Pecado
Los pecados,
aunque sean chicos, sobre todo si son habituales, frenan el crecimiento
espiritual, y no dejan alcanzar la santidad.
–«Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen».
–Ése es,
según el P. Amorth, el octavo sacramento para la salvación.
Si pensamos
que «en Dios vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28), y que es Él quien
«actúa en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13),
pareciera que resistir en nosotros la acción de Aquel que nos está dando
el ser y el obrar, rechazarle, ofenderle, preferir nuestra voluntad a la suya,
es decir, pecar, podría producir en nosotros el aniquilamiento de nuestro
ser, una recaída en la nada. Sin embargo, no es así, sino que durante
la vida presente, tiempo de gracia y de conversión, la misericordia de
Dios aguanta nuestra miseria, ofreciéndonos siempre a quienes rechazamos
su don por el pecado la gracia de la conversión y del per-don.
Ya en el
párrafo anterior se expresa por qué y cómo el pecado causa efectos pésimos.
Pero si describimos estos efectos, eso nos ayudará a entender la condición
horrible del pecado. Es como si una persona nos explicara la fuerza destructora
de una bomba. Lo entenderíamos más o menos. Pero si nos llevara a un lugar
donde esa bomba, no más grande que una botella, redujo a escombros un edificio
de veinte pisos, será entonces, viendo las ruinas, cuando acabemos de
enterarnos del poder destructor de la bomba.
Consideremos,
pues, las consecuencias del pecado, que siempre son terribles en sí
mismas.
* * *
–El pecado
original produjo
en el hombre y en el mundo tremendas consecuencias, efectos que se ven
actualizados en cierta medida por todos los pecados personales posteriores. El
pecado, enseña Trento, dejó al hombre bajo el influjo del Demonio y enemigo de
Dios; y «toda la persona de Adán fue mudada en peor, según cuerpo y alma» (Dz
1511; cf. Orange II: Dz 371, 400). Deterioró, pues, profundamente toda
la naturaleza humana, despojándola de la santidad e integridad en la que había
sido creada, inclinándola al mal, ofuscando la razón, debilitando la voluntad,
trastornando gravemente las sensaciones, pasiones y sentimientos. Hizo del
hombre un mortal, un viviente deudor de la muerte. Al mismo tiempo, la creación
entera se hizo hostil al hombre, por cuyo pecado fue «maldita la tierra» (Gén
3,17), quedando sujeta a «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21).
Por tanto,
el pecado está siempre en el origen de los innumerable sufrimientos y maldades
de la humanidad, y de cada hombre, a lo largo de los siglos. Y estará hasta que
vuelva el Cristo glorioso y sujete todas las cosas «a quien a Él todo se lo
sometió, y Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).
–El pecado
mortal separa
al hombre de Dios, y lo deja, si es cristiano, como un miembro muerto del
Cuerpo místico de Cristo, como un sarmiento de la santa Vid que está
muerto, sin vida y sin fruto; lo desnuda del hábito resplandeciente de la
gracia, y profana el Templo vivo de Dios. Por él se pierden todos los méritos
adquiridos por las buenas obras –aunque la vuelta a la gracia puede hacerlos
revivir (STh 111,89,5)–. El pecador, sujeto a Satanás, se hace por el
pecado mortal merecedor de la condenación eterna. «Cayó la corona de nuestra
cabeza. ¡Ay de nosotros, que pecamos!» (Lam 5,16)…
El pecado
aniquila de algún modo la persona humana, al separarla de Dios, al desfigurar en ella la
imagen de Dios. Los hombres por el pecado «sirvieron a las criaturas en lugar
de al Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,25), y de ahí vinieron
sobre él todos los males que les aplastan (1,25-33). El pecador, por su pecado,
dice San Agustín, «se aparta de Dios, que es la luz verdadera, y se vuelve
ciego. Todavía no siente la pena, pero ya la lleva consigo» (Sermón
117,5). «¿Te parece pequeña esta pena? ¿Es cosa baladí el endurecimiento del
corazón y la ceguera del entendimiento?» (In Psalmos 57,18).
«Como el cuerpo muere cuando le falta el alma, así el alma muere cuando pierde
a Dios. Y hay una diferencia: la muerte del cuerpo sucede necesariamente; pero
la del alma es voluntaria» (In Ioannis 41,9-12; cf. Rm 7,24-25).
El Señor le
dice a Santa Catalina de Siena: «El que está en el amor propio de sí mismo,
está solo, ya que está separado de mi gracia y de la caridad de su prójimo.
Estando privado de mí por su pecado, se convierte en nada, porque
sólo yo soy el que soy» (Diálogo II,4,3). Y la misma santa
escribe: «La criatura se convierte en lo que ama: si yo amo el pecado, el
pecado es nada, y he aquí que me convierto en nada» (Lettere,
Florencia, Giunti 1940, I,105-106).
El pecado,
con inexorabilidad ontológica, aplasta al hombre, lo atormenta, enferma y mata, al
separarle de Dios, que es su vida. Con razón llora el salmista: «No tienen
descanso mis huesos, a causa de mis pecados; mis culpas sobrepasan mi cabeza,
son un peso superior a mis fuerzas; mis llagas están podridas y supuran por
causa de mi insensatez; voy encorvado y encogido, todo el día camino sombrío,
tengo las espaldas ardiendo, no hay parte ilesa en mi carne, estoy agotado,
deshecho del todo» (Sal 37,4-9).
La condición
monstruosa del pecador ha sido vista por los santos con gran lucidez. Santa Teresa
escribe: «No hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra, que [el
pecador] no lo esté mucho más… Si lo entendiesen, no sería posible a ninguno
pecar». Todo el hombre se ve profundamente trastornado: «¡Qué turbados quedan
los sentidos! Y las potencias [razón, memoria, voluntad] ¡con qué ceguera, con
qué mal gobierno!… Oí una vez a un hombre espiritual que no se extrañaba de las
cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía» (1
Morada 2,1-5).
–El pecado
venial no mata
al hombre, pero le debilita y enferma; le aleja un tanto de Dios, aunque no
llega a separarle de él. Las funestas consecuencias de los pecados veniales
podrían resumirse en estas cuatro 1.–Refuerzan la inclinación al mal,
dificultando así el ejercicio de aquellas virtudes que, con los actos buenos e
intensos, debieran haberse acrecentado. 2.–Predisponen al pecado mortal,
como la enfermedad a la muerte, pues «el que en lo poco es infiel, también es
infiel en lo mucho» (Lc 16,10). 3.–Nos privan de muchas gracias actuales
que hubiéramos recibido en conexión con aquellas gracias actuales que por el
pecado venial rechazamos. Uno, por ejemplo, rechazando por pereza la gracia de
asistir a un retiro espiritual, se ve privado quizá de unas luces o de un
encuentro personal que hubieran sido decisivos para su vida. Los pecados
veniales no hacen perder la gracia de Dios, pero desbaratan muchas gracias
actuales de gran valor. 4.–Impiden así que las virtudes se vean
perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo. Es decir, nos frenan
decisivamente en nuestro caminar hacia la perfección evangélica, es decir,
hacia la santidad. Sobre todo, claro está, cuando son plenamente deliberados y
más si son habituales o frecuentes. Insistiré en esto:
* * *
Los pecados,
aunque sean chicos, sobre todo si son habituales, frenan el crecimiento
espiritual, y no dejan alcanzar la santidad. Dios nos ha manifestado muy claramente que quiere
que seamos plenamente santos; que crezcamos día a día en la vida de su gracia.
Lo dice Yahvé en el AT: «sed santos para mí, porque yo, el Señor, soy santo»
(Lev 20,26). Lo dice en el NT nuestro Señor y Salvador: «sed perfectos, como
vuestro Padres celestial es perfecto» (Mt 5,48). Lo dice igualmente el Apóstol:
«ésta es la voluntad de Dios, que seáis santos» (1Tes 4,3). ¿Por qué, entonces,
son numerosos los cristianos que dejaron de ser malos, y son no pocos
los que perseveran habitualmente en la vida de la gracia y son buenos,
pero son tan pocos los que van más adelante hasta ser perfectos y santos?
La causa próxima es evidente:
Falta la
buena doctrina y faltan guías espirituales idóneos, que de verdad ayuden al
cristiano para que, conociendo el pésimo efecto de los pecados, combata hasta
los más chicos, comprendiendo que si no lo hace, nunca llegará a la
santidad, por más que multiplique sus Misas, rosarios, oraciones, reuniones,
apostolados, retiros y ejercicios espirituales, obras benéficas, etc. Cuántos
cristianos hay que no conocen los caminos de la perfección evangélica, que les
falta doctrina verdadera para adelantar por esos caminos, y que incluso son
frenados por sus mediocres guías. Los grupos cristianos mediocres y los
directores espirituales ineptos pueden ayudar a ser buenos, pero suelen frenar
para ser santos. Recordemos, por ejemplo, el caso de Santa Teresa (Vida
23,6-18; 30,1-7).
Ella cuenta
que durante diecisiete años (¡17 años!, ya en el convento), «gran daño hicieron
a mi alma confesores medio letrados… Lo que era pecado venial decíanme que
no era ninguno; lo que era gravísimo mortal, que era venial» (5,3). «Los
confesores me ayudaban poco» (6,4). Parecerá que, al menos las verdades más
fundamentales, cualquier confesor o director las sabrá; «y es engaño. A mí me
acaeció tratar con uno cosas de conciencia, que había oído todo el curso de
teología, y me hizo harto daño en cosas que me decía no eran nada. Y sé que no
pretendía engañarme, sino que no supo más; y con otros dos o tres, sin éste, me
acaeció» (Camino Perf. 5,3). Mucho le duelen a ella aquellos años de
andar extraviada: «Si hubiera quien me sacara a volar…; mas hay –por nuestros
pecados– tan pocos [directores idóneos], que creo es harta causa para que los
que comienzan no vayan más presto a gran perfección» (Vida 13,6; lo
mismo dice San Juan de la Cruz, Subida prólogo 3; 2 Subida 18,5; Llama
3,29-31).
Ya se ve que
si el paso de ser malo a ser bueno exige milagros de la gracia de
Dios, conversiones admirables que con relativa frecuencia conocemos, el paso de
ser bueno a ser santo requiere milagros aún mucho mayores, sin
comparación menos frecuentes, pues los santos canonizables son muy pocos.
* * *
No se conoce
el gran daño que los pecados pequeños causan en la vida espiritual. Se piensa que como son pecados
chicos, causan perjuicio chicos. Y eso es falso, como bien lo explica el P.
Lallement, S. J. (+1635):
«Es extraño
ver a tantos religiosos» que no llegan a la perfección evangélica «después de
haber permanecido en estado de gracia cuarenta o cincuenta años», con misa y
oración diarias, ejercicios piadosos, obediencia, pobreza y castidad, etc. «No
hay por qué extrañarse, pues los pecados veniales que continuamente cometen
tienen como atados los dones del Espíritu Santo; de modo que no es raro que
se vean en ellos sus efectos… Si estos religiosos se dedicasen a purificar su
corazón [de tantos pecados veniales], el fervor de la caridad crecería en ellos
cada vez más, y los dones del Espíritu Santo resplandecerían en toda su
conducta; pero jamás se los verá manifestarse mucho en ellos, viviendo como
viven, sin recogimiento y sin atención al interior, dejándose llevar por sus
inclinaciones, descuidando las cosas pequeñas y evitando únicamente los
pecados más graves» (Doctrina espiritual 4 pº,3,2).
Tengamos
también conciencia de que nuestros pecados, aunque sean chicos, hacen mucho
daño a los demás: a la
comunión de los santos, debilitando su vitalidad y fuerza, y concretamente a
nuestros hermanos más próximos. ¿Nos damos cuenta del daño que los mismos
pecados veniales hacen a nuestros prójimos, tanto en lo espiritual como en lo
material? Pondré algunos ejemplos.
Un cristiano
practicante, de vida espiritual mediocre, con muchas concesiones al mundo,
causa gran daño espiritual en los suyos. Un hombre, con su frivolidad, y a
causa de ciertas ligerezas, puede perjudicar mucho a una muchacha, causándole
graves daños. Una mujer, con su desorden, su impuntualidad o su charlatanería,
un día y otro día, puede llevar a su marido al borde de la desesperación. Un
jefe de taller o de oficina, que se deja llevar por sus manías, puede hacer que
el trabajo sea diariamente para sus subordinados un verdadero purgatorio. Un
negocio, levantado con grandes sacrificios familiares, puede ser arruinado por
las pequeñas negligencias de un tarambana que lo dirige, o por su orgullo
personal, que le impide consultar lo debido. El mal genio ocasional de un cura
confesor puede alejar de la confesión e incluso de la Iglesia a una
persona de poca fe. Un joven, que por vanidad, conduce su moto con imprudencia,
puede matar a un niño…
Las culpas
pueden ser leves, pero los males por ellos causados pueden ser muy grandes. Es decir, la gravedad de
los pequeños pecados puede ser apreciada por la importancia de los males que a
veces producen. Y aún son mucho más terribles, por supuesto, los daños
causados por los pecados mortales.
* * *
–Consecuencias
del pecado en la vida presente. Son muy grandes. Por eso todos ellos, grandes o
chicos, deben ser evitados como la peste. Y por eso es muy grande la
importancia del examen de conciencia, del arrepentimiento intenso y de las
obras penitenciales, pues cuanto más profunda es la conciencia del propio
pecado, la contrición por el mismo y las penitencias realizadas para satisfacer
por las culpas, más concede Dios la reducción o incluso la anulación de la
pena temporal contraída por los pecados. La contrición, sobre todo,
con la gracia de Dios, puede y debe aniquilar (conterere, triturar,
despedazar) en el corazón la culpa, la pena eterna, y también la pena temporal.
Por eso la compunción, es decir, la actualización frecuente del
arrepentimiento, y la reiteración del sacramento de la penitencia tienen tanta
importancia para el crecimiento espiritual.
–Consecuencias
del pecado en el purgatorio, aunque la misericordia de Dios nos libre del infierno. Recordemos que en
el purgatorio (purificatorio) han de expiarse todas las penas temporales
no redimidas en esta vida, sean debidas a pecados mortales ya perdonados, o
derivadas de pecados veniales, perdonados o no antes de la muerte, por muy
leves que éstos fueren.
Enseña el Catecismo:
«Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente
purificados, aunque estén seguros de su eterna salvación, sufren después
de la muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para
entrar en la alegría del cielo» (1030); es decir, para poder llegar a la visión
beatífica de Dios. «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). Recordaré un
caso:
Sta.
Margarita María de Alacoque (+1690), muy devota de las benditas almas del
Purgatorio, cuenta en su Autobiografía: «Estando en presencia del
Santísimo Sacramento el día de su fiesta, se presentó repentinamente delante de
mí una persona, hecha toda fuego, cuyos ardores tan vivamente me penetraron,
que me parecía abrasarme con ella. El deplorable estado en que me dio a conocer
se hallaba en el Purgatorio, me hizo derramar abundantes lágrimas.
«Me dijo que
era el religioso benedictino que me había confesado una vez y me había mandado
recibir la comunión, en premio de lo cual Dios le había permitido dirigirse a
mí para obtener de mí algún alivio en sus penas. Me pidió que ofreciese por
él todo cuanto pudiera hacer y sufrir durante tres meses, y habiéndoselo
prometido, después de haber obtenido para esto el permiso de mi Superiora, me
dijo que la causa de sus grandes sufrimientos era, ante todo, porque había
preferido el interés propio a la gloria divina, por demasiado apego a su
reputación; lo segundo, por la falta de caridad con sus hermanos, y lo tercero,
por el exceso del afecto natural que había tenido a las criaturas y de las
pruebas que de él les había dado en las conferencias espirituales, lo cual
desagradaba mucho al Señor».
Durante esos
tres meses la Santa, ella misma lo cuenta, sufrió mucho, «obligada a gemir
y llorar casi continuamente […] Al fin de los tres meses le vi de bien
diferente manera: colmado de gozo y gloria, iba a gozar de su eterna dicha, y
dándome las gracias, me dijo que me protegería en la presencia de Dios. Había
caído enferma; pero, cesando con el suyo mi sufrimiento, sané al punto» (98).
Ahí tienes ustedes las consecuencias de pecados a los que tantas veces apenas
damos importancia.
–Consecuencias
del pecado en el infierno. Recordaré escuetamente lo que nos enseña el Catecismo de la Iglesia:
«Morir en
pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios
significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y
libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios
y con los bienaventurados se designa con la palabra infierno»
(1033).
–Consecuencias
del pecado en el cielo. Los efectos negativos del pecado llegan incluso al
cielo, donde tienen una consecuencia eterna, aunque sólo sea en forma negativa.
La glorificación de Dios, la bienaventuranza del justo y su poder de
intercesión en favor de los hombres, tendrán un grado correspondiente al grado
de crecimiento en la gracia alcanzado en este vida. En este sentido los
pecados, también los veniales, que impidieron una mayor crecimiento en la
santidad, aunque estén perdonados y purificados, pueden dar al bienaventurado
un grado de felicidad eterna que, siendo plena en todos ellos, será
menor que el de lo más santos… Apenas tenemos palabras para tratar de estos
temas, pero aunque sea veladamente, estas verdades y realidades nos han sido
reveladas:
Hablando San
Pablo del «esplendor de los cuerpos celestiales» dice que «uno es el resplandor
del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, y una estrella se
diferencia de la otra en el resplandor» (1Cor 15,40-41).
Por: José María Iraburu
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