"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

lunes, 8 de mayo de 2017

Jesús es el Buen Pastor



Las enseñanzas de Jesús
Esta es la gran meta de la humanidad: estar unidos entre sí y con Dios formando un sólo pueblo.

Si los guías son ciegos, es fácil que muchos guiados caminen en las tinieblas y se extravíen por senderos desorientados. Lo que acaba de suceder este sábado ha podido abrir los ojos de muchos que ahora saben quienes son los guías de Israel en aquellos momentos. Y la reacción de Jesús será la exposición de la hermosísima alegoría del Buen Pastor. Israel es un pueblo nacido de pastores; esto fueron los patriarcas, y, tras la liberación de Egipto, fueron un pueblo pastoril seminómada. Al establecerse en la tierra prometida esta labor no cesa, y son numerosos los rebaños, especialmente de ovejas, en todos los lugares, alternando con el cultivo de la tierra. Por eso el recurso al buen y mal pastor es un recurso frecuente en los profetas y en los salmos. Dios enviará pastores, Él mismo es el Pastor de Israel. "El Señor es mi pastor nada me falta en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas". De ahí la fácil inteligencia con que Jesús se reconoce a sí mismo como el Buen Pastor y puerta del redil.

"En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta del redil de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es un ladrón y un salteador. Pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el portero y las ovejas atienden a su voz, llama a sus propias ovejas por su nombre y las saca fuera. Cuando ha sacado fuera todas sus ovejas, camina delante de ellas y las ovejas le siguen porque conocen su voz. Pero a un extraño no le seguirán, sino que huirán de él porque no conocen la voz de los extraños. Jesús les propuso esta comparación, pero ellos no entendieron qué era lo que les decía"(Jn).

"Entonces dijo de nuevo Jesús: En verdad, en verdad os digo: Yo soy la puerta de las ovejas. Todos cuantos han venido antes que yo son ladrones y salteadores, pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta; si alguno entra a través de mí, se salvará; y entrará y saldrá y encontrará pastos. El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia"(Jn). Ponerse como puerta es un símbolo de lo que valen sus enseñanzas y ejemplos. El que las sigue encuentra vida abundante, pero existen puertas falsas, existen ladrones, como ya había enseñado en otra de sus imágenes plásticas, la de la puerta angosta.

La alegoría llega a su punto culminante cuando dice de modo solemne y sencillo: "Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas". Sólo Dios es el pastor supremo del pueblo. El cuidado de sus fieles no se reduce a guiar, hablar y enseñar, sino que llega a dar la propia vida. El pastor ama a las ovejas con amor total. En cambio "el asalariado, el que no es pastor dueño de las ovejas, ve venir el lobo, abandona las ovejas y huye -y el lobo las arrebata y las dispersa-, porque es asalariado y no le importan las ovejas". Sólo Él y quienes tratan de identificarse con Él, viviendo como Él vive son el Buen Pastor. Quienes le rechazan conociéndole, libremente, no son más que mercenarios a sueldo de sus propios intereses inconfesables. Y repite de nuevo el Señor: "Yo soy el buen pastor, conozco las mías y las mías me conocen". El conocimiento mutuo es la característica del buen pastor y de las ovejas, se da una sintonía porque el amor de Dios lleva a reconocer a Dios en su enviado. De ahí que la fe es fruto del bien vivir. El conocimiento lleva a un amor de entrega total. "Como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas"(Jn). El Padre engendra por amor, con conocimiento perfecto, al Hijo, por eso el Hijo ama como el Padre; ese amor lleva al Hijo a dar su vida por los hombres. Esta entrega se extiende de mil modos a todos los hombres, el cauce primero será Israel; después el nuevo Pueblo de Dios que será la Iglesia; pero llega a todos los hombres por las vías de la misericordia "Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo pastor". Esta es la gran meta de la humanidad: estar unidos entre sí y con Dios formando un sólo pueblo. Al final de los tiempos todos los pueblos superarán las desuniones, que son fruto del pecado, y la Iglesia los unirá a Cristo y entre ellos. Así escuchando la voz de Jesús se reúne lo disperso, se une en la caridad y en la verdad, consumados en la unidad. Y Cristo como buen y único pastor conduce a los hombres, tantas veces perdidos en las veredas de la vida, a los verdes pastos donde encuentran alimento, vida, paz.

La conclusión sale ya de los límites de la alegoría y pasa al anuncio profético, aunque velado, de lo que va a venir y ya está viniendo: la entrega de la vida para salvar a los hombres. "Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo"(Jn). El que sabe y escuchó sus predicciones anteriores entiende que habla de su muerte y de su resurrección en acto de obediencia al mandato amoroso del Padre. Ante el desarrollo de los acontecimientos que van a venir conviene tener en cuenta la libertad soberana con que Cristo anuncia su muerte, ya próxima. Muerte hacia la que, como Dios, pero también como hombre, camina libremente. Mi vida, dice, "nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo. Este es el mandato que he recibido de mi Padre". Esta es la libertad total, la del amor sin límites, la del amor que llega a la donación no sólo de los sentimientos y de los afectos, sino de la misma vida.

Como solía ocurrir, ante sus declaraciones, hay división de pareceres entre los que le escuchan, pero, difícilmente, cabe seguir indiferente. "Se produjo de nuevo una disensión entre los judíos a causa de estas palabras. Muchos de ellos decían: Está endemoniado y loco, ¿por qué le escucháis? Otros decían: Estas palabras no son de quien está endemoniado. ¿Acaso puede un demonio abrir los ojos de los ciegos?"(Jn). Así finaliza esta fiesta tan densa en acontecimientos.
Por: P. Enrique Cases


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domingo, 7 de mayo de 2017

Mis ovejas escuchan mi voz



Cristo quiere que vivamos siempre con Él.

1. Ya Pablo ha sido elegido por Jesús resucitado, -¡qué adquisición!-, y viaja con Bernabé a la patria de éste, Chipre. Desde allí, llegan a Antioquía de Pisidia, en Anatolia, lo que hoy es Turquía asiática. Pablo y Bernabé van el sábado a la sinagoga. Después de la lectura, los jefes les invitaron a hablar. Tomó Pablo la palabra, e hizo una rápida síntesis de la historia de la salvación. Los judíos les invitan a que vuelvan a hablar el próximo sábado: "Permaneced fieles, les despiden, a la gracia de Dios". Lleno impresionante el siguiente sábado: "Casi toda la ciudad se congregó para oír la palabra de Dios" Hechos 13,14. Los Apóstoles rebosan de alegría. Los judíos se recomen de envidia. Contradicen su predicación y les insultan. Así acontecía el rechazo general de los judíos al Evangelio. Pablo decide: "A vosotros había que anunciar antes que a nadie la palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y no os juzgáis dignos de la vida eterna, nos vamos a los gentiles".

2. El rechazo del evangelio en la sinagoga, se extiende a la ciudad, incitado por los judíos que sublevaron a las mujeres distinguidas y devotas, y promovieron un motín contra Pablo y Bernabé. "Ya comienza a alborotarse el demonio, algo le trae", decía Teresa de Jesús. Pero esta oposición es providencial. Dios escribe con renglones torcidos, que no son torcidos. De hecho la palabra del evangelio comienza a abrirse paso entre los paganos. Es su destino. La universalidad. "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim 2,4). No escucharon porque no eran ovejas de Jesús.

3. Lo mismo había ocurrido con Jesús. Los judíos que no aceptaban su palabra, murmuraban, como el antiguo pueblo de Israel. Murmurar es no querer creer. Con la murmuración, con el rechazo a la palabra, se impide el movimiento de atracción del Padre hacia Jesús, su revelador. Mientras Jesús atrae exteriormente con sus palabras y signos, el Padre atrae actuando en el interior por la gracia de su Espíritu. Las tres lecturas de hoy nos hablan del gran don de la Pascua: la vida eterna, vida que ya poseemos ahora y que esperamos conseguir plenamente en el cielo. Decía Santa Teresita: “No sé qué poseeré más en el cielo. Todo lo tengo ya aquí”. Le falta la plenitud en la visión y en el gozo del amor. Por eso al morir dice: “Yo no muero. Entro en la Vida”. Proclamemos que la vocación del cristiano es la vida eterna, vocación que no sólo no excluye, sino que implica con mayor ahínco y tenacidad nuestra lucha en la tierra para construir un mundo mejor donde reine la justicia, la paz, el amor, como frutos de santidad.

4. Los convertidos de Antioquía de Pisidia aceptaron llenos de alegría la palabra de Dios que los llamaba a “la vida eterna”, conquistada y prometida por el buen Pastor: “Yo doy a mis ovejas la vida eterna”. El Apocalipsis nos dice poéticamente la realidad de esta vida eterna, la bienaventuranza final. San Juan nos presenta su visión de una muchedumbre inmensa, marcados en la frente con “el sello del Dios vivo” significando que están bajo su protección. El número de los marcados es de 144.000, o sea, 12.000 por cada una de las 12 tribus del nuevo Israel. No es un número cerrado, como pretenden algunas sectas, sino un número convencional de la totalidad del pueblo de Dios, según el simbolismo de las cifras, constante en el Apocalipsis.

5. Después, el águila de Patmos nos traslada al cielo y nos muestra la muchedumbre de señalados llegados ya a la meta después de haber combatido victoriosamente en la tierra. Y describe su felicidad con el único lenguaje posible e inteligible, el de las imágenes alegóricas. Enumera los signos de la bienaventuranza de “los que vienen de la gran tribulación”. Es el contraste entre las penalidades de esta vida y la felicidad de la otra. Los salvados visten “túnicas blancas”, símbolo de pureza, limpieza y santidad. Esta preferencia por el color blanco se explica por el carácter litúrgico del libro, pues la túnica blanca o “alba” era de uso común en la liturgia hebrea y cristiana. Llevan “palmas en sus manos”, emblema de triunfo, de victoria y de alegría, típico en la fiesta judía de las Tiendas o Tabernáculos. Están “ante el trono de Dios”. La visión de Dios es el elemento esencial de la bienaventuranza, el objetivo supremo de la esperanza cristiana. “Le dan culto en su santuario”. En el santuario del templo de Jerusalén únicamente podían entrar los sacerdotes. En el cielo, todos los salvados están dentro del santuario porque son un pueblo sacerdotal (Ap 5,10). “Y Dios acampará entre ellos y desplegará su tienda sobre ellos”, como el jeque beduino que acoge bajo la sombra de su tienda al peregrino que cruza el ardiente desierto. ¡Seremos Huéspedes de Dios bajo su tienda en comunión de vida y de amor, espirando al Espíritu Santo, en las mismas acciones de la Vida Trinitaria! Allí estará inmortalmente reunida la familia de los hijos de Dios en la casa del Padre celebrando permanentemente las bodas de amor de su Hijo con su esposa la Iglesia: “¡Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero!” (Ap 19,9). El amor es festivo. Allí ya no existirán aquellos sufrimientos que atormentaron al pueblo de Dios en su travesía por el desierto, pues, “ya no pasarán hambre ni sed, ni les hará daño el sol ni el bochorno”. Es un amor sin divorcio, sin malos tratos, sin temor a perderlo. «Yo no te fallaré nunca. Aunque una madre se olvidara del hijo de sus entrañas, yo te llevo en mis palmas». (ls. 49, 15). Jesucristo, el Buen Pastor: “El Cordero que está delante del trono los apacentará”. Cordero convertido en Pastor.

Con esta misma imagen expresa Jesús en el evangelio su solicitud amorosa por los suyos: “Como pastor pastorea su rebaño: recoge en sus brazos los corderitos, los lleva en su regazo, cuida las madres” (Is 40,11). Busca la oveja perdida y la carga sobre sus hombros y se compadece del pueblo, pequeño rebaño, a quien ve como ovejas sin pastor. “Yo soy el buen Pastor. Yo conozco mis ovejas y les doy la vida eterna”. En Europa apacientan los toros y las vacas para comer su carne. En Israel pastorean las ovejas para aprovechar su leche y su lana, y por eso permanecen mucho tiempo con el pastor, que les toma cariño, conoce su carácter y hasta las llama por el nombre que el mismo pastor les ha impuesto. El Buen Pastor sabe quién somos cada uno, nuestro carácter y temperamento, nuestra vida y nuestros trabajos, defectos y también nuestras cualidades positivas. Nos tiene en cuenta. Previene, envía a nuestros ángeles con conocimiento de nuestra situación habitual y de cada ocasión. Y el buen Pastor los conduce hacia “fuentes de agua viva”. Y “Dios enjugará las lágrimas de sus ojos que las tribulaciones les hicieron derramar”.

6. Somos un pueblo peregrino en marcha hacia la meta final, donde la fe se convertirá en visión, la esperanza en posesión, el dolor en gozo, el destierro en patria. Pero bajo la tienda de Dios “no pasarán hambre ni sed” los que en este mundo hayan apagado el hambre y la sed de sus hermanos; y “Dios enjugará las lágrimas” de los que en este mundo hayan enjugado las lágrimas de sus hermanos con la práctica de las obras de misericordia: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; estaba enfermo, y me visitasteis... En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis... E irán los justos a la vida eterna”.

7. Nos narra San Juan que los judíos estaban inquietos por el origen de Jesús y se lo manifiestan: - "Si eres el Cristo, dínoslo claramente de una vez". - "Os lo he dicho con toda claridad y no me habéis creído". Tenéis ante vuestros ojos mis credenciales, mis obras. Pero no me creéis porque no sois de las ovejas de mi rebaño, pues "Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen" Juan 10, 27. Los que escuchan su voz están abiertos al proyecto de Dios y lo miran con simplicidad, sin condicionarlo ni prejuzgarlo. Para comprender a alguien es necesario sintonizar con él, poseer una mínima afinidad con él, simpatizar con su persona y escucharle atentamente para poder comprender lo que nos dice o intenta transmitirnos. Poco a poco, contando con el factor tiempo, el que así escucha, acaba no sólo por entenderle, sino por identificarse con él.

8. Ocurre en Palestina donde hay muchos y distintos rebaños. Cuando llega el pastor por la mañana al redil, donde la noche anterior diferentes pastores han encerrado sus propios rebaños, comienza a llamar a las ovejas, y cada una reconoce la voz de su pastor. ¿Es fácil reconocer la voz del pastor? Para las ovejas sí lo es. El timbre de una voz queda grabado en el oído de las ovejas a fuerza de tanto oírlo y de sentir una querencia por él. Nosotros tenemos a nuestro alcance la posibilidad de oír cuantas veces queramos la voz del Pastor.

9. "Las ovejas oyen y conocen su voz". Escuchan la palabra de Dios, que levanta el alma caída, desinfla la hinchada, corta lo superfluo, suple lo defectuoso y sana las almas. Porque es espada de dos filos (Hb 4,2), que corta lo que estorba y lo que impide el crecimiento. No nos cansemos de oír su palabra. Cuando leemos la Escritura es la voz de Jesús la que nos habla, es su misma palabra la que escuchamos. Por eso quien desconoce la Escritura desconoce a Cristo (ambos Testamentos) dice San Jerónimo. Pero hay que conocerla genuinamente, e integralmente, no leerla ni funtamentalísticamente, ni selectivamente y a retazos, discriminando y eliminando los más exigentes, teniendo en cuenta el género literario y la cultura en que se escribió. Para captar el mensaje de la Escritura, es necesario oír su explanación o exégesis. Y, sobre todo, orar la Escritura: "El Espíritu os enseñará toda la verdad" (Jn 16,13). Un paso más será conocer a los Santos Padres, que gozaron de un carisma especial para su interpretación: "Dios les dio una sabia perspicuidad para penetrar en el valor de la palabra revelada" (Card. Herrera). Y conocer a los místicos, a los nuestros sobre todo: San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Y escuchar el Magisterio de la Iglesia. En el Sínodo del Concilio, afirmaron los Padres sinodales: "La Iglesia se prepara para el año 2000 celebrando los Santos Misterios de Cristo bajo la Palabra de Dios para la salvación del mundo".

10. Las hagiografías de los grandes cristianos que vivieron con heroísmo la Palabra, son un espléndido manjar y sustancioso, que no podemos despreciar: La Iglesia ha puesto en el candelero a Santa Teresita del Niño Jesús, Nueva Doctora de La Iglesia, luz para la modernidad. Y a otros muchos, innumerables.

11. Pero hay que oír su voz también en los acontecimientos y en las vicisitudes por las que estamos pasando, o por las que hemos de vivir. También le hemos de escuchar en lo que nos dice un hermano o la comunidad, o en el consejo que cualquiera pueda darnos. No nos creamos portadores seguros y únicos de la verdad, que nos estrellaremos y sembraremos de sal el campo de la Iglesia, queriendo acaparar, y apagaremos el Espíritu.

12. "Yo las conozco". El nos conoce a fondo, tal como somos y sin las caretas que nos ponemos para vivir en sociedad. "Y ellas me siguen". No se trata pues de tener un conocimiento conceptual y teórico de Jesús, sino de seguirle vitalmente, caminando con él, rastreando sus huellas: "El que quiera venir en pos de mí, tome su cruz cada día, y que me siga" (Mt 10,38). Los oyentes de Jesús, todos oían, pero no todos escuchaban, ni menos, no todos practicaban. Por eso dijo: "No todo el que dice: "Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos; sino el que cumple la voluntad de mi Padre" (Mt 7,21).

13. "Y yo le doy la vida eterna". Quiere que vivamos para siempre con él. Cuando dos se aman sienten horror de tener que separarse algún día. Cuentan los días y los minutos. Alejandro Casona en “Corona de amor y muerte» dice en el acto 3.° «Diez años. Pero ¿sabes, lo que son diez años felices de mujer? No, pobre Pedro, ni lo sospechas siquiera. Son tres mil días de angustia entre todos los miedos posibles: el de perder la juventud y la belleza, el de no en¬contrarte una mañana al despertar, el de sólo pen¬sar que dejaras de quererme. Y, a veces, el más terrible y estúpido de todos: el miedo de que algún día, sin saber cómo, pudiera dejar de quererte yo». (Madrid 1967). A Jesús nadie podrá arrebatarle de la mano al que él conoce y ama y le da la vida. Imaginad una mano grande. Imaginad que cada uno de nuestros nombres están tatuados en esa mano: "En mis manos te llevo tatuada" (Is 49,16). Cuando alguien quiere quitarle nuestro corazón de su mano El nos aprieta más fuerte y no nos suelta. Y da como la razón de esa unión con él: "que mi Padre me las ha dado". Es la respuesta de un niño, cuando queremos quitarle algo de su mano, aunque sea jugando: Me lo ha dado mi padre. Y como yo y el Padre somos uno, tampoco nadie podrá arrebatarlas de la mano de mi Padre. Fieras salvajes, lobos y hienas, causaban espanto a los pastores. Esa era la hora de conocer al pastor genuino y auténtico. Al que apacentaba por el salario y al que lo hacía por amor. Aquél huía ante las fieras, éste las defendía con la honda, el báculo, a brazo partido. Jesús, el Buen Pastor no deja a sus ovejas en las garras del león. Muere en la cruz por salvar sus ovejas, nosotros. Jesús nos comunica su unión íntima e inefable con el Padre, llena a rebosar de cariño y de ternura. Y con ese amor, la mano de los dos nos tienen aprisionados con afecto inenarrable, que hemos de agradecer y pedir que crezca para nuestra fidelidad y gloria de los dos.

14. Como "ovejas de su rebaño" Salmo 99, esperamos, pasada la gran tribulación, lavados y blanqueados nuestros mantos en la Sangre del Cordero, ser conducidos hacia fuentes de aguas vivas. "Allí Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos" Apocalipsis 7, 9. A esa fuente de aguas vivas venimos hoy a beber en la Eucaristía, "donde hace el universo nuevo", acompañados por la celestial Madre del Buen Pastor
Por: P. Jesús Martí Ballester



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sábado, 6 de mayo de 2017

¡Señor, creo!



Todo es obra de la gracia de Dios, que exige respuesta nuestra, que exige fe.

La Iglesia nos presenta varios Evangelios donde se nos habla de la Eucaristía, preanunciada en la multiplicación de los panes y prometida en la sinagoga de Cafarnaúm. La Liturgia de la Iglesia no hace nada semejante con ninguna otra página del Evangelio. ¿Por qué esta insistencia?...

Pues, sencillamente: porque la Iglesia sabe que en la Eucaristía tiene la fuente de donde emana toda su vida, y sabe también que toda la vida de sus hijos --la de todos nosotros-- debe desembocar siempre en la Eucaristía. O comulgamos y tenemos la vida de Dios, o no comulgamos y la vida de Dios está en nosotros casi agónica, si no muerta del todo...

El Evangelio de la promesa de Cafarnaúm nos hace ver el desenlace de aquella dramática discusión de Jesús con sus rivales en la sinagoga, cuando les aseguró: -Yo soy el pan bajado del cielo. Y si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tendréis vida en vosotros. Esta página nos declara la actitud de todos ante la Eucaristía, hoy como entonces.

A los escribas y fariseos, que llevaban la voz cantante en la sinagoga, les oímos decir:

- Pero, ¿cómo puede éste darnos a comer su carne y a beber su sangre? ¡Imposible!...
Otros --y esto es lo peor, porque éstos son discípulos--, que dicen lo que leemos:

- ¿Qué duro y repugnante es este lenguaje! ¿Quién lo va a entender y aceptar?...

Finalmente, a los incondicionales que no dudan, como Pedro, el cual nos pondrá en los labios la última palabra de este drama.

Jesús está triste, vamos a hablar así. Se esperaba la reacción negativa de los jefes judíos. Pero no podía pensar que los suyos le iban a negar su adhesión y la fe. Por eso se queja ahora:
- ¿Esto que os he dicho os escandaliza? Pues, ¿qué diríais si me vieseis subir al cielo, donde estaba antes?

Jesús les tiende una mano, para que no les falle la fe y no se consuma la ruptura, porque entonces están perdidos, y les dice y aconseja:
- No hagáis caso de las apariencias. El Espíritu es quien da la vida, y os pido que juzguéis no según la carne, sino según el Espíritu. Mis palabras son espíritu y vida.

Judas, el que dentro de un año lo va a traicionar y entregar, es el primero en meter cizaña entre el grupo. Jesús se da cuenta, lo mira escrutador, y dice a todos disimulando con delicadeza:
- ¿Cómo es que hay algunos entre vosotros que no creen?...

¡A ver si Judas y otros se dan por aludidos!... Jesús pasea entre ellos su mirada adolorida, y continúa:
- Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí y creer en mí, si mi Padre no lo atrae.

Todo es obra de la gracia de Dios, que exige respuesta nuestra, que exige fe.

Aquellos discípulos disidentes no quieren dar esta respuesta a la palabra de Jesús, y se marchan despectivos, aunque Judas se queda en el grupo, pero cada vez más receloso y alejado espiritualmente.

Al ver Jesús cómo se le marchan, se dirige a los Doce, que están pensativos:
- ¿También vosotros os queréis ir y dejarme solo?

Menos mal que Pedro toma la palabra decidido, y responde en nombre de los compañeros fieles con unas palabras que expresarán la fe de la Iglesia en todos los siglos por venir:

- ¡Señor! ¿Y a quién vamos a ir? A nadie fuera de ti. Pues solo Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído que Tú eres el santo y el enviado de Dios.

Cualquiera que sabe leer el Evangelio se da cuenta de que la popularidad de Jesús cae vertiginosamente en Galilea. Si le llegan hasta tomar por un alucinado y un loco.

¡Mira que ya es algo demasiado eso de decir que va a dar de comer su carne y beber su sangre!...

Éste es un Evangelio doloroso. Y somos nosotros los que podemos decir a Jesús como Pedro y con la primera Iglesia: -¡Señor, creo!..., igual que podemos decirle con mucho retintín, como los incrédulos de la sinagoga: -¡Eso, eso...!

Ante el misterio de la Eucaristía no hay más razones que valgan sino la fe ciega en la palabra de Jesús:

¡Creo, y basta!... ¡Lo dice Él, y tengo bastante!... No veo nada, ¡pues, mucho mejor! Mayor gloria le doy a Él y mayor mérito tengo yo...

Si los otros dicen que esto no es más que un recuerdo de Jesús, yo me atengo a su Palabra, que me dice categóricamente y sin más explicaciones : -Esto es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre...

Sin embargo, el mejor acto fe será siempre la asiduidad en participar del sacrificio del Altar, en recibir la Comunión, y en adorar al Señor en el Sacramento, donde permanece por nosotros con presencia continua.

La Santa Misa, la Sagrada Comunión, la Visita y la Hora Santa son el apogeo de la fe.

No hay miedo de que falle nunca el que hace de la Eucaristía el centro de toda vida espiritual...

¡Señor Jesucristo! ¡Gracias porque te nos diste de modo tan admirable, y porque te quedaste entre nosotros de manera tan amorosa! Danos a todos una fe viva en el Sacramento del amor. Que la Misa dominical sea el centro de nuestra semana cristiana, la Comunión nos sacie el hambre que tenemos de ti, y el Sagrario se convierta en el remanso tranquilo donde nuestras almas encuentren la paz....
Por: Pedro García, Misionero Claretiano



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viernes, 5 de mayo de 2017

La belleza de la familia



Nunca, a lo largo de los siglos, ha habido ninguna otra institución natural tan atacada como lo está siendo ahora la familia.

Familia - Pixabay
Por una obligación personal contraída, hace unos meses tuve que hablar en público de la exhortación apostólica Amoris laetitia. No voy a trasladar aquí el contenido de este documento de la Iglesia porque ese no es el propósito de este artículo, pero su estudio sí que provocó en mí algunas reflexiones que quiero compartir en voz alta.
La primera está en señalar la enorme preocupación de la Iglesia por la familia. Nunca, a lo largo de los siglos, ha habido ninguna otra institución natural tan atacada como lo está siendo ahora la familia, ninguna tan zarandeada y tan herida. Creo que se puede decir, sin miedo a exagerar, que actualmente no tenemos otro problema de mayor hondura. Y no será que andamos escasos de problemas serios: los derivados de la política y de la economía, las dificultades sociales de todo tipo (el suicidio demográfico, la juventud y su futuro, la inseguridad, la soledad, el paro laboral…). Muchos y muy graves, pero ninguno tan preocupante en estos momentos como el cúmulo de dificultades con las que se encuentra la vida familiar. Estamos ante un problema con varias caras, que nos afecta a todos en diversa medida, un problema que a muchos les está suponiendo sufrimientos muy dolorosos, de los cuales una parte se exterioriza abiertamente mientras que otra buena parte queda ahogada en el más callado de los silencios.
Pienso ahora especialmente en los muchachos jóvenes, chicos y chicas, llamados al matrimonio y a la fundación de familias nuevas. ¡Qué complicado lo tienen, qué difícil! Tanto que muchos optan por no casarse porque no se ven a sí mismos como artífices de sus propias familias. Y no porque la convivencia no les resulte deseosa, que es tan apetecible como siempre, pero establecerla a través del matrimonio, no. Y menos aún si hay que pensar en fundar una familia. ¿Este modo de proceder es egoísmo?, ¿este rechazo al compromiso es culpable? Si lo fuera, ¿los culpables son ellos? Solo Dios sabe. A mí lo que sí me produce es una pena grande porque veo que no sueñan con ser esposos y esposas, padres y madres. Me da pena por ellos porque los sueños son un trampolín imprescindible para llevar la vida adelante con ánimo, y me da pena por la asfixia social que supone la falta de familias nuevas. Me da pena porque escaseando los niños y los jóvenes, escasea mucha vida. Algo falla cuando resulta más atrayente un currículo cargado de títulos que un hogar cargado de hijos. Algo muy serio debe estar fallando cuando hemos subordinado el proyecto de familia al proyecto de trabajo, en lugar de hacerlo al revés. Mucho estamos fallando cuando hemos asumido como normal la falta de fecundidad, poniendo el tope al número de hijos en dos, en uno o en ninguno. Algo falla cuando a los jóvenes, a sus padres y a sus maestros les parecen más importantes los proyectos de los hombres que los proyectos de Dios, sin caer en la cuenta, unos y otros, de que cada familia es un proyecto de Dios para sus miembros.
Si del celo que ponemos en su formación académica y profesional, pusiéramos una décima parte en su formación como futuros padres y madres, a algunos nos parecería un éxito. Al decir esto no estoy arremetiendo contra la formación, entre otros motivos porque he dedicado la totalidad de mi vida laboral a formar académicamente a centenares de muchachos, haciendo cuanto he podido para ayudarles a que llegaran tan alto como les fuera posible. Pero los hechos son tozudos, y es claro que en nuestra sociedad actual necesitamos muchos más esposos y esposas que técnicos y graduados, de la misma manera que nos hacen más falta niños que mascotas. Con un añadido, y es que los graduados, una vez graduados ya no se desgradúan. Nadie en sus cabales rompe un título universitario y tira los trozos a la papelera, aunque el título no lo pueda ejercer, mientras que son muchos los que hacen trizas su matrimonio. Redondeando las estadísticas de los últimos años, en España el número de divorcios por año dobla el de matrimonios contraídos.
Nadie dilata voluntariamente durante años y años la consecución de un título o de unas oposiciones y en cambio nuestros jóvenes, en general no se casan; bien porque rehúsan el matrimonio, bien porque los que se casan, cuando lo hacen, ya no son jóvenes. ¿Son culpables de todo esto? Pienso que algo de culpa sí les tocará, pero yo me resisto a cargar sobre ellos la responsabilidad de que no sueñen o que tengan sueños de bajos vuelos porque la responsabilidad de los sueños no recae por entero en quien tiene que soñar. Los grandes responsables de los sueños de los niños y de los jóvenes somos los adultos. Padres, sacerdotes, maestros, catequistas, y en general formadores de opinión, somos a quienes nos corresponde animar, promover, alentar, ilusionar, abrir caminos.
Y esto no lo estamos haciendo, al menos no lo estamos haciendo en la medida que socialmente necesitamos. No me refiero a la sociedad en general, porque la sociedad en general no es conductora sino conducida. No lo están haciendo los gobernantes, a los cuales les corresponde una carga mayor de culpa, porque han recibido el encargo de trabajar por el bien común y el bien común pasa, necesariamente, por la promoción y el bienestar de la familia. Pero aún es más grave y mucho más doloroso que no lo estemos haciendo muchos cristianos, los que sí creemos en la familia y decimos defenderla. No la estamos defendiendo ni promocionando porque en buena parte hemos asumido los mismos planteamientos de quienes con sus ideas o su conducta están contribuyendo a su deterioro. Fuera de una minoría ejemplar y coherente, la gran mayoría de los bautizados, con culpa o sin culpa (eso Dios lo sabe) participamos de un estilo de vida y unas costumbres que son abiertamente contrarias a la doctrina de la Iglesia sobre la familia. He aquí algunos ejemplos:
– Aceptación de la convivencia entre personas del mismo sexo igualándolo con el matrimonio.
– No es difícil comprobar que la mayor parte de las parejas de novios que piden el matrimonio católico llevan años de cohabitación prematrimonial.
– La media en el número de hijos de los matrimonios cristianos no difiere sustancialmente de la media en otras formas de convivencia entre hombre y mujer.
– No hay grandes diferencias en los datos sobre rupturas de matrimonios contraídos por la Iglesia y el resto.
– Rechazo de la maternidad y de la ancianidad. Tanto el cuidado de los hijos como el de los ancianos se imponen sobre todo como cargas difíciles de asumir y de las que hay que desprenderse cuanto antes.
Estos males son solo una muestra de un repertorio mucho más extenso con los que las familias se enfrentan, pero yo no quiero dedicarles una sola línea más. Lo que corresponde ahora es ver qué podemos hacer nosotros, los hombres y mujeres de a pie, los que no tenemos grandes responsabilidades en este campo. Pienso en tres cosas:
1) Lo primero y más importante es rezar. Rezar mucho no tanto por la familia en general -que también- cuanto por las familias concretas que conocemos, por los matrimonios en riesgo de ruptura y por los hogares en dificultades.
2) En segundo lugar, viene bien llamar a las cosas por su nombre. Una separación o un divorcio no son opciones de vida sino fracasos. En muchos casos no serán fracasos culpables, pero son fracasos. Al decir esto no se me olvidan las víctimas de estos fracasos y su sufrimiento, víctimas inocentes, especialmente los hijos, pero también la persona que se ha visto burlada y engañada por quien le había prometido compañía, amor y fidelidad. Precisamente el hecho de que haya víctimas que sufren es lo que demuestra que el divorcio o la ruptura no son opciones a las que aspirar sino desgarros dolorosos. Llamar a las cosas por su nombre exige no frivolizar con algo tan serio como el matrimonio. Y es que desde hace ya décadas hemos frivolizado mucho con el divorcio, y lo seguimos haciendo. En muchos casos parece como si el hecho de divorciarse no fuera sino un signo de puesta al día, de estar a la última. Estoy convencido de que si por causas que ahora no se me alcanzan, de repente se pusiera de moda el matrimonio indisoluble y fiel, el número de divorcios descendería de forma significativa sin más motivo que estar en la corriente dominante.
3) En tercer lugar debemos actuar. Me refiero a los matrimonios que nos mantenemos unidos pese a los baches que podamos coger y las dificultades que haya que superar. Quienes no podemos influir directamente en las leyes ni disponemos de medios para generar corrientes de opinión puede parecer que no podemos hacer nada. Pero eso no es cierto. Tenemos una gran responsabilidad, especialmente los matrimonios cristianos, en mostrar la belleza del matrimonio y de la familia. No se trata de llevar adelante tareas especiales ni grandes trabajos, sino en no apagar la luz que nos ha sido dada. Luego, si hay matrimonios concretos a los que se piden otras responsabilidades, que respondan, pero en principio, todo matrimonio normal está llamado a ser luz para los que les rodean. A mí me parece que esto suele pasar desapercibido y por eso creo que viene bien recordarlo. Me vienen a la memoria unos versos de Antonio Machado:
El ojo que tú ves no es
ojo porque tú lo veas,
es ojo porque te ve.
Para hablar con rigor, habría que hacer alguna objeción importante a los versos de nuestro poeta, pero para el propósito que aquí se sigue, podemos parafrasearle y decir que la luz que un buen matrimonio desprende no es luz porque lo vean quienes la irradian, sino porque lo ven los demás. Ojalá haya muchos y ojalá sepamos ayudar a verlo, sobre todo a los jóvenes.
Por: Estanislao Martín Rincón



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