Vivamos en profundidad nuestra fe, no en la penumbra de nuestros templos sino iluminando este mundo en el que nos ha tocado vivir.
Se nos acaba el año litúrgico y los textos de la Escritura nos invitan a una seria reflexión para situarnos en nuestra verdadera posición de hombres limitados en el tiempo y en el espacio.
La vida se nos acaba, se nos termina. Pero estaríamos muy fuera de la verdad al juzgar que la Iglesia nos invita “al bien morir” cuando lo que desea es precisamente que nosotros nos acostumbremos “al bien vivir” pues a eso nos invita Cristo.
Ya los primeros cristianos vivían preocupados, mejor aún muy preocupados por la segunda venida al fin de los tiempos, pero San Pablo sale el encuentro de la dificultad, y los invitaba con fuertes palabras a dejar ya de ser los cristianos sumidos ciertamente en la esperanza pero al mismo tiempo en la inactividad: “A ustedes hermanos, ese día (el día de la aparición gloriosa de Cristo) no los tomará por sorpresa, como un ladrón, porque ustedes no viven en tinieblas, sino que son hijos de la luz y del día, no de la noche y de las tinieblas.
Por tanto, no vivamos dormidos, como los malos, antes bien, completamente despiertos y vivamos sobriamente”. Esa recomendación nos cabe como anillo al dedo a nosotros hombres del flamante siglo XXI para dejar de ser los cristianos “domingueros” que en su misa dominical parecen angelitos de la gloria, con sus sus bracitos cruzados, sus ojitos hacia arriba, que dan profundos suspiros, que a veces abren su boquita para la comunión, pero que al final se despabilan, casi se sacuden el polvo y la oscuridad de la Iglesia, y se dedican a darle vuelo a la hilacha, despreocupados de su destino final, y ocupados profundamente en los asuntos de este mundo, en sacarle el mayor jugo a la diversión y no demasiado ocupados en el trabajo, que se considera como un mal necesario.
Hoy tendríamos que escuchar la voz del Papa Benedicto XVI en la convocación para el Año de la fe: “Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo”.
Esa es entonces la ilusión, que los cristianos de hoy, vivamos en profundidad nuestra fe, pero no en la penumbra de nuestros templos sino iluminando este mundo en el que nos desarrollamos y en el que nos ha tocado vivir para que la luz de Cristo resplandezca verdaderamente haciéndolo brillar en su Resurrección, después de haber pasado nosotros mismos por el camino de la cruz, de la entrega y de la fidelidad. Esto es precisamente lo que Cristo nos anuncia con la parábola del amo que al irse de viaje a un país lejano, quiso dejar a sus tres servidores una fortuna para que la trabajaran hasta su regreso. Dos de ellos, según su capacidad, doblaron la cantidad, pero un tercero, temeroso, tímido quizá o a lo mejor hasta flojo, fue y escondió el dinero bajo tierra, hasta que volviera el patrón. Y su castigo fue ejemplar, pues no fue capaz ni siquiera de meter el dinero al banco para que hubiera producido sus intereses.
No escatimemos pues nuestro esfuerzo para que nuestra fe ilumine los hogares con un amor que se vea y se sienta entre dos esposos que se aman, en el trabajo con un trato de persona a persona donde cada uno mire con responsabilidad por la empresa de la que todos comen, y en nuestra relación con los demás, como una comunidad de hermanos que caminan no hacia el final de esta vida, sino al encuentro con la paz, la alegría y el verdadero descanso eterno.
La vida se nos acaba, se nos termina. Pero estaríamos muy fuera de la verdad al juzgar que la Iglesia nos invita “al bien morir” cuando lo que desea es precisamente que nosotros nos acostumbremos “al bien vivir” pues a eso nos invita Cristo.
Ya los primeros cristianos vivían preocupados, mejor aún muy preocupados por la segunda venida al fin de los tiempos, pero San Pablo sale el encuentro de la dificultad, y los invitaba con fuertes palabras a dejar ya de ser los cristianos sumidos ciertamente en la esperanza pero al mismo tiempo en la inactividad: “A ustedes hermanos, ese día (el día de la aparición gloriosa de Cristo) no los tomará por sorpresa, como un ladrón, porque ustedes no viven en tinieblas, sino que son hijos de la luz y del día, no de la noche y de las tinieblas.
Por tanto, no vivamos dormidos, como los malos, antes bien, completamente despiertos y vivamos sobriamente”. Esa recomendación nos cabe como anillo al dedo a nosotros hombres del flamante siglo XXI para dejar de ser los cristianos “domingueros” que en su misa dominical parecen angelitos de la gloria, con sus sus bracitos cruzados, sus ojitos hacia arriba, que dan profundos suspiros, que a veces abren su boquita para la comunión, pero que al final se despabilan, casi se sacuden el polvo y la oscuridad de la Iglesia, y se dedican a darle vuelo a la hilacha, despreocupados de su destino final, y ocupados profundamente en los asuntos de este mundo, en sacarle el mayor jugo a la diversión y no demasiado ocupados en el trabajo, que se considera como un mal necesario.
Hoy tendríamos que escuchar la voz del Papa Benedicto XVI en la convocación para el Año de la fe: “Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo”.
Esa es entonces la ilusión, que los cristianos de hoy, vivamos en profundidad nuestra fe, pero no en la penumbra de nuestros templos sino iluminando este mundo en el que nos desarrollamos y en el que nos ha tocado vivir para que la luz de Cristo resplandezca verdaderamente haciéndolo brillar en su Resurrección, después de haber pasado nosotros mismos por el camino de la cruz, de la entrega y de la fidelidad. Esto es precisamente lo que Cristo nos anuncia con la parábola del amo que al irse de viaje a un país lejano, quiso dejar a sus tres servidores una fortuna para que la trabajaran hasta su regreso. Dos de ellos, según su capacidad, doblaron la cantidad, pero un tercero, temeroso, tímido quizá o a lo mejor hasta flojo, fue y escondió el dinero bajo tierra, hasta que volviera el patrón. Y su castigo fue ejemplar, pues no fue capaz ni siquiera de meter el dinero al banco para que hubiera producido sus intereses.
No escatimemos pues nuestro esfuerzo para que nuestra fe ilumine los hogares con un amor que se vea y se sienta entre dos esposos que se aman, en el trabajo con un trato de persona a persona donde cada uno mire con responsabilidad por la empresa de la que todos comen, y en nuestra relación con los demás, como una comunidad de hermanos que caminan no hacia el final de esta vida, sino al encuentro con la paz, la alegría y el verdadero descanso eterno.
Autor: Alberto Ramirez Mozqueda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario