Los rostros del buey y el asno nos miran
esta Navidad y nos hacen una pregunta: ¿Comprendes tú la voz del Señor?
¿Volverás a casa llenos de alegría?
Benedicto XVI, cuando aún no era Papa,
escribió varios textos dedicados a la Navidad en el libro Imágenes de la
esperanza.
En la cueva de Greccio (Es una pequeña localidad situada en el valle de Rieti,
en Umbría, no muy lejos de Roma ) se encontraban aquella Nochebuena, conforme a
la indicación de san Francisco de Asis, el buey y el asno: «Quisiera
evocar con todo realismo el recuerdo del niño, tal y como nació en Belén, y
todas las penalidades que tuvo que soportar en su niñez. Quisiera ver con mis
ojos corporales cómo yació en un pesebre y durmió sobre el heno, entre un buey
y un asno».
Desde entonces, el buey y el asno forman parte de toda representación del
pesebre. Pero, ¿de dónde proceden en realidad? Como es sabido, los relatos
navideños del Nuevo Testamento no cuentan nada de ellos. Si tratamos de aclarar
esta pregunta, tropezamos con uno hechos importantes para los usos y
tradiciones navideños, y también, incluso, para la piedad navideña y pascual de
la Iglesia en la liturgia y las costumbres populares.
El buey y el asno no son simplemente productos de la fantasía piadosa. Gracias
a la fe de la Iglesia en la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, se han
convertido en acompañantes del acontecimiento navideño. De hecho, en Isaías 1,3
se dice: Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo.
Israel no conoce, mi pueblo no discierne.
Los Padres de la Iglesia vieron en estas palabras una profecía referida al
nuevo pueblo de Dios, la Iglesia constituida a partir de judíos y gentiles.
Ante Dios, todos los hombres, judíos y gentiles, eran como bueyes y asnos, sin
razón ni entendimiento. Pero el Niño del pesebre les ha abierto los ojos, para
que ahora reconozcan la voz de su Dueño, la voz de su Amo.
En las representaciones navideñas medievales, sorprende continuamente cómo a
ambos animales se les dan rostros casi humanos; cómo, de forma consciente y
reverente, se ponen de pie y se inclinan ante el misterio del Niño. Esto era
lógico, pues ambos animales eran considerados la cifra profética tras la que se
esconde el misterio de la Iglesia –nuestro misterio, el de que, ante el Eterno,
somos bueyes y asnos–, bueyes y asnos a los que en la Nochebuena se les abren
los ojos, para que en el pesebre reconozcan a su Señor.
Pero, ¿lo reconocemos realmente? Cuando ponemos en el pesebre el buey y el asno,
debe venirnos a la mente la palabra entera de Isaías, que no sólo es buena
nueva –promesa de conocimiento venidero–, sino también juicio sobre la presente
ceguedad. El buey y el asno conocen, pero «Israel no conoce, mi pueblo no
discierne».
¿Quién es hoy el buey y el asno, quién es mi pueblo que no discierne? ¿En qué
se conoce al buey y al asno, en qué a mi pueblo? ¿Por qué, de hecho, sucede que
la irracionalidad conoce y la razón está ciega?
Para encontrar una respuesta, debemos regresar una vez más, con los Padres de
la Iglesia, a la primera Navidad.
¿Quién no conoció? ¿Por qué fue así?
Quien no conoció fue Herodes: no sólo no entendió nada cuando le hablaron del Niño, sino que sólo quedó
cegado todavía más profundamente por su ambición de poder y la manía
persecutoria que le acompañaba.
Quien no conoció fue, «con él, toda
Jerusalén». Quienes no conocieron fueron los
hombres elegantemente vestidos, la gente refinada. Quienes no conocieron fueron
los señores instruidos, los expertos bíblicos, los especialistas de la exégesis
escriturística, que desde luego conocían perfectamente el pasaje bíblico
correcto, pero, pese a todo, no comprendieron nada.
Quienes conocieron fueron –comparados a estas personas de renombre–
bueyes y asnos: los pastores, los magos, María y José. ¿Podía ser de otro modo?
En el portal, donde está el Niño Jesús, no se encuentran a gusto las gentes
refinadas, sino el buey y el asno.
Ahora bien, ¿qué hay de nosotros? ¿Estamos tan alejados
del portal porque somos demasiado refinados y demasiado listos? ¿No nos
enredamos también en eruditas exégesis bíblicas, en pruebas de la
inautenticidad o autenticidad del lugar histórico, hasta el punto de que
estamos ciegos para el Niño como tal y no nos enteramos de nada de Él? ¿No
estamos también demasiado en Jerusalén, en el palacio, encastillados en
nosotros mismos, en nuestra arbitrariedad, en nuestro miedo a la persecución,
como para poder oír por la noche la voz del ángel, e ir a adorar?
De esta manera, los rostros del buey y el asno nos miran esta noche y nos hacen
una pregunta: Mi pueblo no entiende, ¿comprendes tú la voz del Señor? Cuando
ponemos las familiares figuras en el nacimiento, debiéramos pedir a Dios que dé
a nuestro corazón la sencillez que en el Niño descubre al Señor –como una vez
San Francisco en Greccio–. Entonces podría sucedernos también –de forma muy
semejante a san Lucas cuando habla sobre los pastores de la primera
Nochebuena–: todos volvieron a casa llenos de alegría.
Por: Joseph Ratzinger
No hay comentarios:
Publicar un comentario