"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

domingo, 12 de junio de 2016

¿Hay que poner reglas en familia?


¿Hay que poner reglas en familia? Sí, porque el amor lleva a exigencias que son buenas cuando fomentan el bien y las virtudes de quienes viven unidos como parte de una misma familia

Los padres sienten una responsabilidad especial respecto de sus hijos, no sólo cuando son pequeños o adolescentes, sino también cuando, ya como jóvenes mayores de edad, siguen en casa.

No siempre es fácil establecer reglas adecuadas para los hijos, por ejemplo sobre la hora de llegada, sobre los momentos para comer o cenar juntos, sobre el modo de vestir, sobre el volumen de la música que se escucha en la propia habitación, etc.

A la hora de adoptar esas reglas, existe el peligro de caer en extremos dañinos. Uno consistiría en un autoritarismo rígido, que asfixia a los hijos y los somete a una disciplina inhumana. En la parte opuesta se sitúan aquellos padres que lo permiten todo y que un día lloran al ver a sus hijos ahogados en el mundo de los vicios y del fracaso.

Entre los dos extremos se dan muchas variantes. Quizá en el esfuerzo familiar para establecer una normativa justa y equilibrada, vale la pena preguntarnos: ¿desde dónde y para qué existen reglas en familia?

Una primera respuesta es algo pragmática e insuficiente, pero tiene elementos interesantes: hay reglas porque para vivir juntos hace falta aceptar criterios comunes. Las reglas en familia ayudan, por ejemplo, a evitar conflictos cuando hay que escoger un menú, o permiten que los demás puedan pasar una noche tranquila. Las reglas, sin embargo, apuntan a algo más profundo y educativo.

Por eso hemos de completar la respuesta anterior: las reglas ayudan a todos (también a los mismos padres) a fomentar vidas sanas y actitudes buenas ante la vida, no sólo en el mismo hogar, sino fuera del mismo.

Esta segunda respuesta encuentra ante sí un mundo complejo, en el que a veces los mismos padres no saben lo que sea bueno para sus hijos. Los problemas aumentan si el padre dice una cosa y la madre otra. Las divisiones entre los esposos se convierten muchas veces en motivo para la deformación de los hijos, pues con un poco de habilidad sabrán apoyarse en uno o en otro según les convenga.

Otras veces el ambiente en el que vive la familia crea roces con los amigos y conocidos: padres que establecen reglas educativas claras descubren que otros padres tienen reglas muy diferentes, y los hijos muchas veces se quejan: “¿por qué mi primo puede llegar a las 4 de la madrugada y a mí me pides que regrese de las fiestas mucho antes?”

Lo difícil de la situación no borra la verdad sobre las reglas: si son buenas, tendrán normalmente un efecto educativo.

Por eso, los católicos piden luz al Espíritu Santo para identificar esas buenas reglas, fuerza para vivirlas, prudencia para mejorarlas (sin rigideces pero sin laxismo), cariño profundo para que las reglas no se conviertan en un fin, sino en un medio que sirva para unir a la familia y para fomentar las virtudes cristianas. Además, piden ayuda al párroco y a otros católicos, para que la experiencia de quienes han logrado armonía familiar y educación verdadera con reglas bien escogidas pueda servir como pauta para el propio hogar.

Necesitamos ir todavía un poco más a fondo para descubrir una tercera respuesta: planear y exigir buenas reglas de conducta para los hijos (y para los mismos padres) nace desde una actitud de amor sincero que busca para los miembros de la familia lo mejor.

No es verdaderamente buen padre quien, por una mal entendida “paz” y por un equivocado respeto a la libertad de los hijos, permite todo, a costa de ver cómo un hijo o una hija poco a poco deja de estudiar, no cumple sus buenos compromisos con los demás, se sumerge en actitudes peligrosas o claramente malas (es decir, en vicios y pecados).

Los buenos padres, porque aman a los hijos, piensan y deciden a qué hora hay que regresar a casa, qué vestidos son más adecuados (no sólo para conservar la salud, que es algo importante, sino sobre todo para evitar ocasiones de pecado), a qué fiestas se puede ir, cómo usar bien el dinero (especialmente para “invertirlo” en algo tan cristiano como la caridad). Y si aman a los hijos, sabrán comunicar ese amor y mostrar que las reglas no son un simple capricho o una imposición desde visiones anticuadas. No hay mejor método para introducir la disciplina en la familia que el cariño.

Valen aquí unas famosas palabras de san Agustín sobre el amor que está a la base de los silencios y de las correcciones. Al tocar este punto, el santo usaba aquella fórmula tan famosa del “ama y haz lo que quieras”, que explicaba de esta manera: “si guardas silencio, hazlo por amor; si gritas, hazlo por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; si la raíz es el amor profundo, de tal raíz no se pueden conseguir sino cosas buenas”.

A la enumeración de san Agustín podríamos añadir esta sencilla frase: “si pones reglas, ponlas por amor”.

Intentemos bajar a un punto muy concreto. ¿A qué hora los hijos deben regresar a casa después de una fiesta? Establecer una hora supone, por una parte, reconocer los motivos por los que llegar muy tarde es peligroso (accidentes, comportamientos equivocados, amenazas por parte de otras personas). Por otra, evidenciar que tener un horario ayuda a la disciplina de los hijos para que la fiesta no sea una especie de excusa para vivir sin reglas (lo cual es una situación sumamente peligrosa para uno mismo y para otros), y para que el día siguiente pueda iniciar a una hora sana (porque ha habido antes el tiempo suficiente para dormir).

Indicar horas concretas no es fácil porque depende de país a país, y también de la edad de los chicos. Para algunos decir a los hijos que regresen antes de las 12 de la noche puede parecer demasiado riguroso, mientras que para otros decirles que tienen permiso hasta las 3 de la madrugada sería un permisivismo perjudicial.

Toca a cada familia, y donde sea necesario a otros grupos sociales, pensar el “horario” que pueda ser mejor para las características propias de una familia según el ambiente cultural en el que vive: con mayores o menores peligros de alcohol, de drogas, de violencia callejera, etc.

Podemos responder, entonces, a la pregunta: ¿hay que poner reglas en familia? Sí, porque el amor lleva a exigencias que son buenas cuando fomentan el bien y las virtudes de quienes viven unidos como parte de una misma familia.
Por: Fernando Pascual, L.C.

sábado, 11 de junio de 2016

María y la fe de una mamá



Cuando hagas oración por alguien, no esperes que esa persona ponga de sí

Hoy te encuentro, mujer cananea, en un pasaje del Evangelio... (San Marcos 7, 24-30) Y me quedo pensando en ti, en tu dolor de madre, en tu búsqueda de caminos para tu hija.

Pasan las horas y siento que sigues estando allí, en mi corazón, tratando de hacerme entender, tratando de explicarme algo... Pero no te entiendo.

Y como mi corazón sabe que cuando no entiende debe buscar a su Maestra del alma, entonces te busco, Madre querida, te busco entre las letras de ese pasaje bíblico que leo y releo una y otra vez.

De pronto mi alma comienza a sentir tu perfume y me voy acercando al lugar de los hechos...

Allí te encuentro, Madrecita, mezclada entre la gente que hablaba de Jesús... me haces señas de que tome tu mano. ¡Qué alivio para el alma tomar tu Mano, Señora Mía!!! ¡¡¡Como se abren caminos santos cuando nos dejamos llevar por ti!!!

Así, aferrada a ti, te sigo hasta muy cerquita de una mujer de triste mirada… Esa mirada que tiene una mama cuando un hijo no esta bien, sea cual sea el problema. Es la cananea. Pasa por aquí, quizás va a buscar agua o comida… Ve la gente que habla y se acerca. Su dolor le pesa en el alma.

- Presta atención, hija, - me susurras dulcemente, Madrecita...

Alguien habla de Jesús, de sus palabras, de sus enseñanzas, de sus milagros... Los ojos de la cananea parecen llenarse de luz.

No alcanzo a divisar a quien habla, ni a escuchar lo que dice, pero, en cambio, puedo ver el rostro de la cananea.

- Mira cómo cambia la mirada de ella, Madre- te digo como buscando tu respuesta

- ¿Sabes que es ese brillo que va creciendo en sus ojos? Es la luz de la esperanza. Una esperanza profunda y una fe incipiente que, como lluvia serena en tierra árida, va haciendo florecer su alma. Dime, qué piensas de esto.

- Pues… que me alegro por ella.

- Esta bien hija, que te alegres por ella, pero si te explico esto, es también para que comprendas algo. Te alegras por esa mama, pero nada me has dicho de quien estaba hablando de Jesús.

- No te entiendo, Madre

- Hija ¿Cómo iba a conocer a mi Hijo esa sencilla mujer si esa persona no hubiese hablado de Él? Lee con atención nuevamente el pasaje del Evangelio, "habiendo oído hablar de Él, vino a postrarse a sus pies..." habiendo oído, hija mía, habiendo oído…

Te quedas en silencio, Madre, y abres un espacio para que pueda volver, con mi corazón, a muchos momentos en los que mi hermano tenía necesidad de escuchar acerca de tu Hijo, acerca de ti... y yo les devolví silencio, porque estaba apurada, porque tenía cosas que hacer.

Trato de imaginar, por un momento, como fue aquel "habiendo oído". Cuáles fueron los gestos y el tono de voz de quien habló, cuáles fueron sus palabras y la fuerza profunda de su propia convicción. Cómo la fe que inundaba su corazón se desbordó hacia otros corazones, llegando hasta uno tan sediento como el de la cananea.

¡Bendito sea quien haya estado hablando de tal manera! los Evangelios no recogen su nombre pero sí recogen su fruto, el fruto de una siembra que alcanzó el milagro.
¡Dame, Madre, una fe que desborde mi alma y así, llegue al corazón de mi hermano!

De pronto, veo que la cananea va corriendo a la casa donde Jesús quería permanecer oculto... Tu mirada, Madre, y la de ella se encuentran. Es un dialogo profundo, de Mamá a mamá...

Entonces, con esa fuerza y ese amor que siente el corazón de una madre, la mujer cananea suplica por su hija. Jesús le pone un obstáculo, pero este no es suficiente para derribar su fe....

Ella implora desde y hasta el fondo de su alma… Todo su ser es una súplica, pero una súplica llena de confianza.

Entonces, María, entonces mi corazón ve el milagro, un milagro que antes no había notado… un milagro que sucede un instante antes de que Jesús pronuncie las esperadas palabras...

El milagro de la fe de una mamá...

Aprieto tu mano, María Santísima y te digo vacilante:

- Madre, estoy viendo algo que antes no había visto...

- ¿Qué ves ahora, hija?

- Pues... que Jesús no le dice a esa mujer que cura a su hija por lo que su hija es, por lo que ha hecho, por los méritos que ha alcanzado, ni nada de eso. Jesús hace el milagro por la fe de la madre.

- Así es, hija, es la fe de la madre la que ha llegado al Corazón de Jesús y ha alcanzado el milagro la fe de la madre. Debes aprender a orar como ella.

- Enséñame, Madre, enséñame

- La oración de la cananea tiene dos partes. La súplica inicial, la súplica que nace por el dolor de su hija, ese pedido de auxilio que nace en su corazón doliente. Pero su oración no termina allí. Jesús le pone una especie de pared delante.

- Así es Madre, si yo hubiese estado en su lugar quizás esa pared hubiera detenido el camino de mi oración...

- No si hubieses venido caminando conmigo. Pero sigamos. Jesús le pone una pared que ella ve y acepta… y así, postrada a los pies del Maestro su fe da un salto tal que le hace decir a Jesús "¡Anda! Por lo que has dicho, el demonio ha salido de tu hija". Ese salto de su fe es esa oración que persevera confiada a pesar de que las apariencias exteriores la muestren como "inútil" "para qué insistir"... por tanto, hija, te digo que no condiciones tu oración a actitudes de otras personas...

-¿Cómo es esto Madre?

- Cuando hagas oración por alguien, no esperes que esa persona ponga de sí "algo" para alcanzar el milagro. Tú continúa con tu oración, que los milagros se alcanzan por la fe de quien los pide más que por los méritos del destinatario. Suplica para ti esa fe, una fe que salta paredes, una fe que no se deja vencer por las dificultades, una fe como la de la cananea...

Y vienen a mis recuerdos otras personas que han vivido lo mismo... desde Jairo (Mt 9,18; Mc 5,36; Lc 8,50) o ese pobre hombre que pedía por su hijo (Mt 17,15 Mc 9,24) hasta Santa Mónica, suplicando tanto por su Agustín… y alcanzando milagros insospechados, pues ella solo pedía su conversión y terminó su hijo siendo no solo santo sino Doctor de la Iglesia...

Las oraciones de una mamá.

La fe de una mamá.

Te abrazo en silencio, Madre y te suplico abraces a todas las mamás del mundo y les alcances la gracia de una fe como la de la cananea, esa fe que salta paredes y se torna en milagro.



NOTA de la autora: "Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón por el amor que siento por Ella, basados en lo que he leído. Pero no debe pensarse que estos relatos sean consecuencia de revelaciones o visiones o nada que se le parezca. El mismo relato habla de "Cerrar los ojos y verla" o expresiones parecidas que aluden exclusivamente a mi imaginación, sin intervención sobrenatural alguna.
Por: Susana Ratero

viernes, 10 de junio de 2016

¿Cuándo desvirtuamos la cruz de Cristo?



Cuando vivimos, pensamos, sentimos como si las enseñanzas del Maestro no fuesen importantes.

San Pablo advirtió fuertemente sobre el peligro de desvirtuar la cruz de Cristo, de vivir como enemigos de la Redención que se hizo concreta en el Calvario (cf. 1Cor 1,17; Flp 3,18-19). ¿Cuándo desvirtuamos la cruz de Cristo?
La cruz de Cristo se desvirtúa si olvidamos el centro del mensaje cristiano, el amor misericordioso y salvador de Dios, y buscamos sucedáneos en la sabiduría del mundo, en la técnica, en los estudios científicos, en los medios materiales.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si no pensamos ni hablamos del pecado, ni de la conversión, ni de la gracia, ni de las bienaventuranzas, ni de los sacramentos, ni de la Iglesia.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si, por miedo al mundo, nos acomodamos a su mentalidad y usamos un vocabulario tibio, vacío de contenidos, que oscurece las maravillas de la acción de Dios en la historia humana.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si denunciamos sólo aquello que ya denuncian los dueños de la cultura moderna, mientras guardamos un silencio cómplice ante pecados e injusticias sumamente graves, como las que se cometen con la trivialización de la sexualidad, con el aborto, con el desprecio al matrimonio.

Desvirtuamos la cruz de Cristo si promovemos un falso ecumenismo, que deja de lado la verdad revelada, que no se alimenta de la fe, tal y como está expresada en la Palabra de Dios a través de la Escritura y de la Tradición, y como es tutelada por el Magisterio de la Iglesia católica.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si tenemos vergüenza de rezar en público para no “incomodar” a los demás, si ocultamos nuestra condición de católicos para camuflarnos entre familiares, amigos, compañeros de trabajo.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si aceptamos entre los católicos el espíritu maligno de las murmuraciones, las envidias, los golpes bajos, el desprecio a otros porque pertenecen o no pertenecen a tal o cual grupo eclesial.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si vivimos apegados al dinero, si damos el primado a los bienes materiales, si nos interesa más el progreso tecnológico que el estudio de la Biblia.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si olvidamos la invitación a rezar continuamente, a vigilar para no caer en la tentación, a invocar y acoger el perdón a través del sacramento de la Penitencia.
Desvirtuamos la cruz de Cristo si no confiamos en la Providencia del Padre, si acudimos a horóscopos, a la magia o a otros métodos que buscan “controlar” un futuro que no nos pertenece.
Desvirtuamos la cruz de Cristo, en definitiva, cuando vivimos, pensamos, sentimos como si las enseñanzas del Maestro no fuesen importantes, mientras recurrimos a lecturas y a técnicas de autoestima, autorrealización, autosatisfacción, autocontrol, y otras parecidas en la galaxia New Age, para lograr la “salvación” por nosotros mismos.
El verdadero creyente no vacía de su fuerza esa cruz que salva, que lava, que abre el cielo. Desde la asistencia del Espíritu Santo, tiene certezas inamovibles: sólo hay un Salvador: Jesucristo. Sólo hay una Iglesia verdadera: la católica. Sólo hay un medio para seguir al Maestro: negarnos y tomar la propia cruz cada día... (cf. Mc 8,34).
Por: P. Fernando Pascual LC

jueves, 9 de junio de 2016

Te amo... ¡pero no lo grito!



Si he conocido lo que es amarte... ¡cómo es posible que no lo grite y a veces hasta guarde silencio!

Hoy es jueves, Señor, y al saber que me estás esperando me he sentido indigna de ese amor, de ese beneficio...

Yo te amo, Señor, pero a veces siento que soy avara de ese amor... que no pienso, que no reparo, que si he conocido lo que es amarte... ¡sea posible que no lo grite a los "cuatro vientos"! Y no solo que no lo grite sino que guarde silencio a veces por respeto humano, porque no se sonrían burlonamente, por no entrar en discusión....porque no me tachen de "mocha"...¡Qué gran cobardía! ¡Perdón, mi amado Jesús !.

El Papa Francisco nos lo pide. La Iglesia nos lo pide y Tu mi Jesús Sacramentado, nos lo pediste desde hace muchos siglos... pero no nos animamos a dar la respuesta con decisión, con una postura radical y valiente.

La respuesta tiene que ser ahora y desde este momento.

Tenemos un serio y grave compromiso, como hijos de Dios, de ser verdaderos apóstoles.

Este compromiso me enfrenta primero, con los más cercanos, con los seres que me rodean, con las personas que forman mi familia y mi entorno.

En todo momento, tu nos pides, Señor, que estemos "en pie de lucha", que quiere decir que no deje pasar la ocasión para acercarme a quién pudiera sentir o pensar que me necesita.

Solemos decir: - " No, yo no me meto... yo no digo nada, cada quién su vida"... Es cierto que a veces no es fácil abordar o penetrar en la forma de vivir de las personas, pero si están muy cerca de nosotros, tal vez no sea tan difícil buscar la ocasión para poder brindarle, a esa persona, nuestro apoyo y consuelo, hablándole de Dios, del amor que nos tiene, de que trate de encontrar o recuperar esa fe que no se sabe en qué momento se perdió.... y orar, orar mucho por esa persona, ante Ti, ante este misterio de amor que nos brindas diariamente ¡oh, tu mi Jesús Sacramentado!.

Tu nos oyes siempre y la oración puede no cambiar las cosas... pero si cambia los corazones y la forma de ver las cosas.

Ya no podemos decir: - "Eso hay que dejárselo a los sacerdotes". Los sacerdotes son pocos y la mies es mucha.

No dejes que lo olvidemos....ha llegado nuestro momento.

Si estamos convencidos de que tenemos la VERDAD, en nuestra religión católica, es indispensable que esa VERDAD, la trasmitamos con el mismo ardor, con muchísimo más ardor que invitamos y casi empujamos a los amigos animándolos para que vayan a ver una obra de teatro o película, que nos pareció excelente o que no se pierdan un paseo o lugar sensacional porque los queremos y deseamos que disfruten tanto como nosotros lo disfrutamos...

Seguirte a Ti, mi Jesús, es una aventura tan maravillosa para el ser humano que en ello hemos de poner toda la fuerza de nuestra existencia.

Seguirte a Ti, mi Jesús, es participar de la verdad sublime de sabernos hijos de Dios y herederos del Cielo... pero no para nosotros solos...

No tengo que tener miedo o reparo de hablar de Dios, de Ti, Jesús, de la Santísima Virgen a los demás....Hay tanta ansia en el corazón de los hombres y mujeres de encontrar un camino....y nosotros les podemos hablar te ti, del único Camino, del que dijo:- " Yo soy la luz,  el camino, la verdad y la vida, quién cree en mí no morirá". ¡Qué triste no compartir, no participar a los demás de esa grandeza de amor que ciega la vista por ser más luminosa que el mismo sol...!

Hemos de ser valientes con nuestra fe y proclamarla.

Ayudanos, Jesús para hablar con los que nos rodean, de esta "gran experiencia" que aún en medio de los sufrimientos o infortunios, nos traerá la paz en nuestro diario caminar por la vida.
Por: Ma Esther de Ariño