Todos hemos visto, cómo cuando llueve intensamente, el cauce de los ríos se desborda de tal modo, que arrasa con todo lo que hay en las orillas. Eso que aparentemente y en muchos casos puede ser una tragedia, a la larga es beneficioso, pues sabemos que no solamente limpia las orillas, sino que incluso, al final, el río queda más ancho, se ensancha el cauce e incluso se ensancha el valle que acoge a ese río. Y como la lluvia intensa ha sido para la tierra, así ha sido la Semana Santa para los cristianos y para su corazón; una intensidad de gestos, de palabras, de acontecimientos divinos, que debían ensancharnos el cauce de nuestra alma y dejar que haya una comprensión mayor de la misericordia de Dios.
Hemos pasado esa Semana Santa tan intensa y todos deberíamos preguntarnos si nuestro corazón y nuestra alma han quedado más anchas, han quedado más grandes, con motivo de haber sido testigos de la misericordia de Dios con los hombres.
Y ahora, vemos como Jesús se aparece a sus discípulos, que tenían las puertas cerradas por miedo a los judíos, e inmediatamente les transmite ese “Paz a vosotros”, ese mensaje de la resurrección: “No tengáis miedo, porque sí, yo he vencido a la muerte, he vencido todos vuestros miedos”. En muchos lugares, éste gesto se vincula a la misericordia divina, porque ocho días después seguimos asombrados, seguimos anonadados, de ver el interés tan grande que tiene Dios en el hombre, porque la mente de Dios no es nuestra mente, y a veces nos pensamos que somos nosotros los que vamos buscando a Dios por la vida, y es todo lo contrario. Es Dios el que busca al hombre, es Dios el que sale a nuestro encuentro para vestirnos un traje de paz, un traje de belleza, de serenidad, y por eso, Jesucristo, ocho días después, se aparece a los discípulos y les dice: “No tengáis miedo, paz a vosotros, mirad mis llagas, mirad mis manos, meted la mano en el costado y no seáis incrédulos sino creyentes
A la mente de todos, viene esa poesía del siglo de oro español: “Qué tengo yo que mi amistad procuras, qué interés se te sigue Jesús mío, que a mi puerta cubierto de rocío, pasas las noches del invierno oscuras”. Todos nos preguntamos por qué el Señor ha sido tan bueno, por qué tiene ese interés en decirme tantas cosas. Y frente al interés divino, el misterio de la fragilidad humana, ante el cual, en el fondo, tenemos que reconocer que no nos interesa Dios, que incluso podríamos decir que tanto Dios nos cansa, nos aburre, porque no nos damos cuenta que Dios quiere nuestro beneficio, cómo un padre quiere el beneficio de sus hijos. Esa es la gloria de Dios: nuestra propia gloria, nuestro bienestar, que seamos sanados de nuestras heridas, que nos queramos de verdad, que seamos hombres completos.
Así, Cristo resucitado, pasados unos días dela Semana Santa y unos días de la Pascua , te vuelve a decir: “No seas incrédulo, sino creyente, no dudes de mí, que me he puesto a tus pies en el Jueves Santo y te he lavado, he promulgado para tí un mandamiento del amor que te va a llevar a la plenitud, me he dejado escupir por tí, me he dejado abofetear y clavar en la cruz, todo por tí, porque nadie te ama como yo”.
En un mundo en el que todo el mundo busca ser amado por alguien, el grito de Dios: “Tengo sed de tí, te necesito, te deseo, quiero solamente tu bien”, es un grito que todavía tiene que resonar en nuestro corazón. Pero no huyamos del Señor, que no nos resulte incómodo. No hagamos como el apóstol Tomás: si no tenemos pruebas evidentes que se amolden a nuestros conceptos, a nuestros esquemas mentales, nos atrevemos a dudar del amor de Dios por nosotros. Así, Jesús dice: “Dichosos los que creen sin haber visto”. No tenemos por qué pedirle a Dios pruebas, no tenemos por qué pedirle evidencias, nos deben bastar las huellas que ha dejado en la historia de la humanidad y en nuestra propia historia, para comprender o intentar aceptar el amor tan grande que tiene por nosotros.
Hemos pasado esa Semana Santa tan intensa y todos deberíamos preguntarnos si nuestro corazón y nuestra alma han quedado más anchas, han quedado más grandes, con motivo de haber sido testigos de la misericordia de Dios con los hombres.
Y ahora, vemos como Jesús se aparece a sus discípulos, que tenían las puertas cerradas por miedo a los judíos, e inmediatamente les transmite ese “Paz a vosotros”, ese mensaje de la resurrección: “No tengáis miedo, porque sí, yo he vencido a la muerte, he vencido todos vuestros miedos”. En muchos lugares, éste gesto se vincula a la misericordia divina, porque ocho días después seguimos asombrados, seguimos anonadados, de ver el interés tan grande que tiene Dios en el hombre, porque la mente de Dios no es nuestra mente, y a veces nos pensamos que somos nosotros los que vamos buscando a Dios por la vida, y es todo lo contrario. Es Dios el que busca al hombre, es Dios el que sale a nuestro encuentro para vestirnos un traje de paz, un traje de belleza, de serenidad, y por eso, Jesucristo, ocho días después, se aparece a los discípulos y les dice: “No tengáis miedo, paz a vosotros, mirad mis llagas, mirad mis manos, meted la mano en el costado y no seáis incrédulos sino creyentes
A la mente de todos, viene esa poesía del siglo de oro español: “Qué tengo yo que mi amistad procuras, qué interés se te sigue Jesús mío, que a mi puerta cubierto de rocío, pasas las noches del invierno oscuras”. Todos nos preguntamos por qué el Señor ha sido tan bueno, por qué tiene ese interés en decirme tantas cosas. Y frente al interés divino, el misterio de la fragilidad humana, ante el cual, en el fondo, tenemos que reconocer que no nos interesa Dios, que incluso podríamos decir que tanto Dios nos cansa, nos aburre, porque no nos damos cuenta que Dios quiere nuestro beneficio, cómo un padre quiere el beneficio de sus hijos. Esa es la gloria de Dios: nuestra propia gloria, nuestro bienestar, que seamos sanados de nuestras heridas, que nos queramos de verdad, que seamos hombres completos.
Así, Cristo resucitado, pasados unos días de
En un mundo en el que todo el mundo busca ser amado por alguien, el grito de Dios: “Tengo sed de tí, te necesito, te deseo, quiero solamente tu bien”, es un grito que todavía tiene que resonar en nuestro corazón. Pero no huyamos del Señor, que no nos resulte incómodo. No hagamos como el apóstol Tomás: si no tenemos pruebas evidentes que se amolden a nuestros conceptos, a nuestros esquemas mentales, nos atrevemos a dudar del amor de Dios por nosotros. Así, Jesús dice: “Dichosos los que creen sin haber visto”. No tenemos por qué pedirle a Dios pruebas, no tenemos por qué pedirle evidencias, nos deben bastar las huellas que ha dejado en la historia de la humanidad y en nuestra propia historia, para comprender o intentar aceptar el amor tan grande que tiene por nosotros.
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