¿Por qué ahora? ¿Por qué a mí? Buscamos explicaciones y agarraderas. Llamamos al cielo y encontramos un silencio extraño, como si nuestra voz no fuera escuchada.
Ocurrió eso que tanto temíamos. Perdimos a un ser querido. Terminó una amistad que nos llenaba de gozo. Llegó la hora del despido. Se estropeó un aparato que tanto nos gustaba. Iniciaron los síntomas de una enfermedad que buscamos mantener lejos desde hace años.
Sentimos que Dios nos quita algo que llevamos muy dentro en el corazón. La tristeza nos invade, quizá incluso el abatimiento y la desesperanza.
¿Por qué ahora? ¿Por qué a mí? ¿Por qué de esta manera? Buscamos explicaciones y agarraderas. Llamamos al cielo y encontramos un silencio extraño, como si nuestra voz no fuera escuchada.
Nos falta esa mirada incisiva para reconocer que cuando Dios nos quita algo es para darnos algo mejor. No tenemos la fe madura con la que resulta posible reconocer que si termina una etapa de nuestra existencia es porque está empezando una nueva y mejor.
Parece una teoría hermosa, pero aceptarla en medio de las lágrimas, con el corazón destruido ante una despedida o una pérdida, cuesta. Cuesta, porque no acabamos de comprender la caducidad de la vida terrena. Cuesta, porque no hemos reconocido, seriamente, que Dios es Padre y que todo lo permite para nuestro bien. “Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio” (Rm 8,28).
Leo en la Escritura que “a quien ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Mas si quedáis sin corrección, cosa que todos reciben, señal de que sois bastardos y no hijos” (Hb 12,6-8). Pero a veces, ¡cuánto me cuesta dejarme purificar por Dios!
Llega el momento de levantar los ojos al cielo para descubrir qué es lo que Dios me ofrece ahora, tras una privación temida. Quizá desea, simplemente, que me parezca un poco más al Hijo que sufre y calla, por amor al Padre y a los hombres, en un madero. Entonces seré capaz de acoger con paz una pérdida que no es sino la otra cara de un gran regalo: el de vivir realmente como hijo...
Ocurrió eso que tanto temíamos. Perdimos a un ser querido. Terminó una amistad que nos llenaba de gozo. Llegó la hora del despido. Se estropeó un aparato que tanto nos gustaba. Iniciaron los síntomas de una enfermedad que buscamos mantener lejos desde hace años.
Sentimos que Dios nos quita algo que llevamos muy dentro en el corazón. La tristeza nos invade, quizá incluso el abatimiento y la desesperanza.
¿Por qué ahora? ¿Por qué a mí? ¿Por qué de esta manera? Buscamos explicaciones y agarraderas. Llamamos al cielo y encontramos un silencio extraño, como si nuestra voz no fuera escuchada.
Nos falta esa mirada incisiva para reconocer que cuando Dios nos quita algo es para darnos algo mejor. No tenemos la fe madura con la que resulta posible reconocer que si termina una etapa de nuestra existencia es porque está empezando una nueva y mejor.
Parece una teoría hermosa, pero aceptarla en medio de las lágrimas, con el corazón destruido ante una despedida o una pérdida, cuesta. Cuesta, porque no acabamos de comprender la caducidad de la vida terrena. Cuesta, porque no hemos reconocido, seriamente, que Dios es Padre y que todo lo permite para nuestro bien. “Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio” (Rm 8,28).
Leo en la Escritura que “a quien ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Mas si quedáis sin corrección, cosa que todos reciben, señal de que sois bastardos y no hijos” (Hb 12,6-8). Pero a veces, ¡cuánto me cuesta dejarme purificar por Dios!
Llega el momento de levantar los ojos al cielo para descubrir qué es lo que Dios me ofrece ahora, tras una privación temida. Quizá desea, simplemente, que me parezca un poco más al Hijo que sufre y calla, por amor al Padre y a los hombres, en un madero. Entonces seré capaz de acoger con paz una pérdida que no es sino la otra cara de un gran regalo: el de vivir realmente como hijo...
Autor: P. Fernando Pascual LC.
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