Allí descansó tu cuerpo sin vida, envuelto en blanco sudario. Allí te quedaste solo... solo, como se quedan los muertos.
Hoy es jueves, Señor, y como siempre vengo a estar un rato contigo. Tu eres alimento para los que tenemos hambre de ti, tu eres consejero para los que venimos en busca de luz en nuestro diario vivir, tu eres el amigo fiel, el que nunca traiciona, el que sabe esperar, el que sabe oír...tu lo sabes todo pero te gusta nuestra compañía y que te vengamos a decir nuestras cosas...
Y me quedo recordando... Tu, Jesús, estuviste acompañando a nuestro Papa Benedicto XVI, en su viaje a Tierra Santa en mayo de 2009, importante y cansado, pero lleno de frutos y sobre todo de esperanza. Esperanza en que la paz reine ya por siempre en esos lugares, en esa Tierra Santa.
Y vimos al Papa orar ante el Santo Sepulcro.
La tumba donde estuviste ya muerto, con tu carne llagada, golpeada, con tus pies y manos, ya sin clavos pero con profundas heridas, así como la del costado, tan honda , que te llegó hasta el corazón.
Allí descansó tu cuerpo sin vida, envuelto en blanco sudario que después hemos conocido como la Sábana Santa. Allí te quedaste solo... solo, como se quedan los muertos.
El sepulcro, aún sin estrenar, era de piedra igual que la enorme roca que tapó la entrada y hubo una guardia especial porque se podía pensar que los discípulos podrían llevarte a otro sitio.
Así nos lo cuenta, San Mateo: Pilato les dijo: Teneís una guardia. Id, aseguradlo como sabeís. Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia. (Mateo 27, 65-66)
Y San Lucas nos dice: El primer día de la semana, muy de mañana, llegaron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Pero encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro y entraron pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. No sabían que pensar de esto, cuando se presentaron ante ellas dos hombres con vestidos resplandecientes. Como ellas temiesen e inclinasen el rostro a tierra, les dijeron: ¿Por qué buscaís entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recordad como os habló cuando todos estaban en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado y al tercer día resucite. Y ellas recordaban sus palabras. (Lucas 24,1-8)
Después llegaron Pedro y Juan, pero.... tu ya no estabas.
Pedro miró el sepulcro vacío casi sin comprender... ya no estaba allí su Señor, su Maestro. Y así, más de dos mil años después, hemos visto al Papa Benedicto XVI, sucesor de Pedro, y al igual que él, estar frente a la tumba vacía, juntar sus manos, arrodillarse y lleno de emoción vibrar ante la certeza de esa Gran Verdad: ¡el sepulcro vacío, Cristo ya no está, porque Cristo resucitó!.
¡Esa es tu Verdad y esa es nuestra Verdad, Jesús!.
Tu resurrección es el fundamento de nuestra fe.... y hoy te quiero dar las gracias porque también nosotros, si seguimos tus pasos, resucitaremos después de morir, a una vida plena y eterna.
Sigamos viviendo en la alegría de la Pascua, en la resurrección de nuestro Salvador que ha vencido a la muerte.
¡Dios mío, Jesús, cuánto nos amas!
Hoy es jueves, Señor, y como siempre vengo a estar un rato contigo. Tu eres alimento para los que tenemos hambre de ti, tu eres consejero para los que venimos en busca de luz en nuestro diario vivir, tu eres el amigo fiel, el que nunca traiciona, el que sabe esperar, el que sabe oír...tu lo sabes todo pero te gusta nuestra compañía y que te vengamos a decir nuestras cosas...
Y me quedo recordando... Tu, Jesús, estuviste acompañando a nuestro Papa Benedicto XVI, en su viaje a Tierra Santa en mayo de 2009, importante y cansado, pero lleno de frutos y sobre todo de esperanza. Esperanza en que la paz reine ya por siempre en esos lugares, en esa Tierra Santa.
Y vimos al Papa orar ante el Santo Sepulcro.
La tumba donde estuviste ya muerto, con tu carne llagada, golpeada, con tus pies y manos, ya sin clavos pero con profundas heridas, así como la del costado, tan honda , que te llegó hasta el corazón.
Allí descansó tu cuerpo sin vida, envuelto en blanco sudario que después hemos conocido como la Sábana Santa. Allí te quedaste solo... solo, como se quedan los muertos.
El sepulcro, aún sin estrenar, era de piedra igual que la enorme roca que tapó la entrada y hubo una guardia especial porque se podía pensar que los discípulos podrían llevarte a otro sitio.
Así nos lo cuenta, San Mateo: Pilato les dijo: Teneís una guardia. Id, aseguradlo como sabeís. Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia. (Mateo 27, 65-66)
Y San Lucas nos dice: El primer día de la semana, muy de mañana, llegaron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Pero encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro y entraron pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. No sabían que pensar de esto, cuando se presentaron ante ellas dos hombres con vestidos resplandecientes. Como ellas temiesen e inclinasen el rostro a tierra, les dijeron: ¿Por qué buscaís entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recordad como os habló cuando todos estaban en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado y al tercer día resucite. Y ellas recordaban sus palabras. (Lucas 24,1-8)
Después llegaron Pedro y Juan, pero.... tu ya no estabas.
Pedro miró el sepulcro vacío casi sin comprender... ya no estaba allí su Señor, su Maestro. Y así, más de dos mil años después, hemos visto al Papa Benedicto XVI, sucesor de Pedro, y al igual que él, estar frente a la tumba vacía, juntar sus manos, arrodillarse y lleno de emoción vibrar ante la certeza de esa Gran Verdad: ¡el sepulcro vacío, Cristo ya no está, porque Cristo resucitó!.
¡Esa es tu Verdad y esa es nuestra Verdad, Jesús!.
Tu resurrección es el fundamento de nuestra fe.... y hoy te quiero dar las gracias porque también nosotros, si seguimos tus pasos, resucitaremos después de morir, a una vida plena y eterna.
Sigamos viviendo en la alegría de la Pascua, en la resurrección de nuestro Salvador que ha vencido a la muerte.
¡Dios mío, Jesús, cuánto nos amas!
Autor: Ma Esther de Ariño.
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