"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

jueves, 2 de febrero de 2017

Presentación del Señor - Virgen de la Candelaria



Cristo estaba exento de la ley, como el Hijo de Dios. Sin embargo quería darnos ejemplo de humildad, obediencia y devoción al renovar públicamente la propia oblación al Padre.

Lucas 2,22-40: Mis ojos han visto a tu Salvador
Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.
Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías de Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo: "Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según me lo habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos, luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel"
El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: "Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma. Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él.

Reflexión
La Iglesia celebra hoy la fiesta de la presentación del Señor, o - como solemos decir nosotros – la Virgen de la Candelaria. El Evangelio de hoy que acabamos de escuchar sucede algunos días después del nacimiento de Jesús. Es cuando María y José van con el niño al templo de Jerusalén para cumplir con las obligaciones de la ley judía. Se trata de la purificación de María y la presentación de Jesús en el templo.
En esta fiesta se recuerdan algunos misterios en cuyo centro están Jesús y María:

1. El primer misterio: la purificación de María. La ley de Moisés decía que la mujer, después del parto, continuaba legalmente, en un estado que la ley llamada “impuro”. Ordenaba que durante ese periodo no debía mostrarse en público ni tocar nada consagrado a Dios.
Cuarenta días después del nacimiento de un hijo varón (80 de una hija), la madre debía purificarse en el templo y dejar allí su ofrenda. Debía dejar en el templo un cordero y una paloma: el cordero simbolizaba el reconocimiento de la soberanía de Dios y se ofrendaba en acción de gracias por el feliz nacimiento. El ave se ofrecía para purificación del pecado…
Consumado el sacrificio, la mujer quedaba limpia de la impureza legal. En el caso de la gente pobre, no se exigía el cordero, sino dos palomas o tórtolas.

Sabemos que Cristo fue concebido sin mancha de pecado y que sus Madre permanecía Virgen. Por eso, a ella evidentemente no le correspondía esta disposición de la ley. Sin embargo, a los ojos del mundo, le obligaba el mandato. Y entonces, con toda humildad, como María es obediente en todo al Dios de su pueblo, se somete a esta ceremonia tradicional y hace la ofrenda de los pobres: dos palomas.

2. Presentación de Jesús. Una segunda ley ordenaba ofrecerle a Dios al hijo varón primogénito. Desde la salida de Egipto, todo primogénito era propiedad de Dios. Y tenía que ser rescatado, mediante cierta suma de dinero. María cumplió también estrictamente con todas estas ordenanzas.

En la misma oportunidad, María presentó a Jesús en el templo, por manos del sacerdote, a su Padre Celestial, lo rescató con cinco “shekels”, monedas de plata y lo recibió de nuevo en sus brazos – hasta que el Padre volviera a reclamarlo. Pienso que Ella intuye un gran misterio en esta ceremonia. Sabe que, si todo primogénito es propiedad de Dios, este hijo suyo lo es más que ninguno. Siente que este hijo no será “suyo”, que será infinitamente más grande que ella.

Por supuesto, Cristo estaba exento de esa ley, ya que es el Hijo de Dios. Sin embargo quería darnos ejemplo de humildad, obediencia y devoción al renovar públicamente la propia oblación al Padre.

Y aquí podríamos preguntarnos: ¿en qué medida consideramos a nosotros mismos y a nuestros hijos regalos de Dios, personas que pertenecen a Dios, que son de Dios? ¿Y hasta qué punto actuamos y tratamos también a los demás como propiedad de Dios?

3. El encuentro con Simeón y Ana. Al realizar los ritos previstos en el templo, se encuentran con dos personas fuera de lo común: Simeón y Ana. Los dos son ancianos de años, pero jóvenes de alma. Son personas sabias y piadosas, llenas del Espíritu Santo - con otras palabras: profetas.

Forman parte del “resto de Israel”, es decir, del pequeño círculo de verdaderos israelitas que están aguardando los tiempos mesiánicos. Son los que siguen confiando con todo su corazón en las promesas sobre el Mesías y que por eso lo están esperando con ansias como el gran Salvador de su pueblo.

No es difícil imaginar el inmenso gozo de estos dos ancianos, que antes de morir pueden ver y tocar al Mesías.
El bendito Simeón recibió en sus brazos al anhelado y alabó a Dios por la felicidad de contemplar al Mesías. Predijo el dolor de María y anunció que se salvarían todos los que creyeran por medio de Cristo.
La profetisa Ana también compartió el privilegio de reconocer y adorar al recién nacido Redentor del mundo. Éste no podía ocultarse a los que lo buscaban con sencillez, humildad y fe ardiente.

Sus palabras proféticas le hacen comprender a María y a José el gran destino de este niño recién nacido. Ellos no sabían todo desde el comienzo. Paso a paso, Dios les revela todo lo que tienen que saber sobre Jesús. Sólo paulatinamente se les abren los ojos sobre el misterio de Él. Y Simeón y Ana son unos de los primeros instrumentos para ello.

4. ¿Cuál es el mensaje, la profecía que el anciano Simeón les entregaba? “Mis ojos han visto al Salvador”. Jesús es el Salvador, el Mesías esperado. Su misión será salvar a todos los hombres de la servidumbre del pecado.

Y entonces Simeón distingue dos clases de hombres, según la costumbre de aquel tiempo: los paganos y los judíos: Este niño va a ser “luz para alumbrar a los gentiles”, es decir, va a ser el Salvador no sólo de los judíos, sino también de los paganos. Decir esto y además en el templo mismo de los judíos, fue como un escándalo.

Y en segundo lugar, este niño será también “gloria del pueblo Israel”. Gloria, honor porque el Salvador de todos los pueblos proviene de Israel.

5. Después Simeón revela las consecuencias que trae la misión de ese niño, su misión de Salvador: “Será causa tanto de caída como de resurrección para muchos”, “será como una bandera discutida”. Muchos judíos esperan a un Mesías político que los libere de la opresión política de los Romanos. Por eso no podrán aceptar a un Salvador religioso que querrá liberarlos del pecado.

Jesús va a separar los espíritus en su propio pueblo. Va a ser causa de caída para los que no le creen, los que no quieren seguirle, los que no le hacen caso. Eso vale también para todos nosotros: también de cada uno de nosotros se exige una decisión a favor o en contra del Señor.

Para los que creen en Él, será causa de resurrección, de salvación y de felicidad eterna. Así en Cristo realmente se separan los espíritus, se dividen los hombres. Con el nacimiento del Mesías se acercan tiempos transcendentales, tiempos de decisión para Israel y todos los pueblos.

6. Finalmente agrega una palabra dirigida directamente a la Sma. Virgen: “A ti una espada te traspasará el alma”. Su destino estará unido íntimamente con el de su Hijo. Estará a su lado, como compañera y colaboradora de Jesús. Y llegará un momento culminante, en esa lucha de su Hijo por cumplir su gran misión: un momento que llenará su alma maternal de dolor y de sufrimiento, como una espada le atravesará.
Simeón le anuncia aquí la hora del Calvario que Ella sufrirá al pie de la cruz de su Hijo.

Pienso que después de este encuentro con los dos ancianos, María y José salieron del templo y habrán vuelto silenciosos, ensimismados y hasta preocupados. Al mirar al niño ya no ven sólo su rostro feliz, sino también su misión tan grande y pesada: será el Salvador no sólo de Israel, sino de todos los hombres y de todos los pueblos. Pero será también un signo de contradicción: salvación y resurrección para unos, ruina y condenación para otros. E intuyen también que ese destino lo llevará necesariamente a sufrir mucho por sus hermanos. Y se dan cuenta de que también ellos mismos han de sufrir con Él.

Y todo esto iba a ser como una espada en el alma de María. Veían la espada en el horizonte, una espada enorme y ensangrentada, segura como la maldad de los hombres, segura como la voluntad de Dios. Y con esos presentimientos vuelven a Nazaret.

El nacimiento del Mesías no sólo es alegría y gozo. Es también anuncio de lucha y muerte contra el enemigo de Dios, contra la debilidad y la resistencia del hombre. Y, finalmente el anuncio de la cruz, que, es humanamente un gran fracaso, pero en realidad se convertirá en la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado, el diablo y la muerte.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer

miércoles, 1 de febrero de 2017

Nadie es profeta en su tierra



Señor, ¿a quién iremos sino a ti? Tú solo tienes palabras de vida eterna....

Jesús nos ha advertido muchas veces que debemos ser personas de fe, y que la fe es la llave que abre todos los tesoros de su Corazón.

En el Evangelio nos va a decir lo mismo, pero de una manera del todo inesperada. Diríamos que lo va a hacer presentándonos un cuadro a contra luz.

Quiere llevar el mensaje de la salvación a un puesto muy querido --¡y tan querido, como es su pueblo de Nazaret!--, pero la incredulidad de sus paisanos va a cerrar todas las puertas a la generosidad de ese su Corazón, tan delicado y sensible.

Jesús llegó a Nazaret acompañado de sus discípulos. El carpintero de antes, el trabajador de los campos, el muchacho bueno y amigo de todos, viene ahora como una persona importante, pues su enseñanza, sus milagros, su fama por toda Palestina hacen de Él un personaje fuera de serie. Jesús, sin embargo, sigue tan humilde y sencillo como antes.

Al llegar el sábado se presenta en la sinagoga como lo había hecho siempre. Aunque ahora lo hace no para escuchar, sino para tomar la palabra y enseñar. Y lo hace tan bien, con tanta gracia y sabiduría, que todos se quedan pasmados.

Vienen entonces los comentarios obligados.
Para unos, este Jesús es algo extraordinario:
- ¿De dónde tanto conocimiento? ¡Pero, cómo domina la Escritura! Y esos milagros que dicen ha hecho en Cafarnaúm y en otras partes... Dios está seguramente con Él.

Otros, sin embargo, se escandalizan y siembran la cizaña entre el auditorio:
- Pero, ¿no es éste el carpintero, el hijo de María? ¿Y no están entre nosotros todos sus parientes? ¿Cómo le vamos a hacer caso?

Jesús se ve aquí como un signo de contradicción. Unos que sí, otros que no... Y con cara triste les asegura a sus paisanos:
- Un profeta no es despreciado sino en su patria, entre sus parientes y en su propia casa.

Así y todo, aún se dignó imponer la mano sobre algunos enfermos y curarlos, porque el corazón le traicionaba siempre. Pero también manifestó sus sentimientos íntimos:
- Me maravilla vuestra incredulidad. Quisiera haberos ayudado más, pero no puedo ante vuestra falta de fe...

Y no tuvo Jesús más remedio que asumir semejante fracaso y marcharse a predicar por los otros pueblos y aldeas.

Al leer este pasaje del Evangelio nos topamos con el problema de la incredulidad y del rechazo de Dios, que es un pecado tan frecuentemente denunciado en la Biblia.

Israel sintió siempre la tentación de volverse a los dioses de los paganos, dejando al Dios que los había sacado de Egipto. Rompían la alianza y se prostituían ante cualquier altar levantado en las colinas a los ídolos de los extranjeros. No escarmentaban con los castigos de Dios, castigos siempre amorosos para apartarlos de esos cultos idolátricos.

Ahora va a ser peor. Ahora rechazan a Dios que se les presenta en Jesucristo. A pesar de los milagros que hace, a pesar de su enseñanza tan bella, a pesar de todo, no creen en Jesús, se escandalizan de Él, y se lo echan bien lejos...

Todo esto, por sus apariencias humildes. Venían de decirse:
Que venga un Cristo fulgurante, y le haremos caso.
Que detenga el sol como Josué, y creeremos en Él.
Que eche bien lejos a los romanos, y lo aceptaremos.
Que someta las naciones de los gentiles a Israel, y entonces sabremos que es el Mesías, el que queremos y esperamos...

Esto pensaban y esto querían los dirigentes del pueblo.

Pero como Jesús no hacía nada de esto, y aseguraba que el Reino de Dios tan esperado era una cosa tan diferente, se vio rechazado como Mesías. Hasta que pudo decir Él mismo sobre la Jerusalén incrédula:
- ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que son enviados a ti! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajos las alas, y tú no has querido!...

Esta podría ser nuestra situación, como pueblos y como personas. Pero Dios no quiera que nos suceda algo semejante. Podremos tener nuestras debilidades, colectivas como personales, pero eso de rechazar a Jesucristo, ¡no!...

La fe en Jesucristo y en su Iglesia no la perderemos. A veces se nos presentarán con apariencias humildes y exigentes, cuando nos hablen de puntos de la Ley de Dios que el mundo rechaza. Nosotros, con la gracia de Dios, queremos permanecer fieles y seremos dóciles al Magisterio de nuestros Pastores, que vienen y nos enseñan como enviados del mismo Dios.

¡Señor Jesucristo! Aunque hoy te ves rechazado por muchos, nosotros te acogemos como el Enviado de Dios y como el Salvador. Nuestra respuesta será siempre la de Pedro: -Señor, ¿a quien iremos sino a ti? Tú solo tienes palabras de vida eterna.

Por: Pedro García, Misionero Claretiano

martes, 31 de enero de 2017

Tu fe te ha salvado



Pidamos ser conscientes de que Dios nos ama, aunque no lo merezcamos.

En aquel tiempo, Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a Él mucha gente; Él estaba a la orilla del mar. Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verle, cae a sus pies, y le suplica con insistencia diciendo: «Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva». Y se fue con él. Le seguía un gran gentío que le oprimía. Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal. Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de Él, se volvió entre la gente y decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?» Sus discípulos le contestaron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: "¿Quién me ha tocado?"» Pero Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante Él y le contó toda la verdad. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad». Mientras estaba hablando llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos y le dice: «Tu hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?» Jesús que oyó lo que habían dicho, dice al jefe de la sinagoga: «No temas; solamente ten fe». Y no permitió que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos. Entra y les dice: «¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida». Y se burlaban de Él. Pero Él después de echar fuera a todos, toma consigo al padre de la niña, a la madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice: «Talitá kum», que quiere decir: «Muchacha, a ti te digo, levántate». La muchacha se levantó al instante y se puso a andar, pues tenía doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. Y les insistió mucho en que nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer.

Reflexión
Existe una ambigüedad que caracteriza a los signos y milagros de Jesucristo. por una parte, los evangelios están llenos de milagros. El camino de Jesús está señalado por acontecimientos prodigiosos: los ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpio, los muertos resucitan. Por una parte, Cristo es reticente con los milagros. Multiplica los signos, pero no pretende presentarse como taumaturgo. Viene a traer la salvación, no a hacer milagros. Evita todo sensacionalismo, se niega decididamente a lo espectacular.

Si miramos atentamente el Evangelio, podemos decir que hay dos cosas que son capaces de arrancarle milagros: la fe de los que pide y la miseria de los hombres.

La fe del que pide. Un rostro implora con fe es un espectáculo ante el que Cristo no puede resistirse. Es su punto débil. Se deja escapar expresiones maravilladas: ¡Hija, tu fe te ha salvado! Y no puede evitar realizar el milagro: Hágase según tus deseos...

La miseria humana. Cuando Jesús se encuentra en sus caminos con la miseria, se siente casi obligado a regalar el milagro. En muchos casos, ni siquiera es necesario que formulen una petición explícita. Basta con el tocar su manto, con la presencia del dolor. P.ej. las lágrimas de una madre que acompaña al sepulcro a su único hijo. Y Cristo responde inmediatamente. No pueden ver como los hombres sufren.

Yendo a nosotros, hay cristianos que quieren ver milagros a toda costa. Como si su fe estuviera colgada, más que de la palabra de Dios, de los milagros. Su vida se desarrolla bajo el signo de lo extraordinario, de lo excepcional, a veces incluso de lo extravagante.

No han comprendido que la fe es lo que provoca el milagro. Y no al revés. Han trastornado el procedimiento de Jesús. En el evangelio aparece con claridad que el Señor resalta la libertad, deja la puerta abierta, pero sin obligar a entrar a nadie, sin golpes espectaculares. Él queda vencido sólo por la fe de los hombres.

Pero existe también una postura contraria, también fuera de tono. Son cristianos que tienen miedo, que casi se avergüenzan del milagro. Pretenden impedirle a Dios que sea Dios. Les gustaría aconsejarle que no resulta oportuno, que es mejor, para evitarse complicaciones, dejar en paz el campo de las leyes físicas. Como si Dios estuviese obligado a pedirles consejo antes de manifestar su propia omnipotencia. Se olvidan que los milagros son la expresión de la libertad de Dios.
Por encima de estas actitudes frente a los milagros y signos de Dios, está la obligación precisa para todos nosotros: Cristo nos ha dejado la consigna de hacer milagros. Es el “signo” de nuestra fe. Más aún, hemos de “convertimos” en milagros: Milagros de coherencia, de fidelidad, de misericordia, de generosidad, de comprensión.

Una vez más esta generación perversa pide un signo. Y tiene derecho a esperarlo de nosotros, los que nos llamamos cristianos. ¿Qué signo podemos ofrecerles? ¿Qué milagro podemos presentarles?

Nuestro camino pasa por un mundo que tiene hambre, hambre de pan y hambre de amor. Un mundo enfermo de desilusiones. Un mundo ciego por la violencia. Un mundo asolado por el egoísmo. No podemos pasar por ese camino limitándonos a contarles los milagros de Jesús. No podemos contar con sus milagros. Hemos de contar con los nuestros.

Lo que buscan los hombres de este mundo, son nuestros milagros de cada día: nuestros milagros de fe, de amor, de transformación, de vida cristiana.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer


lunes, 30 de enero de 2017

Jesús, signo de contradicción



Unos lo aceptarán gozosos, otros lo rechazarán. Pero seguir a Cristo es tener la luz en el alma, oponerse a El es vivir en tinieblas.

Cristo predica la conversión y el arrepentimiento de los pecados, pero muchos se han quedado en prácticas externas y rutinarias de religiosidad.
Durante la Presentación de Jesús en el Templo, José y María escucharon unas sorprendentes palabras proféticas del anciano Simeón referidas a Jesús: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción; y una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc. 2, 34-35)

Estas palabras proféticas se cumplieron ampliamente a lo largo de la vida del Señor. Unos lo aceptarán gozosos, otros lo rechazarán. Cristo se convertirá en signo de contradicción en Israel, es decir, en ocasión de que se formen dos grupos bien diferenciados: los que le siguen y los que se oponen a él. Cristo hablará a las conciencias de los israelitas para que cumplan la ley de Dios con plenitud, y después les revelará su mensaje de salvación, que incluye la formación de un nuevo Pueblo de Dios más perfecto y espiritual.

Simeón después de decir que Cristo sería «signo de contradicción» añade que sería también «luz para iluminación de las gentes» Jesús afirmará de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn. 8, 12) Seguir a Cristo es poseer la luz en el alma; oponerse a El es vivir en tinieblas.

Al éxito del Señor al principio, ya que es aceptado por muchos como Mesías, sucede un enfrentamiento cada vez mayor con algunos israelitas, especialmente con los que detentan los poderes en Israel. La causa está en que Cristo predica la conversión y el arrepentimiento de los pecados y muchos de los poderosos se han quedado en prácticas externas y rutinarias de religiosidad, sin una auténtica fe que lleve a una vida de renuncia. Al ser recriminados por Jesús, no quieren rectificar.

Este enfrentamiento con el Señor tendrá muchos grados. Algunos se oponen a él fuertemente y con odio: es el caso de muchos fariseos, sacerdotes y escribas de Israel, que constituyen los estamentos más importantes. Otros, en un principio, le siguen, pero le abandonan cuando ven que los que detentan el poder se oponen a El. Los hay que le siguen en momentos difíciles, pero que también le abandonarán en el momento de la Pasión y Crucifixión.

San Juan, en el prólogo de su evangelio, explica con una imagen el rechazo de Jesús por el pueblo elegido: Jesús es la luz, pero las tinieblas no la recibieron (1, 4) Más claramente aún, dice: «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (1, 11)

Jesucristo es el Hijo de Dios, que visita un pueblo preparado durante siglos de revelación progresiva y lo que le debía resultar familiar, la presencia de Dios, no lo acepta.

En esto consiste el gran pecado de Israel, que representa a todos los hombres pecadores: el pueblo de la propiedad de Yavé, en vez de acoger la luz, intenta sofocarla.

El enfrentamiento de los fariseos y escribas con Jesús fue creciendo a medida que Jesús desarrollaba su predicación pública.

San Juan Bautista les había recriminado en diversas ocasiones su mala conducta diciéndoles: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la cólera que os espera? Haced, pues, frutos dignos de penitencia: y no comencéis a decir a vosotros mismos: tenemos por Padre a Abrahán; pues yo os digo que Dios puede hacer salir de estas piedras hijos de Abrahán. Ya está el hacha aplicada a la raíz de los árboles. Todo árbol que no produzca buen fruto va a ser cortado y arrojado al fuego» (Lc. 3, 7-8) Jesús aplicará estas mismas acusaciones a los fariseos cuando les dice: «Si tenéis un árbol bueno, su fruto será bueno. Si tenéis un árbol malo, su fruto será malo, porque el árbol se conoce por su fruto. Raza de víboras, ¿cómo podéis decir cosas buenas, si sois malos? Porque de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt. 12, 33-34)

La mayoría de los que ejercían la autoridad en Israel no quisieron convertirse ni con Juan Bautista ni con Jesús, por eso: «Aunque había hecho tan grandes milagros en medio de ellos, no creían en El (...) Sin embargo, aun muchos de, los jefes creyeron en El, pero por causa de los fariseos no le confesaban, temiendo ser excluidos de la sinagoga, porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (Jn. 12, 37-43)

La razón última por la que los escribas y fariseos no reciben a Jesús como Mesías está en que han desfigurado la religión de Israel. La Palabra de Dios no ha entrado en su corazón transformándolo y convirtiéndolo. Por eso, se refugian en el mero cumplimiento externo de preceptos que han inventado los hombres y descuidan la justicia, la comprensión y la sinceridad de vida, resultando que dicen y no hacen, como les reprochará Jesús.

Y lo que es más grave, no sólo no entran en el Reino de los Cielos, sino que no dejan entrar a quienes verdaderamente quieren hacerlo, "porque ellos son los representantes oficiales de Dios (cfr. Mt. 23)

Se puede decir que ocultan y desfiguran el verdadero «rostro» de Dios, en vez de darlo a conocer.
Por: P. Enrique Cases

domingo, 29 de enero de 2017

Pobreza – Bienaventuranzas


Sabemos que la pobreza de alma no es una cuestión del dinero, sino una cuestión del corazón.

Las bienaventuranzas de Jesús nos presentan el programa del Reino de Dios. Son como las condiciones para la entrada en ese Reino nuevo, que Cristo inaugura ya en la tierra. Sobre todo la primera, la de la pobreza, es muy decisiva para ser un cristiano auténtico.
“Felices los pobres, felices los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
No hay entrada para nosotros en el Reino de Dios, si no somos pobres de espíritu. Porque la pobreza es la primera condición para ser accesible, permeable a Dios. Ella es el punto de partida de la vida cristiana. Si no somos pobres espiritualmente, no estamos en la fe.

Sabemos que la pobreza de alma no es una cuestión del dinero, sino una cuestión del corazón. El hecho de que no se posea dinero, no es de por sí una virtud. No se puede poseer ni un centavo, pero tener la actitud del rico.

Se puede también si bien raramente poseer muchos bienes y tener la actitud del pobre.

La pobreza evangélica es una actitud espiritual, y todos somos invitados a ella prescindiendo de nuestros bolsillos.

¿Cuál es, entonces, la actitud de pobreza espiritual?
El pobre esta dispuesto a dejarse poner en duda, dejarse cuestionar por Dios, siempre de nuevo. Él acepta dejarse arrojar de sus posiciones, de sus estructuras, de sus principios, de todo lo que le es propio. Felices los que están convencidos de que nadie es dueño de sí mismo y que Dios puede pedirlo todo.

Sólo el pobre sale de sí mismo, se pone en camino. Es el que no se resigna a estar tranquilo, el que acepta ser molestado por la palabra de Dios. Por eso, Abraham fue el primer pobre, el primer fiel a la voz de Dios, cuando Dios le dijo: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré”. (Gen 12,1)

Abraham escuchó la Palabra de Dios, creyó en ella, abandonó su país, el sitio cómodo donde vivía, dejó sus bienes, sus hábitos, su pasado, y se puso en camino. Y partió, “sin saber a donde iba” (Hebr 11,8) – “señal infalible de que estaba en el buen camino”, como indica San Gregorio de Nicea, uno de los Padres de la Iglesia.

El pobre se da cuenta de que depende totalmente de Dios. Tiene el sentido de su limitación humana. En el fondo, cada hombre tal vez sin saberlo es un pobre.

Y la pobreza material es bienaventurada porque es el signo visible de una pobreza mucho más profunda y universal: nuestra pobreza moral, nuestra fe miserable, nuestro amor raquítico. Todos somos pobres ante Dios, con nuestra culpa, nuestra miseria, nuestra deficiencia pero no todos lo reconocemos ante Él.

Sólo aquel que conoce y reconoce su debilidad y pequeñez ante Dios, pone toda su confianza en Él, espera todo de Él, busca su protección poderosa. En esa actitud de pobreza espiritual se vacía de sí mismo. Y porque esta abierto y disponible para Dios, hay lugar para la acción divina. Es lo que nos promete el profeta Sofonías en la primera lectura: “Yo dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, y ese resto de Israel pondrá su confianza en el nombre del Señor”.

Y cuando nos imaginamos que ya no tenemos necesidad de Dios, cuando estamos satisfechos de nosotros mismos, de nuestros conocimientos, de nuestras prácticas religiosas, de que no deseamos nada más, cuando no esperamos ya nada de Dios - entonces somos ricos. Creo que no hay pecado mayor que el de no esperar nada de Dios. Porque si no esperamos nada de Dios, es que ya no creemos en Él, es que ya no lo amamos.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Retiros y homilías del Padre Nicolás Schwizer