Nunca podremos captar todo el significado de una cosa si no la experimentamos, si no somos capaces de verla, de tocarla.
En otro tiempo Dios, que no tenía cuerpo ni figura, no podía de ningún modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver en la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de lo que he visto de Dios... con el rostro descubierto contemplamos la gloria del Señor (...) La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Es una fiesta para mis ojos, del mismo modo que el espectáculo del campo estimula mi corazón para dar gloria a Dios» (San Juan Damasceno, imag. 1, 16).
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Durante la comida de ayer, un amigo mío irlandés me comentaba que la primera vez que pasó calor en su vida fue en Salamanca, España. Era el mes de agosto y salió al campo árido de Castilla. El paisaje que descubrió nada tenía que ver con las lluviosas tardes de su querida isla irlandesa. Y fue ahí donde, por primera vez, entendió aquellas palabras de Cristo: Si alguno tiene sed, que venga a mí. Hasta el momento, aunque las había leído, no había entendido del todo.
Esta conversación me hizo recordar la noticia que leí hace poco sobre la publicación de la primera Biblia adaptada al lenguaje de los esquimales en Canadá. ¿Cómo explicar el término “Pastor” a los que nunca han visto una oveja? Tuvieron que buscar realidades que ellos entendieran para poder transmitirlo.
Así somos los seres humanos. Nunca podremos captar todo el significado de una cosa si no la experimentamos, si no somos capaces de verla, de tocarla. Por eso la Encarnación de Cristo fue, sin lugar a dudas, una revolución: Dios se hizo visible, de carne y hueso. Y cuando Él ascendió al cielo, no quiso desampararnos: nos dejó la Eucaristía y, en un segundo pero importante lugar, las imágenes, acercándonos más al misterio de Dios.
Si meditamos a fondo, creo que todos somos conscientes de que muchas de nuestros momentos más hermosos de diálogo con Dios han sido delante de una imagen. Así sucedió en la vida de los santos. Santa Teresa, por ejemplo, inició su conversión al ver una imagen de Cristo flagelado. San Francisco de Asís emprendió la fundación de los franciscanos ante un crucifijo dentro de una iglesia en ruinas. ¿Y tú?
El texto de San Juan Damasceno es una oda a la oración delante de una imagen: La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Y sí, tal vez nunca comprenderemos del todo quién es Dios, pero podemos intuirlo gracias a la contemplación de un crucifijo, llagado ahí por amor a mí; tal vez no alcancemos a darnos cuenta del maternal cuidado que María tiene si no la vemos en alguna de sus advocaciones. Y la lista sigue...
Hoy puede ser una buena oportunidad para acercarte a una de estas imágenes y, a través de ella, decirle a Dios: «¡Cuánto me has amado, Señor». Y terminar mi oración con un beso lleno de ternura. ¿A que así la oración no parece tan difícil.
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Durante la comida de ayer, un amigo mío irlandés me comentaba que la primera vez que pasó calor en su vida fue en Salamanca, España. Era el mes de agosto y salió al campo árido de Castilla. El paisaje que descubrió nada tenía que ver con las lluviosas tardes de su querida isla irlandesa. Y fue ahí donde, por primera vez, entendió aquellas palabras de Cristo: Si alguno tiene sed, que venga a mí. Hasta el momento, aunque las había leído, no había entendido del todo.
Esta conversación me hizo recordar la noticia que leí hace poco sobre la publicación de la primera Biblia adaptada al lenguaje de los esquimales en Canadá. ¿Cómo explicar el término “Pastor” a los que nunca han visto una oveja? Tuvieron que buscar realidades que ellos entendieran para poder transmitirlo.
Así somos los seres humanos. Nunca podremos captar todo el significado de una cosa si no la experimentamos, si no somos capaces de verla, de tocarla. Por eso la Encarnación de Cristo fue, sin lugar a dudas, una revolución: Dios se hizo visible, de carne y hueso. Y cuando Él ascendió al cielo, no quiso desampararnos: nos dejó la Eucaristía y, en un segundo pero importante lugar, las imágenes, acercándonos más al misterio de Dios.
Si meditamos a fondo, creo que todos somos conscientes de que muchas de nuestros momentos más hermosos de diálogo con Dios han sido delante de una imagen. Así sucedió en la vida de los santos. Santa Teresa, por ejemplo, inició su conversión al ver una imagen de Cristo flagelado. San Francisco de Asís emprendió la fundación de los franciscanos ante un crucifijo dentro de una iglesia en ruinas. ¿Y tú?
El texto de San Juan Damasceno es una oda a la oración delante de una imagen: La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Y sí, tal vez nunca comprenderemos del todo quién es Dios, pero podemos intuirlo gracias a la contemplación de un crucifijo, llagado ahí por amor a mí; tal vez no alcancemos a darnos cuenta del maternal cuidado que María tiene si no la vemos en alguna de sus advocaciones. Y la lista sigue...
Hoy puede ser una buena oportunidad para acercarte a una de estas imágenes y, a través de ella, decirle a Dios: «¡Cuánto me has amado, Señor». Y terminar mi oración con un beso lleno de ternura. ¿A que así la oración no parece tan difícil.
Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.
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