Pascua y Pentecostés
Una devoción orientada a descubrir, agradecer y celebrar la infinita
misericordia de Dios revelada en Jesucristo.
Los católicos acogemos un conjunto de verdades que nos vienen de Dios. Esas
verdades han quedado condensadas en el Credo. Gracias al Credo hacemos
presentes, cada domingo y en muchas otras ocasiones, los contenidos más
importantes de nuestra fe cristiana.
Podríamos pensar que cada vez que recitamos el Credo estamos diciendo también
una especie de frase oculta, compuesta por cinco palabras: "Creo en la
misericordia divina". No se trata aquí de añadir una nueva frase a un
Credo que ya tiene muchos siglos de historia, sino de valorar aún más la
centralidad del perdón de Dios, de la misericordia divina, como parte de
nuestra fe.
Dios es Amor, como nos recuerda san Juan (1Jn 4,8 y 4,16). Por amor creó el
universo; por amor suscitó la vida; por amor ha permitido la existencia del
hombre; por amor hoy me permite soñar y reír, suspirar y rezar, trabajar y
tener un momento de descanso.
El amor, sin embargo, tropezó con el gran misterio del pecado. Un pecado que
penetró en el mundo y que fue acompañado por el drama de la muerte (Rm 5,12).
Desde entonces, la historia humana quedó herida por dolores casi infinitos:
guerras e injusticias, hambres y violaciones, abusos de niños y esclavitud,
infidelidades matrimoniales y desprecio a los ancianos, explotación de los
obreros y asesinatos masivos por motivos raciales o ideológicos.
Una historia teñida de sangre, de pecado. Una historia que también es (mejor,
que es sobre todo) el campo de la acción de un Dios que es capaz de superar el
mal con la misericordia, el pecado con el perdón, la caída con la gracia, el
fango con la limpieza, la sangre con el vino de bodas.
Sólo Dios puede devolver la dignidad a quienes tienen las manos y el corazón
manchados por infinitas miserias, simplemente porque ama, porque su amor es más
fuerte que el pecado.
Dios eligió por amor a un pueblo, Israel, como señal de su deseo de salvación
universal, movido por una misericordia infinita. Envió profetas y señales de
esperanza. Repitió una y otra vez que la misericordia era más fuerte que el
pecado. Permitió que en la Cruz de Cristo el mal fuese derrotado, que fuese
devuelto al hombre arrepentido el don de la amistad con el Padre de las
misericordias.
Descubrimos así que Dios es misericordioso, capaz de olvidar el pecado, de
arrojarlo lejos. "Como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de
grande es su amor para quienes le temen; tan lejos como está el oriente del
ocaso aleja Él de nosotros nuestras rebeldías" (Sal 103,11-12).
La experiencia del perdón levanta al hombre herido, limpia sus heridas con
aceite y vino, lo monta en su cabalgadura, lo conduce para ser curado en un
mesón. Como enseñaban los Santos Padres, Jesús es el buen samaritano que toma
sobre sí a la humanidad entera; que me recoge a mí, cuando estoy tirado en el
camino, herido por mis faltas, para curarme, para traerme a casa.
Enseñar y predicar la misericordia divina ha sido uno de los legados que nos
dejó San Juan Pablo II. Especialmente en la encíclica Dives in misericordia
(Dios rico en misericordia), donde explicó la relación que existe entre el
pecado y la grandeza del perdón divino: "Precisamente porque existe el
pecado en el mundo, al que Dios amó tanto... que le dio su Hijo unigénito,
Dios, que es amor, no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia.
Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios,
sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria
temporal" (Dives in misericordia n. 13).
Además, san Juan Pablo II quiso divulgar la devoción a la divina misericordia
que fue manifestada a santa Faustina Kowalska. Una devoción que está
completamente orientada a descubrir, agradecer y celebrar la infinita misericordia
de Dios revelada en Jesucristo. Reconocer ese amor, reconocer esa misericordia,
abre el paso al cambio más profundo de cualquier corazón humano, al
arrepentimiento sincero, a la confianza en ese Dios que vence el mal (siempre
limitado y contingente) con la fuerza del bien y del amor omnipotente.
Creo en la misericordia divina, en el Dios que perdona y que rescata, que
desciende a nuestro lado y nos purifica profundamente. Creo en el Dios que nos
recuerda su amor: "Era yo, yo mismo el que tenía que limpiar tus rebeldías
por amor de mí y no recordar tus pecados" (Is 43,25). Creo en el Dios que
dijo en la cruz "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc
23,34), y que celebra un banquete infinito cada vez que un hijo vuelve, arrepentido,
a casa (Lc 15). Creo en el Dios que, a pesar de la dureza de los hombres, a
pesar de los errores de algunos bautizados, sigue presente en su Iglesia,
ofrece sin cansarse su perdón, levanta a los caídos, perdona los pecados.
Creo en la misericordia divina, y doy gracias a Dios, porque es eterno su amor (Sal
106,1), porque nos ha regenerado y salvado, porque ha alejado de nosotros
el pecado, porque podemos llamarnos, y ser, hijos (1Jn 3,1).
A ese Dios misericordioso le digo, desde lo más profundo de mi corazón, que sea
siempre alabado y bendecido, que camine siempre a nuestro lado, que venza con
su amor nuestro pecado. "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de
Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a
una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos
para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la
salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento" (1Pe 1,3-5).
Por: P. Fernando Pascual
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