"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

domingo, 21 de agosto de 2016

Recupera lo que te ha sido robado



Dios es tu aliado, Él te respaldará y peleará por ti si permaneces junto a Él y le pides ayuda

En el libro de Jim Cymbala, Fresh Faith, una de mis últimas lecturas, me pareció trascendente una reflexión sobre la manera en que el enemigo de Dios opera en contra nuestra y de todo aquello que Dios tiene para nosotros.
A Satanás no le interesa quitarnos nuestro dinero, otras posesiones, diversión, proyectos profesionales, fama, etc. De hecho, le conviene ofrecernos todo esto para atraernos y mantenernos ocupados, alejados de los propósitos eternos de nuestro Creador. Dios es omnipotente, omnipresente y omnisciente. El diablo tiene poder limitado, no puede estar en todos los lugares a la vez ni lo sabe todo, por ejemplo, no puede leer nuestro pensamiento. Él se basa en nuestras reacciones y debilidades para atacarnos y someternos. Su arma favorita es la seducción.
El propósito de Dios es darnos vida, y vida en abundancia; sanarnos; apartarnos del pecado y de la muerte; darnos sus bendiciones; cumplir su proyecto en nosotros; en una palabra: santificarnos. El propósito de Satanás es destruir todo eso, y su meta específica es robar, matar y destruir. Es importante notar que primero “roba”. Pero ¿qué es aquello que nos roba?
Él quiere robarnos principalmente lo más valioso de nuestra vida: la fe en Dios. Asimismo, quiere robarnos el gozo, la paz, la salvación; quiere robarnos el futuro de nuestros hijos, el vínculo de nuestro matrimonio, el amor en nuestro corazón, la armonía con nuestros semejantes, nuestro llamado en el Reino de Dios, nuestro ministerio, nuestro crecimiento espiritual y nuestra consagración.
Una vez que lo ha logrado, entramos en un desequilibrio emocional, mental y físico, de modo que la muerte espiritual se apodera de nosotros, obedecemos a la carne y cometemos toda clase de pecados. Entonces, si no nos arrepentimos y nos volvemos a Dios en busca de su rescate, comienza la destrucción final: divorcio, hijos en y malos pasos, enfermedad, enemistad con familiares y amigos, aislamiento, desórdenes mentales y una vida completamente miserable, sin esperanza.

Si tu matrimonio está en crisis, si tus hijos se han vuelto imposibles, si en tu familia hay pleitos y divisiones, si tus emociones, reacciones y acciones están fuera de los límites normales, si sientes que el mundo se ha vuelto contra ti y todo se ha salido de control, detente. Haz una pausa, tómalo en serio y date cuenta de que el enemigo ya te ha robado muchas cosas. Alguien tiene que poner un alto, y ese (a) eres tú. Pelea la buena batalla de la fe y levántate en oración contra el maligno.
Dios es tu aliado, Él te respaldará y peleará por ti si permaneces junto a Él y le pides ayuda. Ríndete a él, renuncia a tu carne y sigue al Espíritu. Dios te hará recuperar todo lo que Satanás te ha robado y ha empezado a matar. No permitas que destruya ningún área de tu vida. Tu vida le pertenece a quien te creó. Es la fe lo único que Él te pide: “El justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17). El enemigo lo sabe, por eso ha intentado matar tu fe. Levántate y lucha con todo tu corazón, de rodillas, Dios te devolverá la paz, el gozo, tu familia, tu matrimonio, tu ministerio, y mucho, mucho más.
Por: Maleni Grider | Fuente: ACC – Agencia de Contenido Católico

sábado, 20 de agosto de 2016

Cuando Dios te ordena algo… escucha



Nosotros podemos ser sus vasijas, sus enviados, sus siervos, sus escogidos, si prestamos atención a su voz

Muchos hombres y mujeres en la Biblia escucharon la voz de Dios y atendieron su llamado, entre ellos: Noé, Samuel, Jeremías, Amos, María, María Magdalena y Moisés. Este último es un ejemplo claro de obediencia y heroísmo, pero también de lo que muchos hacemos cuando escuchamos el llamado del Señor.
Ya sea para empresas sencillas como ayudar a nuestros padres en el hogar, o para obras más grandes como visitar a un enfermo, o ayudar a alguien en necesidad económica, o bien para comisiones mayores como un ministerio en la iglesia o una misión evangélica en otro continente, para oír el llamado de Dios es necesario no resistirnos, y sobre todo ser humildes, a fin de poder comprender aquello que se nos ha encomendado.
Tener fe, es decir, confiar en Dios, y obedecer, son los elementos finales que nos conducirán al éxito de la empresa encomendada, luego de que el Señor nos haya dotado de su gracia y de todo lo necesario para llevarla a cabo y concluirla cabalmente, de acuerdo a su voluntad y propósito.
En el capítulo 3 del libro de Éxodo se narra cómo Moisés, un pastor de ovejas, vio un día una zarza ardiendo, se acercó y Dios le habló, lo llamó por su nombre. Moisés respondió: “Heme aquí”. Sin embargo, él tuvo miedo y se cubrió el rostro. Dios le pidió que se quitara los zapatos porque estaba pisando tierra santa. Dios le mandó ir ante el Faraón de Egipto, quien tenía en cautividad al pueblo de Israel, y pedirle que los dejara ir.
Moisés presentó diversas objeciones ante Dios: le dijo que el pueblo no le creería, que le preguntarían el nombre de quien lo había enviado, que él no estaba facultado para hablar ante Faraón porque sufría de una especie de tartamudeo, y básicamente declaró su inseguridad ante el llamado del Señor. Sin embargo, Dios tuvo paciencia con él, porque ya había resuelto convertirlo en un líder espiritual.

Dios le mostró el poder que podía darle cuando convirtió su vara en serpiente, y luego en vara nuevamente; también puso lepra en una de sus manos y luego quitó la lepra en un instante. Asimismo, puso junto a él a su hermano Aarón para que hablara por él. Ambos se presentaron ante Faraón en repetidas ocasiones, de quien recibieron múltiples rechazos y negativas, por lo cual Dios envió diez plagas sobre Egipto. Finalmente, Faraón dejó ir al pueblo, que se dirigió a la tierra de Canaán, la tierra prometida donde fluiría leche y miel.
El pueblo de Israel siguió a Moisés, aunque no fue del todo obediente ni fiel a Dios. Pero Moisés sí lo fue. Dios partió las aguas del mar en dos para dejar pasar al pueblo y salvarlo de la persecución final de Faraón. Con mucho esfuerzo, dolor y sacrificio cumplió el mandato de Dios hasta el día de su muerte.
Así que, cuando Dios te mande a hacer algo, cuando escuches su voz en tu corazón o mientras ores, cuando escuches su llamado, no opongas resistencia, piensa en las grandes hazañas que Dios quiere hacer a través de ti. Cuántas personas pueden ser aliviadas, consoladas, liberadas, salvadas o redimidas si tan sólo obedeces a la voz de Dios y dejas que Él te use con poder, tal como usó a tantos profetas, discípulos y apóstoles.
¿Quieres responder: “Pero, Señor, yo no…”? ¿O quieres decirle: “Heme aquí, Señor, envíame a mí”?, tal como lo hizo el profeta Isaías (Isaías 6:8). No es necesario que seas perfecto, sino sólo que estés dispuesto. No importa cuánto tome de ti, Dios te dará la fuerza, los recursos y la habilidad para cumplir aquello que te ha mandado a hacer. Moisés se despojó de su calzado; nosotros deberemos despojarnos de todo aquello que estorbe al llamado de Dios, así como presentarnos ante Él desnudos y dispuestos.
Dios hará el resto. Él es el verdadero héroe de todas las historias, nosotros podemos ser sus vasijas, sus enviados, sus siervos, sus escogidos, si prestamos atención a su voz.
Por: Fernando de Navascués | Fuente: ACC – Agencia de Contenido Católico


viernes, 19 de agosto de 2016

La Resurrección de Jesús: nuestro rescate



El impresionante hecho de la Resurrección de Jesucristo es mucho más que un acontecimiento milagroso

Y si Cristo no resucitó, de nada les sirve su fe: ustedes siguen en sus pecados. Y, para decirlo sin rodeos, los que se durmieron en Cristo están totalmente perdidos. 1 Corintios 15:17 y 18
El impresionante hecho de la Resurrección de Jesucristo es mucho más que un acontecimiento milagroso. Sus implicaciones son incontables y reales para la vida de todos los que hemos creído en su nombre y en la grandeza de su divinidad. Haber sido levantado de la tumba por el poder del Padre significa que ahora nosotros, los creyentes, seguidores de Jesús, tenemos un fundamento sólido e inamovible para nuestra fe.
Si nuestra esperanza en Cristo se termina con la vida presente, somos los más infelices de todos los hombres. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, siendo Él primero y primicia de los que se durmieron. Un hombre [Adán] trajo la muerte, y un hombre [Jesús] también trae la resurrección de los muertos. (1 Corintios 15:19-21)
Lo que hemos aprendido de nuestra Iglesia es la base sobre la que, como cristianos, edificamos nuestra vida, instituimos nuestra familia y trazamos nuestro destino. Asimismo, podemos esperar, a partir de la gracia que se ha derramado sobre nosotros con el sacrificio de Cristo en la cruz, el ser rescatados de situaciones difíciles en las que no es suficiente nuestra capacidad humana.
Podemos ser liberados de la desesperación, cuando vivimos momentos en los que las circunstancias nos han rebasado y no tenemos más el control: el esposo o la esposa se ha marchado de casa; hemos perdido el empleo y tenemos deudas que pagar; un miembro de la familia está gravemente enfermo; un hecho climatológico ha destruido nuestra casa, u otras terribles situaciones.

Asimismo, Dios puede consolarnos de la tristeza, cuando hemos tenido una pérdida importante, o cuando los problemas de la pareja o la familia van a extremos que emocionalmente nos lastiman. Cuando David fue sanado y rescatado de la muerte, escribió: “Tú has cambiado mi duelo en una danza, me quitaste el luto y me ceñiste de alegría.” (Salmos 30:12). Porque toda tragedia, toda situación dolorosa pasará, y si confiamos y nos aferramos a Dios, Él nos consolará de toda tristeza.
Otra situación de la que nuestro Señor puede levantarnos es el fracaso. Si nos sentimos derrotados por haber cometido un error grave o por haber hecho una decisión equivocada y las consecuencias están sobre nosotros, el sentimiento es desolador. Pedro negó a Jesús, no una sino tres veces. Sin embargo, Jesús lo perdonó cuando vio su arrepentimiento profundo, lo hizo un hombre nuevo, firme y lleno del poder de Dios. Así también podemos recuperarnos y ser restaurados, cualquiera que sea la situación.
El rey David cometió adulterio y asesinato, arrastrado por una baja pasión, y esto lo colocó bajo una culpa terrible que lo apartó de Dios. Pero cuando confesó su pecado, recibió alivio y perdón. Hasta que no lo confesaba, se consumían mis huesos, gimiendo todo el día. Tu mano día y noche pesaba sobre mí, mi corazón se transformó en rastrojo en pleno calor del verano. Te confesé mi pecado, no te escondí mi culpa. Yo dije: “Ante el Señor confesaré mi falta”. Y tú, tú perdonaste mi pecado, condonaste mi deuda. (Salmos 32:3-5) La culpa puede ser unan opresión insoportable, pero Jesús con su muerte y resurrección ganó para nosotros el perdón, no importa cuán grande haya sido nuestro pecado. Pero si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad. (1 Juan 1:9)
Al morir en la cruz, Jesús cargó sobre sí toda enfermedad. Él soportó el castigo que nos trae la paz y por sus llagas hemos sido sanados (Isaías 53:5b). Como hijos suyos, podemos reclamar esta promesa y hacer nuestra la sanidad a la que tenemos acceso. Sus heridas, su sangre derramada, su agonía, su muerte y resurrección fueron el precio que Él pagó para que nosotros hoy podamos gozar de sanidad.
Gracias a Dios que nos mostró su poder y su plan para nosotros cuando resucitó a su Hijo Jesucristo y lo sentó a su diestra en los lugares celestes. Ahora podemos venir a Él para recibir perdón, liberación, sanidad, consuelo, restauración y, cuando muramos… vida eterna.
Por: Maleni Gride | Fuente: ACC – Agencia de Contenido Católico

jueves, 18 de agosto de 2016

Saber decir... ¡adiós!



Renunciación, olvido de uno mismo y oración por el que se va. Un abrazo y si se puede... una sonrisa.

Cuando hay un dolor profundo, el corazón pesa. Se siente su abatimiento y es como si una enorme losa nos aplastara el pecho. Con esa sensación mortificante y amarga el dolor sube hasta nuestros labios y se convierte en oración:

"Tú lo sabes Señor, lo sabes mejor que nosotros porque Tú conoces a la perfección el corazón de los hombres. Y Tú sabes lo adolorido que está este pobre corazón porque tiene que decir adiós".

Decir adiós es una cosa y saber decir adiós es otra. Decir adiós es abandonarse a ese dolor que tiene sabor a muerte.

Decir adiós es sumergirse en esa profunda pena que nos brota del corazón y se asoma a nuestros ojos convertida en lágrimas.

Decir adiós es quedarse con un hueco en el pecho... es levantar la mano en señal de despedida y darnos cuenta que es el aire, lo único que acarició nuestra piel.

Es volver a casa y ver tantas y tantas cosas del ser amado y junto a esas cosas, un sitio vacío. Es llorar, desesperarse, vivir en la tristeza de un recuerdo.

¡Decir adiós es tan triste y hay muchos adioses en nuestras vidas! El adiós al ser querido que se nos adelantó, el adiós de las madres a sus hijos en países en guerra, el adiós a quién amamos y se aleja del hogar... el adiós que se le da a la tierra que nos vio nacer...

¿Cómo lograremos saber decir adiós, dónde encontraremos una forma diferente para que este adiós nos sea más soportable?

Para saber decir adiós nos ayudaremos con el recuerdo o más bien con la meditación de cómo debió de ser el adiós entre María y su hijo Jesús. A mí en lo personal me gusta pensar que fue después de una comida. Nada nos dicen los Evangelio de estas escenas, ya que fueron escritos después, bastante tiempo después. Jesús vivió tres años fuera de su hogar dedicado a su misión de predicar.

Solos estaban ya la Madre y el Hijo puesto que ya habían dado el adiós a José tiempo atrás. Comida de despedida, de miradas llenas de ternura, de silencios cargados de amor más que de frases. La madre solícita y tierna y al mismo tiempo firme y serena. El Hijo empezando a sentir el primer dolor con un adiós para ir al encuentro de la Redención de la Humanidad.

La tarde es calurosa y el camino polvoriento. Por él van un hombre y una mujer. Una madre y un hijo que se despiden, que tienen que decirse adiós...

Y yo creo que María acompañó a Jesús hasta el final del sendero donde el hijo tomaría el camino definitivo. Nada sabemos de lo que hablaron, nada sabemos de lo que se dijeron... pero tuvo que ser un adiós de inconmensurable grandeza y amor. También de dolor. Dolor que se hace incienso y sube hasta el Padre Eterno.

Otra vez en los labios de María el SÍ y en los de Jesús el primer sorbo del amargo cáliz que beberá hasta la última gota. Pero serenos y firmes, llenos de amor el uno por el otro, cumpliendo, aceptando en sus corazones la Voluntad del Altísimo: Saben como hay que decir adiós.

Así nosotros, con este ejemplo de despedida hemos de saber decir adiós. Renunciación, olvido de uno mismo y oración por el que se va. Un abrazo, corazón con corazón y si se puede... una sonrisa.

Y nuestra oración termina así:

"Señor, sabes que me duele el corazón pero Tú me vas a enseñar a "saber decir adiós".
Por: María Esther de Ariño