos. Sin embargo, el milagro que necesita nuestro tiempo, el milagro
para el cual nuestro mundo está abierto, es el milagro del amor y de la
fraternidad de los cristianos.
Queridos hermanos, que este milagro tan anhelado no fracase por falta o culpa
nuestra.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del
Padre Nicolás Schwizer
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
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