"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)
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martes, 10 de febrero de 2015

LA RAZÓN DE LA FE Y LA FE EN LA RAZÓN

Autor: Pablo Cabellos Llorente

         No es difícil escuchar o leer planteamientos que oponen fe y razón o fe y ciencia, entendiendo por tal el acervo adquirido  experimentalmente. Los ejemplos son múltiples: bastaría recordar las palabras del Papa sacadas de contexto (el famoso puñetazo que daría a quien ofendiera a su madre) para hacerlo aparecer poco menos que partidario del terrorismo islámico contra la revista francesa. El agradecimiento ha consistido en decir que vomitan sobre los que se han solidarizado con Charlie: el Papa, Putin, Isabel II, etc. No es importante, pero se maltrata. Podríamos pensar en la firmeza con que algunos creen que Galileo Galilei fue condenado a muerte, cuando murió bien aposentado.

         De más calado podría ser la presunta incompatibilidad entre creación y evolución. Bastaría leer un pequeño libro de Ratzinger (“Creación y pecado”) para observar que no existe tal discrepancia. Es más, a mí me resulta más acorde con el poder de Dios el big-bang que pensar en una minuciosa génesis. Al fin y al cabo, lo que la fe pide está resumido en el prólogo al Evangelio de san Juan: en el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en principio junto a Dios. Todo se hizo por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. Un explosión con una ley, no ciega. Y su particular intervención en dar espíritu al ser humano.

         En 1951 predicaba el fundador del Opus Dei: “Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar una supuesta incompatibilidad entre fe y ciencia, entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y aparentemente, cuando no se entienden los términos reales del problema”. Sólo aparentemente porque, de una parte, el cristiano debe poseer hambre de conocer en cualquiera de los aspectos del saber humano y ha de entender muy bien que no hay oposición alguna entre ningún descubrimiento de la mente del hombre y su fe porque cualquiera de esas verdades proceden de un mismo Ser superior. El cristiano debe ser puntero y amar las ciencias.

         Por otro lado, al ateo le será imposible demostrar la inexistencia de Dios a través de la razón o de las ciencias empíricas. Más aún, esas ciencias pueden situarlo a las puertas de la fe, porque ésta no es un conjunto de paradojas incomprensibles: el misterio –escribió también Ratzinger- no quiere decir destruir la comprensión, sino posibilitar la fe como comprensión.  La fe no entra en contradicción con la comprensión, sino que presenta su auténtico contenido. El conocimiento funcional del mundo -cosa que nos brinda el pensamiento técnico-científico-natural- no aporta ninguna comprensión del mundo y del ser porque no investiga la verdad sino la función que tiene para nosotros. Por eso, una tarea primordial de la fe cristiana es la teología, discurso comprensible, lógico, de Dios y de las realidades de este mundo. La forma con la que el hombre entra en contacto con la verdad del ser no es la forma del saber, sino la del comprender: comprender la inteligencia  a la que uno se ha entregado.

          Porque buscó una comprensión del misterio, el Chesterton agnóstico se puso al pie de la fe por percibir que la apertura al misterio  puede facilitar explicaciones más amplias de la realidad. El misterio abre puertas, no es cerrazón mental, plantea problemas para resolver, dice Tomás Baviera citando al autor inglés, añadiendo con palabras de “Ortodoxia”: todo puede entenderlo el hombre, pero sólo mediante aquello que no puede entender. El lógico desequilibrado se afana por aclararlo todo, y todo lo vuelve confuso, misterioso. El místico, en cambio, consiente en que algo sea misterioso para que todo lo demás resulte explicable. En las “Confesiones”, San Agustín se refiere a las escuelas filosóficas que le habían decepcionado. Afirma de ellas que despreciaban la fe, prometían con temeraria arrogancia la ciencia, “y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar”.


         Por lo dicho, puede colegirse que la teología necesita de la razón y de los descubrimientos de las ciencias experimentales para explicar la fe. Pero también la razón precisa de la fe para ser mejor valorada, mejor orientada, más abierta a las posibilidades del ser humano.  Juan Pablo II y Benedicto XVI trataron ampliamente las dos cuestiones, dos caras de una moneda. Francisco ha mostrado la estrecha relación entre fe y verdad, la verdad fiable de Dios, su presencia fiel en la historia. "La fe, sin verdad, no salva. La proyección de nuestros deseos de felicidad se quedaría en una bella fábula." Y  debido a la "crisis de verdad en que nos encontramos", es más necesario que nunca subrayar esta conexión, porque la cultura contemporánea tiende a aceptar sólo la verdad tecnológica, lo que el hombre puede construir y medir con la ciencia experimental, lo que “es verdad porque funciona", o las verdades  subjetivas, no válidas para todos. Por el contrario, la fe, que nace del amor de Dios, hace fuertes los lazos entre los hombres y se pone al servicio concreto de la justicia, el derecho, la paz y la razón.

jueves, 8 de enero de 2015

UN AÑO PARA COMENZAR A RENOVARSE

Autor: Pablo Cabellos Llorente

         Que pase una hoja del calendario no parece constituir factor alguno que aporte un cambio. Pero aunque no sea cierto aquello de que año nuevo vida nueva, puede ser una oportunidad para rebelarnos contra muchas cosas, en primer lugar, con nosotros mismos. Así no caeremos en ese error tan nuestro de culpar al  primero que pasa de cualquier desgracia sucedida. Lo que continúa no quiere estar escrito desde la tarima de una cátedra ni con ánimo de anatematizar a nadie, aunque no siento miedo alguno para llamar a las cosas por su nombre, sin  arrogarme más autoridad que la pueda tener mi razón.

         Lo primero,  porque está más en la calle, es la tremenda corrupción económica, detonante para el descontento lógico de muchos. Mi primera discrepancia: esa lamentable podredumbre no es, según me parece, la causa de nuestros males. En todo caso, los pone en el candelero de modo alarmante. Para ir explicando mi porqué de tal aseveración, voy a seguir añadiendo otros modos de descomposición que hemos orillado por aquello de lo políticamente correcto –el encubrimiento de mil mentiras- y hasta por una especie de consenso  para no hablar críticamente de asuntos como la Ley de Género –ojo, no me refiero a la de la violencia-, las deslealtades matrimoniales aireadas como algo moderno, la investigación con embriones,  el asesinato por el desquiciado “derecho” al aborto,  leyes de educación que han producido cuando menos una porción de parados poco cultivados.

          Los asuntos enumerados y otros muchos -juicios paralelos por filtraciones, jueces que encausan a personas  por miedo al qué dirán, judicialización de  la vida pública (aunque sí hay mucho que juzgar), sentencias de nunca jamás, etc.- tampoco son la causa de lo que nos pasa. Más próximos a la raíz habría que situar la no infrecuente frivolidad de nuestros diversos parlamentos que no gastan  la pólvora  en salvas, sino en insultos peores que los que se escuchan en los campos de fútbol. O en dirigentes  políticos que llaman sensato a incumplimientos graves de sus programas, unos por retirar la ley del aborto, y los anteriores por cambiarla habiendo programado no hacerlo. Después, los sucesores de estos anuncian que nunca pactarán con un partido que estuvo a punto de no retirar la reforma, mientras que algunos  brindan al sol porque es barato. ¿No es todo eso inmoral? Pero tampoco pienso que sea la causa de nuestros problemas. Más bien, son resultados de una dificultad más honda.

         Ese panorama sí constituye la explicación de que hayan aparecido “soluciones” desnortadas, pero que son expresión del cansancio, del hartazgo, de la impaciencia de muchos, del paro, quizá no precisamente de los que lideran esa especie de movimiento, algo rancio por sus raíces marxistas adornadas con flecos de populismo, que no son de éxito ni siquiera en el sufrido Tercer Mundo. No parece la solución, pero puede ser el resultado de una sociedad civil adormecida, que ha dejado todo en manos de partidos corruptos, sindicatos alineados y patronales cuando menos inoperantes, todos ellos recibiendo mucho dinero del sufrido contribuyente. El movimiento populista ha aprovechado todo en beneficio propio, idéntico a lo que han hecho los demás. ¿No es todo eso inmoral? Escribió M. Weber que los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública. Tarea de todos es recuperarlos porque lo sublime se relegó al ámbito privado.

         Y la sociedad civil dormitada ha encontrando un canal que no es solución de nada, aunque  posea un punto de razón. Ahí puede verse la  necesidad de cambiar con el Año Nuevo, porque es como decir ahora, no porque la alteración del calendario aporte nada, sino porque urge no  continuar así: es forzoso generar ilusión, trabajo, nuevos modos de hacer, menos burocracia esclerótica, promoción de emprendedores, menos asesores, otro talante que nos lleve a todos a ser servidores de los demás… Se nos llena la boca hablando de democracia avanzada, y tal vez existan más libertades, pero mucha menos Libertad. Y como cada cual vigila su puesto, aunque saque pecho para autoproclamarse servidor del pueblo, se puede inquirir: ¿no aporta todo esto una nueva inmoralidad  desanimante? Y no pienso en confesionalismos. Eso ya lo escribieron Sócrates, Platón, Aristóteles o Virgilio.

         Yendo al final, ¿cuál es la causa de tal situación? Hemos hablado de escasez de sociedad civil como actora de nuestro destino, porque lo cierto es que poco ha actuado. Y me atrevería a apuntar una razón: se ha disminuido la alegría de vivir participativamente por yugular algo capital bajo la acusación de ser una antigualla, grave inculpación en nuestros días. Sin más rodeos: me refiero a lo que los clásicos griegos llamaron ley natural, un algo impreso en el hombre que le hace distinguir el bien del mal. A medida que ha  imperado el “vale todo”, no hay más señalización que el derecho positivo (obedece a la disciplina de partido y no suele ser ordenación de la razón), derecho que con ese modo antinatural de funcionar ha ido excluyendo a la sociedad civil en sus diversas manifestaciones, constitutivas de unos lugares plurales, desde donde aparecería el verdadero espacio político. No al revés. 

viernes, 2 de enero de 2015

NAVIDAD: COMPROMISO DE DIOS, COMPROMISO DEL HOMBRE


 Autor; Pablo Cabellos Llorente

         Al llegar estas fiestas navideñas, no es infrecuente escuchar opiniones diversas acerca de lo que suponen para cada uno. Es bien cierto que toda persona está habilitada para expresar lo le supone este tiempo. Sin embargo, me parece que no está de más recordar el porqué de la Navidad, aún cuando cada quien lo viva a su manera. Yendo a ese fondo se me ha ocurrido pensar el título que encabeza estas líneas. La Navidad, antes que nada, manifiesta el compromiso de Dios con el  hombre. Toda la historia de la salvación es la historia de un gran de amor, con un argumento bien sencillo: el Señor es fiel a su criatura siempre, aunque los humanos prevariquemos con bastante frecuencia.

         Esta historia es un continuo diálogo de Dios con el hombre, un Dios que se agacha para hacerse entender, se pone a nuestro nivel y se compromete con todos y cada uno de los que venimos a este mundo. Lo ha hecho de mil maneras, pero, llegada la plenitud de los tiempos –así lo expresa san Pablo-, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, formulando de este modo que es el Dios verdadero que se hace uno de nosotros. Un padre de la Iglesia afirmó que Dios se hace hombre para que los hombres fuéramos dioses. Así es el vínculo máximo que Dios adquiere: toma nuestra naturaleza para que todos fuéramos, de un modo nuevo, hijos de Dios. Ese será el ADN del cristiano: ser hijos en el Hijo. Así se resume nuestra existencia.

         Dios se ha hermanado de tal modo con los seres humanos, que el concilio Vaticano II hizo dos afirmaciones que lo expresan de modo admirable. Por un lado, asegura que el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado, es decir, sólo en Cristo se explica el qué, el porqué, y el para qué de nuestras vidas. No al revés. Únicamente entendiendo a Jesús de Nazaret podemos comprender al hombre de modo íntegro. Otro modo de verlo es sustraerle una dimensión que lo desfigura y lo aminora en su dignidad. La otra aseveración del concilio es que, con su encarnación, Dios en cierto sentido se ha unido a todo hombre. Al menos en dos maneras: ha tomado nuestra naturaleza, se ha hecho uno de nosotros para hacer divinos todos los caminos de la tierra, y nos ha divinizado a todos dándonos esa maravillosa posibilidad de ser hijos de Dios, como afirma Juan evangelista.

          El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que Isaías habla del Dios de la verdad, expresión que literalmente significa el Dios del Amén, es decir el Dios fiel a sus promesas: no falla jamás, tampoco cuando nosotros no lo entendemos. ¡Qué pobre sería un Dios que cupiese en nuestras mentes! La Navidad –y luego, la Cruz- es la máxima expresión de la fidelidad divina, hasta anonadarse en una pequeña criatura, siendo como cualquier otro niño. Así nos da como una parte de su divinidad a un precio incluso más costoso que su misma pasión o, más bien, la causa de la misma. Me refiero a aquella enigmática frase de san Pablo: a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él. En un desbordamiento de amor, ha hecho propios los pecados de la humanidad de todos los tiempos.

         Ahí reside la raíz del compromiso del hombre: no sólo por la Creación, sino también por esa recreación que Dios realiza para nosotros por medio de su encarnación, nacimiento y de su vida entre nosotros hasta su muerte y resurrección. La Navidad nos invita amablemente  a vincular nuestras vidas con el amor que Dios nos tiene. En la obra de Tomás Baviera “Pensar con Chesterton”, se lee algo sobre la libertad tan certero como cautivador: las propuestas modernas –dice- se apoyan en un concepto de libertad que pretende la plena autonomía y rechaza todo lo que pueda percibirse como limitación. Hoy en día –sigue- más que nunca se reivindica una libertad sin límites en su actuar. Y añade que Chesterton percibió ya que “el mayor anhelo de las utopías modernas consiste en la disolución de todas las ligaduras especiales”.


         Y no es que Chesterton –como cualquier cristiano ejerciente- no amara la libertad, sino que la entiende como la capacidad de amar el compromiso: “nunca pude concebir o admitir una utopía que no me dejase la libertad que yo más estimo: la de obligarme”. Está entendiendo la libertad como capacidad de compromiso. El Nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre entraña un compromiso liberador, el de esa libertad que nace para darse, para comprometerse con Dios y con el hombre, en definitiva, capaz de obrar por amor como ha hecho el mismo Dios. Naturalmente, ese modo de concebir la libertad no quita posibilidades al hombre para obrar de otro modo. Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad. Finalizo con Chesterton: para que el hombre pueda amar a Dios, no basta con que haya un Dios amable, sino que haya también un hombre amante.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

EL PAPA, EUROPA Y LAS VERDADES DEL BARQUERO


Autor: Pablo Cabellos Llorente.

         Continúa resonando el grito de Juan Pablo II en Santiago de Compostela invitando a Europa a bucear en las raíces que la hicieron grande, un grito de amor condensado en una frase: Europa se tú misma. El Papa Francisco ha hecho otro tanto en un viaje relámpago a Estrasburgo. Dos discursos que nadie quiso perderse excepto muy pocos. Incluso algunos políticos distantes de la Iglesia, pero hábiles, se han puesto al frente de la manifestación como suele decirse. Es claro que no comulgan con muchas de las grandes ideas que fue desgranando Francisco, pero o han sido cucos advirtiendo la popularidad del Obispo de Roma, o han permanecido impactados por algo nada común: ausencia de lo políticamente correcto para llamar a las cosas por su nombre.

         Efectivamente, en las instituciones europeas, Francisco ha dicho las verdades del barquero, es decir, ha tratado temas que corresponden a la naturaleza humana, ha construido sus dos discursos sobre verdades sencillas, que muchos piensan, pero no se atreven a decir por temor a ser encasillados, por esa falacia de lo políticamente correcto, por no quedar mal. El Papa sí que ha hablado con sensatez, palabra no aplicable a muchas declaraciones o decisiones al uso, que utilizan el vocablo para  apañar lo injustificable. ¿Y de qué ha hablado el Pontífice? De muchos asuntos, pero lo que me parece más interesante, porque de un modo u otro subyace en las dos intervenciones, aunque mucho más explícitamente en su discurso al Parlamento Europeo: la persona y su dignidad.

         En efecto, expondrá que la defensa de la dignidad de cada persona es un compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y posteriormente pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos. Luego, deja en el aire unos interrogantes golpeando las conciencias: ¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa? ¿Qué dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación? ¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo necesario para vivir o, todavía peor, que no tiene el trabajo que le otorga dignidad?

         Todavía es preciso, incluso en Occidente, valorar más cada ser humano, como hace Francisco. No tiene ningún miedo para expresar que  persisten demasiadas situaciones en las que las personas son tratadas como objetos, mientras que “la percepción de la importancia de los derechos humanos nace precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de muchos sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia del valor de cada persona humana, única e irrepetible. Abunda en el tema afirmando que la persona corre el riesgo un descarte hecho sin muchos reparos, como en el caso de los dolientes, los enfermos terminales o los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer.

         Desea colaborar a que Europa tenga más esperanza  por el reconocimiento sin ambages de la dignidad de cada persona, añadiendo también, sin escondimiento alguno, que esa dignidad lleva aparejada otra palabra capital: trascendente. A partir  de la necesidad de una apertura a la trascendencia,  afirmó la centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en manos de las modas y poderes del momento.  Dignidad trascendente, significa que la naturaleza humana pueda apelar a su innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa “brújula” inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo creado. Estamos ante asuntos cruciales: naturaleza humana, ley natural, Creación y, por tanto, esa amable dependencia del hombre respecto del Creador, que lo capacita para descubrir en sí mismo lo bueno y lo malo. Ahí hay un hueco importante para la Iglesia porque puede indicar nuestro camino natural con la ayuda de la Revelación, que no añade nada nuevo al ser humano, sino que le da seguridad cuando se pierde en vericuetos que la apartan de su sitio.

         De ahí surge un catarata de exigencias respecto a cada humano, como la afirmación de que Europa no es sólo economía, los insostenibles modelos de vida opulentos, el peligro de la absolutización de la técnica frente a una antropología que evite al hombre  “el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado”, la cultura del descarte, la despreocupación de los frágiles, etc. Estos peligros los corre una Europa que no sea capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida, una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel “espíritu humanista” que, sin embargo, ama y defiende. Sólo así será posible la unidad en la diversidad en una cultura multipolar y transversal, pacífica y promotora de paz, que erradique el terrorismo religioso e interracial.


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lunes, 3 de noviembre de 2014

LA NEBULOSA LÍNEA ROJA DE LA ÉTICA


 Autor: Pablo Cabellos Llorente

         La ética esta en boca de todos por su constante violación. Llevamos muchos años de corrupción. La verdad es que desde que el mundo es mundo. Pero ahora hay más medios y modos para ejercerla y puede extender sus redes de polo a polo con enorme facilidad. Y no me refiero solamente a la económica, que es la más llamativa para la mayoría. Pero lamentablemente está muchas veces en la cresta de la ola porque se anatematiza a determinados incumplidores de la legalidad (ahora a los poseedores de tarjetas negras y después la panda de cobradores de comisiones ilegales) mientras quedan impunes ante el juez, los jefes políticos, sindicales o empresariales de las diversas filas.

         Es obvio que no me dedicaré a defender a los autores de tales hazañas, pero me da pie para escribir que la ética no se hace a golpe de lo que en un momento determinado escandaliza a la opinión pública porque la ataca de modo más sensible. "La ética –escribía Leonardo Polo- no es una cataplasma, no es moralina... Establece las leyes del actuar humano, de tal manera que, si esas leyes se conculcan, el hombre deja de comportarse como tal". La ética es medular en la constitución de la persona. En sus aspectos más profundos y capitales, la conducta humana coopera muy intensamente en  nuestra realización personal y en la de los demás. De hecho, la gran mayoría de nosotros concuerda en muchos aspectos para dilucidar qué es bueno y qué es malo.

         Sin embargo, una serie de circunstancias han permitido que esa línea roja que separa el bien del mal se haya convertido en algo nebuloso, poco claro. Hay campos en los que admitimos variables según ideologías, de acuerdo con los propios aciertos o errores, con el uso de la libertad como una mera posibilidad de elegir sin ningún horizonte que la finalice. Escribe Alejandro Llano que la dignidad humana es inseparable de lo que Lewis llama el “Tao”, ese conjunto de convicciones morales que acompañan a las mujeres y hombres de todo tiempo y lugar. Pero hemos perdido el “Tao” en muchos aspectos de nuestras vidas, en muchas ocasiones también deslumbrados por una ciencia que ha producido mucho bueno, pero también bombas atómicas, guerra química, masacres, experimentos médicos terribles durante el Holocausto, manipulación genética…

          Polo tiene mucho cuidado de no presentar la ética de forma reductiva, bien sea como ética de bienes (hedonismo), ética de normas (racionalismo ético kantiano) o ética de virtudes (estoicismo). Por el contrario, subraya la importancia de una ética que abarque todas sus dimensiones propias, es decir, una ética completa. La superación de la dicotomía entre ética de normas y ética de la felicidad la realiza Polo acudiendo a las nociones escolásticas de “voluntas ut natura” y “voluntas ut ratio”. Gracias a la primera, hay en el hombre una inclinación insoslayable hacia la felicidad, pero la determinación de la acción concreta sólo es posible mediante la vinculación con la razón. Esto da pie a un desarrollo sobre la razón práctica, en la que hay que distinguir la captación de los primeros principios de la acción moral (la sindéresis), y los juicios sobre la moralidad de las acciones concretas, es decir, la conciencia moral.

         Ese planteamiento puede parecer un tanto teórico, filosofía. Y lo es, lo que no obsta para que esté requiriendo una versión práctica reflejada en nuestras conductas diarias: si no participamos la idea de que la ética implica a la persona entera y compromete su dignidad, vamos mal. Recientemente, un conocido político de izquierdas decía que si cientos de miles de españoles se conmocionan por la muerte de un perro, mientras que nadie abre la boca cuando miles de niños mueren diariamente de hambre, algo hemos de pensar. Efectivamente, algo nos pasa. Y lo peor que puede suceder es aquello de Ortega: “lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa”.

         Y lo malo es que no lo sabremos nunca mientras impere la ética de la encuesta, del oportunismo, de lo que suena bien o de lo políticamente correcto. Es muy urgente que vuelva el sentido común, la búsqueda de la felicidad y de la grandeza del hombre por la captación de los principios morales básicos y su aplicación en nuestras vidas. Los que rigen los destinos de un pueblo, una empresa o un sindicato no pueden seguir en su poltrona a costa de aguar las ideas claras de sus gobernados en cualquier orden. Hay que volver a la sensatez de llamar al pan, pan y al vino, vino, en lugar de hacer equilibrios para conservar la poltrona, aun a costa de tambalear y derribar una entera sociedad.


         Sí, la ética es una nebulosa  porque se pone la línea roja donde conviene al que la traza, seguramente sin pensar en sus graves consecuencias. Sirvan para terminar unas frases de El Quijote: "Buen natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga". "Letras sin virtud son perlas en el muladar", "¿Al dinero y al interés mira el autor? Maravilla ser que acierte", ya que "es mejor ser loado de unos pocos sabios, que burlado de muchos necios".

lunes, 13 de octubre de 2014

NO OLVIDAMOS LA VIDA INOCENTE


Autor: Pablo Cabellos Llorente

         Procurando no perder el tiempo, las redes sociales enseñan mucho, por ejemplo, a ver prácticamente la capacidad humana de “agarrar el rábano por las hojas”, es decir, a no ir al meollo de las cuestiones. Así, frente a la retirada de la Ley del Aborto, hay personas que se han detenido principalmente en considerar por qué debió dimitir o no el ministro correspondiente. Otros han argüido con la clásica explicación de que yo no lo haré nunca, pero no puedo impedir que lo hagan quienes piensen así. Algunos han aprovechado para aplaudir al gobierno, a la vez que afirman que sólo acierta cuando rectifica. También ha habido quien acudió a la manida frase de “mi cuerpo es mío”. Medios de comunicación estatales dieron la triste noticia del pederasta de Ciudad Lineal hasta en la sopa. ¿Incitación al entretenimiento?

         Pero no podemos olvidar esas vidas inocentes, truncadas en el lugar que debería ser el más seguro para ellas. Casi todos –excepto los obispos- han arrinconado al menos dos cuestiones fundamentales. La primera, ya expresada,  es bien sencilla: abortar es matar un ser vivo, un ser humano aunque sea en los primeros pasos de su existencia, andadura en avance toda la vida; siempre estamos cambiando, evolucionando, desde el primer minuto de nuestra existencia cuando un espermatozoide fecunda un óvulo. La segunda es el asunto del derecho a abortar, es decir, del derecho a matar. Ese óvulo fecundado no es un grano, ni un cáncer  para extirpar. Ya es discutible la frase  “mi cuerpo es mío” –uno no se lo dona a sí mismo, todos pertenecemos a la humanidad-, pero es que se trata de otro cuerpo, como puede observarse en cualquier ecografía que los médicos abortistas se empeñan en  no mostrar la mujer embarazada. ¿Estamos a favor de la ciencia para abandonar a la mujer con la carga de una muerte?

         Tratar esta cuestión con argumentos puramente sentimentales no conduce sino al error. Con tesis impresionables se podría justificar hasta el pederasta con el que nos ametralló la TV, o las diversas guerras o problemas en curso que parecieron crecer estos días para hacernos olvidar este asunto y su núcleo, pero somos muchos los que no relegaremos esas muertes procuradas. Incluso alguna feminista del mayo del 68 ha deplorado lo que algunos lanzaron entonces, sencillamente por sus frutos amargos, precisamente en este terreno. También  declararon varias mujeres que han abortado, lamentando su error. Hasta algún famoso –o su propia madre, no lo recuerdo- ha revelado que él existe gracias a que falló el mal intento de su progenitora.

         El valor de una vida humana no puede medirse ni por la política, ni por la economía, ni por encuestas, ni por ninguna razón convincente si se mira lo que realmente es. “No podemos consentir que se quiten derechos a las mujeres”, gritan algunos con un empeño digno de mejor causa. Aparte de que el derecho a la vida es anterior a todo otro posible, ¿cómo se puede llamar derecho de la mujer a algo que es mucho peor que la esclavitud? En este mundo nuestro en el que se mide al milímetro la acción de un policía para  ver si se ha excedido en repeler incluso una agresión, ¿por qué hablamos del derecho a matar? Algunos lo llaman progresismo para disimular la realidad, pero matar no puede ser progreso alguno, ni siquiera –por lo que se ve- para el perro de la tristemente contagiada de ébola. Por cierto, la cobertura dada a estos asuntos –y pienso que tienen mucha entidad-, no nos hará olvidar la vida robada a los inocentes, ni tampoco a los niños violentados por el pederasta de Ciudad Lineal.  Pero no tapemos barro con lodo.

         Finalmente, están los que declaran que es un tema religioso. Vamos a ver: aborto hay desde que el mundo es mundo. Y podemos descubrir intelectuales precristianos que ya lo condenaban en base a un algo inherente a la persona  que, si negamos, cercenamos nuestros propios derechos. Quien piense que los Derechos Humanos dependen de otra ley otorgada por los hombres y no de su propia naturaleza, es un esclavo. Así apuntaba Sófocles en Antígona: “No creo que vuestras leyes tengan tanta fuerza que hagan prevalecer la voluntad de un hombre sobre la de los dioses, sobre estas leyes no escritas e inmortales. ¿Acaso podré, por consideración a un hombre, negarme a obedecer a los dioses?”


         Y otro clásico, Cicerón, escribía en La República: “Ciertamente existe una ley verdadera, de acuerdo con la naturaleza, conocida de todos,  constante y sempiterna… A esta  no le es lícito ni arrogarle ni derogarle algo, ni tampoco eliminarla por completo. No podemos disolverla por medio del Senado o el pueblo. Tampoco hay que buscar otro comentador o intérprete de ella. No existe una ley en Roma, otra en Atenas, otra ahora, otra en el porvenir; sino una misma ley, eterna e inmutable, sujeta a toda la humanidad en todo tiempo”. Así era el pensamiento jurídico romano, del que somos herederos hasta que  perdimos el sentido lúcido del ser  para aniquilarnos  a nosotros mismos.

viernes, 3 de octubre de 2014

CONVICCIONES


 Autor: Pablo Cabellos Llorente

         Se piensa que hay pocas personas poseedoras de convicciones. Si miramos en nuestro entorno, inmediato o lejano –hay asuntos distantes que nos rodean e influyen por aquello de la globalización-, podemos observar gentes sin convicciones o con una sola de ellas: no perder el puesto en la política, la empresa, el sindicato, incluso el club deportivo y hasta en la Iglesia. ¿De quién decimos, pues, que posee convicciones? Suele ser aquel que cumple una palabra dada, aunque le cueste su puesto, el que tiene valores no renunciables jamás, quien es capaz de amar la verdad aunque le acarree la muerte.

         Hay más de los que parece. ¿No era Madre Teresa de Calcuta una mujer con convicciones profundas e inalienables? ¿No lo fueron los padres de esta vieja Europa que se nos resquebraja por falta de convencimientos? Schumann, De Gásperi, Adenauer ¿querían algo de Europa porque eran fieles a sus raíces? Juan Pablo II y Benedicto XVI ¿no obraron por convicción? Los miles de mártires del siglo XX y los que son asesinados en este siglo por odio a la fe ¿no murieron por el ideal de ser coherentes con sus creencias hasta el final? En polos opuestos, seguramente encontramos personas que lucharon seriamente por defender un modo de pensar, un estilo de vida, aunque me pareciera errado.

         Hace unos años, un amigo filósofo y teólogo escribió el ensayo titulado “Comunicar nuestras convicciones”, que se equilibraba entre dos posturas que puedo casi recordar en sus líneas maestras: No podemos sacrificar la verdad sobre el altar de la libertad, ni tampoco hemos de sacrificar la libertad en el altar de la verdad. Parece casi un imposible. Pero es posible si nace del diálogo, de la escucha atenta, amorosa -diría- de posiciones opuestas, surge del respeto grande que merece la persona, cualquier persona, de la humildad forjada en la idea de que siempre podemos aprender de los demás, en la oferta sin imposiciones de lo que se posee. No es necesario abrazarse al relativismo, que no admite verdad, para obrar con convencimiento.

         “Entre la tierra y el cielo” es un libro que recoge diálogos del Papa Francisco, en su época de Arzobispo de Buenos Aires, y el Rabino Skorka. Ninguno de ellos renuncia a su fe, ninguno falta al respecto del otro, en muchas ocasiones se complementan, en otras, los dos expresan con sosiego el propio punto de vista, diverso, pero con la calidad de una convicción serena y a la que no se renuncia. ¿Cuál es la clave? Son dos hombres conscientes y creyentes, lo que desde mi punto de vista acrecienta las seguridades de cada uno sin el menor asomo de desprecio por la posición del otro.

         Pero es muy posible que una tal actitud tenga más claves. Volviendo a la idea de Rodríguez Luño, han existido momentos en  que uno de los dos altares ha prevalecido sobre el otro. Unas veces triunfó la verdad y, en otros momentos, la libertad. Y aquí podríamos volver sobre la escéptica y hasta cínica frase de Pilatos en el proceso a Jesús: ¿y qué es la verdad?, pregunta sin esperar respuesta, ante la afirmación de Jesús: todo el que es de la verdad escucha mi voz. De tal modo se sacrifica la verdad que morirá en una cruz el que se atreve a afirmar que él es la verdad. Por otro lado, no siempre está claro el concepto de verdad que tenemos los que pensamos que el hombre puede lograrla.

         Mas ¿qué sucede con la libertad muerta por mor de la verdad?  Son dos realidades humanas tan inseparables que sólo pueden salvarse cuando ambas son respetadas. Pero no esperemos aceptación de quienes carecen de convicciones, porque verdad y libertad serán lo que convenga al que detenta el poder de cualquier tipo que sea. Sin convicciones se camina mal, se engaña, se busca el propio beneficio. Ese poder se dobla hacia lo aparentemente más práctico en cada momento. ¿No rectificó a Cristo un gobernante de nuestro país afirmando que no era la verdad quien nos hacía libres, sino la libertad quien nos hacía verdaderos? Eso es la ortodoxia de la praxis marxista, lo que interesa en el momento. Pero si la interpretación de las palabras de Jesús es que una verdad impuesta nos hace libres, es otro error, según me parece.

         Pienso que necesitamos volver a las virtudes humanas que forjan y sustentan las convicciones: necesitamos razonar, utilizar el intelecto para pensar haciendo crecer el acervo cultural y no para buscar el dardo más afilado que dé en el centro de la diana contraria, precisamos dar más valor a la palabra dada. Que en paz descanse el “viejo profesor” que afirmó que los programas electorales eran para no cumplirlos. Hemos de urgir a que se extienda la lealtad casi desaparecida en tantos ámbitos. No más mentiras, no más corrupciones económicas, jurídicas o ideológicas.

         Hasta ahí llegaba mi escrito antes de retirarse el proyecto de nueva ley del aborto. He pensado no enviarlo, para que no parezca que hago política, pero es ética sencilla, tan simple  que lo que se juega es la vida.


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jueves, 11 de septiembre de 2014

NO TE FÍES DE MÍ SI TE FALTA CORAZÓN


Autor: Pablo Cabellos Llorente

         ¿Quién no recuerda aquellos versos de Muñoz Seca en “La venganza de don Mendo”?:  ¡Puñal de puño de aluño!, ¡Puñal de bruñido acero, orgullo del puñalero, que te forjó y te dio bruño! Saliendo del tono jocoso de esa obra, me sirve sin embargo para traer a cuento el título de estas líneas.  Algunos de los magníficos puñales fabricados en Toledo con el mejor acero llevaban grabada esa leyenda: No te fíes de mí si te falta corazón. Era una especie de advertencia al dueño del arma: no te sirvo de nada si te escasean los arrestos.

         Es una llamada a ejercitar la virtud de la fortaleza que conlleva, para que de verdad lo sea, la grandeza de ánimo, un corazón generoso, es decir, ha de ser ejercitada por amor, magnánimamente. Y cuanto más grande sea ese amor, tanto más corazón requiere. Ha escrito Jesús Ballesteros que la magnanimidad implica ensanchar la atención a los demás hasta abarcar a todo el género humano. La sola lectura de esta idea del ilustre profesor de L’Universitat de Valencia nos invita a reflexionar acerca de nuestras actitudes con la sociedad, las personas, el mundo que nos rodea. Ese pensamiento está mucho más cerca de la salida a las periferias del Papa Francisco, que del chismorreo, la murmuración o el enredo del que tantas veces nos rodeamos.

         Esta sociedad nuestra, bajo capa de la libertad de pensamiento y expresión –sumamente loables-, es chismosa, empequeñecedora de la realidad, más fijona en lo negativo que en tantos escenarios positivos existentes. No se trata de edulcorar nada, pero seguramente podríamos poner más corazón, más grandeza de ánimo al hablar o escribir incluso de sucesos lamentables. Hemos de procurar no deprimir a los demás sin  ignorar lo que sucede. Se puede, y pienso que se debe, criticar sin herir, sin desanimar con algo más que se cae, con la corrupción de turno o la tristeza de la guerra. No es fácil la tarea de informar de sucesos acongojantes sin la congoja que conllevan. En ocasiones, el enojo puede incluso constituir un deber, pero sin acidez, para ayudar.

         San Josemaría, hombre de gran corazón, nos da una pauta: “Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios”. El no creyente puede evitar la última frases y, muy probablemente, le servirá también.

         Ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. ¿Por qué voy a situar al otro lado de mi frontera al que piensa de modo diverso a mí?  Más aún: ¿por qué crear fronteras si lo propio de la persona es su apertura a los otros? ¿Por qué edificamos barricadas frente a los que opinan de modo distinto? Y todavía peor: ¿por qué hemos de pelear con ellos si todos y cada uno poseen la dignidad de persona por el sólo hecho de serlo? Vale la pena pensar y actuar en consecuencia. Además de tratar a todos conforme a su honor, obviaríamos situaciones como la de condenar antes que lo haga un juez, evitaríamos una sociedad triste y dedicada al lamento. El sólo lloriqueo de nada sirve si no es para mortificar. Y creamos un estilo de vida que no es el del amor, sino del resquemor, de la sospecha, tal vez del odio.

         No te fíes de mí si te falta corazón. Posiblemente, es el clamor de cuantos instrumentos–de todo tipo- poseemos que, quizá siendo poderosos, incluso óptimos, se vuelven contra los demás porque nos falta corazón, necesitamos más magnanimidad, en la que no anide la estrechez, la cicatería, ni la trapisonda interesada. Y hemos de estar atentos, porque este no es un problema exclusivo de comunicadores, empresarios y políticos. Es asunto de todos la dedicación sin reservas a lo que vale la pena, a entregarse a sí mismo, hasta abarcar a todo el género humano, como escribí con palabras del profesor Ballesteros.

         Nuestra sociedad, y cada uno de sus componentes, está necesitada de un examen serio sobre esta cuestión porque anda sobrada de maledicencia interesada, de movimientos en pos de la zancadilla, de afán de derribo del contrario sin prestar atención a los medios a usar. Y resulta penoso el derribo y los medios manejados: en ocasiones, de navajazo, como se suele decir; revestidos de afán de verdad, en otras; incluso dignos de un espectáculo circense a veces.  Leemos en  san Pablo: evitad las contestaciones y las discusiones inútiles, instruid, soportad, reprended con dulzura. O escuchamos al mismo Cristo: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os odian, haced bien al que os maldice”. La  actitud contraria daña a todos, en primer lugar a los que la practican.

¿NO PUEDE SER PÚBLICA LA FE?

 Autor: Pablo Cabellos Llorente

         Alguien nos ha marcado un golazo por la escuadra. Alguien nos ha convencido de que la fe puede vivirse  privadamente, siempre que no se manifieste en público. No piense el amable lector que me refiero a las procesiones –que también-, sino a escribirlo en un medio de comunicación –al menos en algunos-, a exponerla  en una red social o incluso en una reunión de amigos. Te aseguran que ese no es el lugar apropiado, aunque cada uno puede pensar como quiera, etc. Luego, en correo privado, aseguran que son católicos, pero que la religión queda para la propia intimidad. Hay lugares en los que decir adiós es incorrecto.

         Los que piensan así son los guardametas que han encajado el gol. Porque se puede opinar de política, de fútbol, de pintura, de todo, incluso exhibiendo posturas descabelladas, pintorescas y hasta lamentables. De eso, sí, pero de religión, no. El primer interrogante que surge es el que haría cualquier niño en esa etapa de su vida en que  pregunta los porqués de las cosas, aún no comprendiendo bien la respuesta que se le dé? ¿Por qué es incorrecto hablar de lo relativo a Dios? Hay quienes le otorgan hasta una aparente carga de respeto: es algo íntimo, y las intimidades no se exhiben. Ya. ¿Y por qué pueden exhibirse todo tipo de asuntos aparentemente recónditos de las vidas del llamado famoseo?

         De religión nada, pero estamos al día de los amoríos de todo el mundo, de la tercera boda del otro, de la foto del niño con padres notorios, de una sonada unión gay, de los supuestos cohechos filtrados por no se sabe nunca quién y sin que nadie haya sido imputado, de las peleas familiares, de los líos de herencias y de un sinfín de asuntos. Todo eso ha de ser transparente. Esa etiqueta siempre resulta válida. Pero Dios ha de mantenerse opaco, escondido en la intimidad de la propia conciencia. Es bien cierto que la propia conciencia es el sagrario íntimo e inviolable donde el hombre escucha la voz de Dios. Pero la escucha para vivirla. Y si la vive, se ve. Ni se puede ocultar, ni se debe alardear. Es un Bien para vivir con naturalidad y para ofertarlo del mismo modo.

         Paradójicamente, en muchos medios en los que se ha introducido ese insano laicismo –existe una sana laicidad-  tratan mucho del tema religioso, naturalmente para vituperarlo, aprovechar la mínima ocasión para tergiversar al Papa o a los obispos, en fin para dar cancha a la anti-religiosidad. O al menos, a la llamada disidencia con el catolicismo custodiado por la jerarquía de la Iglesia. Claro, eso no es intimidad, a menos que el sectarismo le pertenezca. He escrito que existe una sana laicidad, que tiene muchas consecuencias: evitar todo clericalismo, saber que los asuntos de orden temporal tienen sus propias reglas y su autonomía –que no significa independencia de Dios-, a que el cristiano sea responsable de sus actos sin representar para nada a la Iglesia, al respeto a la libertad religiosa y a la que gozan  los católicos en materias opinables. Si se oponen a la Ley de Dios, ya se lo dirán sus obispos, no el Congreso de los Diputados.

         Cuando menos, es curioso que en estos tiempos de libertad –cada vez menor-, puedan existir todo tipo de opciones, excepto la de mostrar la propia fe sin ambages. Pero nos han colado el gol. Y hay que sacar el balón de la propia meta y colocarlo en la otra. Puede no ser tarea fácil, también porque ciertos cristianos lo han enterrado en su portería por preferir alguna gabela de este mundo antes que a Dios, lo que también supone falta de amor a este mundo: Dios no quita nada, lo da todo, también sentido a todas las tareas humanas. Siempre que sean honestas. Tal vez quienes han optado por no sacar el balón de la propia meta no procuran faenas tan decentes.

         Mas hay que decir también algo a los que han marcado el penalti injusto: yo volvería a la pregunta infantil: ¿por qué? Si los cristianos hemos de dar razón de nuestra esperanza, el goleador tramposo debería dar explicación de la suya. Sí, ya sé que dirán que la democracia es imposible sin su elección de vida, pero estamos viendo a diario que no es así, que la libertad es cristiana,  un don profundamente cristiano. Quizá por eso emplean mucho las palabras democracia y ciudadano, y hablan poco de libertad y persona. La razón es bien sencilla: libertad y persona expresan algo aún más hondo y más exigente, tanto que, sin libertad y sin personas, no hay democracia ni ciudadanos, sino un conjunto de mansurrones bailando al son que tocan.

         El reconocimiento de Dios no se opone de ningún modo a la dignidad del hombre, ya que esta dignidad se funda y se perfecciona en el mismo Dios. La negación del Creador y de toda dependencia de Él va en detrimento de la criatura que somos cada uno. ¿En qué se basan los Derechos Humanos si no hay Dios?


viernes, 5 de septiembre de 2014

SINERGIAS SOCIALES

Autor: Pablo Cabellos Llorente

         Cada día nos desayunamos con algunas sinergias del mal, que no debería llamar de este modo, porque habitualmente la sinergia se entiende como una concordancia para algo positivo, si bien el DRAE lo define como acción de dos o más causas cuyo efecto es superior a la suma de los efectos individuales. Es decir, no entra en la consideración ética de si la simbiosis de fuerzas es  una suma para el bien o para el mal. En todo caso, quería referirme a lo positivo, a las capacidades que posee nuestra sociedad para el aporte individual, de la familia, de toda asociación de cualquier tipo al bien de todos.

          Hay muchos españoles variopintos que se dejan la piel por el avance de esta sociedad nuestra: desde familias que soportan a miembros parados hasta asociaciones estatales o no –muchas de la Iglesia- que realizan una benemérita labor de asistencia a los más necesitados. Pero seguramente nos urge un mayor esfuerzo, tanto  cooperando para cubrir las escaseces más elementales como para aquellas otras, aparentemente menos urgentes, pero de las que depende nuestro futuro: Educación, Sanidad, Investigación, Tecnología, Humanidades, medidas para crear Empleo por una parte. Y de otra, reducir gasto, especialmente en el mundo de la actividad gubernamental en el más amplio sentido: funcionarios, sindicalistas liberados, aligerar el exceso de políticos y asesores, entes sobrantes en ayuntamientos, diputaciones, gobiernos y parlamentos autonómicos, seguramente también gobierno central con múltiples adláteres, etc. Una reforma administrativa seria. Ni dinero a partidos, ni sindicatos, ni patronales. Lo no obligatorio no se subvenciona. Y todos, más sobrios.

         Ya que comencé por las sinergias del mal, para el bien, requerimos con urgencia una Justicia rápida e imparcial, sin politizamientos, ni cualquier otro modo devaluado de intervenir en la aplicación de las leyes. Esta seguridad jurídica, junto a la limpieza y transparencia de partidos  políticos, sindicatos, patronales, medios de comunicación, etc., irá creando la confianza que produce sinergias para el bien, que anima a la colaboración de todos, no solamente para salir de la crisis económica, que es muy seria, sino de la crisis ética, crisis como carcoma del hombre. 


         Sé muy bien que el origen y valoración de esta crisis será cifrado de modos diversos según el pensamiento de quien juzgue, pero ¿no seríamos capaces de buscar  qué une en lugar de ver qué nos distancia? ¿No sería posible  respetar mejor a los demás para convenir lo que podemos aportar, supuestas las necesidades citadas? ¿No es factible que creyentes y no creyentes sumemos unidos? ¿No se puede conseguir que mujeres y hombres de ideologías diversas y aún opuestas tengamos el sentido común necesario para ver lo bueno que los demás poseen?  Pienso que todos los puntos citados son capaces de crear sinergias que levantan un país en lugar de brindar al sol o pronunciar discursos grandilocuentes. Frente a la actitud disgregadora tan propia de las crisis, abramos las puertas de la mente y álcese la voz del pueblo con Lope de Vega: ¿y quién es Fuenteovejuna? ¡Todos a una, Señor! Es cuestión de honra

domingo, 31 de agosto de 2014

DOS VIEJOS AMIGOS, DOS OBISPOS BUENOS

Autor: Pablo Cabellos Llorente

         Hace un cierto tiempo que se habla de cambios episcopales para dos sedes  importantes: Valencia y Madrid. La verdad es que no he hecho mucho caso a tales especulaciones, porque siempre pienso en estos casos que ya sucederá lo que tenga que suceder. Y ahora ya ha ocurrido: nuestro buen Arzobispo Carlos Osoro nos deja para ir a Madrid. En principio, para los valencianos, es una noticia triste. Se va de Valencia un gran obispo, un hombre sencillo, pastor bueno, al que no hay que insistir para que vaya a tal o cual lugar.

         La pena queda sobradamente calmada con la noticia de que un valenciano amigo, un cardenal viene a Valencia como nuevo arzobispo. Casi cien años sin un obispo valenciano en Valencia. Por hay otros lugares sembrados de obispos valencianos. Don Antonio Cañizares, como diría Machado, es un hombre bueno en el buen sentido de la palabra, porque es sencillo, cordial, amable, pero sabe muy bien lo que lleva entre manos. Yo ni me planteo el porqué del cambio porque ambos son buenos para los dos sitios y tal vez porque la Santa Sede trata de evitar en lo posible enviar un obispo al lugar en que ha sido sacerdote. Y no hemos de olvidar que el cardenal Cañizares estuvo años en Madrid antes de ser obispo, con cargos importantes en la Diócesis capitalina y en la Conferencia Episcopal Española. Ahora devuelve el cardenalato a nuestra diócesis.

         Pero se me está yendo la tecla sin que escriba algo que responda al título de estas líneas. Y es que, cuando se va teniendo cierta edad, se tienen más amigos por todas partes. Es una ventaja. Como por diversos motivos pastorales he debido tratar con muchos obispos, hace mucho tiempo que conozco a ambos. Y se lo agradezco a la Providencia, porque es bueno conocer personas buenas. Aunque la vedad es que un sacerdote ha de conocer a gente de todo tipo, siempre con el ánimo de ayudar a mejorar. Nuestros dos arzobispos no han sido conocidos por mí para ayudarles a mejorar. En todo caso,  ellos  me ayudaron a mí.

         Conocía menos a don Carlos, porque enlacé  con él en esos muchos actos de ordenaciones episcopales y tomas de posesión a los que he  asistido. Pero como es un hombre sencillo, es muy fácil trabar conversación con él. Creo recordar que la última antes de venir a Valencia, fue en la toma de posesión del anterior obispo de Alicante que, como es sabido, hace su entrada en Orihuela montado en una mula blanca. Habíamos comido en el Colegio de Santo Domingo, bellísimo edificio oriolano. Salimos a esperar al nuevo obispo. Mientras aguardábamos, y después siguiendo la comitiva, estuve charlando con don Carlos, entre otras cosas del cariño que tenía al entonces mi colega a quien correspondía la diócesis de  Oviedo. Señaló tantas cosas buenas de él, que detuvo la conversación para decir: a lo mejor te extrañas de esto, pero lo digo porque yo quiero mucho a Ángel.

         Cuando vino a Valencia, me llamó una secretaria para decir que el Arzobispo quería verme. Pregunté si no sería un error puesto que ya no era vicario del Opus Dei. Me respondió que no, que ya había recibido al vicario, pero que deseaba verme a mi. Acudí con mucho gusto. No sé si fue un detalle por nuestro anterior conocimiento, por mi amistad con don Agustín –el arzobispo anterior, que fallecería poco después siendo cardenal-, pero quiso preguntarme algo que no sería discreto narrar. Más adelante fui a verle para pedirle que presentara mi libro “Encontrarse con Cristo”. Me respondió afirmativamente antes de que expusiera  el tema. No exagero. Fue así porque así es don Carlos: un sí siempre para todos. Y me lo presentó.

         Más antigua es mi relación con el cardenal Cañizares. Nos conocíamos ya, pero consolidó nuestra amistad algo fortuito. Yo había acudido a una reunión de sacerdotes en el seminario de Madrid. Había sacado mi coche, llovía y vi a Antonio Cañizares en la puerta. Le ofrecí llevarlo. Se resistía por no querer molestar, pensando que iba lejos, a la sede de la Conferencia Episcopal. Antonio, le dije, si yo vivo al lado. Y subió al coche. Tal vez por agradecimiento a tan poca cosa, comenzó un mayor trato, muy fácil porque es, como don Carlos, sencillo y de trato fácil. También don Carlos es bueno en el buen sentido de la palabra.


         Como se acaba el espacio, recuerdo que, siendo Arzobispo de Granada, tuvo un grave accidente de circulación su sobrino suyo, que vivía con él, pero estando unos días  en Utiel, sufrió el serio percance. Fui a visitarlo varias veces al Hospital General de nuestra ciudad. El sobrino estaba en la UVI y el tío velaba constantemente a la puerta. Le llevé una estampa con reliquia de Monseñor Escrivá de Balaguer, aún no beatificado. El sobrino salió adelante y para que no “pelearan” por la estampa, pedí a Granada que le dieran otra. Son asuntos demasiado personales, pero los cuento porque tal vez ayudan a ver el talante de dos hombres buenos.

miércoles, 9 de julio de 2014

EL ARTE DE AMAR A TODOS



Autor: Pablo Cabellos Llorente

         Son muchas las palabras  cuyo contenido cambia, bien por las permutas normales introducidas por escritores o por el pueblo llano e imaginativo, bien por intereses menos claros. No es infrecuente que un mismo vocablo sea utilizado deliberadamente para vaciar su contenido natural por otro que puede resultar ser exactamente lo contrario. Un ejemplo: lo que para algunos es un valor –el derecho al aborto-, para muchos es un desvalor –muerte de un inocente y muy probable padecimiento psicológico de la madre-.

         El ejemplo puede ser tomado como brutal, pero es real como bien sabemos todos. Mas no es menos atroz el uso destinado a la palabra amor. Originariamente, la voluntad podría considerarse –como hace Rafael Alvira- en cinco modos de querer: el primer uso sería el deseo como tendencia al fin, la búsqueda de la unión o posesión de lo deseado. La segunda manera  de querer aprueba o rechaza hechos sucedidos. Sería la tercera cuando nos dirigimos al futuro, en cuyo caso la voluntad es poder y elegir. La capacidad creadora del ser humano ocuparía el cuarto  puesto. Finalmente, hay un uso de la voluntad que llamamos amor y que viene a consistir en el reconocimiento y afirmación de una realidad por lo que en sí misma es y vale.

         Estos  usos de la voluntad se entremezclan en nuestras vidas y si alguno se ausenta,  debilitará el resto y al hombre mismo. Mas si no se encaminan al amor, que es su cúspide, la ruina será mayor. Porque la persona está hecha para  abrirse a otros. Muchos autores coinciden en que el hombre es un ser constitutivamente dialogante. Si no hubiese con quien establecer este diálogo manifestativo de la creatividad, de nuestra intimidad, de la capacidad de donación, en lugar de una persona lograda hallaríamos un fracasado. Digamos también que las relaciones interpersonales pueden medirse por el amor y la justicia.

         Si  saltamos a la caridad –virtud teologal por la que amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestros prójimos como a nosotros mismos por amor de Dios-, observaríamos una  virtud que no deroga nada de cuanto va dicho sobre los modos de ejercitar la voluntad y, por tanto, la libertad. No hay espacio para tratar con amplitud sobre la caridad, de la que afirma Tomás de Aquino que es una cierta participación en la infinita caridad, que es el Espíritu Santo, lo que, para ser pleno, exige estar en gracia de Dios. Y así, poder amar con el mismo Corazón de Cristo. ¡Qué lejos queda este planteamiento del pobre concepto de caridad consistente en la limosna dada a un pobre!

         Naturalmente, el mundo andaría mejor estructurado con lo escrito en los primeros párrafos, pero no hay duda de que si los cristianos viviéramos una caridad plena, seria más factible disfrutar del arte de amar a los demás. Estoy llamando arte al ejercicio de la primera de las virtudes porque, a pesar de que la creatividad ha sido el enunciado cuarto de las formas de querer, también se afirmó que todas confluyen en el amor, lo que conlleva siempre arte: para relacionarse y dialogar, para tender al bien amado, para rechazar lo que estorba, para elegir el amor.

         Ahora vendría bien considerar dos ideas agustinianas: “no se pregunta si ama, se pregunta qué ama”. Aquí aparecerían con toda seguridad discrepancias de apariencia insalvable, que no lo será tanto si  enterramos  los propios egoísmos para expresar el amor que es donación al otro: a Dios y a los demás. Luego san Agustín  expresó aquello tan banalmente entendido por algunos: “Ama y haz lo que quieras”. Esta idea agustiniana no puede comprenderse como una especie de libertinaje suicida,  la torpeza de prostituir el amor, lo que puede suceder en toda relación humana que ve a los demás como objetos: de placer, de negocio, de poder…

         Dos ideas más sobre el amor a los demás, extraídas de san Josemaría: en  “Es Cristo que pasa”, escribió: “la caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre e hijo del Creador”. En “Amigos de Dios”, puntualiza más este aspecto al afirmar que amar es “buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él”
Estaría en sintonía con la reiterada alusión del Papa Francisco a que la Iglesia no es una ONG.

         En la otra cara de la moneda queda el reproche del fundador del Opus Dei hacia “la mentalidad de quienes quieren ver el cristianismo como un conjunto de actos o prácticas de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las necesidades  de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias”, expresando a continuación que quien así pensara no habría comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado. Así saldremos  a las periferias de miseria y marginación.     


jueves, 26 de junio de 2014

CARÁCTER PERFORMATIVO DE LA LIBERTAD

Autor: Pablo Cabellos Llorente


         Es bien conocido el amor de Cervantes a la libertad. Lo muestra reiteradamente, pero voy a recordarlo con aquello que pone en boca de su Don Quijote: —La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos, que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!

         Es obvio que el primer literato de Castilla no se está refiriendo a la libertad política –tal vez más presente ahora por las recientes elecciones-, sino  a esa más completa que consiste en la independencia personal y en la dependencia de Dios, donde halla sentido. Ni quizá el cautiverio al que alude sea sólo el recuerdo de sus encarcelamientos. Cervantes escribe mucho sobre la libertad en una época  exigua de ese bien, seguramente el mayor después de la vida. Me propongo trazar unas pinceladas del precioso don que al hombre dieron los cielos.

         En su obra “La libertad posmoderna”, Alejandro Llano ha escrito: El logro de la libertad de sí mismo es una hazaña existencial de envergadura, imposible de alcanzar con las propias fuerzas. Necesitamos la ayuda de los otros y del Otro, para lograr esa pureza de corazón que, según Kierkegaard, consiste en “amar una sola cosa”. Es esa agilidad interior que detectamos en las personas más valiosas e interesantes que conocemos: están centradas en una única finalidad, pero, a la vez, permanecen atentas a los que les rodean; no arrastran la carga de frustraciones y resentimientos, sino que viven a fondo, de manera no necesariamente pagana, el carpe diem, la libre intensidad de la hora presente. Al acercarse a la liberación de sí mismo, se rescatan y reasumen las mejores potencialidades de la libertad-de y de la libertad-para.
         Tiene su conexión lo que expresa el profesor de Metafísica con lo escrito por  Cervantes: La libertad lograda es una lid personal que, por ser un don del cielo, exige el coraje de amar y amarla, la ayuda de otros y de Otro, precisamente porque el ejercicio de esa libertad personal es conformadora de la existencia nuestra sobre la tierra. Eso sucede en diversos planos –social, político, religioso, artístico, etc.-, pero queda aunado por ese “amar una sola cosa” que se traduce en la buena vivencia de los tres aspectos de la libertad mencionados por el profesor: liberarnos de nosotros mismos, con el descentramiento que menciona el Papa Francisco –liberarse de egoísmos-, para lograr metas que requieren tan arduo esfuerzo.

         Si conducimos todo esto al plano religioso, seguramente nos sirve esta idea del fundador del Opus Dei en una entrevista: “He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad. Comprenderá que siendo ése el espíritu que desde el primer momento hemos vivido, sólo alegría pueden producirme las enseñanzas que sobre este tema ha promulgado el Concilio”. Pienso que lo expresado en estas líneas nos sirve a todos: creyentes y no creyentes (sobre todo la primera parte de la cita), sacerdotes y laicos.

         Necesitamos liberarnos de egoísmos, descentrarnos y salir a las periferias del yo, para tener un sagrado respeto por todos, para ofertar sin imponer (esto ya supondría egoísmo), para venerar esa libertad de las conciencias de modo que  seamos conscientes de que nadie tiene derecho a adentrarse en la conciencia de otro si ése no lo requiere, para convivir con gentes de formación, talante o sensibilidad distinta de la propia, para procurar que todos sean libres y no violentados en su intimidad, que pueden expresar donde y como deseen, siempre que no se opongan al orden público. Yo puedo decir que aprendí del fundador del Opus Dei a vivir la libertad queriendo lo único necesario, respetando la diversidad y siempre viviendo y enseñando que las almas son solamente de Dios.

         
          Que sea este mi pequeño homenaje a san Josemaría Escrivá en su fiesta que la Iglesia celebra cada 26 de junio. Una persona  a quien debo mucho, entre otras  formidables cuestiones, el que haya sido un maestro de libertad cristiana, como le denominó el filósofo y teólogo Cornelio Fabro en un  celebrado ensayo.

martes, 10 de junio de 2014

EL JUEGO DEL CELIBATO NO DOGMÁTICO

Autor: Pablo Cabellos Llorente

         Escribe Quevedo en “El alguacil alguacilado” que existen tres géneros de hombres en este mundo: unos que por hallarse ignorantes no escriben; y estos merecen disculpa por haber callado y alabanza por haberse conocido. Otros que comunican lo que saben: a estos se les ha de tener lástima de la condición y envidia del ingenio, pidiendo a Dios que les perdone lo pasado y les enmiende lo por venir. Los últimos no escriben por miedo a la malas lenguas; estos merecen reprensión, pues si la obra llega a las manos de hombre sabios, no saben decir mal de nadie; si llega a manos de ignorantes, pueden decir mal, sabiendo que si lo dicen de lo malo, lo dicen de sí mismos; y si del bueno, no importa, porque ya saben todos que no lo entienden. Estoy escribiendo y no sé que diría Quevedo de mí.

         Ignoro a qué género pertenecen quienes tomaron el rábano por las hojas cuando, volviendo de su viaje a Tierra Santa, el Papa Francisco afirmó que el celibato sacerdotal no es un dogma, añadiendo seguidamente que es “un regalo para la iglesia”. Siempre existen –y me parece natural- buscadores de la noticia, pero en ocasiones no aciertan, actúan de parte, tergiversan o sencillamente ignoran de qué escriben. No es un alegato contra nadie, es una constatación de algo que sucede. Así ocurre con muchas palabras del Papa, al que pagan con alguna pedrada que otra su sencillez y naturalidad al expresarse.
        
         Nunca nadie ha dicho en la Iglesia Católica que el celibato sacerdotal sea una verdad definida dogmáticamente, es más, no se puede hacer tal cosa porque, efectivamente no es un dogma, sino una praxis secular que la Jerarquía ha querido mantener siempre. De hecho –espero que no se produzcan escándalos farisaicos- en la Iglesia hay sacerdotes casados, pocos, pero existen. A título de ejemplo pueden estar casados los católicos de rito griego y también suelen estarlo los convertidos del anglicanismo que, si desean continuar siendo pastores, reciben el orden sacerdotal, puesto que las ordenaciones anglicanas no son válidas.
         Pablo VI, en su conocida encíclica sobre el celibato sacerdotal escribió: Ciertamente, como ha declarado el Sagrado Concilio Ecuménico Vaticano II, la virginidad «no es exigida por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias Orientales”, pero el mismo sagrado concilio no ha dudado confirmar solemnemente la antigua, sagrada y providencial ley vigente del celibato sacerdotal, exponiendo también los motivos que la justifican para todos los que saben apreciar con espíritu de fe y con íntimo y generoso fervor los dones divinos.
         Sólo otra cita para no hacerme pesado: No pertenece (el celibato) a la esencia del sacerdocio como orden y, por tanto, no se impone en absoluto en todas las Iglesias. Sin embargo, no hay ninguna duda sobre su conveniencia y, más aún, su congruencia con las exigencias del orden sagrado. Forma parte, como se ha dicho, de la lógica de la consagración. Así se expresaba Juan Pablo II en julio de 1997.
         Entonces, ¿a cuento de qué vienen los titulares destacando que el celibato  no es un dogma o que Francisco abre una puerta a su derogación? Primero: ¿no han leído que inmediatamente después añadió: el celibato sacerdotal es un regalo para la Iglesia? Segundo: ¿No se les ocurrió poner en google una pregunta sobre celibato y dogma? Yo comprendo que hay muchos profesionales que tienen que escribir de todo y no se puede saber de todo, pero es deseable un poquito más de información? Tercero: tal vez algunos están empeñados en hacer de Francisco el Papa rojo o algo parecido. También se equivocan: nunca encontrarán un Papa rojo, ni amarillo, ni azul.
         Ya que he comenzado con Quevedo, recojo ahora una frase de Cervantes: Ninguna ciencia, en cuanto a ciencia, engaña; el engaño está en quien no sabe. Tiene total aplicación a las ideas sobre Dios y sobre la Iglesia. No en vano decía un santo de nuestro tiempo que el peor enemigo de Dios es la ignorancia. En el caso que nos ocupa, he recibido cartas de buenos cristianos poco menos que escandalizados por la frase del Papa descontextualizada: el celibato no es un dogma. ¿Por qué el asombro? Por una ignorancia de la que somos culpables quienes tenemos obligación de formar a los demás. Por eso escribo estas líneas aún a costa de quedar mal encasillado según la calificación de Quevedo. Puedo añadir en mi descargo que él mismo se atrevía a escribir  después de  tal clasificación.
        
         Por fortuna, hay  periodistas como Indro Montanelli, que en febrero de 1977, siendo director de Il Giornale Nuovo, pronunció en el Aula Magna de la Universidad de Navarra una conferencia sobre la situación política de Italia. Calificó de “fracaso” los treinta años de democracia que sumaba su país, denunció el “absoluto conformismo” de políticos y ciudadanos, y terminó con un mensaje dirigido muy especialmente a los estudiantes de Periodismo que le escuchaban: “El periodismo –les dijo– no puede ser para ustedes como un oficio. O es una misión, o no es nada”.