Formar a la
gente joven es una tarea entusiasmante: labor que Dios mismo ha delegado
fundamentalmente en los padres
Formar a la gente joven es una tarea
entusiasmante: labor que Dios mismo ha delegado fundamentalmente en los padres.
Trabajo delicado y fuerte, paciente y alegre, no exento de perplejidades, que
lleva tantas veces a dirigirse al Señor, en busca de luz.
Educar es obra de artista que quiere llevar a plenitud las potencialidades que
residen en cada uno de sus hijos: ayudar a descubrir la importancia de
preocuparse por los demás, enseñar a ser creadores de relaciones auténticamente
humanas, a vencer el miedo al compromiso... Capacitar, en definitiva, a cada
una y a cada uno para que pueda responder al proyecto de Dios sobre sus vidas.
Al mismo tiempo que siempre habrá dificultades ambientales y aspectos
mejorables, San Josemaría anima a los padres a mantener el corazón joven, para
que les sea más fácil recibir con simpatía las aspiraciones nobles e incluso
las extravagancias de los chicos.
La vida cambia, y hay muchas cosas nuevas que quizá no nos gusten –hasta es
posible que no sean objetivamente mejores que otras de antes–, pero que no son
malas: son simplemente otros modos de vivir, sin más trascendencia. En no pocas
ocasiones, los conflictos aparecen porque se da importancia a pequeñeces, que
se superan con un poco de perspectiva y sentido del humor[1].
Partimos de que en la difícil tarea de educar siempre podremos mejorar, y de
que no hay educación perfecta: hasta de los errores se aprende. Merece la pena
dedicar tiempo a actualizar nuestra formación con un objetivo claro: educamos
para la vida.
Autoridad y libertad
Cuando los padres, confundiendo felicidad con bienestar, centran sus esfuerzos
en procurar que sus hijos tengan de todo, que lo pasen lo mejor posible y que
no sufran ninguna contradicción, se olvidan de que lo importante no es sólo
querer mucho a los hijos –eso ya suele darse– sino quererlos bien. Y,
objetivamente, no es un bien para ellos que se encuentren todo hecho, que no
tengan que luchar.
La lucha y el esfuerzo que comporta son imprescindibles para crecer, para
madurar, para apropiarse de la existencia personal y dirigirla con libertad,
sin sucumbir acríticamente a cualquier influencia externa.
Al mismo tiempo que siempre habrá dificultades ambientales y aspectos
mejorables, San Josemaría anima a los padres a mantener el corazón joven, para
que les sea más fácil recibir con simpatía las aspiraciones nobles e incluso
las extravagancias de los chicos.
La vida cambia, y hay muchas cosas nuevas que quizá no nos gusten –hasta es
posible que no sean objetivamente mejores que otras de antes–, pero que no son
malas: son simplemente otros modos de vivir, sin más trascendencia. En no pocas
ocasiones, los conflictos aparecen porque se da importancia a pequeñeces, que
se superan con un poco de perspectiva y sentido del humor[1].
Partimos de que en la difícil tarea de educar siempre podremos mejorar, y de
que no hay educación perfecta: hasta de los errores se aprende. Merece la pena
dedicar tiempo a actualizar nuestra formación con un objetivo claro: educamos
para la vida.
El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que ignorar la situación real del
hombre, su naturaleza herida, da lugar a graves errores en la educación[2].
Contar con el pecado original y con sus consecuencias –debilidad, inclinación
al mal y por tanto necesidad de luchar contra uno mismo, de vencerse– es
indispensable para formar personas libres.
Un niño o un joven, abandonado a los gustos e inclinaciones de su naturaleza,
desciende por un plano inclinado que termina por anquilosar las energías de su
libertad. Si esa tendencia no se contrarresta con una exigencia adecuada a cada
edad, que provoque lucha, tendrán después serias dificultades para realizar un
proyecto de vida que merezca la pena.
Querer bien a los hijos es ponerles en situación de alcanzar dominio sobre sí
mismos: hacer de ellos personas libres. Para ello, es innegable la necesidad de
marcar límites e imponer reglas, que no sólo cumplan los hijos, sino también
los padres.
Educar es también proponer virtudes: abnegación, laboriosidad, lealtad,
sinceridad, limpieza..., presentándolas de forma atractiva, pero a la vez sin
rebajar su exigencia. Motivar a los hijos para que hagan las cosas bien, pero
sin exagerar, sin dramatizar cuando llegan los fracasos, enseñándoles a sacar
experiencia. Animarles a ambicionar metas nobles, sin suplirles en el esfuerzo.
Y, sobre todo, es necesario fomentar la autoexigencia, la lucha; una
autoexigencia que no debe presentarse como un fin en sí misma, sino como un
medio para aprender a actuar rectamente con independencia de los padres.
El niño, el joven, todavía no comprende el sentido de muchas obligaciones. Para
suplir su natural falta de experiencia necesita apoyos firmes: personas que,
habiendo ganado su confianza, le aconsejen con autoridad. Necesita, en
concreto, apoyarse en la autoridad de los padres y de los profesores, que no
pueden olvidar que parte de su papel es enseñar a los hijos a desenvolverse con
libertad y responsabilidad.
Como decía san Josemaría, los padres que aman de verdad, que buscan
sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las
consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada
perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de
servir a Dios[3].
La autoridad de los padres ante los hijos no viene de un carácter rígido y
autoritario; se basa más bien en el buen ejemplo: en el amor que se tienen los
esposos, en la unidad de criterio que los hijos ven en ellos, en su
generosidad, en el tiempo que les dedican, en el cariño –cariño exigente– que
les muestran, en el tono de vida cristiana que dan al hogar; y también, en la
claridad y confianza con que se les trata.
Esta autoridad debe ejercitarse con fortaleza, valorando lo que es razonable
exigir en cada edad y situación; con amor y con firmeza; sin dejarse vencer por
un cariño mal entendido, que podría conducir a evitar disgustar a los hijos por
encima de todo y que, a la larga, provocaría una actitud pasiva y caprichosa.
Se esconde una gran comodidad —y a veces una gran falta de responsabilidad— en
quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa
de evitar el sufrimiento a otros (...)[4]. Son los padres los que deben guiar,
conjugando autoridad y comprensión. Dejar que los caprichos de los hijos
gobiernen la casa indica a veces la comodidad de evitar situaciones incómodas.
Con paciencia, conviene hacerles ver cuándo han obrado mal. Así se va formando
también su conciencia, no dejando pasar las oportunidades de enseñar a
distinguir el bien del mal, lo que se debe hacer y evitar. Con razonamientos
adecuados a su edad, se irán dando cuenta de lo que agrada a Dios y a los
demás, y del porqué.
Madurar supone salir de uno mismo, y esto comporta sacrificios. El niño, al
principio, está centrado en su mundo; crece en la medida en que comprende que
él no es el centro del universo, cuando comienza a abrirse a la realidad y a
los demás.
Esto conlleva aprender a sacrificarse por sus hermanos, a servir, a cumplir sus
obligaciones en la casa, en la escuela y con Dios; implica también obedecer;
renunciar a los caprichos; procurar no disgustar a sus padres... Es un
itinerario que nadie puede recorrer solo. La misión de los padres es sacar lo
mejor de ellos, aunque a veces duela un poco.
Con cariño, con imaginación y fortaleza, se les debe ayudar a ganar una
personalidad sólida y equilibrada. Con el tiempo, también los hijos
comprenderán con más hondura el sentido de muchos comportamientos, prohibiciones
o mandatos de sus padres, que entonces podían parecer algo arbitrarios; se
llenarán de agradecimiento, también por aquellas palabras claras o momentos de
más severidad –no fruto de la ira, sino del amor– que entonces les hicieron
sufrir. Además, habrán aprendido ellos mismos a educar a las generaciones
futuras.
Educar para la vida
Educar es preparar para la vida, una vida que ordinariamente no está exenta de
dificultades: habitualmente hay que esforzarse para alcanzar cualquier objetivo
en el ámbito profesional, humano o espiritual. ¿Por qué entonces ese miedo a
que los hijos se sientan frustrados cuando les falta algún medio material?
Tendrán que aprender lo que cuesta ganarse la vida y convivir con personas de
mayor inteligencia, fortuna, o prestigio social; afrontar carencias y
limitaciones, materiales o humanas; asumir riesgos, si quieren acometer
empresas que merezcan la pena; y vérselas con el fracaso, sin que esto provoque
el derrumbamiento personal.
El afán de allanarles el camino, para impedir el más mínimo tropiezo, lejos de
causarles un bien, les debilita y les incapacita para afrontar las dificultades
que encontrarán en la universidad, en el trabajo o en la relación con los
demás. Sólo se aprende a superar obstáculos afrontándolos.
No hay ninguna necesidad de que los hijos posean de todo, ni de que lo posean
al momento cediendo a sus caprichos. Al contrario, deben aprender a renunciar y
a esperar: ¿no es verdad que en la vida hay muchas cosas que pueden esperar y
otras que necesariamente deben esperar? En efecto, Benedicto XVI sostiene que
“no debemos depender de la propiedad material; debemos aprender la renuncia, la
sencillez, la austeridad y la sobriedad”[5].
Un exceso de protección, que aleje al hijo de cualquier contrariedad, le deja
indefenso ante el ambiente; esta actitud proteccionista contrasta radicalmente
con la verdadera educación.
El término educar deriva de las voces latinas e-ducere y e-ducare. La primera
etimología está relacionada con la acción de suministrar valores que conducen
al pleno desarrollo de la persona. La segunda es indicativa de la acción de
extraer de ella lo mejor que puede dar de sí misma, al modo que hace el artista
cuando extrae del bloque de mármol una bella escultura. En cualquiera de las
dos acepciones, la libertad del educando juega un papel decisivo.
En vez de mantener una actitud proteccionista, es conveniente que los padres
faciliten a los hijos la oportunidad de tomar decisiones y asumir sus
consecuencias, de modo que puedan resolver sus pequeños problemas con esfuerzo.
En general, conviene promover situaciones que favorezcan su autonomía personal,
objetivo prioritario de cualquier tarea educativa. Al mismo tiempo, hay que
tener en cuenta que esa autonomía debe ser proporcional a su capacidad de ejercerla;
no tendría sentido dotarles de unos medios económicos o materiales que no saben
todavía emplear con prudencia; ni dejarles solos ante el televisor o navegando
en internet; como tampoco sería lógico ignorar en qué consisten los videojuegos
que tienen.
Educar en la responsabilidad es la otra cara de educar en la libertad. El afán
por justificar todo lo que hacen dificulta que se sientan responsables de sus
equivocaciones, privándoles de una valoración real de sus actos y, como
consecuencia, de una fuente indispensable de conocimiento propio y de
experiencia. Si, por ejemplo, en vez de ayudarles a asumir un bajo rendimiento
escolar, se echa la culpa a los profesores o a la institución académica, se irá
formando en ellos un modo irreal de enfrentarse con la vida: sólo se sentirían
responsables de lo bueno, mientras que cualquier fracaso o error sería causado
desde fuera.
Se alimenta de ese modo una actitud habitual de queja, que echa siempre la
culpa al sistema o a los compañeros de trabajo; o una tendencia a la
autocompasión y a la búsqueda de compensaciones que conduce a la inmadurez.
Educar siempre
Todos estos planteamientos no son específicos de la adolescencia o de etapas
especialmente intensas en la vida de un hijo. Los padres –de un modo o de otro–
educan siempre. Sus actuaciones nunca son neutras o indiferentes, aunque los
hijos tengan pocos meses de vida. Precisamente no es nada extraña la figura del
pequeño tirano, el niño de 4 a 6 años que impone en casa la ley de sus
caprichos, desbordando la capacidad de los padres para educarlo.
Pero los padres no sólo educan siempre sino que además deben educar para
siempre. De poco serviría una educación que se limitara a resolver las
situaciones coyunturales del momento, si olvidara su proyección futura. Está en
juego dotarles de la autonomía personal necesaria. Sin ella quedarían a merced
de todo tipo de dependencias. Unas más visibles, como las relacionadas con el
consumismo, el sexo, o la droga; y otras más sutiles, pero no por ello menos
importantes, como las procedentes de algunas ideologías de moda.
Hay que tener en cuenta que el tiempo que los hijos permanecen en el hogar
familiar es limitado. Es más, incluso durante ese periodo, el tiempo que
transcurren al margen de los padres es muy superior al de convivencia real con
ellos. Pero ese tiempo es preciosísimo. Muchas personas se encuentran hoy con
serias dificultades para estar con sus hijos y, ciertamente, ésta es una de las
causas de algunas situaciones que hemos descrito.
Efectivamente, cuando se ve poco a los hijos, se hace mucho más difícil
exigirles: en primer lugar porque se ignora lo que hacen y no se les conoce
bien; y también porque se puede hacer muy cuesta arriba amargar con incómodas
exigencias los escasos momentos de convivencia familiar. Nada puede suplir la
presencia en el hogar.
Confianza
La autoridad de los padres depende mucho del cariño efectivo que perciben los
hijos. Se sienten verdaderamente queridos cuando ordinariamente se les presta
atención e interés, y cuando ven que se hace lo posible por dedicarles tiempo.
En este contexto se les puede ayudar con autoridad y con acierto: cuando se
conocen sus preocupaciones, las dificultades que atraviesan con el estudio o
con las amistades, los ambientes que frecuentan; cuando se sabe en qué emplean
su tiempo; cuando se ve cómo reaccionan, qué les alegra o les entristece;
cuando detectamos sus victorias o derrotas.
Los niños, los adolescentes y los jóvenes necesitan hablar sin miedo con sus
padres. ¡Cuánto se adelanta en su formación cuando hemos conseguido que haya
comunicación y diálogo con nuestros hijos! San Josemaría así lo aconsejaba:
Aconsejo siempre a los padres que procuren hacerse amigos de sus hijos. Se
puede armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación
requiere, con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al
mismo nivel de los hijos.
Los chicos —aun los que parecen más díscolos y despegados— desean siempre ese
acercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele estar en la
confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den
jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a
administrarla con responsabilidad personal.
Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los
hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en
cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán
movidos a engañar siempre[6].
Hay que alimentar constantemente este ambiente de confianza, creyendo siempre
lo que digan, sin recelos, no permitiendo nunca que se cree una distancia tan
grande que se haga difícil de cerrar.
La ayuda de profesionales de la educación en los colegios o instituciones a los
que asisten nuestros hijos puede ser de gran ayuda: en la tutoría o
preceptuación los chicos pueden recibir una formación personal valiosísima.
Pero esta labor de asesoramiento no debe quitar el protagonismo a los padres. Y
esto supone tiempo, dedicación, pensar en ellos, buscar el momento adecuado,
aceptar sus formas, dar confianza...
Conviene apostar fuerte por la familia; sacar tiempo de donde parece no
haberlo, y aprovecharlo al máximo. Supone mucha abnegación y no pocas veces
implicará sacrificios grandes, que en algunos casos podrían incluso afectar a
la posición económica. Pero el prestigio profesional bien entendido forma parte
de algo más amplio: el prestigio humano y cristiano, en el que el bien de la
familia se sitúa por encima de los éxitos laborales. Los dilemas, a veces
aparentes, que puedan darse en este campo, se deben resolver desde la fe y en
la oración, buscando la voluntad de Dios.
La virtud de la esperanza es muy necesaria en los padres. Educar a los hijos
produce muchas satisfacciones, pero también sinsabores y preocupaciones no
pequeñas. No hay que dejarse llevar por sentimientos de fracaso, pase lo que
pase. Al contrario, con optimismo, con fe y con esperanza, se puede recomenzar
siempre. Ningún esfuerzo será vano, aunque pueda parecer que llega tarde o no
se vean los resultados.
La paternidad y la maternidad no terminan nunca. Los hijos están siempre
necesitados de la oración y del cariño de sus padres, también cuando ya son
independientes. Santa María no abandonó a Jesús en el Calvario. Su ejemplo de
entrega y sacrificio hasta el final puede iluminar esta apasionante tarea que
Dios encomienda a las madres y a los padres. Educar para la vida: tarea de
amor.
--------------
[1] San Josemaría, Conversaciones, n. 100.
[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 407.
[3] San Josemaría, Conversaciones, n. 104.
[4] San Josemaría, Surco, n. 577
[5] Benedicto XVI, audiencia 27 de mayo de 2009
[6] San Josemaría, Conversaciones, n. 100.
Por: A. Villar | Fuente: http://www.sontushijos.org