Aquel pesebre, pobre y viejo, no había
pensado en su vida que acogería al Niño Dios entre sus pajas. Nosotros, en
cambio, sabemos que el Niño Jesús llegará el 24 en la noche.
En las faldas de un monte, por encima de
Belén, hay una cueva. Es pequeña y algo tosca, pero acogedora; refresca en los
días de calor, y abriga, en los de frío. Durante el año, los animales se
resguardan en ella.
Los bueyes y las vacas acuden a pastar allí. Sacian su hambre con las frescas
pajas que un mozo deposita a diario en un rústico pesebre, formado por
resistentes ramas.
- ¡Vaya existencia la mía! -se decía el pesebre-. ¡¿No se podría haber empleado
de mejor modo mi madera?!
El ganado acudía a él por necesidad, porque gusto no lo había. La mayoría de
los desayunos, cenas y comidas, terminaban en indigestión. Porque, ¿a quién le
gusta escuchar quejas mientras come?
Una noche fría de invierno, entre los aullidos del viento y la respiración
profunda de los animales que ahí dormían, llegaron dos personas a la cueva.
Venían arropados de arriba abajo. El hombre jalaba con cuidado de su
borriquillo, mientras la mujer que lo montaba, soportaba con paciencia los
dolores del parto.
- Aquí está bien -dijo el hombre apesadumbrado-. Hemos caminado bastante -suspiró-.
Me gustaría ofrecerte algo mejor, María, pero tú sabes que hoy no ha sido un
buen día…
- No te aflijas, José -le respondió María, consolándole-. Hágase Su voluntad -y
señaló con el dedo al cielo-.
Ambos se establecieron lo mejor que pudieron en la cueva, agradeciendo el calor
de los animales.
El pesebre, que jamás dormía, se enterneció al ver la situación de aquella
agotada pareja.
Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, María dio a luz a su hijo
primogénito. Los gemidos del recién nacido resonaron en la cueva, rompiendo el
silencio. Los animales se despertaron agitados en un primer momento; pero
después de desperezarse, lo contemplaron con respeto.
José tenía al niño en sus brazos y lo había envuelto en pañales. Su corazón
latía con fuerza: estaba nerviosísimo. Cuando por fin tuvo oportunidad de ver
al niño, se topó con unos grandes y preciosos ojos grises que lo miraban con
curiosidad; entonces, sintió cómo una gran emoción llenaba su alma.
María permanecía recostada sobre unas gruesas cobijas que habían traído de
Nazaret, y no le quitaba la vista a su hijo. Con un notable esfuerzo, cambió de
postura y le pidió a José que le mostrase al Niño. Cuando él se lo dio, Ella lo
cargó durante un largo rato, estrechando al niño contra su corazón.
Cuando María acabó de contemplarlo, se lo entregó a José, quien lo paseó
maravillado. Y tras una larga y silenciosa adoración, lo depositó dormido en el
pesebre.
Sonó, entonces, un redoblar de pasos, y a acto seguido entraron unos pastores
en la cueva.
- En hora buena -exclamaron al ver al Niño. Y les contaron cuanto les había
dicho el ángel-.
Cuando llegaron a la señal que les había dado el ángel: “encontrarán al niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre”, el pesebre estuvo a punto de dar
un brinco de asombro, pero recordó que el Niño Jesús aún dormía plácidamente
sobre él.
Su nombre había aparecido en los labios de los ángeles. No lo podía creer. Lo
ocurrido estaba preestablecido por Dios.
Cuando los pastores terminaron su relato, con gran admiración de los padres de
Jesús y del mismo pesebre, sacaron sus humildes regalos y se los ofrecieron al
Niño de corazón.
Una vez que los pastores se fueron y que el Niño se hubo vuelto a dormir, María
y José también se entregaron al descanso, rendidos de cansancio.
Cuando el silencio llenó de nuevo la cueva con su majestad, el pesebre se quedó
pensativo. Aún no acababa de entender lo que habían dicho los pastores.
- ¿Cómo es posible que sea Dios? -pensaba para sus adentros-.
Tras mucho repetir: «Tengo entre mis pajas a Dios», comprendió porqué no le
pesaba aquel niño.
Aquel pesebre, pobre y viejo, no había pensado en su vida que acogería al Niño
Dios entre sus pajas. Sabía que algún día vendría el Mesías -como todo el
mundo-, pero jamás habría imaginado que nacería en aquella tosca cueva de aquel
remoto poblado, y precisamente en aquella época del año. Y mucho menos que él
sería el primer depositario.
Cuando Dios vino al mundo, no pasó inadvertido sólo para los hombres. También
llegó de sorpresa para aquel pesebre de Belén. Ningún ángel le anunció que
sobre él se recostaría el Hijo de Dios.
Nosotros, en cambio, sabemos que el Niño Jesús llegará el 24 en la noche.
Tenemos tiempo para vivir con entusiasmo este Adviento. Regalémosle un corazón
amable, quitando cada día una paja de nuestro áspero carácter. Ofrezcámosle el
calor de nuestro corazón.
Por: Gustavo Velázquez Lazcano, LC
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