Las
palabras de Jesús son nuevas porque las pronuncia a cada corazón y a cada
hombre en el hoy de la historia.
Jesucristo en la cruz pronunció siete palabras, tal como lo han testimoniado
los cuatro evangelistas. Siete palabras, tres recogidas por Lucas, tres por
Juan y una misma por Marcos y Mateo.
Las Palabras sobre las que vamos a reflexionar son nuevas, muy nuevas podríamos
decir, porque Jesús las pronuncia a cada instante. Y no envejecen, porque las
pronuncia a cada corazón y a cada hombre en el hoy de la historia. Son palabras
para siempre. Sí, estas palabras históricas pronunciadas desde la cruz son
palabras eternamente nuevas, y hacen a quienes las acogen y las viven hombres
también nuevos.
Primera palabra
Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen.
¡Qué diferente, qué nuevas se nos hacen, por contraste, las palabras de Jesús
en el momento supremo de la cruz! Jesús nada sabe de venganza, no siente que ha
perdido su dignidad filial, no pide ni promete castigos ni maldiciones.
"Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Padre, perdona a
todos: a los ladrones, a las autoridades judías, al gentío, a los transeúntes,
a los soldados, a mis discípulos; perdona a todos: a los corruptos, a las
prostitutas, a los hipócritas, a los desinhibidos, a los hutus y a los tutsis,
a los serbios y a los kosovares, a los que construyen las armas y a los que
hacen las guerras, a los genocidas y a los abortistas, a los que pecan de
oculto y a los que lo hacen en público, a los criminales de profesión y a los
que lo son sin que lo aparenten...
Segunda palabra
Te aseguro hoy estarás
conmigo en el paraíso.
En el Antiguo Testamento se habla del sheol después de la muerte, ese lugar
tenebroso, algo fantasmal y como lleno de sombras, bastante triste en que
yacían las almas de los muertos. Muy lejos se está todavía de considerar el
paso de la vida a la muerte, como el paso al paraíso, el lugar de todas las
delicias y felicidades. La concepción judía sobre la resurrección estaba
relacionada con el fin de los tiempos, no con el hoy con que Jesucristo la
asegura: HOY estarás conmigo en el paraíso. En la Torah se dice que es maldito
quien cuelga de la cruz, puesto que eso significa que se trata de un criminal,
de alguien que no ha cumplido la Ley de Dios y sus preceptos. Jesús acepta que
su interlocutor es un criminal, pero no lo considera maldito, sino bendito,
digno de gozar eternamente del paraíso; él es muy consciente de que no ha
venido a salvar a los justos, sino a los pecadores. La novedad de esta palabra
de Jesús requiere un corazón de niño, un volver a nacer por obra del Espíritu.
Así es ahora el corazón de este hombre que de ladrón se ha convertido en niño:
Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey. También nosotros digamos:
"Yo quiero ser como un niño". Y como niños escucharemos de labios de
Jesús: Hoy estarás conmigo en el paraíso... Con Jesús, la vida, cualquiera que
sea su circunstancia, es un paraíso, el único paraíso.
Tercera palabra
"Mujer, ahí tienes a tu
hijo". después dijo al descípulo: "Ahí tienes a tu madre".
En el Antiguo Testamento el pueblo de Israel es simbolizado por una esposa.
"Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré en justicia y en derecho,
en amor y en ternura, te desposaré en fidelidad, y tú conocerás al Señor"
(Os 2, 21-22). Pero, que yo recuerde, no existe el símbolo de una madre
aplicado a Israel; el símbolo de padre y madre es aplicado a Yavéh únicamente.
En el Nuevo Testamento la Iglesia, el nuevo Israel, es presentada por varios
símbolos: ciertamente el de esposa (Ef 5,21-33) y el de hijo que puede llamar
papá a Dios (Gál. 4, 6-7), pero también el de madre, como aquí en la cruz.
María, la madre de Jesús, la mujer nueva de la historia, simboliza la Iglesia
que nos engendra a la fe, a la esperanza y al amor de Dios. A su vez, el
discípulo amado, representa a la Iglesia que día tras día vamos engendrando
mediante la palabra y el sacramento. De modo que la Iglesia es madre como María
e hijo como el discípulo amado. Cristo en la cruz regala a la Iglesia,
simbolizada en María, un atributo de Dios: el ser padre, el ser madre de los
creyentes, de la humanidad.
Hoy la Iglesia, desde su cruz y desde nuestra cruz, nos da a María, como madre
y maestra de vida, como compañera de camino, como modelo de generosidad y de
entrega, como símbolo de la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad de la
Iglesia.
María simboliza y promueve la unidad porque todos los cristianos somos sus
hijos; simboliza y promueve la santidad, con su amor y su ternura hacia su Hijo
y hacia la voluntad del Padre; simboliza y promueve la catolicidad, porque es
la nueva Eva, la madre de la nueva humanidad, a la que todos los hombres
estamos llamados; simboliza y promueve la apostolicidad, con su presencia y su
solicitud por los apóstoles como en el cenáculo en los días de Pentecostés.
María es Iglesia. María hace Iglesia, engendra la Iglesia.
Cuarta palabra
Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?
En el libro de los salmos encontramos muchos que hablan de peligros,
persecuciones, intrigas, malignidad humana... y de confianza en Yahvéh que
salva al que ora de todo ello. El salmo 22 pertenece a este grupo de salmos.
Sobre él, como sobre un pentagrama, parece haber sido redactado el texto de la
pasión de Jesucristo. Escuchemos algunos fragmentos:
"¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? ¿por qué no escuchas mis
gritos y me salvas?...
todos los que me ven se ríen de mí:
´Se encomendó al Señor, ¡pues que él lo libre,
que lo salve, si es que lo ama!´...
...taladran mis manos y mis pies,
puedo contar todos mis huesos,
se reparten mis vestiduras,
echan a suerte mis ropas".
Si nos fijamos en la figura de Job, los
lamentos en su desgracia, son impresionantes a nuestros oídos:
"Desaparezca el día en que nací
y la noche que dijo: Ha sido concebido un hombre.
Que ese día se convierta en tinieblas...
Lo único que me quedan son mis gemidos;
como el agua se derraman mis lamentos...
No tengo paz, ni calma, ni descanso,
y me invade la turbación" (Job 3,3-4.20-26).
Jesús es el último y supremo de entre los justos perseguidos. "El mismo
Cristo, en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes
gritos y lágrimas a aquél que podía salvarlo de la muerte" (Hbr 5,7). Pero
es también el Hijo obediente y el sumo sacerdote que ofrece voluntariamente su
vida para la salvación de la humanidad: "Fue escuchado en atención a su
actitud reverente. Y aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo que cuesta
obedecer" (Hbr 5,7-9). Jesús no grita a su Padre que le libre de la muerte
como el justo perseguido, Jesús no se lamenta de su estado desgarrador e
inhumano al estilo de Job, Jesús grita al Padre el abandono que siente su alma,
y el deseo de consumar hasta el final su sacrificio redentor.
Quinta palabra
Tengo sed
En el Antiguo Testamento la sed está muy presente. Se nos habla del pueblo de
Israel, sediento cuando marcha por el desierto, y que se queja de haber sido
conducido allí para morir en él de sed (cf. Ex 17,1ss).
¡Cuánto mejor estaban en Egipto!
De sed se habla también en algunos de los salmos. Por ejemplo, en el salmo 41:
"Tengo sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de
Dios?" o en el salmo 68: "Los insultos me han roto el corazón y
desfallezco; espero compasión, y no la hay; nadie me consuela. Me pusieron
veneno en la comida, me dieron a beber vinagre para mi sed".
Jesús tiene sed, como junto al pozo de Jacob en Siquén, pero ahora ya no pide
que le den de beber, como lo hizo allí cuando se dirigió a la samaritana (Jn
4,10-15). Jesús en las bienaventuranzas dijo:
"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos
serán saciados" (Mt 5, 6), y ahora el Padre, no los hombres, sacia
misteriosamente esa sed de justicia de Jesús, es decir, de redención. Y al
término del libro del Apocalipsis dice Jesús: "Si alguno tiene sed, venga
y beba de balde, si quiere, del agua de la vida" (22,17), porque "el
que viene a mí no volverá a tener hambre; el que cree en mí nunca tendrá
sed" (Jn 6,35). Y el Apocalipsis no es sino el eco de unas palabras del
Evangelio: "El último día, el más importante de la fiesta (fiesta de los
tabernáculos), Jesús, puesto en pie ante la muchedumbre, afirmó solemnemente:
Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba" (Jn 7, 37-38). Y en el gran
momento del juicio final escucharemos estas palabras de Jesús: "Venid,
benditos de mi Padre, porque estuve sediento y me disteis de beber" (Mt 25,
31-40).
Es nueva la sed de Jesús. No es sed del Dios vivo, porque esa sed está
completamente saciada. No es tampoco la palabra de Jesús un grito de queja, de
desesperación, de rebelión, como en el caso de los israelitas. Es sed real, sí,
pero no sólo en su realidad física, sino sobre todo en su realidad más íntima y
espiritual. Es sed de justicia, de redención por la sangre. Es sed que sólo el
Espíritu Santo puede apagar en el corazón de Cristo y del cristiano. Es sed que
no es suya, sino de sus hermanos los hombres, hecha propia por él en el
calvario.
Sexta palabra
Todo está cumplido
Ha ido a donde el Padre quería; ha predicado cuando, donde y por el tiempo que
el Padre quería; ha hecho los milagros que el Padre quería; ha elegido a los
hombres que el Padre le indicó; ha predicado la verdad y la justicia, como el
Padre quería; ha vivido conforme a lo que predicaba, para agradar a su Padre;
ha sufrido los tormentos indescriptibles de la pasión y de la cruz; ha cumplido
las Escrituras. Ahora ya puede expirar como un soldado valiente que ha
combatido el buen combate y que grita: Adsum!
Séptima palabra
Padre, a tus manos confío mi
espíritu.
A ti, Señor, me acojo; no quede yo defraudado...
Sé para mí roca de cobijo y fortaleza protectora...
guíame y condúceme, por el honor de tu nombre...
En tus manos encomiendo mi espíritu;
tú, Señor, el Dios fiel, me rescatarás (Sal 31, 2-6).
Jesús, con este salmo, llama a Dios su roca y su fortaleza. Esa roca y
fortaleza ya no es Yahvéh, es el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Hay una
novedad radical: No es la relación de un vasallo con su rey, sino la de un hijo
para con su Padre. No se abandona a las manos poderosas de Yahvéh, el Señor de
los ejércitos, el rey de las naciones, sino en las manos tiernas y benditas del
Padre. Digamos también nosotros: Padre, a tus manos confío mi espíritu, mi vida
entera, ahora en el tiempo de la lucha, luego en la eternidad del amor.
Autor: P. Antonio Izquierdo,
L.C.