"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

domingo, 23 de julio de 2017

Mi hijo no tiene límites



¿Seré yo quien no los tiene?

La libertad es el valor fundamental del individuo. Nuestros hijos son personas libres que deben comprender esa facultad como tal para que vivan con límites que les ayuden a ser felices. Si comprendemos que la libertad consiste en el desarrollo de capacidades del ser humano para ponerlas al servicio de la comunidad, heredaremos una sociedad mucho mejor.
No debemos ser el policía de nuestros hijos que todo lo prohíbe, sino hacerles entender que no pueden tener todo lo que desean, solo porque sus demás amigos lo tienen, se debe en todo caso entender que educar con límites no significa sólo prohibir, sino que los límites nos ordenan, nos dan seguridad, algo como los carriles de una carretera, que sin ellos, estaríamos inseguros, y nos desbordaríamos, literalmente. Los padres son los carriles de sus hijos, los límites que les dan seguridad en la vida.
Los límites no son exclusivos para los hijos, sino que son útiles para toda persona. Tal vez si te detuvieras un momento a reflexionar sobre tu vida, podrías comprender la de tus hijos y así sabrías las necesidades que tienen, para guiarlos sin importar que seas padre o madre soltera, divorciado o casado.
¿Quién eres? ¿Ya lo sabes? ¿Qué quieres? ¿Sabes que son los límites?, ¿estás dispuesto a vivirlos en tu vida?, ¿estás dispuesto a enseñar a tus hijos a vivirlos en su vida? ¿Eres tan honesto que aceptarías que quién no tiene límites eres tú? ¿Estas consciente de que la libertad absoluta es una mentira?
Te invito a un viaje de reflexión e introspección en el que ganarás herramientas para encontrar paz en tu hogar.
Por: Alejandra Diener | Fuente: www.somosrc.mx




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sábado, 22 de julio de 2017

Hoy celebramos a Santa Maria Magdalena



María Magdalena, la enamorada de Dios: una pequeña reflexión

Realmente nos encontramos en el Evangelio a un personaje muy especial del que nos pareciera saberlo todo y del que casi no sabemos nada: María Magdalena. Magdalena no es un apellido, sino un toponímico. Se trata de una María de Magdala, ciudad situada al norte de Tiberíades. Sólo sabemos de ella que Cristo la libró de siete demonios (Lc 8, 2) y que acompañaba a Cristo formando parte de un grupo grande mujeres que le servían. Los momentos culminantes de su vida fueron su presencia ante la Cruz de Cristo, junto a María, y, sobre todo, el ser testigo directo y casi primero de la Resurrección del Señor. A María Magdalena se le ha querido unir con la pecadora pública que encontró a Cristo en casa de Simón el fariseo y con María de Betania. No se puede afirmar esto y tampoco lo contrario, aunque parece que María Magdalena es otra figura distintas a las anteriores. El rostro de esta mujer en el Evangelio es, sin embargo, muy especial: era una mujer enamorada de Cristo, dispuesta a todo por él, un ejemplo maravilloso de fe en el Hijo de Dios. Todo parece que comenzó cuando Jesús sacó de ella siete demonios, es decir, según el parecer de los entendidos, cuando Cristo la curó de una grave enfermedad.
María Magdalena es un lucero rutilante en la ciencia del amor a Dios en la persona de Jesús. ¿Qué fue lo que a aquella mujer le hechizó en la persona de Cristo? ¿Por qué aquella mujer se convirtió de repente en una seguidora ardiente y fiel de Jesús? ¿Por qué para aquella mujer, tras la muerte de Cristo, todo se había acabado? María Magdalena se encontró con Cristo, después de que él le sacara aquellos "siete demonios". Es como si dijera que encontró el "todo", después de vivir en la "nada", en el "vacío". Y allí comenzó aquella historia.

El amor de María Magdalena a Jesús fue un amor fiel, purificado en el sufrimiento y en el dolor. Cuando todos los apóstoles huyeron tras el prendimiento de Cristo, María Magdalena estuvo siempre a su lado, y así la encontramos de pié al lado de la Cruz. No fue un amor fácil. El amor llevó a María Magdalena a involucrarse en el fracaso de Cristo, a recibir sobre sí los insultos a Cristo, a compartir con él aquella muerte tan horrible en la cruz. Allí el amor de María Magdalena se hizo maduro, adulto, sólido. A quien Dios no le ha costado en la vida, difícilmente entenderá lo que es amarle. Amor y dolor son realidades que siempre van unidas, hasta el punto de que no pueden existir la una sin la otra.

El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor total. "Para mí la vida es Cristo", repetiría después otro de los grandes enamorados de Cristo. Comprobamos este amor en aquella escena tan bella de María Magdalena junto al sepulcro vacío. Está hundida porque le han quitado al Maestro y no sabe dónde lo han puesto. La muerte de Cristo fue para María un golpe terrible. Para ella la vida sin Cristo ya no tenía sentido. Por ello, el Resucitado va enseguida a rescatarla. Se trata seguro de una de las primeras apariciones de Cristo. Era tan profundo su amor que ella no podía concebir una vida sin aquella presencia que daba sentido a todo su ser y a todas sus aspiraciones en esta vida. Tras constatar que ha resucitado se lanza a sus pies con el fin de agarrarse a ellos e impedir que el Señor vuelva a salir de su vida.

El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor de entrega y servicio. Nos dice el Evangelio que María Magdalena formaba parte de aquel grupo de mujeres que seguía y servía a Cristo. El amor la había convertido a esta mujer en una servidora entregada, alegre y generosa. Servir a quien se ama no es una carga, es un honor. El amor siempre exige entrega real, porque el amor no son palabras solo, sino hechos y hechos verdaderos. Un amor no acompañado de obras es falso. Hay quienes dicen "Señor, Señor, pero después no hacen lo que se les pide". María Magdalena no sólo servía a Cristo, sino que encontraba gusto y alegría en aquel servicio. Era para ella, una mujer tal vez pecadora antes, un privilegio haber sido elegida para servir al Señor.

El amor de María Magdalena a Cristo constituye para nosotros una lección viva y clarividente de lo que debe ser nuestro amor a Dios, a Cristo, al Espíritu Santo, a la Trinidad. Hay que despojar el amor de contenidos vacíos y vivirlo más radicalmente. Hay que relacionar más lo que hacemos y por qué lo hacemos con el amor a Dios. No debemos olvidar que al fin y al cabo nuestro amor a Dios más que sentimientos son obras y obras reales. El lenguaje de nuestro amor a Dios está en lo que hacemos por Él.

En primer lugar, podemos vivir el amor a Dios en una vida intensa y profunda de oración, que abarca tanto los sacramentos como la oración misma, además de vivir en la presencia de Dios. En estos momentos además nuestra relación con Dios ha de ser íntima, cordial, cálida. Hay que procurar conectar con Dios como persona, como amigo, como confidente. Hay que gozar de las cosas de Dios; hay que sentirse tristes sin las cosas de Dios; hay que llegar a sentir necesarias las cosas de Dios.

En segundo lugar, tenemos que vivir el amor a Dios en la rectitud y coherencia de nuestros actos. Cada cosa que hagamos ha de ser un monumento a su amor. Toda nuestra vida desde que los levantamos hasta que nos acostamos ha de ser en su honor y gloria. No podemos separar nuestra vida diaria con sus pequeñeces y grandezas del amor a Dios. No tenemos más que ofrecerle a Dios. Ahí radica precisamente la grandeza de Dios que acoge con infinito cariño esas obras tan pequeñas. De todas formas la verdad del amor siempre está en lo pequeño, porque lo pequeño es posible, es cotidiano, es frecuente. Las cosas grandes no siempre están al alcance de todos. Además el que es fiel en lo pequeño, lo será en lo mucho.

Y en tercer lugar, tenemos que vivir el amor a Dios en la entrega real y veraz al prójimo por Él. "Si alguno dice: Yo amo a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no pude amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4,20). El amor a Dios en el prójimo es difícil, pero es muchas veces el más veraz. Hay que saber que se está amando a Dios cuando se dice NO al egoísmo, al rencor, al odio, a la calumnia, a la crítica, a la acepción de personas, al juicio temerario, al desprecio, a la indiferencia, a etiquetar a los demás; y cuando se dice SÍ a la bondad, a la generosidad, a la mansedumbre, al sacrificio, al respeto, a la amistad, a la comprensión, al buen hablar. La caridad con el prójimo va íntimamente ligada a la caridad hacia Dios. Es una expresión real del amor a Dios.
Por: Juan J. Ferrán, L.C. | Fuente: Catholic.net





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viernes, 21 de julio de 2017

Dando se recibe



La limosna no es una obligación impuesta por la Iglesia, es una respuesta nuestra a la generosidad de Dios.

Levante la mano quien crea que no ha recibido ninguna gracia ni bendición de parte de Dios. Ahora, levante la mano quien crea que ha retribuido a Dios todas las gracias y bendiciones recibidas. ¡Eso pensé!
Hace unos domingos atrás, me pidieron que ayudara a recolectar la limosna en la misa dominical de las 19h00. La iglesia estaba llena, había gente parada en las puertas y sin embargo, tuve vergüenza de entregar una canasta con pocas ofrendas.
Creo que los fieles de nuestras parroquias estamos en una posición económica de poder ayudar en gran medida al sostenimiento de nuestra iglesia, pero, como pasa en muchas otras partes, somos egoístas. Nos cuesta dar nuestro dinero sin saber si vamos a recibir algo a cambio. Pero la verdad es que recibimos de Dios mucho más de lo que merecemos.
 Hoy, por ejemplo, amanecí con unas ganas locas de cantar. No soy cantante profesional, pero tengo voz y me puedo comunicar, cuando hay muchos que no tienen posibilidades de expresarse libremente. También me entraron ganas de correr, y aunque no soy maratonista ni mucho menos, puedo movilizarme tranquilamente a donde me plazca, mientras hay tantas personas que, por un motivo u otro, están postrados en una cama o en una silla de ruedas. Siempre digo que soy feliz porque no necesito lentes para ver, cuando hay tantos que carecen del sentido de la vista. Puedo seguir enumerando más bendiciones que Dios me ha dado, pero creo que ya ustedes entendieron mi punto.
Hay cosas que las damos por sentado, cuando en realidad son regalos de Dios que nos da porque nos ama, así de sencillo. El padre Ricardo Reyes, en su libro “Cartas entre cielo y tierra”, nos recuerda que el acto de entregar una donación a la iglesia, aunque pareciera una cuota por participar de la misa, en realidad “es un signo concreto, fruto de la caridad que desborda al haber experimentado la misericordia de Dios en la celebración”. Entonces, podemos comprender que es un gesto de agradecimiento y generosidad porque Dios es bueno conmigo.


En el Antiguo Testamento, Abram (después llamado Abraham) es el primero que instituye, en alguna medida, la ofrenda, al dar al sacerdote Melquisedec la décima parte de lo recolectado en acción de gratitud (Génesis 14, 20). Luego encontramos que en el libro de Deuteronomio (26, 12-13) Dios le pide a las 11 tribus que entregue la décima parte de los frutos a la Tribu de Leví.
También San Pablo, en el Nuevo Testamento, nos recuerda que hay que ser caritativos con los demás. Aunque no dice directamente que hay que entregar el diez por ciento, instruye a la comunidad de Corintios cómo hacer colectas para beneficio de otros el primer día de la semana, “según hayan prosperado” (1ra de Corintios 16, 1-3).
La limosna no es una obligación impuesta por la Iglesia Católica, pero debería ser una respuesta nuestra a la generosidad de Dios. El Catecismo nos dice en el numeral 1032 que ofrecer limosnas es una forma de ayudar a las almas del purgatorio; y en el numeral 1434 nos recuerda que “la penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna, que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás”.
 Dar limosnas es un acto de desprendimiento material que nos cuesta, pero que tiene su recompensa aunque no lo notemos a simple vista. En nuestra próxima misa dominical, tengamos presentes que la caridad es una virtud que brota de un corazón sensible a las necesidades del prójimo.
Por: María Verónica Vernaza | Fuente: Capsulas de Verdad




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jueves, 20 de julio de 2017

La Historia del Rosario



¿Cuando surgió el rezo del Rosario?

¿Cuando surgió el rezo del Rosario? La pregunta no es fácil de responder. En general se considera que el "creador" del Rosario es santo Domingo de Guzmán (1170-1221), fundador de la Orden de Frailes Predicadores, los dominicos.
Un teólogo de su misma Orden, el padre Ennio Staid, uno de los máximos expertos en la materia, explica a Zenit que esta atribución no es desde el punto de vista histórico exacta.
El Salterio de María está documentado antes de que lo promoviera el santo español, ahora bien, santo Domingo y los dominicos fueron los grandes promotores.
Según las fuentes facilitadas a Zenit por el padre Staid, los momentos históricos del desarrollo del Rosario tuvieron lugar entre el siglo XII y el siglo XV.
Al inicio del siglo XII se difundió en Occidente la práctica del rezo del avemaría. El anuncio del Ángel a María, presentado en el Evangelio, constituía hasta el siglo VII la antífona del Ofertorio del cuarto domingo de Adviento, domingo que tenía un significado particularmente mariano.
Sin embargo, sólo se recitaba la parte del "avemaría" en la que se recuerda este pasaje y la bendición de Isabel. El nombre de Jesús y la segunda parte -el "santa María"- fueron introducidos hacia finales del siglo XV, en torno al año 1483.
En un primer momento, la recitación del saludo a María no implicaba la contemplación de los misterios de la vida de Cristo.
Entre 1410 y 1439 Domingo de Prusia, cartujo de Colonia, propuso a los fieles una forma de Salterio mariano, en el que sólo había 50 avemarías, pero cada uno de los avemarías era seguido por una alusión verbal a un pasaje evangélico, como una jaculatoria final.
El ejemplo del cartujo tuvo gran éxito y en el siglo XV, y de este modo proliferaron muchos salterios de este tipo. Las referencias al Evangelio finales fueron sumamente numerosas, hasta llegar a unas 300, según las regiones y las devociones más queridas.
El dominico Alano de la Roche (1428-1478) desempeñó una gran labor en la promoción del salterio mariano, que en ese período comenzó a llamarse "Rosario de la Bienaventurada Virgen María", en particular gracias a su predicación y a las confraternidades marianas que fundó.

El Rosario fue simplificado en 1521 por el dominico Alberto da Castello, que escogió 15 pasajes evangélicos de meditación en los que se hacía referencia en la jaculatoria al final de las avemarías.
El Papa Pío V (santo), cuyo pontificado tuvo lugar entre 1566 y 1572, instituyó con la bula "Consueyerunt romani Pontifices", la esencia de la configuración del Rosario.
Fuente: Tiempos de Fe, Año 4, No. 24, Noviembre - Diciembre 2002




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