En definitiva, la educación de las
emociones trata de fomentar en los hijos un corazón grande, capaz de amar de
verdad a Dios y a los hombres, capaz de sentir las preocupaciones de los
que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por
las almas todas.
Una atmósfera de serenidad y exigencia contribuye como por
ósmosis a dar confianza y estabilidad al complejo mundo de los sentimientos.
Si
los hijos se ven queridos incondicionalmente, si aprecian que obrar bien es
motivo de alegría para sus padres, y que sus errores no llevan a que se les
retire la confianza, si se les facilita la sinceridad y que manifiesten sus
emociones… crecen con un clima interior habitual de orden y sosiego, donde
predominan los sentimientos positivos (comprensión, alegría, confianza),
mientras que lo que quita la paz (enfados, rabietas, envidias) se percibe como
una invitación a acciones concretas como pedir perdón, perdonar, o tener algún
gesto de cariño.
Hacen falta corazones enamorados de las cosas que valen realmente la pena; enamorados, sobre todo, de Dios . Nada ayuda más a que los afectos maduren que dejar el corazón en el Señor y en el cumplimiento de su voluntad: para eso, como enseñaba San Josemaría, hay que ponerle siete cerrojos, uno por cada pecado capital : porque en todo corazón hay afectos que son sólo para entregarlos a Dios, y la conciencia pierde la paz cuando los dirige a otras cosas.
La verdadera pureza del alma pasa por cerrar las puertas
a todo lo que implique dar a las criaturas o al propio yo lo que pertenece a
Cristo; pasa por “asegurar” que la capacidad de amar y querer de la persona
esté ajustada, no desarticulada. Por eso, la imagen de los siete cerrojos va
más allá de la moderación de la concupiscencia, o de la preocupación excesiva
por los bienes materiales: nos recuerda que es preciso luchar contra la
vanidad, controlar la imaginación, purificar la memoria, moderar el apetito en
las comidas, fomentar el trato amable con quienes nos irritan… La paradoja está
en que, cuando se ponen “grilletes” al corazón, se aumenta su libertad de amar
con todas sus fuerzas inalteradas.
La humanidad Santísima del Señor es el crisol en el que mejor se puede afinar el corazón y sus afectos. Enseñar a los hijos desde pequeños a tratar a Jesús y a su Madre con el mismo corazón y manifestaciones de cariño con que quieren a sus padres en la tierra favorece, en la medida de su edad, que descubran la verdadera grandeza de sus afectos y que el Señor se introduzca en sus almas. Un corazón que guarda su integridad para Dios, se posee entero y es capaz de donarse totalmente.
Desde esta perspectiva, el corazón se
convierte en un símbolo de profunda riqueza antropológica: es el centro de la
persona, el lugar en el que las potencias más íntimas y elevadas del hombre
convergen, y donde la persona toma las energías para actuar. Un motor que debe
ser educado –cuidado, moderado, afinado– para que encauce toda su potencia en
la dirección justa. Para educar así, para poder amar y enseñar a amar con esa
fuerza, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba
la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del
egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa
Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás. Con la correspondencia a la
gracia y la lucha personal, el alma se va endiosando y poco a poco el corazón
se vuelve magnánimo, capaz de dedicar sus mejores esfuerzos en la consecución
de causas nobles y grandes, en la realización de lo que se percibe como la
voluntad de Dios.
En algunos momentos, el hombre viejo tratará de hacerse con sus fueros perdidos; pero la madurez afectiva –una madurez que, en parte, es independiente de la edad– hace que el hombre mire más allá de sus pasiones para descubrir qué las ha desencadenado y cómo debe reaccionar ante esa realidad. Y siempre contará con el refugio que le ofrecen el Señor y su Madre. Acostúmbrate a poner tu pobre corazón en el Dulce e Inmaculado Corazón de María, para que te lo purifique de tanta escoria, y te lleve al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús.
J.M. Martín, J. Verdiá
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