"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

lunes, 5 de mayo de 2014

Felipe, el que se fió de Cristo


No le pide explicaciones; no le pregunta qué significa aquello de seguirle, no le pide tiempo para pensárselo. 

Felipe el Apóstol, distinto del diácono Felipe (Hc 2,18), nació en Betsaida (Jn 1,44). Sabemos que Cristo le llama a su seguimiento y él a su vez acerca a Cristo a Natanael o Bartolomé (Jn 1,45), asegurándole que han encontrado al que anunciaban los profetas y animándole a ir a su busca (Jn 1,46). Encontramos a Felipe como interlocutor de Cristo en la multiplicación de los panes (Jn 6,5-7), añadiendo el Evangelio que lo hacía para probarle. Se presenta como portavoz de unos griegos que deseaban ver a Jesús (Jn 12,20-22). A él se dirige Jesús invitándole a reconocer al Padre en el Hijo hecho hombre (Jn 14,8-11). Nos presentan a Felipe como evangelizador de Escitia y sitúan su tumba en Hierápolis de Frigia (Turquia). Sus reliquias fueron trasladadas, junto con las del Apóstol Santiago, a Roma, donde reposan en la basílica de los dos Doce Apóstoles Celebramos su fiesta el 3 de Mayo.

Vamos a contemplar en la figura de Felipe especialmente un aspecto que se repite a lo largo de su contacto con el Maestro varias veces: Felipe es un hombre que se fía de Cristo. 


En los Evangelios la confianza en Dios se convierte desde el principio, tanto en una condición para seguir a Cristo como en una necesidad de cara a los milagros que Jesús hace. Con la fe se puede todo: se echan demonios, se devuelve la vista a los ciegos o la salud a los leprosos, se trasladan montes o árboles. Es impensable la relación con Cristo de los Apóstoles y de los Discípulos sin fe. Incluso podemos afirmar que la traición de Judas se empezó a gestar por culpa de su falta de fe en Jesús. El mismo Jesús enseña que sin fe no se puede agradar a Dios. Así en las diatribas a los fariseos les acusa de descuidar la fe (Mt 23,23). Pone la fe como condición para no perecer (Jn 3,16). La fe es también el camino seguro hacia la vida eterna (Jn 6,35-40). Y proclama dichosos a quienes sin ver crean (Jn 20, 24-29). 

Para un cristiano la esencia de la confianza en Dios es contemplar en Jesucristo al Mesías, al Esperado de las Naciones, al Hijo de Dios que viene a salvarnos, que viene a guiarnos, que viene a enseñarnos, convirtiéndose así en "camino, verdad y vida". En esta confianza en Dios entra también la Iglesia, divina y humana, instrumento de salvación y certeza de los bienes futuros. Y entra también la Persona del Papa, Vicario de Cristo, Maestro de nuestra fe y Pastor de nuestros corazones. Fiarse de Dios es, pues, entregarse a Dios sin condiciones, sin exigencias, sin reticencias, en la certeza de que él es lo mejor que tenemos, El único que no nos puede fallar, la Verdad que nos puede guiar en la confusión de la vida. Fiarse de Dios es poner a su servicio nuestra inteligencia y nuestra libertad sin pedirle pruebas. Fiarse de Dios es creer de veras en el que tanto nos ama.

En la vida de Felipe hay varios momentos en los que tiene que vivir la confianza a tope, es decir, fiarse de Cristo. A todo Apóstol, llamado por Cristo, se le exige de una forma radical fiarse de su Maestro. Es verdad que Cristo realizó grandes signos ante sus Apóstoles, como echar demonios, resucitar muertos, devolver la vista a los ciegos o la salud a los leprosos, pero indudablemente la confianza en él estaba más allá de estas cosas, porque la confianza no es asombro, sino entrega incondicional. Se puede en la vida admirar, pero no amar. Se puede en la vida asombrarse ante un gesto de alguien, pero ello no significa decisión de seguirlo. Se pude en la vida quedarse anonadado ante un líder, pero ello no lleva a dar la vida por él sin más. Vamos a recorrer esos momentos en que Felipe se fía de Cristo.

Sígueme (Jn 1,43). Es una de las pocas veces que Cristo, en el momento de llamar a sus Apóstoles, se dirige a uno de ellos con esta palabra. Nada sabíamos hasta ese momento de Felipe: ¿Quién era? ¿Quién le había acercado a Cristo? ¿Qué sabía él de Cristo? El caso es que Felipe escucha aquella invitación y a continuación él mismo acerca a Natanael a Cristo anunciándole que él es el Mesías de quien había hablado Moisés. En el comportamiento de Felipe percibimos e intuimos que se fía plenamente de Cristo. No le pide explicaciones; no le pregunta qué significa aquello de seguirle, no le pide tiempo para pensárselo. Simplemente la personalidad de Cristo le cautiva de tal manera que él se entrega sin más. Allí comienza una vida de fidelidad, con sus altibajos, hasta ese momento culminante en que da la vida por el Maestro.

¿Dónde nos procuraremos panes para que coman éstos? (Jn 6,5-7). Nos encontramos ante una escena bellísima. Cristo se da cuenta de que le estaba siguiendo mucha gente y quiere ayudarles, no sólo espiritualmente, sino también materialmente. Se dirige a Felipe sin más y le hace la pregunta citada. El Evangelio dice intencionadamente que lo hace para probarle, porque él sabía lo que iba a hacer. El bueno de Felipe le hace un cálculo humano correcto: Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco. Después viene el milagro. Detengámonos un momento realmente en lo que Cristo pretende con Felipe al hacerle aquella pregunta. Jesús quiere fortalecer la confianza absoluta de Felipe y por ello, a través de aquel milagro, le va a enseñar que él se debe fiar siempre de su Maestro, aunque las dificultades parezcan insalvables. Sin duda, tras el milagro, Felipe se dio cuenta de que en toda ocasión y circunstancia había que fiarse de Jesús. Así la fe de Felipe en Jesús maduró un poco más.

Señor, muéstranos al Padre y nos basta (Jn 14,8-9). Es como un arrebato de Felipe que escucha emocionado las tiernas palabras de Cristo sobre el Padre. Y Cristo le responde: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Otra vez una invitación a la confianza plena. Es como si le dijera: "Cree en todo lo que te digo y enseño". El misterio de Dios sólo puede entrar en la mente humana a través de la fe, y por eso Cristo le está pidiendo que crea en las verdades que enseña agarrándose de la fe. Ese va a ser el medio con el que Felipe va a contar para recorrer el difícil camino de la vida, especialmente cuando muy pronto vaya a vivir el drama de la pasión y su fe se achique ante la muerte del Maestro. 

Para nosotros cristianos, seguidores de Cristo, que arrastramos ya una historia de la Iglesia en la que se ha visto tan claramente la mano de Dios, es imperdonable el no fiarnos de Dios. Es realmente maravilloso el constatar cómo las puertas del mal no han prevalecido contra la Iglesia de Cristo. Y es que al cristiano de hoy le siguen alentando aquellas palabras de Jesús: Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20). Ante esta realidad, vamos a reflexionar qué implica para nosotros, hombres, este fiarnos de Cristo y las dificultades que encontramos a veces para ello.


Fiarnos de Dios para nosotros es, ante todo, doblegar nuestra mente con la humildad ante el que nos supera plenamente. Los hombres de hoy le damos excesiva importancia a nuestra razón. Exigimos que la razón sea la norma de la verdad. No somos conscientes de cómo nuestra razón puede estar tocada por el subjetivismo o el relativismo. Al vivir en un mundo tremendamente pragmático y empírico queremos que todo pase por la razón, incluso Dios. No somos conscientes de que Dios nos supera absolutamente y que, por tanto, no puede caber su infinitud en nuestra finitud. Sería como querer meter el mar en una pequeña charca. Por eso, una de las realidades que en la vida cotidiana embellece más a la razón es reconocer su propia pequeñez y sus limitaciones. 

Precisamente en la fe puede encontrar la razón las certezas, las seguridades, el conocimiento que por sí misma no puede alcanzar. La humildad de la razón se llama lucha contra el racionalismo, el orgullo y la vanidad; y se manifiesta en la sencillez, en la conciencia de sus propias limitaciones y en la paz del que se fía en alguien que es más grande que ella, porque la ha creado. 

Fiarnos de Dios para nosotros es, también, aprender a ver su amor y su presencia en las circunstancias de la vida, tanto favorables como adversas; es poner más nuestra confianza en él que en nuestros esfuerzos; es esperarlo más todo de él que de los demás. Es confiar en su Providencia que no permite que se nos caiga un pelo de la cabeza sin su consentimiento. Muchas veces los cristianos damos la impresión de que, confiando en Él, tenemos miedo a que Dios se distraiga, no se entere, no nos eche una mano. Y tendríamos que hacer ver a los demás que la confianza en Dios está muy encima de nuestras seguridades personales. Da mucha paz al corazón del hombre que lucha todos los días por sacar un hogar adelante, por educar a los hijos, por mantenerse en el camino correcto la certeza de un Dios Padre que le acompaña, que siente con él, que le protege. Esta certeza es la confianza auténtica.

Fiarnos de Dios para nosotros es, finalmente, erradicar de cara al futuro esa ansiedad que nos lleva con frecuencia a olvidarnos de Dios y a poner nuestro corazón y nuestras fuerzas en objetivos que consideramos fundamentales para nuestra vida. A veces constatamos que el corazón es prisionero de la ansiedad, que vivimos desasosegados, que no tenemos tiempo para pensar en las verdades esenciales de la vida. No se trata de vivir el reto del futuro con inconciencia, sino más bien de encontrar respuestas para este futuro en el Corazón de Dios, no dejando de luchar al mismo tiempo por lo inmediato. El problema se agudiza cuando el futuro nos atormenta como si todo dependiera de uno mismo o de las circunstancias. Un cristiano no puede vivir en esa dinámica. Para algo nos fiamos de Dios, sabiendo al mismo tiempo que Dios nos apremia, nos exige, nos anima a luchar. Todo esto se podría aplicar al campo de la propia santidad, de la familia, de la vida profesional, de los retos personales. Impresiona en la vida de los Apóstoles como se lanzaron a un futuro incierto, solamente confiados en la Palabra de Aquél que los invitaba a seguirle. )¿e qué iban a vivir? ¿Y sus familias? ¿Y su futuro? ¿Y si fallaba el plan?

Autor: P Juan Ferrán LC

domingo, 4 de mayo de 2014

María y la Resurrección de Cristo


María es la única que mantiene viva la llama de la fe, preparándose para acoger el anuncio gozoso de la Resurrección. 
Autor: San Juan Pablo II


Después de que Jesús es colocado en el sepulcro, María es la única que mantiene viva la llama de la fe, preparándose para acoger el anuncio gozoso y sorprendente de la Resurrección

La espera que vive la Madre del Señor el Sábado santo constituye uno de los momentos más altos de su fe: en la oscuridad que envuelve el universo, ella confía plenamente en el Dios de la vida y, recordando las palabras de su Hijo, espera la realización plena de las promesas divinas.

Los evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, pero no hablan del encuentro de Jesús con su madre. Este silencio no debe llevarnos a concluir que, después de su resurrección, Cristo no se apareció a María; al contrario, nos invita a tratar de descubrir los motivos por los cuales los evangelistas no lo refieren.

Suponiendo que se trata de una "omisión", se podría atribuir al hecho de que todo lo que es necesario para nuestro conocimiento salvífico se encomendó a la palabra de testigos escogidos por Dios (Hch 10, 41), es decir, a los Apóstoles, los cuales con gran poder (Hch 4, 33) dieron testimonio de la resurrección del Señor Jesús. Antes que a ellos el Resucitado se apareció a algunas mujeres fieles, por su función eclesial: Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán (Mt 28, 10).

Si los autores del Nuevo Testamento no hablan del encuentro de Jesús resucitado con su madre, tal vez se debe atribuir al hecho de que los que negaban la resurrección del Señor podrían haber considerado ese testimonio demasiado interesado y, por consiguiente, no digno de fe.

Los evangelios, además, refieren sólo unas cuantas apariciones de Jesús resucitado, y ciertamente no pretenden hacer una crónica completa de todo lo que sucedió durante los cuarenta días después de la Pascua. San Pablo recuerda una aparición "a más de quinientos hermanos a la vez" (1 Co 15, 6). ¿Cómo justificar que un hecho conocido por muchos no sea referido por los evangelistas, a pesar de su carácter excepcional? Es signo evidente de que otras apariciones del Resucitado, aun siendo consideradas hechos reales y notorios, no quedaron recogidas.

¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera comunidad de los discípulos (cf. Hch 1, 14), haber sido excluida del número de los que se encontraron con su divino Hijo resucitado de entre los muertos?

Más aún, es legítimo pensar que verosímilmente Jesús resucitado se apareció a su madre en primer lugar. La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro (cf. Mc 16, 1; Mt 28, 1), ¿no podría constituir un indicio del hecho de que ella ya se había encontrado con Jesús? Esta deducción quedaría confirmada también por el dato de que las primeras testigos de la resurrección, por voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie de la cruz y, por tanto, más firmes en la fe.

En efecto, a una de ellas, María Magdalena, el Resucitado le encomienda el mensaje que debía transmitir a los Apóstoles (cf. Jn 20, 17-18). Tal vez, también este dato permite pensar que Jesús se apareció primero a su madre, pues ella fue la más fiel y en la prueba conservó íntegra su fe. 

Por último, el carácter único y especial de la presencia de la Virgen en el Calvario y su perfecta unión con su Hijo en el sufrimiento de la cruz, parecen postular su participación particularísima en el misterio de la Resurrección.

Un autor del siglo V, Sedulio, sostiene que Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada ante todo a su madre. En efecto, ella, que en la Anunciación fue el camino de su ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del Resucitado, ella anticipa el "resplandor" de la Iglesia (cf. Sedulio, Carmen pascale, 5, 357-364: CSEL 10, 140 s).

Por ser imagen y modelo de la Iglesia, que espera al Resucitado y que en el grupo de los discípulos se encuentra con él durante las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo un contacto personal con su Hijo resucitado, para gozar también ella de la plenitud de la alegría pascual.

La Virgen santísima, presente en el Calvario durante el Viernes santo (cf. Jn 19, 25) y en el cenáculo en Pentecostés (cf. Hch 1, 14), fue probablemente testigo privilegiada también de la resurrección de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante la resurrección de los muertos.

En el tiempo pascual la comunidad cristiana, dirigiéndose a la Madre del Señor, la invita a alegrarse: "Regina caeli, laetare. Alleluia". "¡Reina del cielo, alégrate. Aleluya!". Así recuerda el gozo de María por la resurrección de Jesús, prolongando en el tiempo el "¡Alégrate!" que le dirigió el ángel en la Anunciación, para que se convirtiera en "causa de alegría" para la humanidad entera.

sábado, 3 de mayo de 2014

El mendigo que confesó al Papa



Siempre tenemos una oportunidad para crecer, superar dificultades, y sobre todo, para salir adelante. 


Hace algunos días estuve platicando con unas familias, y en la conversación salió a relucir la humildad de San Juan Pablo II y su gran capacidad de hacerse todo a todos para llevarlos a Dios. 


Realmente podemos afirmar "La esperanza nunca muere". Siempre tenemos una chance para crecer, superar dificultades, y sobre todo, una oportunidad para salir adelante. Les comparto esta historia con la seguridad que nos ayudará a todos a agradecer estos testimonios de vida que tanto necesitamos. 



Un programa de televisión que conduce la madre Angélica en Estados Unidos (EWTN), en donde se relató un episodio poco conocido de la vida de San Juan Pablo II. Es un episodio muy interesante y conmovedor.



Sucede que un sacerdote norteamericano de la diócesis de Nueva York viajó a Roma y se disponía a rezar en una de las parroquias de esta ciudad; al entrar, se encontró con un mendigo. Después de observarlo durante un momento, el sacerdote se dio cuenta de que conocía a aquel hombre. Grande fue su sorpresa cuando reconoció en ese mendigo a un compañero del seminario, ordenado sacerdote el mismo día que él. Ahora, sin embargo, apenas lo reconocía por su descuidada apariencia y en un estado deplorable al mendigar por las calles. El sacerdote, tras identificarse y saludarle, escuchó de labios del mendigo cómo había perdido su fe y su vocación; ante ello, quedó profundamente estremecido, sin embargo, trató de darle unas palabras de consuelo. 



Al día siguiente, el sacerdote llegado de Nueva York, tenía la oportunidad de asistir a la misa privada del Papa, al que podría saludar al final de la celebración, como suele ser la costumbre. Al llegar su turno, sintió el impulso de arrodillarse ante el Santo Padre y pedir que rezara por su antiguo compañero de seminario, y describió brevemente la situación al Papa. Un día después, el sacerdote venido de Nueva York recibió la invitación del Vaticano para cenar con el Papa, en la que se le solicitaba llevara consigo al mendigo de la parroquia.



El sacerdote volvió a la parroquia y le comentó a su amigo el deseo del Papa. Una vez convencido el mendigo, le llevó a su lugar de hospedaje, le ofreció ropa y la oportunidad de asearse. El Pontífice, después de la cena, indicó al sacerdote que lo dejara solo con el mendigo. Ya a solas, le pidió al mendigo que escuchara su confesión, y que quería confesarse con él. El hombre, impresionado, le respondió que ya no era sacerdote, a lo que el Papa contestó: "Una vez sacerdote, sacerdote siempre". "Pero estoy fuera de mis facultades de presbítero", insistió el mendigo. "Yo soy el Obispo de Roma, me puedo encargar de eso", dijo el Papa.



El hombre, rendido ante la insistencia del Papa, escuchó la confesión del Santo Padre y le pidió a su vez que escuchara su propia confesión. Después de ella, lloró amargamente. Al final, San Juan Pablo II le preguntó en qué parroquia había estado mendigando, y le designó asistente del párroco de la misma, y encargado de la atención a los mendigos. 



Casi sobran comentarios de este relato que hizo público el mismo mendigo, en donde podemos aprender por lo menos dos cosas: Por un lado, el afán insaciable del Papa por salvar a todas las almas. Y, por otro, también podemos aprender a tener esperanza en el hombre, que siempre puede reconciliarse con Dios, no importando su condición, ni lo alejado que se halle.



Imitemos ese afán del Papa por acercar almas a Dios; y nosotros mismos, no perdamos nunca la esperanza de reconciliarnos con Él. Estos son los testimonios que llenan de esperanza nuestra vida cristiana, y que un acto real de humildad puede cambiar tu vida y de cualquiera, ¡inténtalo!

Autor: P. Dennis Doren L.C

viernes, 2 de mayo de 2014

La esperanza y el gozo de los dos papas santos


La misericordia divina siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama. 
Autor: SS Francisco


Homilía del Papa Francisco en la misa de canonización del Papa Juan XXIII y Juan pablo II


En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.

Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde, como hemos escuchado, no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos: Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).

Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2,24; cf. Is 53,5).

San Juan XXIII y san Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.

Fueron sacerdotes y obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte, la cercanía materna de María.

En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.

Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, de la que hablan los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42-47), como hemos escuchado en la segunda Lectura. Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.

Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII yJuan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, san Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado, guiado por el Espíritu. Éste fue su gran servicio a la Iglesia; por eso me gusta pensar en él como el Papa de la docilidad al Espíritu santo.

En este servicio al Pueblo de Dios, san Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.

Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama



jueves, 1 de mayo de 2014

El valle del Jerte en flor


Sierra Grande de Hornachos, el Carrascal y la Sierra de la Sillá


GARGANTAS Y CASCADAS DEL VALLE DEL JERTE


El Valle del Jerte


San José, hombre de trabajo

Fiesta de San José Obrero. Todos los trabajadores están invitados hoy a mirar el ejemplo de este "hombre justo". 
Autor: SSJuan Pablo II

"Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor... Servid a Cristo Señor" ( Col 3, 23 s.).

¿Cómo no ver en estas palabras de la liturgia de hoy el programa y la síntesis de toda la existencia de San José, cuyo testimonio de generosa dedicación al trabajo propone la Iglesia a nuestra reflexión en este primer día de mayo? San José, "hombre justo", pasó gran parte de su vida trabajando junto al banco de carpintero, en un humilde pueblo de Palestina. Una existencia aparentemente igual que la de muchos otros hombres de su tiempo, comprometidos, como él, en el mismo duro trabajo. Y, sin embargo, una existencia tan singular y digna de admiración, que llevó a la Iglesia a proponerla como modelo ejemplar para todos los trabajadores del mundo. 

¿Cuál es la razón de esta distinción? No resulta difícil reconocerla. Está en la orientación a Cristo, que sostuvo toda la fatiga de San José. La presencia en la casa de Nazaret del Verbo Encarnado, Hijo de Dios e Hijo de su esposa María, ofrecía a José el cotidiano por qué de volver a inclinarse sobre el banco de trabajo, a fin de sacar de su fatiga el sustento necesario para la familia. Realmente "todo lo que hizo", José lo hizo "para el Señor", y lo hizo "de corazón". 

Todos los trabajadores están invitados hoy a mirar el ejemplo de este "hombre justo". La experiencia singular de San José se refleja, de algún modo, en la vida de cada uno de ellos. Efectivamente, por muy diverso que sea el trabajo a que se dedican, su actividad tiende siempre a satisfacer alguna necesidad humana, está orientada a servir al hombre. Por otra parte, el creyente sabe bien que Cristo ha querido ocultarse en todo ser humano, afirmando explícitamente que "todo lo que se hace por un hermano, incluso pequeño, es como si se le hiciese a Él mismo" (cf. Mt 25, 40). Por lo tanto, en todo trabajo es posible servir a Cristo, cumpliendo la recomendación de San Pablo e imitando el ejemplo de San José, custodio y servidor del Hijo de Dios. 

Al dirigir hoy, primer día de mayo, un saludo cordialísimo a todos vosotros, (...), mi pensamiento va con todo afecto especialmente a los trabajadores presentes y, mediante ellos, a todos los trabajadores del mundo, exhortándoles a tomar renovada conciencia de la dignidad que les es propia: con su fatiga sirven a los hermanos: sirven al hombre y, en el hombre, a Cristo. Que San José les ayude a ver el trabajo en esta perspectiva, para valorar toda su nobleza y para que nunca les falten motivaciones fuertes a las que pueden recurrir en los momentos difíciles. 


MAYO, MES CONSAGRADO A LA VIRGEN 


Hoy comienza el mes que la piedad popular ha consagrado de modo especial al culto de la Virgen María. Al hablar de San José y de la casa de Nazaret, el pensamiento se dirige espontáneamente a Aquella que, en esa casa, fue durante años la esposa afectuosa y madre tiernísima, ejemplo incomparable de serena fortaleza y de confiado abandono. ¿Cómo no desear que la Virgen Santa entre también en nuestras casas, obteniendo con la fuerza de su intercesión materna -como dije en la Exhortación Apostólica "Familiaris consortio"- que "cada familia cristiana pueda llegar a ser verdaderamente una ´pequeña Iglesia´, en la que se refleje y reviva el misterio de la Iglesia de Cristo" (n. 86)? 

Para que esto suceda, es necesario que en las familias florezca de nuevo la devoción a María, especialmente mediante el rezo del Rosario. El mes de mayo, que comienza hoy, puede ser la ocasión oportuna para reanudar esta hermosa práctica que tantos frutos de compromiso generoso y de consuelo espiritual ha dado a las generaciones cristianas, durante siglos. Que vuelva a las manos de los cristianos el rosario y se intensifique, con su ayuda, el diálogo entre la tierra y el cielo, que es garantía de que persevere el diálogo entre los hombres mismos, hermanados bajo la mirada amorosa de la Madre común. 


miércoles, 30 de abril de 2014

Dios mandó a su Hijo para salvar al mundo

Juan 3, 16-21. Pascua. No acabamos de darnos cuenta de lo que significa este amor de Dios, inmenso, gratuito, desinteresado, un amor hasta el extremo.

Del santo Evangelio según san Juan 3, 16-21

Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios.»

Oración introductoria

Jesús, pongo toda mi libertad en tus manos para que Tú me guíes hacia esa luz que me aleje de las tinieblas. Dedico tiempo al radio, a la música, a la televisión, a los mensajes que me llegan por internet, etc., en vez de buscar con ahínco más y mejor tiempo para mi oración.

Petición

Dios mío, haz que me dé cuenta que lo primero que tengo que buscar en mi día y en mi corazón es tu luz, tu verdad, tu voz de suave y firme Pastor.

Meditación del Papa Francisco

Este es el camino de la historia del hombre: un camino para encontrar a Jesucristo, el Redentor, que da la vida por amor. En efecto, Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él. Este árbol de la Cruz nos salva, a todos nosotros, de las consecuencias de ese otro árbol, donde comenzó la autosuficiencia, el orgullo, la soberbia de querer conocer –nosotros-, todo, según nuestra mentalidad, de acuerdo con nuestros criterios, incluso de acuerdo a la presunción de ser y de llegar a ser los únicos jueces del mundo. Esta es la historia del hombre: desde un árbol a otro.
En la cruz está la historia de Dios, para que podamos decir que Dios tiene una historia. Es un hecho que Dios ha querido asumir nuestra historia y caminar con nosotros: se ha abajado haciéndose hombre, mientras nosotros queremos alzarnos, y tomó la condición de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte en la Cruz, para levantarnos:
¡Dios hace este camino por amor! No hay otra explicación: solo el amor hace estas cosas... (Cf. S.S. Francisco, 14 de septiembre de 2013, homilía en capilla de Santa Marta).

Reflexión

La oscuridad nos inquieta. La luz, en cambio, nos da seguridad.

En la oscuridad no sabemos dónde estamos. En la luz podemos encontrar un camino. En pocas líneas, el Evangelio nos presenta los dos grandes misterios de nuestra historia.

Por un lado, "tanto amó Dios al mundo". Sin que lo mereciéramos, nos entregó lo más amado. Aún más, se entregó a sí mismo para darnos la vida. Cristo vino al mundo para iluminar nuestra existencia.

Y en contraste, "vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz". No acabamos de darnos cuenta de lo que significa este amor de Dios, inmenso, gratuito, desinteresado, un amor hasta el extremo.

El infinito amor de Dios se encuentra con el drama de nuestra libertad que a veces elige el mal, la oscuridad, aún a pesar de desear ardientemente estar en la luz. Pero precisamente, Cristo no ha venido para condenar sino para salvarnos. Viene a ser luz en un mundo entenebrecido por el pecado, quiere dar sentido a nuestro caminar.

Obrar en la verdad es la mejor manera de vivir en la luz. Y obrar en la verdad es vivir en el amor. Dejarnos penetrar por el amor de Dios "que entregó a su Hijo unigénito", y buscar corresponderle con nuestra entrega.

Propósito

Que mi testimonio de vida, coherente con la Palabra de Dios, ilumine el camino de los demás.

Diálogo con Cristo

Gracias, Señor, por darme la luz para saber tomar el camino que me lleve a la santidad. Ciertamente ese camino no es el más fácil, ni ante los ojos humanos el más bonito o agradable. Es más, hay un temor interno que no me deja abandonarme totalmente en tu providencia, un espíritu controlador que no logro dominar fácilmente. Pero qué maravilla saber que Tú, a pesar de mis apegos, me sigues amando, perdonando, realmente quiero corresponder a tanto amor. 
Autor: P. Ignacio Sarre