Autor: Pablo Cabellos Llorente
DON ÁLVARO
Sólo ese nombre nos dice mucho en el Opus Dei, el primer sucesor de San Josemaría en el gobierno de la Obra. No voy a tratar de sus notables y variados títulos académicos, ni de su extraordinario papel en la Iglesia, ni siquiera de su intensa actividad en el último concilio ecuménico o de los servicios prestados a la Curia Romana de muy varios modos. Todo eso puede verse en la Web www.opusdei.org. Narraré algo muy humano, anécdotas que tal vez tengan poca importancia, pero que por fortuna he vivido. Constituyen mi pequeño testimonio sobre un pedacito de la vida de un hombre inteligente, sencillo, cariñoso, humilde y fiel, sobre todo fiel, cuyo proceso hacia los altares ha dado un paso importante.
Durante el curso académico 1972-73 principalmente, tuve la oportunidad de llevar a don Álvaro en coche a los dicasterios de la Curia Romana en los que colaboraba, pero también a alguna otra parte, por ejemplo, al dentista. En alguno de esos viajes por Roma, nos acompañaba un tercero, pero don Álvaro se sentaba siempre al lado del conductor. Cuando venía otra persona, sabiendo que don Álvaro estaba muy trabajado y le vendría bien alguna distracción, pensábamos previamente algo entretenido que contarle. Pienso que no lo conseguimos nunca, porque él se adelantaba para distraernos a nosotros, con anécdotas divertidas y asuntos que ayudasen a nuestra formación.
Ahora recuerdo dos pequeños sucesos, acaecidos mientras íbamos sólo los dos en el coche, un sencillo Fiat 124. Salíamos del garaje y un autobús aparcado junto a la puerta del mismo impedía la visibilidad para girar hacia la dirección contraria. Salí con un ímpetu digno de mejor causa hasta asomar el morro del coche demasiado, cuando circulaba a toda velocidad un deportivo que pasó a pocos centímetros de nuestro coche, con un fuerte frenazo por mi parte. Don Álvaro, sin inmutarse, y siempre comprensivo, dijo con toda paz: ¡caray! Sales de tu casa tan tranquilo y pasa un loco que casi nos lleva por delante. Lo del "loco del volante" era cierto, pero lo de salir tan tranquilo era un modo de excusarme una imprudencia.
En otra ocasión, volvíamos de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Conocía un atajo por las callejuelas que rodean el Vaticano. Pero he aquí que, en esa Roma imperial y provinciana, dimos con un mercadillo de legumbres y frutas que apenas dejaban paso. Pero, precipitado de mí, lo intenté hasta que un típico guardia urbano romano, de esos que te impiden algo y se desentienden, detuvo mi marcha y dejó de hacerme caso. Todo ocurrió en segundos: miré hacia atrás y me parecía que las coles y tomates habían estrechado el camino de tal modo que era imposible el retroceso. D. Álvaro con voz calmada iba diciendo algo así: qué culpa tenemos nosotros -se incluía en el desaguisado-, que hemos pasado tantas veces por aquí y nada lo ha impedido. Había mirado a la derecha y los puestos impedían girar en esa dirección, sólo quedaba la izquierda, con una dificultad: era dirección prohibida, de la que hice caso omiso y allá que me fui. D. Álvaro, sin cambiar el tono de voz, me animaba: y ahora haces muy bien de irte por dirección prohibida porque nosotros no tenemos la culpa.
Mucho más interesante es lo que escuché a san Josemaría el día de su santo en 1974: yo querría que le imitarais en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad. En esa fidelidad se apoyó tanto que le llamaba Saxum: roca. E hizo cincelar esta inscripción sobre el dintel de su despacho: vir fidelis multum laudabitur.
Cuando ya D. Álvaro había sido elegido Presidente General del Opus Dei -no era todavía prelado porque aún no estaba el Opus Dei erigido en Prelatura Personal-, retornaba a Roma para trabajar allí. Nada más llegar, fui a saludarlo besándole la mano, y me abrazó mientras me decía: mi viejo chófer, pero ahora mi hijo que es más importante. Yo no era viejo ni por edad ni porque hubiese pasado mucho tiempo, sino que era una expresión propia de una persona que te quiere entrañablemente y te reencuentra con gozo.
Yo atendería un Centro Internacional de mujeres de la Prelatura que llegaban a Roma para formarse durante algún tiempo. Como todavía era un joven sacerdote, improvisó una especie de clase informal de pastoral, de la que guardo muchos detalles de su experiencia y de su buen humor: recuerdo que Don Javier Echevarría y yo en algunos momentos reímos a carcajadas tremendamente sonoras.
Me quedó muy grabado aquel "pero ahora mi hijo que es más importante". Se notaba que lo era: él, siendo el mismo, era otro, hacía palpable la paternidad asumida. Sentí un no sé qué diciéndome algo bien sencillo: es el Padre. Ya no era Don Álvaro, se le notaba Padre, se le veía fácil de querer como tal, se cumplía aquella petición de san Josemaría: al que venga después de mí tenéis que quererlo más que a mí. Si no, no va. Ahora ya es Venerable.
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