"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

miércoles, 14 de agosto de 2013

PAREJAS ROTAS

 Autor: Pablo Cabellos Llorente
            Días atrás, recibí el enlace de un buen vídeo sobre cuestiones matrimoniales. El conferenciante interrogaba al público acerca de quién debía dar el primer paso después de una disputa. Tras varias respuestas más o menos acertadas, afirmó: debe acercarse primero  el que ama más.

         No parece difícil encontrar el problema aun sin indagar en las revistas del corazón ni atender a esos espectáculos televisivos que airean por dinero lo peor del ser humano. Podemos observarlo en la propia familia, en un vecino, amigo o conocido. Cada vez son más las parejas rotas, más frecuentes cuando sus lazos de unión fueron más débiles. Y como ha devenido "normal", nos esforzamos poco para indagar las causas de tales situaciones que, se quiera o no, lesionan a la pareja dividida, a los hijos, a la sociedad. Nos conformamos con un triste "tiene derecho a rehacer su vida", que puede transformarse en otro fracaso.

        Muchas de esas historias -no puedo generalizar- no son un canto a la generosidad, sino lo contrario de ese ponerse en la piel del otro, imprescindible para el verdadero amor. Sin ese costoso empeño, en lugar de la concordia aparece la discordia. El amor fenece cuando el egoísmo gana, cuando preferimos la propia felicidad en vez de buscar la de la persona amada, cuando deseamos que nos comprendan más que comprender, si queremos  adaptación a nuestro modo de ser en lugar de entregarnos al del otro. Ya decía Tomás de Aquino que es propio de los amigos gozar y querer lo mismo. ¿Qué diríamos si se trata del amor conyugal? 

¿Comprometemos nuestro futuro con la persona amada?

        Esta sociedad procede en parte de esa patología de la libertad que es el individualismo liberal moderno. El Leviatán de Hobbes es un ser caprichoso, soberbio y altivo, un ser que busca su beneficio sobre todas las cosas, cuyo fin es su bienestar, y lo identifica con el de la comunidad. Muchas parejas rotas no conocen el liberalismo ni el Leviatán, pero no viven la libertad como un bien radical de la persona dirigido a un fin que la mejora al darse, sino ese individualismo tan igual al egoísmo. De ahí surge el autosuficiente, el coloquial "que se apañe", la insolidaridad  teñida en ocasiones con el "buenismo" de una ONG, la excesiva separación entre lo privado y lo público, que conduce a desentenderse de  virtudes o valores por estimarlos privados, mientras que lo público sería lo presidido por el interés y la utilidad.


        Quizá es una pista para descubrir y remediar algunos fallos sobre el amor. Posiblemente, estas palabras de san Josemaría la completen: debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más indudable es que no la tenemos. Discurriendo según este consejo, resulta  más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de finalizar un enfado: así se llega a la paz y al cariño.

¿Hay cristianismo sin contrastes?

No existe cristianismo sin contrastes porque No existe cristianismo sin cruz, sin sacrificio, sin verdades que penetran más que una espada.


Nunca ha sido fácil predicar el Evangelio. No lo fue para el mismo Cristo. No lo fue para los primeros cristianos. No lo fue para tantos y tantos anunciadores del pasado. No lo es tampoco en nuestro tiempo.

Existe, sin embargo, el peligro de una predicación apagada, tranquila, hecha más para tranquilizar a los oyentes que para ayudar a un encuentro auténtico con Jesucristo.

Ese peligro se produce cuando permitimos que la mentalidad del mundo nos domine. Entonces dejamos de sentir el fuego del Evangelio en nuestras almas y nos preocupamos en evitar críticas o reacciones negativas, en no incomodar a los oyentes.

Así, resulta fácil encontrar homilías donde no se habla del pecado. O constatar que hay sacerdotes y laicos que tienen miedo a denunciar la injusticia terrible que se comete en cada aborto. O leer textos de grupos más o menos competentes en catequesis que han eliminado conceptos como los de infierno, culpa, avaricia, tibieza, lujuria y parecidos.

Hay quienes piensan que de este modo atraerán a la gente a la Iglesia católica. Pero, ¿atrae la sal cuando se vuelve sosa? ¿Estimula una luz que no alumbra? ¿Es seguidor de Cristo quien deja de lado por completo la idea de la cruz y la necesidad de abnegarse cada día, quien olvida los deberes de caridad hacia los pobres, los enfermos, los más necesitados?

Un cristianismo descafeinado, anonido, tibio, no es cristianismo. Será, quizá, un espejismo más o menos engañoso, pero no la fe en todo lo que realizó y predicó el Hijo de Dios que vino al mundo para rescatar al hombre del pecado.

No existe cristianismo sin contrastes porque no existe cristianismo sin cruz, sin sacrificio, sin verdades que penetran más que una espada de doble filo (cf. Hb 4,12).

Sólo a través del mensaje auténtico, genuino, puro, que viene de Cristo, el cristianismo llega a ser lo que quiso su Fundador: el encuentro con el Camino que lleva a la Verdad y a la Vida, que nos saca de nosotros mismos para invitarnos a acoger el Amor y a amar a Dios y a los hermanos.


Autor: P. Fernando Pascual LC.

martes, 13 de agosto de 2013

Cuando una sonrisa serena el alma

Más allá de todo lo que pase, con una sonrisa sencilla, amable, buena, podré ver las cosas y las personas con más ilusión y esperanza. 


Asuntos serios han de ser tratados seriamente: con atención hacia los argumentos, con el deseo sincero de encontrar soluciones.

A veces, el argumento presenta escondites complejos. No resulta fácil encontrar salidas. El corazón y la mente se sienten presionados, inquietos. ¿Qué hacer? ¿Cómo salir adelante ante un problema grave, ante un asunto complejo?

De repente, una sonrisa oportuna puede no sólo regalarnos unos instantes de paz, sino devolver energías para ver las cosas de manera diferente. No es una sonrisa irónica que parece más un insulto de desprecio que un gesto de distensión, sino una sonrisa auténtica que descansa y que ayuda a descansar, que nace de la simpatía y genera simpatías.

Demasiada seriedad agota. La sonrisa sana no sólo genera hormonas gratificantes (según dicen algunos especialistas), sino sobre todo un espíritu distendido y una mente más abierta.

El corazón descansa brevemente. Los ojos miran con nuevo fulgor asuntos difíciles. Surgen incluso palabras más amables, que suplantan las que antes dirigíamos con dureza hacia otras personas.

Sigo de camino en este día luminoso u oscuro, que promete lluvia o que inquieta a todos con vientos oscurecidos por el polvo. Pequeñas o grandes situaciones enturbian mi alma: la tensión por no encontrar dónde estacionar el coche, las prisas para llegar a tiempo al trabajo, la inquietud ante los apagones intermitentes de la luz...

Más allá de todo lo que pase, con una sonrisa sencilla, amable, buena, podré ver las cosas y las personas con más ilusión y esperanza; lo cual es especialmente urgente en un mundo como el nuestro, lleno de prisas y de angustias, y hambriento de corazones positivos y de rostros sonrientes, que transmiten esa verdadera alegría que viene de Dios y que nos conduce suavemente hacia Él.

Autor: P. Fernando Pascual LC.

lunes, 12 de agosto de 2013

El atardecer de la vida

La vida es un instante que pasa y no vuelve. Comienza con un fresco amanecer; y como un atardecer sereno se nos va. 


El sol se despedía del Imperio Tré. El vasallo caminaba junto a la anciana del molino amarillo. Iban conversando sobre la vida.
- ¿Qué cosa es lo que más te gusta de la vida, anciana?

La viejecilla del molino amarillo se entretenía en lanzar los ojos hacia el ocaso.
- Los atardeceres -respondió.

El vasallo preguntó, confundido:
- ¿No te gustan más los amaneceres? Mira que no he visto cosa más hermosa que el nacimiento del sol allá, detrás de las verdes colinas de Tré. 
Y reafirmándose, exclamó:
- ¿Sabes? Yo prefiero los amaneceres.

La anciana dejó sobre el piso la canastilla de espigas que sus arrugadas manos llevaban. Dirigiéndose hacia el vasallo, con tono de voz dulce y conciliador, dijo:
- Los amaneceres son bellos, sí. Pero las puestas de sol me dicen más. Son momentos en los que me gusta reflexionar y pensar mucho. Son momentos que me dicen cosas de mí misma. 
- ¿Cosas? ¿De ti misma...? - inquirió el vasallo. No sabía a qué se refería la viejecilla con aquella frase.

Antes de cerrar la puerta del molino amarillo, la anciana añadió:
- Claro. La vida es como un amanecer para los jóvenes como tú. Para los ancianos, como yo, es un bello atardecer. Lo que al inicio el precioso, al final llega a ser plenamente hermoso. Por eso prefiero los atardeceres... - ¡mira!

La anciana apuntó con su mano hacia el horizonte. El sol se ocultó y un cálido color rosado se extendió por todo el cielo del Imperio Tré. El vasallo guardó silencio. Quedó absorto ante tanta belleza.

La vida es un instante que pasa y no vuelve. Comienza con un fresco amanecer; y como un atardecer sereno se nos va. De nosotros depende que el sol de nuestra vida, cuando se despida del cielo llamado "historia", coloreé con hermosos colores su despedida. Colores que sean los recuerdos bonitos que guarden de nosotros las personas que vivieron a nuestro lado.


Autor: Catholic.net.

domingo, 11 de agosto de 2013

Con María, bajando la montaña

No temas el descenso, no bajas sola. Aquel cuya luz es inextinguible, baja contigo... 


El martes hemos celebrado la Transfiguración.

Muchas veces he pensado, Madre, en el momento de la Transfiguración de tu Hijo.

- Muchas veces te has querido quedar allí arriba, en la montaña ¿verdad?- me susurras al alma y me siento en paz por saber que no tengo secretos contigo.

- Así es, Madre, muchas veces el alma se siente tan plena y feliz de saberse tan amada por Tu hijo, por Ti, que quisiera que el tiempo se detuviese allí ¿Porqué es tan difícil, María, seguir a Jesús cuando baja de la montaña?

Alargas tu mano y me conduces al sitio donde Pedro mira, entre extasiado y atemorizado, la bellísima escena de la Transfiguración y dice: "Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías"(Mc 9,5)

- Fíjate hija- murmuras a mi corazón-cuán grande es el gozo de Pedro ante la Majestad de Cristo. Ni siquiera tiene lienzos para tantas carpas, pero la fuerza de su corazón le lleva, en esta hora, a querer levantar carpas aún sin lienzos.

Corazón extasiado. Admiración sin límites. Tiendas sin lienzos.

- ¿Cuántas de estas carpas has proyectado, hija mía?

- Muchas, Madre, demasiadas...

- ¿Lograste levantar alguna? -me preguntas, invitándome a que yo misma me pregunte.

- Ninguna, Señora, ninguna. Debí bajar de la montaña demasiado rápido. A veces hasta rodando cuesta abajo y lastimándome con cuanto arbusto espinoso se cruzaba en mi camino. No supe quedarme arriba, en la montaña... lo siento, Madrecita...

- No te angusties, amiga. Eso es lo que espero de ti. Espero que bajes, no que permanezcas. Se te es permitido subir para que, cada vez que bajes, sientas que el ascenso no fue en vano.

- ¿Cada vez, Señora? ¿Como "cada vez"? ¿Es que, acaso, he de subir muchas veces yo a la montaña a contemplar el esplendor de tu Hijo?

- Pues si, querida, si. Precisamente de eso se trata. Verás, subir la montaña no es fácil, es camino escarpado, a veces árido y difícil. Aunque por momentos hallarás oasis perfectos. Es camino largo y delicado, pero lo que te espera en la cima bien vale el esfuerzo ¿verdad?

- Madre, perdona mi gran torpeza, pero siento que hablas con palabras conocidas... siento que son.... caminos conocidos, como si... ya los hubiese caminado.

Y el silencio de la parroquia se inunda de tu delicado perfume y las piedritas de tu manto brillan iluminando el alma...

- Busca, hija, busca en tu interior la respuesta. Busca hija, que el que busca encuentra.

- Madre, el camino a la montaña es... ¿El camino de la oración? ¡Oh Madre! Entonces... entonces siento que mi corazón ha vivido lo que el de Pedro muchas veces.

- Y también como él quisiste quedarte allí...

- Si, Madre, no sé como se vuelve y, muchas veces, ni siquiera sé que es volver.

Continúa la Misa y siento que comienzo a subir la montaña.

Me tomas como Jesús a Pedro, y camino contigo en espera del milagro.

Y las palabras de la plegaria de la Misa se tornan en pasos... pasos ascendentes hacia la cima. Mi alma quiere estar muy atenta a tales pasos, porque cada uno, cada palabra de la plegaria, prepara el alma para el encuentro.

Las vestiduras blancas de Jesús. La blancura del Pan que se lleva como ofrenda. Y canto el "Santo". Por la Bendita Comunión de los Santos, sé que no canto sola, que hermanos lejanos, en distancia y tiempo, cantan conmigo.

Y el milagro llega.

Y los ojos del alma ven el esplendor de Su Amor entre las manos del sacerdote, en la Consagración.

- Madre, Jesús brilla para mí, brilla para cada uno de los que aquí estamos, el brillo es interior y sólo puede verse con los ojos del alma.

Falta el último paso.

El abrazo.

Voy de Tu Mano, Madre. En Tu Corazón le recibo. ¡Oh Bendito Jesús Eucaristía!. El abrazo es pleno, único. Conoces, Maestro, cada una de las súplicas de mi corazón.

Me abrazas, Jesús, en el Corazón de tu Madre. Quisiera detener el tiempo, aunque fuesen sólo unos instantes. Sé que no es posible.

- Hija, es tiempo de bajar... es tiempo...

La Misa ha terminado. Mis pasos me llevan de regreso a la cotidianeidad de mis días.

Bajar la montaña, Madre. Siento que no bajo sola. Como Jesús bajó con Pedro, Santiago y Juan, siento que ahora también baja conmigo.... Y además, tengo tu compañía, Maria.... ¡Madre, bajar así no es tan duro! Las espinas siguen estando, duelen María, pero tú curas las heridas...

-¿Has notado, hija, que hay en la cumbre flores que sólo crecen allí?

- ¡Oh, sí, Señora, lo he notado! Y son bellísimas en verdad.

Y para sorpresa de mi alma, sacas de Tu Corazón una flor de las de la cumbre.

- Toma, hija, para que aspires su perfume cada vez que sientas que el encuentro ha quedado lejano en el alma. Que la realidad del valle te supera y te lastima. Cada vez que sientas que hay demasiadas paredes y ninguna puerta....

La flor de la cumbre. La Comunión espiritual. ¡Oh dulce regalo del Maestro!....

Y mientras acaricio los pétalos de tan dulce flor, doy los últimos pasos sobre la montaña. Ya todo es valle. He de caminar en él con la misma alegría que sentí en la cumbre ¿Podré, Madre?

Ente mis manos la flor es respuesta. Flor de cumbre escarpada. Flor para algunos 

- ¿Para quienes, María?

- Para los que la ansíen.

Cumbres escarpadas. Blanquísimo Pan. Carpas sin lienzo. Descenso con Cristo. Todo junto en el alma va tomando su lugar...

Gracias, Maestra del alma. Cuan experimentadísima alpinista, me esperas en cada Misa para subir hasta el milagro, para bajar fortalecida, para enseñarme a ser luz para los que aun no han subido, para los que ni siquiera imaginan que hay montaña.



Amigo mío, amiga mía que subes con Maria tantas veces la montaña. No temas el descenso, no bajas sola. Aquel cuya luz es inextinguible, baja contigo... Y si te apresuras tanto que le dejas lejos, no te angusties, siempre puedes volver. La oración hará que halles tus pasos en la arena, que encuentres el camino, que vuelvas a subir....



NOTA de la autora: "Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón y en mi imaginación por el amor que siento por ella, basados en lo que he leído. Pero no debe pensarse que estos relatos sean consecuencia de revelaciones o visiones o nada que se le parezca. El mismo relato habla de "Cerrar los ojos y verla" o expresiones parecidas que aluden exclusivamente a mi imaginación, sin intervención sobrenatural alguna."


Autor: María Susana Ratero.

sábado, 10 de agosto de 2013

Lo que vale la sonrisa de un enfermo

Sin la ayuda del Señor, el yugo de la enfermedad y el sufrimiento es cruelmente pesado. 
En la sonrisa que nos dirige la más destacada de todas las criaturas, se refleja nuestra dignidad de hijos de Dios, la dignidad que nunca abandona a quienes están enfermos. Esta sonrisa, reflejo verdadero de la ternura de Dios, es fuente de esperanza inquebrantable. 

Sabemos que, por desgracia, el sufrimiento padecido rompe los equilibrios mejor asentados de una vida, socava los cimientos fuertes de la confianza, llegando incluso a veces a desesperar del sentido y el valor de la vida. 

Es un combate que el hombre no puede afrontar por sí solo, sin la ayuda de la gracia divina. Cuando la palabra no sabe ya encontrar vocablos adecuados, es necesaria una presencia amorosa; buscamos entonces no sólo la cercanía de los parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad, sino también la proximidad de los más íntimos por el vínculo de la fe. Y ¿quién más íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? Ellos son, más que nadie, capaces de entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra el mal y el sufrimiento. La Carta a los Hebreos dice de Cristo, que Él no sólo no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros (cf. Hb 4,15). 

Quisiera decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen está misteriosamente escondida la fuerza para continuar la lucha contra la enfermedad y a favor de la vida. También junto a Ella se encuentra la gracia de aceptar sin miedo ni amargura el dejar este mundo, a la hora que Dios quiera. 

(...)

Sin la ayuda del Señor, el yugo de la enfermedad y el sufrimiento es cruelmente pesado.

El Concilio Vaticano II presentó a María como la figura en la que se resume todo el misterio de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 63-65). Su trayectoria personal representa el camino de la Iglesia, invitada a estar completamente atenta a las personas que sufren. Dirijo un afectuoso saludo a los miembros del Cuerpo médico y de enfermería, así como a todos los que, de diverso modo, en los hospitales u otras instituciones, contribuyen al cuidado de los enfermos con competencia y generosidad. 

Quisiera también decir a todos los que atienden a los enfermos, a los camilleros y acompañantes, que su servicio es precioso. Son el brazo de la Iglesia servidora.

Deseo animar a los que, en nombre de su fe, acogen y visitan a los enfermos, sobre todo en los hospitales, en las parroquias o en los santuarios. Que sientan en esta misión tan delicada e importante el apoyo efectivo y fraterno de sus comunidades. 

Gracias por vuestro servicio al Señor que sufre. 

El servicio de caridad que hacéis es un servicio mariano. María os confía su sonrisa para que os convirtáis vosotros mismos, fieles a su Hijo, en fuente de agua viva. 

Lo que hacéis, lo hacéis en nombre de la Iglesia, de la que María es la imagen más pura.

¡Que llevéis a todos su sonrisa!


Autor: SS Benedicto XVI.

viernes, 9 de agosto de 2013

Nuestra ofrenda a Dios en la Misa

Cuando vamos a la Misa, nosotros llevamos al altar nuestra vida entera, para ofrecerla con el vino y el pan. 


¿Es cierto que el trabajo puede ser llevado al Altar como hostia personal nuestra?...

Todas las religiones han tenido siempre su centro en el altar. Todas han expresado el culto a Dios con el sacrificio. Las víctimas inmoladas --normalmente animales de uso doméstico--, eran la expresión del dominio de Dios sobre todas las criaturas. 

El Cristianismo no es una excepción, y todo él converge en Jesucristo que se inmola en el altar de la Cruz. 

Después, resucitado, el mismo Jesucristo --que en el Cielo está como víctima glorificada-- se hace presente en nuestros altares. 

La Iglesia, entonces, no ofrece ni ofrecerá jamás otro sacrificio que el de Cristo, el que murió en el Calvario y el que ahora está a la derecha de Dios. Esto es el sacrificio de la Misa. 

Pero, dirán algunos: 

- Muy bien, ése es el sacrificio de Cristo. ¿Y el sacrificio personal mío, el que pueda ofrecer yo a Dios, dónde está?... Si Dios no acepta otro sacrificio que el de Jesús, ¿yo, qué puedo hacer?...

La pregunta es muy legítima. Y quién sabe si la respuesta a esta pregunta inquietante nos la dio, y muy acertada, aquel muchacho que trabajaba duro en el taller. El hierro era resistente, pero salía de la fragua, y del torno después, convertido en una pieza maestra, que, levantada a lo alto, le hacía exclamar al simpático obrero:
- ¡Qué hermoso es un eje bien hecho! Me parece que hay en él algo de Dios. Es un poco mi propia hostia.

¡Bien dicho! Cuando vamos a la Misa, no podemos ir con las manos vacías. Si no llevamos algo de la propia vida, algo que nos cueste, algo que signifique sacrificio, dolor, esfuerzo, lucha, deber..., asistiríamos --sólo asistiríamos-- al sacrificio de Cristo, pero no participaríamos en él. 

Es decir, no tendríamos ninguna parte nuestra, porque no habríamos llevado nada nuestro para ofrecerlo a Dios. Para que sea sacrificio de Cristo y nuestro, hemos de aportar algo de la propia vida. 

Cuando vamos a la Misa, nosotros llevamos al altar nuestra vida entera, para ofrecerla con el vino y el pan, que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, en un solo sacrificio para gloria de Dios. 

Allí está nuestra oración, hostia de alabanza, salida de labios limpios, nos dice la misma Biblia. ¡Qué sacrificio tan inocente y tan bello!...

Allí está nuestra pureza de vida, nuestros cuerpos que se ofrecen como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como nos enseña San Pablo. ¡Bendita castidad la de los cristianos!... 

Pero llevamos al altar, de modo especial, nuestro trabajo de cada día. En la Misa dominical, llevamos el de la semana entera. El trabajo que nos cansa, que nos rinde, que nos hace sudar, que nos aburre muchas veces. Ese trabajo es nuestra cruz, y es por eso también la gran aportación nuestra al sacrificio de Cristo. 

Ese problema tan grave de nuestros días, la llamada cuestión social, se ha centrado siempre en la relación trabajo-capital. El capital mandaba, pues tenía todos los resortes en sus manos. Pero los obreros supieron salir por sus derechos, conculcados por los más fuertes. Se creó así una insostenible situación de injusticia y de violenta reacción. Al mantenerse firme el uno, y al verse desatendidas las legítimas reclamaciones de otros, ha venido tanta revolución, tanta guerra, tanta sangre. 

Lo lamentable ha sido que en toda la cuestión social se ha tenido marginado a Dios. Los del capital, en la práctica de su religión, no ofrecían a Dios la hostia de su justicia, de su amor, de su caridad. Y los trabajadores, desdeñados, dejaron de mirarse en el Obrero de Nazaret, que nos descubrió a todos desde su taller dónde están los verdaderos valores de la vida.

El trabajo bien hecho --no el flojo y desganado del perezoso--, es una obra de Dios, al que prestamos nuestras manos para que Él siga realizando su tarea creadora. 

El trabajo bien realizado por nosotros no se diferencia del de Jesús, el Carpintero de Nazaret, que decía de sí mismo: 
- Yo trabajo, como trabaja siempre mi Padre. 

Si nuestro trabajo es como el de Cristo, y el de Cristo como el del Padre, estemos seguros de que no podemos escoger para el altar una hostia propia nuestra, ni más agradable a Dios, como ese trabajo de cada día, hecho con la misma perfección del mismo Cristo y del mismo Dios....
Hebr. 13, 15. Rom. 12, 1. Jn. 5,17.


Autor: Pedro García, Misionero Claretiano.

jueves, 8 de agosto de 2013

El Señor camina a nuestro lado

El Señor elige comprometerse "en nuestra vida, en la vida de su pueblo". Cuando el Señor viene, no siempre lo hace de la misma forma. 

Autor: SS Francisco



El Señor nos pide ser pacientes e irreprensibles, caminando siempre en su presencia. 

El Señor escoge su modo de entrar en nuestra vida y esto requiere paciencia de parte nuestra, porque no siempre se deja ver por nosotros. 

El Señor entra lentamente en la vida de Abraham. Tiene 99 años cuando le promete un hijo. En cambio entra de inmediato en la vida del leproso: Jesús escucha su oración, lo toca y he aquí el milagro. 

El Señor elige comprometerse "en nuestra vida, en la vida de su pueblo". Cuando el Señor viene, no siempre lo hace de la misma forma. No existe un protocolo de acción de Dios en nuestra vida, no existe. Una vez, lo hace de una forma, la otra vez de otra pero lo hace siempre. Siempre existe este encuentro entre nosotros y el Señor.

El Señor escoge siempre su modo de entrar en nuestra vida. Muchas veces lo hace tan lentamente, que caemos un poco en el riesgo de perder la paciencia: "Pero Señor, ¿cuándo?" Y rezamos, rezamos... Y no llega su intervención en nuestra vida. Otras veces, cuando pensamos en aquello que el Señor nos ha prometido, que es tan grande, somos un poco incrédulos, un poco escépticos y como Abraham - un poco a escondidas - reímos... como Abraham agachándose, se puso a reír. Un poco de escepticismo "¿Acaso le va a nacer un hijo a un hombre de cien años? ¿Y puede Sara, a sus noventa años, dar a luz?"

El mismo escepticismo, lo tendrá Sara, en el encinar de Mamré, cuando tres ángeles dirán las mismas cosas dichas a Abraham. Cuantas veces, cuando el Señor no viene, no hace el milagro y no hace aquello que queremos que Él haga, nos volvemos impacientes o escépticos. Pero no lo hace, a los escépticos no puede hacerlo. El Señor toma su tiempo. Pero también Él, en esta relación con nosotros, tiene tanta paciencia. No sólo nosotros debemos tener paciencia: ¡Él la tiene! ¡Él nos espera! Y nos espera ¡hasta el final de la vida! 

Pensemos en el buen ladrón, precisamente al final, reconoció a Dios. El Señor camina con nosotros, pero tantas veces no se deja ver, como en el caso de los discípulos de Emaús. El Señor está comprometido en nuestra vida - ¡esto es seguro!- pero tantas veces no lo vemos. Esto nos pide paciencia. Pero el Señor que camina con nosotros, Él también tiene tanta paciencia con nosotros. 

Algunas veces en la vida, las cosas se vuelven tan oscuras, hay tanta oscuridad, que tenemos ganas - si estamos en dificultad - de bajar de la Cruz. Este, es el momento preciso: la noche es más oscura, cuando la aurora está cerca. Y siempre cuando nos bajamos de la Cruz, lo hacemos cinco minutos antes que llegue la liberación, en el momento de la impaciencia más grande:
Jesús, sobre la Cruz, escuchaba que lo desafiaban: "¡Baja!, ¡Baja! ¡Ven!". Paciencia hasta el final, porque Él tiene paciencia con nosotros. Él entra siempre, Él está comprometido con nosotros, pero lo hace a su manera y cuando Él piensa que es mejor. Sólo nos dice aquello que dijo a Abraham: "Camina en mi presencia y sé perfecto, sé irreprensible, es la palabra justa."

Camina en mi presencia y trata de ser irreprensible. Éste es el camino con el Señor y Él interviene, pero debemos esperar, esperar el momento, caminando siempre en su presencia y tratando de ser irreprensibles. Pidamos esta gracia al Señor: caminar siempre en su presencia, tratando de ser irreprensibles.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Transfiguración, lo que Cristo es

¿Sabemos nosotros llenar esos pozos de tristeza con la auténtica felicidad, que es Cristo? 
La Transfiguración del Señor es particularmente importante para nosotros por lo que viene a significar. Por una parte, significa lo que Cristo es; Cristo que se manifiesta como lo que Él es ante sus discípulos: como Hijo de Dios. Pero,además, tiene para nosotros un significado muy importante, porque viene a indicar lo que somos nosotros, a lo que estamos llamados, cuál es nuestra vocación.

Cuando Pedro ve a Cristo transfigurado, resplandeciente como el sol, con sus vestiduras blancas como la nieve, lo que está viendo no es simplemente a Cristo, sino que, de alguna manera, se está viendo a sí mismo y a todos nosotros. Lo que San Pedro ve es el estado en el cual nosotros gloriosos viviremos por la eternidad.

Es un misterio el hecho de que nosotros vayamos a encontrarnos en la eternidad en cuerpo y alma. Y Cristo, con su verdadera humanidad, viene a darnos la explicación de este misterio. Cristo se convierte, por así decir, en la garantía, en la certeza de que, efectivamente, nuestra persona humana no desaparece, de que nuestro ser, nuestra identidad tal y como somos, no se acaba. 
Está muy dentro del corazón del hombre el anhelo de felicidad, el anhelo de plenitud. Muchas de las cosas que hacemos, las hacemos precisamente para ser felices. Yo me pregunto si habremos pensado alguna vez que nuestra felicidad está unida a Jesucristo; más aún, que la Transfiguración de Cristo es una manifestación de la verdadera felicidad. 

Si de alguna manera nosotros quisiéramos entender esta unión, podríamos tomar el Evangelio y considerar algunos de los aspectos que nos deja entrever. En primer lugar, la felicidad es tener a Cristo en el corazón como el único que llena el alma, como el único que da explicación a todas las obscuridades, como dice Pedro: "¡Qué bueno es estar aquí contigo!". Pero, al mismo tiempo, tener a Cristo como el único que potencia al máximo nuestra felicidad. 

Las personas humanas a veces pretendemos ser felices por nosotros mismos, con nosotros mismos, pero acabamos dándonos cuenta de que eso no se puede. Cuántas veces hay amarguras tremendas en nuestros corazones, cuántas veces hay pozos de tristeza que uno puede tocar cuando va caminando por la vida. 

¿Sabemos nosotros llenar esos pozos de tristeza, de amargura o de ceguera con la auténtica felicidad, que es Cristo? Cuando tenemos en nuestra alma una decepción, un problema, una lucha, una inquietud, una frustración, ¿sabemos auténticamente meter a Jesucristo dentro de nuestro corazón diciéndole: «¡Qué bueno es estar aquí!»?

Hay una segunda parte de la felicidad, la cual se ve simbolizada en la presencia de Moisés y de Elías. Moisés y Elías, para la mentalidad judía, no son simplemente dos personaje históricos, sino que representan el primero la Ley, y el segundo a los Profetas. Ellos nos hablan de la plenitud que es Cristo como Palabra de Dios, como manifestación y revelación del Señor a su pueblo. La plenitud es parte de la felicidad. Cuando uno se siente triste es porque algo falta, es porque no tiene algo. Cuando una persona nos entristece, en el fondo, no es por otra cosa sino porque nos quitó algo de nuestro corazón y de nuestra alma. Cuando una persona nos defrauda y nos causa tristeza, es porque no nos dio todo lo que nosotros esperábamos que nos diera. Cuando una situación nos pone tristes o cuando pensamos en alguien y nos entristecemos es porque hay siempre una ausencia; no hay plenitud.

La Transfiguración del Señor nos habla de la plenitud, nos habla de que no existen carencias, de que no existen limitaciones, de que no existen ausencias. Cuántas veces las ausencias de los seres queridos son tremendos motivos de tristeza y de pena. Ausencias físicas unas veces, ausencias espirituales otras; ausencias producidas por una distancia que hay en kilómetros medibles, o ausencias producidas por una distancia afectiva.

Aprendamos a compartir con Cristo todo lo que Él ha venido a hacer a este mundo. El saber ofrecernos, ser capaces de entregarnos a nuestro Señor cada día para resucitar con Él cada día. "Si con Él morimos -dice San Pablo- resucitaremos con Él. Si con Él sufrimos, gozaremos con Él". La Transfiguración viene a significar, de una forma muy particular, nuestra unión con Cristo.

Ojalá que en este día no nos quedemos simplemente a ver la Transfiguración como un milagro más, tal vez un poquito más espectacular por parte de Cristo, sino que, viendo a Cristo Transfigurado, nos demos cuenta de que ésa es nuestra identidad, de que ahí está nuestra felicidad. Una felicidad que vamos a ser capaces de tener sola y únicamente a través de la comunión con los demás, a través de la comunión con Dios. Una felicidad que no va a significar otra cosa sino la plenitud absoluta de Dios y de todo lo que nosotros somos en nuestra vida; una felicidad a la que vamos a llegar a través de ese estar con Cristo todos los días, muriendo con Él, resucitando con Él, identificándonos con Él en todas las cosas que hagamos.

Pidamos para nosotros la gracia de identificarnos con Cristo como fuente de felicidad. Pidámosla también para los que están dentro de nuestro corazón y para aquellas personas que no son capaces de encontrar que estar con Cristo es lo mejor que un hombre o que una mujer pueden tener en su vida.


Autor: P. Cipriano Sánchez LC.

martes, 6 de agosto de 2013

Hablar de Dios con alegría

Son mis gestos, mis acciones, los que más hablan de las convicciones que guardo en el corazón. 
.

Miles de corazones esperan que alguien les lleve luz, alegría, esperanza. Miles de corazones necesitan y piden que alguien les hable de Dios.

Por eso, una de las misiones más urgentes que tenemos los católicos consiste precisamente en hablar de Dios.

Es cierto que sin el ejemplo las palabras suenan vacías. Por eso, el primer modo de hablar consiste precisamente en el testimonio de la vida.

Son mis gestos, mis acciones, los que más hablan de las convicciones que guardo en el corazón. Sólo si mi vida corresponde al Evangelio estaré en condiciones de susurrar, de anunciar, de gritar incluso, verdades llenas de esperanza.

Luego, desde la coherencia de vida y desde la alegría, podré hablar de Dios a tantos hermanos necesitados.

Hermanos que viven muy cerca: un familiar, un amigo, un compañero de trabajo. Hermanos que tal vez están lejos, pero a los que pueden llegar letras y sonidos gracias a las mil posibilidades abiertas en el mundo de Internet.

Tras ese deseo se esconde Dios mismo, que suscita nostalgias, que llama a los hijos, que desea celebrar una fiesta grande, hermosa, eterna, en el Reino de los cielos.

Ese Dios me invita hoy a hablar de Él con alegría, desde mi vida, desde mis plegarias, desde palabras que salen de lo más íntimo del alma. Mi testimonio será creíble si me dejo guiar por la fuerza del Espíritu y si me alimento con un Pan y un Vino convertidos en el Cuerpo y en la Sangre del Cordero que quita el pecado del mundo.


Autor: P. Fernando Pascual LC.