La alegría que la liturgia suscita en el corazón de los cristianos no está reservada solo a nosotros: es un anuncio profético destinado a toda la humanidad y de modo particular a los más pobres, en este caso a los más pobres en alegría. Pensemos en nuestros hermanos y hermanas que, (…) viven el drama de la guerra: ¿qué alegría pueden vivir? Pensemos en los numerosos enfermos y en las personas solas que, además de experimentar sufrimientos físicos, sufren también en el espíritu, porque a menudo se sienten abandonados: ¿cómo compartir con ellos la alegría sin faltarles al respeto en su sufrimiento? Pero pensemos también en quienes han perdido el sentido de la verdadera alegría, especialmente si son jóvenes, y la buscan en vano donde es imposible encontrarla: en la carrera exasperada hacia la autoafirmación y el éxito, en las falsas diversiones, en el consumismo, en los momentos de embriaguez, en los paraísos artificiales de la droga y de cualquier otra forma de alienación.
Como en tiempos del profeta Sofonías, la palabra del Señor se dirige de modo privilegiado precisamente a quienes soportan pruebas, a los "heridos de la vida y huérfanos de alegría". La invitación a la alegría no es un mensaje alienante, ni un estéril paliativo, sino más bien una profecía de salvación, una llamada a un rescate que parte de la renovación interior. (Benedicto XVI, ángelus, 17 de diciembre de 2006) Cuando la belleza y la verdad de Cristo conquistan nuestros corazones, experimentamos la alegría de ser sus discípulos. (Benedicto XVI, Lunes 18 de mayo de 2009)
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