"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)
domingo, 5 de mayo de 2013
CON TODO MI CARIÑO Y ADMIRACIÓN
Felipe, el que se fió de Cristo
No
le pide explicaciones; no le pregunta qué significa aquello de seguirle, no le
pide tiempo para pensárselo.
Felipe
el Apóstol, distinto del diácono Felipe (Hc 2,18), nació en Betsaida (Jn 1,44).
Sabemos que Cristo le llama a su seguimiento y él a su vez acerca a Cristo a
Natanael o Bartolomé (Jn 1,45), asegurándole que han encontrado al que
anunciaban los profetas y animándole a ir a su busca (Jn 1,46). Encontramos a
Felipe como interlocutor de Cristo en la multiplicación de los panes (Jn
6,5-7), añadiendo el Evangelio que lo hacía para probarle. Se presenta como
portavoz de unos griegos que deseaban ver a Jesús (Jn 12,20-22). A él se dirige
Jesús invitándole a reconocer al Padre en el Hijo hecho hombre (Jn 14,8-11).
Nos presentan a Felipe como evangelizador de Escitia y sitúan su tumba en
Hierápolis de Frigia (Turquia). Sus reliquias fueron trasladadas, junto con las
del Apóstol Santiago, a Roma, donde reposan en la basílica de los dos Doce Apóstoles
Celebramos su fiesta el 3 de Mayo.
Vamos a contemplar en la figura de Felipe especialmente un aspecto que se
repite a lo largo de su contacto con el Maestro varias veces: Felipe es un
hombre que se fía de Cristo.
En los Evangelios la confianza en Dios se convierte desde el principio, tanto
en una condición para seguir a Cristo como en una necesidad de cara a los
milagros que Jesús hace. Con la fe se puede todo: se echan demonios, se
devuelve la vista a los ciegos o la salud a los leprosos, se trasladan montes o
árboles. Es impensable la relación con Cristo de los Apóstoles y de los
Discípulos sin fe. Incluso podemos afirmar que la traición de Judas se empezó a
gestar por culpa de su falta de fe en Jesús. El mismo Jesús enseña que sin fe
no se puede agradar a Dios. Así en las diatribas a los fariseos les acusa de
descuidar la fe (Mt 23,23). Pone la fe como condición para no perecer (Jn
3,16). La fe es también el camino seguro hacia la vida eterna (Jn 6,35-40). Y
proclama dichosos a quienes sin ver crean (Jn 20, 24-29).
Para un cristiano la esencia de la confianza en Dios es contemplar en
Jesucristo al Mesías, al Esperado de las Naciones, al Hijo de Dios que viene a
salvarnos, que viene a guiarnos, que viene a enseñarnos, convirtiéndose así en
"camino, verdad y vida". En esta confianza en Dios entra también la
Iglesia, divina y humana, instrumento de salvación y certeza de los bienes
futuros. Y entra también la Persona del Papa, Vicario de Cristo, Maestro de
nuestra fe y Pastor de nuestros corazones. Fiarse de Dios es, pues, entregarse
a Dios sin condiciones, sin exigencias, sin reticencias, en la certeza de que
él es lo mejor que tenemos, El único que no nos puede fallar, la Verdad que nos
puede guiar en la confusión de la vida. Fiarse de Dios es poner a su servicio
nuestra inteligencia y nuestra libertad sin pedirle pruebas. Fiarse de Dios es
creer de veras en el que tanto nos ama.
En la vida de Felipe hay varios momentos en los que tiene que vivir la
confianza a tope, es decir, fiarse de Cristo. A todo Apóstol, llamado por
Cristo, se le exige de una forma radical fiarse de su Maestro. Es verdad que
Cristo realizó grandes signos ante sus Apóstoles, como echar demonios,
resucitar muertos, devolver la vista a los ciegos o la salud a los leprosos, pero
indudablemente la confianza en él estaba más allá de estas cosas, porque la
confianza no es asombro, sino entrega incondicional. Se puede en la vida
admirar, pero no amar. Se puede en la vida asombrarse ante un gesto de alguien,
pero ello no significa decisión de seguirlo. Se pude en la vida quedarse
anonadado ante un líder, pero ello no lleva a dar la vida por él sin más. Vamos
a recorrer esos momentos en que Felipe se fía de Cristo.
Sígueme
(Jn 1,43). Es una de las pocas veces que Cristo, en el momento de llamar a sus
Apóstoles, se dirige a uno de ellos con esta palabra. Nada sabíamos hasta ese
momento de Felipe: ¿Quién era? ¿Quién le había acercado a Cristo? ¿Qué sabía él
de Cristo? El caso es que Felipe escucha aquella invitación y a continuación él
mismo acerca a Natanael a Cristo anunciándole que él es el Mesías de quien
había hablado Moisés. En el comportamiento de Felipe percibimos e intuimos que
se fía plenamente de Cristo. No le pide explicaciones; no le pregunta qué
significa aquello de seguirle, no le pide tiempo para pensárselo. Simplemente
la personalidad de Cristo le cautiva de tal manera que él se entrega sin más.
Allí comienza una vida de fidelidad, con sus altibajos, hasta ese momento
culminante en que da la vida por el Maestro.
¿Dónde nos
procuraremos panes para que coman éstos? (Jn 6,5-7). Nos
encontramos ante una escena bellísima. Cristo se da cuenta de que le estaba
siguiendo mucha gente y quiere ayudarles, no sólo espiritualmente, sino también
materialmente. Se dirige a Felipe sin más y le hace la pregunta citada. El
Evangelio dice intencionadamente que lo hace para probarle, porque él sabía lo
que iba a hacer. El bueno de Felipe le hace un cálculo humano correcto: Doscientos denarios de pan no bastan
para que cada uno tome un poco. Después viene el milagro.
Detengámonos un momento realmente en lo que Cristo pretende con Felipe al
hacerle aquella pregunta. Jesús quiere fortalecer la confianza absoluta de
Felipe y por ello, a través de aquel milagro, le va a enseñar que él se debe
fiar siempre de su Maestro, aunque las dificultades parezcan insalvables. Sin
duda, tras el milagro, Felipe se dio cuenta de que en toda ocasión y
circunstancia había que fiarse de Jesús. Así la fe de Felipe en Jesús maduró un
poco más.
Señor, muéstranos al
Padre y nos basta (Jn 14,8-9). Es como un arrebato de
Felipe que escucha emocionado las tiernas palabras de Cristo sobre el Padre. Y
Cristo le responde: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces,
Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos
al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Otra vez
una invitación a la confianza plena. Es como si le dijera: "Cree en todo
lo que te digo y enseño". El misterio de Dios sólo puede entrar en la mente
humana a través de la fe, y por eso Cristo le está pidiendo que crea en las
verdades que enseña agarrándose de la fe. Ese va a ser el medio con el que
Felipe va a contar para recorrer el difícil camino de la vida, especialmente
cuando muy pronto vaya a vivir el drama de la pasión y su fe se achique ante la
muerte del Maestro.
Para nosotros cristianos, seguidores de Cristo, que arrastramos ya una historia
de la Iglesia en la que se ha visto tan claramente la mano de Dios, es
imperdonable el no fiarnos de Dios. Es realmente maravilloso el constatar cómo
las puertas del mal no han prevalecido contra la Iglesia de Cristo. Y es que al
cristiano de hoy le siguen alentando aquellas palabras de Jesús: Y he aquí que yo estoy con vosotros
todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20). Ante esta
realidad, vamos a reflexionar qué implica para nosotros, hombres, este fiarnos
de Cristo y las dificultades que encontramos a veces para ello.
Fiarnos de Dios para nosotros es, ante todo, doblegar nuestra mente con la humildad
ante el que nos supera plenamente. Los hombres de hoy le damos excesiva
importancia a nuestra razón. Exigimos que la razón sea la norma de la verdad.
No somos conscientes de cómo nuestra razón puede estar tocada por el
subjetivismo o el relativismo. Al vivir en un mundo tremendamente pragmático y
empírico queremos que todo pase por la razón, incluso Dios. No somos
conscientes de que Dios nos supera absolutamente y que, por tanto, no puede
caber su infinitud en nuestra finitud. Sería como querer meter el mar en una
pequeña charca. Por eso, una de las realidades que en la vida cotidiana
embellece más a la razón es reconocer su propia pequeñez y sus limitaciones.
Precisamente en la fe puede encontrar la razón las certezas, las seguridades,
el conocimiento que por sí misma no puede alcanzar. La humildad de la razón se
llama lucha contra el racionalismo, el orgullo y la vanidad; y se manifiesta en
la sencillez, en la conciencia de sus propias limitaciones y en la paz del que
se fía en alguien que es más grande que ella, porque la ha creado.
Fiarnos de Dios para nosotros es, también, aprender a ver su amor y su
presencia en las circunstancias de la vida, tanto favorables como adversas; es
poner más nuestra confianza en él que en nuestros esfuerzos; es esperarlo más
todo de él que de los demás. Es confiar en su Providencia que no permite que se
nos caiga un pelo de la cabeza sin su consentimiento. Muchas veces los
cristianos damos la impresión de que, confiando en Él, tenemos miedo a que Dios
se distraiga, no se entere, no nos eche una mano. Y tendríamos que hacer ver a
los demás que la confianza en Dios está muy encima de nuestras seguridades
personales. Da mucha paz al corazón del hombre que lucha todos los días por
sacar un hogar adelante, por educar a los hijos, por mantenerse en el camino
correcto la certeza de un Dios Padre que le acompaña, que siente con él, que le
protege. Esta certeza es la confianza auténtica.
Fiarnos de Dios para nosotros es, finalmente, erradicar de cara al futuro esa
ansiedad que nos lleva con frecuencia a olvidarnos de Dios y a poner nuestro
corazón y nuestras fuerzas en objetivos que consideramos fundamentales para
nuestra vida. A veces constatamos que el corazón es prisionero de la ansiedad,
que vivimos desasosegados, que no tenemos tiempo para pensar en las verdades
esenciales de la vida. No se trata de vivir el reto del futuro con
inconciencia, sino más bien de encontrar respuestas para este futuro en el
Corazón de Dios, no dejando de luchar al mismo tiempo por lo inmediato. El
problema se agudiza cuando el futuro nos atormenta como si todo dependiera de
uno mismo o de las circunstancias. Un cristiano no puede vivir en esa dinámica.
Para algo nos fiamos de Dios, sabiendo al mismo tiempo que Dios nos apremia,
nos exige, nos anima a luchar. Todo esto se podría aplicar al campo de la
propia santidad, de la familia, de la vida profesional, de los retos
personales. Impresiona en la vida de los Apóstoles como se lanzaron a un futuro
incierto, solamente confiados en la Palabra de Aquél que los invitaba a
seguirle. )¿e qué iban a vivir? ¿Y sus familias? ¿Y su futuro? ¿Y si fallaba el
plan?
Autor: P Juan Ferrán LC.
sábado, 4 de mayo de 2013
Para rezar...un cirio encendido
Arroja
fuera de ti las preocupaciones, aparta de ti tus inquietudes. Dedícate un rato
a Dios y descansa un momento en su presencia.
Esta
es mi rutina todas las mañanas al comenzar la meditación: Entro a mi habitación,
cierro la puerta y las persianas, apago las luces, enciendo un cirio, lo pongo
frente al crucifijo, me arrodillo o me siento, y en un ambiente de completo
silencio voy a la profundidad del corazón: "Cuando ores, entra en tu
alcoba, y cerrada tu puerta ora a tu Padre que está en lo secreto." Mt 6,6
Busco la calma, callo todo aquello que no me lleva al encuentro conmigo mismo y
con Dios. El silencio es la frecuencia para el encuentro con Dios. Debe reinar
el silencio para escuchar a Dios, sobre todo silencio en el corazón. El
silencio requerido para la meditación debe ser no sólo de ruidos exteriores,
también y sobre todo de los ruidos interiores que provocan la imaginación, la
memoria y las emociones.
Para este momento San Anselmo escribe: "Ea, hombrecillo, deja un momento
tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de
tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de
ti tus inquietudes trabajosas. Dedícate algún rato a Dios y descansa siquiera
un momento en su presencia. Entra en el aposento de tu alma; excluye todo,
excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las
puertas, ve en pos de él." (San Anselmo)
Jesús buscó siempre el silencio. El silencio del corazón de María el día de la
anunciación, el silencio de la cueva de Belén, el silencio de la casita humilde
en Nazaret, el silencio del desierto al comenzar la vida pública, el silencio
de las noches de oración, el silencio del huerto de los olivos, el silencio de
la cruz, del sábado santo y de la resurrección. Hoy está en el silencio del
Sagrario y te espera en el silencio de tu corazón. Quiere que en él encuentres
un silencio sonoro: la irrupción del mismo Espíritu que se hizo presente en la
comunidad de los apóstoles y se posó sobre cada uno de ellos cuando estaban en
oración (Hechos 1,14; 2,1)
El silencio es la puerta de acceso al corazón. El silencio y la soledad son
preparación para el encuentro con Dios; el encuentro con Dios es comunión y
plenitud. Primero es ausencia de interferencias, luego es el ambiente propicio
para la escucha, luego la unión de corazones: un silencio fascinante, fecundo,
revelador.
Veo con toda calma la llama del cirio: humilde, serena, ardiente, luminosa.
Cierro los ojos y con la mirada interior, la de la fe, traigo a la memoria la
llama que el Espíritu Santo encendió en lo más profundo de mi corazón el día de
mi Bautismo. Esa llama que arde en lo más profundo de mi ser es la presencia de
Dios vivo. "¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios
habita en vosotros?" 1 Cor 3,16
"Di, pues, alma mía, di a Dios: -Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu
rostro.- Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte,
dónde y cómo encontrarte." (San Anselmo)
El silencio ahora es atención amorosa a la presencia oculta de Dios en el
corazón: "Olvido de lo creado, memoria del Creador, atención a lo
interior, estarse amando al amado." (Suma de perfección, San Juan de la
Cruz) Ya en la presencia de Dios, permaneces en sus brazos: "callado y
tranquilo, como un niño recién amamantado en brazos de su madre." (Sal
131) Y entonces te quedas envuelto en la presencia de Aquél en quien
"vivimos, nos movemos y existimos" (He 17, 28)
Autor: P. Evaristo Sada LC.
viernes, 3 de mayo de 2013
Con María, y una barca que se aleja
Cuando
sientas que las olas del dolor, de la cruz... o cualquier otra, te separe del
Maestro, corre con tu corazón a los pies de María.
Leo
el Evangelio según San Marcos (6,30-34).
Lo leo, Madrecita, refugiada en tu Corazón, pues por experiencia he aprendido
que es el mejor sitio para escuchar a tu Hijo, para aprender sus enseñanzas y
sacar el mayor fruto en mi propia vida.
Así pues, mirando tu pequeña imagen de Luján, el corazón se va a aquella casa,
donde Jesús está con sus discípulos y "los que iban y venían eran muchos y
no les quedaba tiempo ni para comer"...
Me acompañas, dulce Madre, me tomas de la mano y me sientas muy cerquita del
Maestro, para escuchar su Palabra...
Cada palabra, cada mirada de Él, es bálsamo exquisito para mi alma dolorida. En
un momento, al ver tanta gente, Jesús les dice a los discípulos: "Venid
también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco". Se
despide de nosotras y se aleja.
- ¿Adónde va, Madre? ¿Podemos seguirle?
Me tomas de la mano y me conduces a la orilla del lago, justo a tiempo para ver
al Maestro y los discípulos subir a una barca y alejarse. Una honda pena me
llena el alma. Jesús se aleja... se va... o lo que es peor, no puedo seguirle.
Y las olas del lago marcan la distancia con acompasado canto en la orilla.
- Madre ¿Qué hago ahora?
- Aprende, hija, aprende.
Mira las aguas ¿Qué ves?
Sin comprenderte aun y sin pensar un poco más allá de lo que tengo a la vista,
te digo sorprendida:
- Pues... agua, Madre... el agua es... solo agua...
- No si la miras con el
alma, hija. Vamos, atrévete, te sorprenderás.
Y de tu mano dejo a mi alma mirar con sus ojos. Y el agua ya no es agua. Las
olas no son olas, sino que son... son todos mis miedos, mis olvidos, mis
excusas, mis pecados. Todo lo que no me permite seguir a Jesús por donde va. Y
mi alma gime en una pregunta:
- Madre ¿Qué hago? ¿Cómo paso por encima de todo esto? ¿Cómo torno en puente
estas aguas turbulentas?
Me abrazas suavemente y me acaricias el cabello. Siente mi corazón inmensa paz.
Siente mi alma que aun no se acabaron los caminos.
- No es un puente el único
camino para llegar, hija. Además, en la barca se van las herramientas que
necesitas para construirlo. No, no puedes hacer un puente.
- ¿No hay esperanza, entonces, Madre?
- Siempre la hay, querida
hija, siempre...Mira a tu alrededor.
Allí noto que "les vieron marcharse y muchos cayeron en cuenta; y fueron
allá corriendo, a pie, de todas las ciudades y llegaron antes que ellos"
- ¿Rodear el lago, Madre? ¿Ir por tierra siguiendo al que va por las aguas?
¿Cómo llegaré? Es demasiado lejos... no podré, Maria, lo siento...
- ¡Vaya, que pronto bajas
los brazos!
- Es... que conozco mis fuerzas y sé que no podré.
- Bien dices, hija. Conoces
"tus" fuerzas, pero ¡Te aseguro que desconoces las mías!
- No te comprendo, Madre.
Y estiras tu mano segura hacia la mía, vacilante. Tu mano es segura, brillante,
purísima ¿Cómo negarme a tomarla? Y la aprieto con todas mis fuerzas.
- ¿Lista?-me
dices sonriente- Prepárate,
hija mía, prepara tu alma para el milagro.
Y, antes que alguna pregunta turbase tan delicado momento, comienzas a correr
por la orilla. Me llevas. Siento los pies ágiles y el corazón liviano. Conoces
todos los atajos, todos los secretos del camino. La gente corre a esperar a
Jesús y noto que, de tu Mano, voy más rápido. Y compruebo que eres el camino
más corto, perfecto, fácil y seguro para llegar a Jesucristo.
Estamos a pocos metros de la barca. Jesús nos ve llegar. Tu, espléndida, yo,
jadeante, asombrada, feliz... Las demás personas nos miran con asombro pues no
comprenden cómo hemos llegado antes que ellos.
Recupero el aliento mientras Jesús se nos acerca.
Te abraza. Le hablas de mí. El Maestro me mira y se compadece.
Las palabras se me han volado... no hacen falta. Él conoce bien cada dolor,
cada espina de mi corazón, cada pecado cometido.
El Maestro, entonces, se dispone a enseñarnos.
Te sientas a mi lado, Madre, y das a mi alma el mejor de los consejos, el que
repites a cada devoto tuyo: "Haz todo lo que Él te diga"
El alma se va serenando. Apoyo mi cabeza en tu hombro mientras le escucho.
Cuando Jesús hace unos segundos de silencio, tú te apresuras a explicarme lo
que no entendí.
Ya cae la noche, el sol se ha escondido por completo en la ventana de la
parroquia. Ya no estoy sentada a la orilla del lago sino en el banco... pero
aún siento Tu Mano entre las mías... Al mirarlas, veo con alegría que aun
sostienen el Rosario, rezado antes de Misa...
Te había pedido abrazar al Maestro cuando terminase de hablar, pero temí no
poder hacerlo por tanta gente que había a su alrededor. Pero recordé tus
palabras: "¡Tu no conoces mis fuerzas!". Y me diste el regalo del
abrazo con Jesús. No a la orilla del lago, sino en la Eucaristía. Un abrazo de
Corazón a corazón. Un abrazo lleno de palabras, de lágrimas, de caricias, de
alivio para el alma.
Ahora sé que muchas veces sentiré que Jesús se aleja y unas olas de dolor, de
olvido y hasta de pereza intentarán separarme de Él. Sé, Madre, que entonces
deberé tomar tu Mano y correr contigo, porque Tú conoces todos los caminos para
llegar a Él... todos los atajos, todos los secretos.
Amigo mío, amiga mía que lees este sencillo relato. Cuando sientas que las olas
del dolor, del olvido, la indiferencia... o cualquier otra, te separe del
Maestro, corre con tu corazón a los pies de María. Pídele te dé su Mano para
seguir a Jesús. Ella es el camino más corto, fácil, seguro y perfecto para
llegar al más ansiado de los destinos: El Corazón de Jesús.
Autor: Ma. Susana Ratero.
jueves, 2 de mayo de 2013
MI NUEVO BLOG
El
propietario de este blog ha creado otro nuevo blog con el nombre:
EL RINCÓN DE MANOLO
Para ir al mismo sigan este enlace:
UNA PEQUEÑA VITA DEL MISMO
¡¡¡LES ESPERO!!!
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ESTE BLOG CONTINUARA EXISTIENDO
¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
No
te cansas, no abandonas, no te rindes. Porque quieres que te abramos y puedas
entrar para entregarnos tu Corazón lleno de amor.
Una
vez más estoy ante ti, Señor, Jesús Sacramentado. Ante el milagro y misterio de
tu gran amor por todos los seres de este mundo sin distinción de clases
sociales, de colores, razas y credos.
Tu amor abarca a todas las criaturas, santos y pecadores.... ¡Qué misterio tan
profundo y qué poco pensamos en él!.
Con ese amor, con ese deseo de ser correspondido, llamas a nuestra puerta, a la
puerta de nuestro corazón para que te abramos, y llamas siempre a lo largo de
todo el día, en todos los instantes, en los momentos que menos podemos
imaginar... siempre llamas, siempre estás. No te cansas, no abandonas, no te
rindes. Porque lo único que persigues es que te abramos y puedas entrar para
entregarnos tu Corazón lleno de amor.
¿Y qué nos pasa?. Tal vez tenemos miedo de que si te "dejamos entrar"
nos vas a pedir que cambiemos nuestro modo de vivir, que nos apartemos de esa
persona que...., que dejemos ese rencor que hasta nos parece que lo necesitamos
para así, no perdonar..., que nos vas a "obligar" a cosas que... ¡nos
cuestan tanto!
Somos cobardes, Jesús, cobardes y acomodaticios. Tal vez nos asusta ese amor
tuyo tan inmenso, tan desbordado, tan auténtico, ¡tan loco, casi diría yo,
porque entregaste tu vida y te quedaste encerrado en ese "trocito de pan y
en ese vino" para ser nuestro alimento!. El Papa Juan Pablo II nos decía
siempre: "¡No tengaís
miedo, abirdle las puertas a Cristo!".
Y pensando en estas cosas, ahora que estoy frente a Ti, mi Señor, voy
recordando las palabras del gran poeta Lope De Vega, en su verso que hace que
el corazón duela porque habla de nuestra ingratitud para ese tu gran AMOR, por
todos,...por mi.
Deja que te lo diga, Señor, de rodillas y con el corazón contrito porque esas
palabras son mi verdad....
"Qué tengo yo, que mi
amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue,
Jesús mío
que a mi puerta, cubierto de
rocío
pasas las noches del
invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis
entrañas duras,
pues no te abrí!
¡Qué extraño desvarío si de
mi ingratitud el hielo frío secó las llagas de tus plantas puras!
Cuántas veces el ángel me
decía:
"Alma, asómate ahora a
la ventana;
verás con cuánto amor llamar
porfía"
Y cuántas, hermosura
soberana,
"Mañana le
abriremos", respondía
para lo mismo responder
mañana!".
Si, Jesús, "mañana"... porque hoy estoy muy ocupada...
Porque hoy ... así como que "no me late".
Porque... no se lo que me vas a pedir...
Porque la verdad es que me asusta un poco ese TU AMOR POR MI y yo ...no se
querer así...
Bueno...tal vez mañana... si, mañana si.
Autor: Ma. Esther De Ariño.
miércoles, 1 de mayo de 2013
San José, hombre de trabajo
Fiesta
de San José Obrero. Todos los trabajadores están invitados hoy a mirar el
ejemplo de este "hombre justo"..
"Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al
Señor... Servid a Cristo Señor" ( Col 3, 23 s.).
¿Cómo no ver en estas palabras de la liturgia de hoy el programa y la síntesis
de toda la existencia de San José, cuyo testimonio de generosa dedicación al
trabajo propone la Iglesia a nuestra reflexión en este primer día de mayo? San
José, "hombre justo", pasó gran parte de su vida trabajando junto al
banco de carpintero, en un humilde pueblo de Palestina. Una existencia
aparentemente igual que la de muchos otros hombres de su tiempo, comprometidos,
como él, en el mismo duro trabajo. Y, sin embargo, una existencia tan singular
y digna de admiración, que llevó a la Iglesia a proponerla como modelo ejemplar
para todos los trabajadores del mundo.
¿Cuál es la razón de esta distinción? No resulta difícil reconocerla. Está en
la orientación a Cristo, que sostuvo toda la fatiga de San José. La presencia
en la casa de Nazaret del Verbo Encarnado, Hijo de Dios e Hijo de su esposa
María, ofrecía a José el cotidiano por qué de volver a inclinarse sobre el
banco de trabajo, a fin de sacar de su fatiga el sustento necesario para la
familia. Realmente "todo lo que hizo", José lo hizo "para el
Señor", y lo hizo "de corazón".
Todos los trabajadores están invitados hoy a mirar el ejemplo de este
"hombre justo". La experiencia singular de San José se refleja, de
algún modo, en la vida de cada uno de ellos. Efectivamente, por muy diverso que
sea el trabajo a que se dedican, su actividad tiende siempre a satisfacer alguna
necesidad humana, está orientada a servir al hombre. Por otra parte, el
creyente sabe bien que Cristo ha querido ocultarse en todo ser humano,
afirmando explícitamente que "todo lo que se hace por un hermano, incluso
pequeño, es como si se le hiciese a Él mismo" (cf. Mt 25, 40). Por lo
tanto, en todo trabajo es posible servir a Cristo, cumpliendo la recomendación
de San Pablo e imitando el ejemplo de San José, custodio y servidor del Hijo de
Dios.
Al dirigir hoy, primer día de mayo, un saludo cordialísimo a todos vosotros,
(...), mi pensamiento va con todo afecto especialmente a los trabajadores
presentes y, mediante ellos, a todos los trabajadores del mundo, exhortándoles
a tomar renovada conciencia de la dignidad que les es propia: con su fatiga sirven
a los hermanos: sirven al hombre y, en el hombre, a Cristo. Que San José les
ayude a ver el trabajo en esta perspectiva, para valorar toda su nobleza y para
que nunca les falten motivaciones fuertes a las que pueden recurrir en los
momentos difíciles.
MAYO, MES CONSAGRADO A
LA VIRGEN
Hoy comienza el mes que la piedad popular ha consagrado de modo especial al
culto de la Virgen María. Al hablar de San José y de la casa de Nazaret, el
pensamiento se dirige espontáneamente a Aquella que, en esa casa, fue durante
años la esposa afectuosa y madre tiernísima, ejemplo incomparable de serena
fortaleza y de confiado abandono. ¿Cómo no desear que la Virgen Santa entre
también en nuestras casas, obteniendo con la fuerza de su intercesión materna
-como dije en la Exhortación Apostólica "Familiaris consortio"- que
"cada familia cristiana pueda llegar a ser verdaderamente una ´pequeña
Iglesia´, en la que se refleje y reviva el misterio de la Iglesia de
Cristo" (n. 86)?
Para que esto suceda, es necesario que en las familias florezca de nuevo la
devoción a María, especialmente mediante el rezo del Rosario. El mes de mayo,
que comienza hoy, puede ser la ocasión oportuna para reanudar esta hermosa
práctica que tantos frutos de compromiso generoso y de consuelo espiritual ha
dado a las generaciones cristianas, durante siglos. Que vuelva a las manos de
los cristianos el rosario y se intensifique, con su ayuda, el diálogo entre la
tierra y el cielo, que es garantía de que persevere el diálogo entre los
hombres mismos, hermanados bajo la mirada amorosa de la Madre común.
Autor: SSJuan Pablo II
martes, 30 de abril de 2013
El tejido de la vida
El
hilo negro de las tristezas se cruza con el hilo blanco de las alegrías. A
veces quisiéramos controlarlos, pero nos superan.
La marcha de la vida nos llena de acontecimientos. Hay momentos en los que todo
parece ir mal. Un accidente, una muerte extraña de un familiar, el inicio de un
juicio, problemas y discusiones por parte de la herencia, una calumnia lanzada
al vuelo por quien antes parecía un amigo, tal vez un secuestro o un crimen. Se
asoman, detrás de cualquier esquina, peligros y amenazas, enfermedades y
accidentes. Nadie puede sentirse seguro: ni los jóvenes ni los ancianos, ni los
"buenos" ni los "malos", ni los ricos ni los pobres.
A la vez, se suceden momentos de alegría, de éxito, de conquista. Unos esposos
ven nacer a un hijo después de años de espera. Un joven deja el vicio de la
droga para cuidar su salud y dedicar el dinero a ayudar a los pobres. Una chica
consigue un trabajo después de llamar a muchas puertas y superar negativas y
cansancios. Un anciano recibe la carta de un hijo que vive lejos y le avisa que
acaba de rehacer su matrimonio.
A través de todos los acontecimientos, buenos o malos, se escribe una sinfonía
que no acabamos de escuchar del todo, que comprendemos de modo parcial e
incompleto. Nos ocurre como al violinista que, en medio de la orquesta, se
preocupa sólo de su parte en la partitura; se concentra en que su violín encaje
en el conjunto con más o menos armonía (aunque a veces se escape alguna nota
discordante).
Cada acontecimiento entra a formar parte de la sinfonía de la vida. O en la
composición de un vestido muy complejo. El hilo negro de las tristezas se cruza
con el hilo blanco de las alegrías. A veces no nos damos cuenta de que una
alegría fue posible gracias a un sacrificio o una renuncia. Esa enfermedad nos
hizo más bondadosos y atentos a los otros. Aquella muerte que no comprendimos
apartó a un amigo de un posible pecado grave. Esa herida de un soldado permitió
el encuentro con una enfermera y el inicio de una familia fecunda, llena de
esperanzas.
Los dos hilos siguen su trabajo. A veces quisiéramos controlarlos, pero nos
superan. Un tejedor divino lleva la trama. Quizá al final, cuando crucemos la
frontera de la muerte, comprenderemos el lugar de cada cosa, veremos que el
bien fue la última palabra, que tantos males eran sólo pruebas e invitaciones a
caminar con humildad, confianza y amor hacia un encuentro definitivo, hacia la
casa donde un Padre bueno nos espera con los brazos abiertos.
Comprenderemos que los dos hilos estaban tan unidos que la alegría de la Pascua
no era posible sin pasar antes por el caliz de la Cruz...
Autor:
P. Fernando Pascual.
lunes, 29 de abril de 2013
Tenemos muchos amigos, pero sólo un Amigo
¡Cuántos
falsos amigos hay a nuestro alrededor! En vez de hacernos el mayor bien nos
hacen el mayor mal.
Todos
tenemos la tendencia a amar y sentimos la necesidad de ser amados.
¡Cuánto sufre una esposa cuando siente que su marido ya no la ama! ¡Cuánto les
duele a los hijos cuando ven a sus padres separarse! Muchas veces el amar y el
sentirse amado parecen sólo una ilusión.
Hay una Persona que satisface esta sed existencial del hombre. Él no quiere
fallarnos, ni puede hacerlo. Es Jesús de Nazaret. Es la única persona que llena
totalmente el corazón del hombre.
Él es el único amigo
sincero, es el único amigo fiel, es el único que nos tiende la mano y nos ayuda
y nos ama en la juventud, en la edad madura, en la vejez, en la tumba y en la
eternidad.
La imagen que nos da el Evangelio de Cristo es de un hombre fiel a sus amigos.
Cuando Pedro le quiere disuadir de ir a Jerusalén para ser torturado y muerto,
responde: ¡Apártate de mí,
Satanás, pues tus caminos no son los de Dios!. Con estas palabras
duras quiere corregir a su Apóstol, que no entiende el camino salvífico de la
cruz. Pero Cristo fue tolerante y fiel a aquel que había escogido para ser el
primer Papa de la Iglesia, pues le perdonó el haberle traicionado cobardemente
durante la pasión; al hablar con él después de su resurrección le dijo: ¡Apacienta mis corderos y mis ovejas.!
Hace falta tener este tipo de amigo, que no nos deja nadar tranquilamente en el
dulce charco de nuestra mediocridad, que no nos deja pisar la arena movediza de
la comodidad.
Cristo exigió a la Samaritana el superarse cuando le dijo: ¡Mujer, vete y llama a tu marido!.
Por medio de esta afirmación quería mover su conciencia, porque ella no tenía
un marido, sino había tenido varios amantes. Algo semejante dijo a la mujer
sorprendida en flagrante adulterio; los fariseos querían apedrearla, pero
Cristo la salvó; al final le dijo: No
te condeno, pero vete y no peques más.
Este Amigo quería lo mejor para sus amigos y por eso quiso salvarles de la
muerte radical y definitiva, que es el infierno, y darles la vida radical y
definitiva, que es el cielo. El mayor bien que se puede hacer a un amigo es
ayudarle a salvar su alma.
¡Cuántos falsos amigos hay a nuestro alrededor! En vez de hacernos el mayor
bien nos hacen el mayor mal.
La amistad que Cristo nos ofrece supera las fronteras espacio-temporales. Él
nos ama en esta vida y en la otra.
Me acuerdo que una señora, viuda, sin hijos, me dijo una vez: "Ya no tengo
razón para vivir." Yo le contesté: "Lo siento mucho por Ud., señora,
pues parece ser que nunca ha entendido el Evangelio. Evangelio significa buena nueva". La gran
noticia que el Mesías nos comunicó es que Dios nos ama por medio de Cristo; lo
mandó a este mundo para enseñarnos la Verdad y la Vida, pues Él es el Camino
para conocer la Verdad y para adquirir la Vida. Cuando uno se da cuenta de
esto, aún los sufrimientos más duros, sean físicos o morales, se relativizan,
porque nos damos cuenta que hay una Persona que nos ama inmensamente.
Una vez tuve la ocasión de hablar con una muchacha que se había cortado las
venas con la intención de acabar con su vida. Tenía sólo 16 años y todavía se
podían ver las cicatrices de las cortaduras en sus muñecas. Ella me dijo:
"Mis padres no me quieren. Nadie me quiere." Yo le hablé del amor
inmenso de Dios hacia cada uno de nosotros. Ella se quedó muy consolada.
Cuando Pedro Bernardone, el padre de Francisco de Asís, lo echó fuera de casa y
lo desheredó, el Santo se dio cuenta que tenía un Padre que no le podía fallar.
Tal vez éste sea el mensaje central y esencial del Evangelio: tenemos un Padre
en el Cielo que nos ama apasionadamente y lo ha mostrado por medio de su Hijo
Jesucristo.
Autor:
P. Fintan Kelly.
domingo, 28 de abril de 2013
¿Cómo hay que orar?
Orar
es hablar con Dios, pero lo más importante es la escuchar...y volver a
escuchar.
Un
aprendiz de oración caminaba por el desierto completamente confundido. Había
frecuentado el contacto con diversos maestros y ya había pertenecido a un buen
número de escuelas. Cada una defendía cosas distintas y el aprendiz ya no sabía
qué era lo más importante en la oración. Decidió que lo único que le quedaba
por hacer en su confusión era dirigirse a Dios.
- ¡Señor, ilumíname! -dijo suplicante- Unos me dijeron "No pienses en nada
y repite letanías sin interrupción... verás que sentirás la liberación interior"...
-¿Y lo hiciste? -le dijo Dios.
- Sí, Señor, lo hice durante meses hasta que se me secó la boca y tuve que
abandonar esa escuela.
- ¿No encontraste ninguna otra? -preguntó Dios, interesándose.
- ¡Oh, sí, Señor, muchas más! Fui a otra donde me dijeron: "Tranquilízate,
haz vacío en tu interior y encontrarás a Dios", pero en el vacío sólo
estaba yo mismo y como te buscaba a ti y no a mí, comencé a dudar también de
esa escuela...
- Bueno, quizás haya otras...
- Sí, sí Señor, no creas que ésta fue la última. Visité muchas más; aprendí una
gama enorme de posiciones para orar, y me hice experto en posiciones pero no en
oración... y así recorrí otras tantas pero aún no sé qué hacer para orar. He
llegado a convencerme de que no puedo orar y vengo a decirte que ya no me lo
pidas más en mi interior.
- ¿No te di yo boca y oídos? -susurró Dios suavemente
- Sí, Señor... -dijo el principiante, que no esperaba este interrogante- pero
dime de una vez, Señor mío; qué es más importante ¿escuchar o hablar?
- ¿Cuántas bocas te dí?
- Una.
- Y ¿oídos?
- Dos.
- Entonces, ya lo sabes...
¡Interesante dato! Orar es hablar con Dios, pero lo más importante en esa
conversación es la escucha...
Si quieres unirte con Dios; escucha su Palabra, dialoga... y vuelve a escuchar.
Autor: P. Miguel Segura.
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