"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

viernes, 6 de octubre de 2017

¿Qué es la conversión?



Dice el Diccionario de la Real Academia que convertir es "hacer que alguien o algo se trasforme en algo distinto de lo que era". Este significado amplio bien se puede aplicar al más específico sentido religioso.

"Convertirse significa cambiar de vida, tomar un rumbo diferente del que se venía siguiendo, como hicieron los ninivitas ante la predicación de Jonás", afirma Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, en Lo Inédito sobre los Evangelios. Recordemos. Dios había decretado la destrucción de Nínive -"ciudad entregada a los vicios y con conceptos religiosos desviados" - y mandó a Jonás a profetizar, lo que hizo de mala gana, y hasta con gusto del cumplimiento de los castigos anunciados, pues los ninivitas eran enemigos de los judíos.

Entretanto, "el rey y el pueblo se tomaron en serio su palabra, ‘creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal, desde el más importante al menor' (Jon 3, 5). ¿Por qué actuaron así? Porque el Señor les enseñó sus caminos y los instruyó en sus sendas". Los ninivitas, pues, se convirtieron.
"Convertirse significa salir de una situación materialista, naturalista y humana, para adoptar una actitud angélica, sobrenatural y divina; olvidar los problemas banales para ponerse en una nueva perspectiva, no más la del tiempo, sino la de la eternidad, es decir, la del Reino de Dios", puntualiza Mons. Clá.

Es decir, lo humano es el pecado, que tiende al materialismo y al naturalismo, o sea, al olvido de Dios y al olvido del recurso a Dios para enfrentar los problemas de nuestra vida. Puede ser un ateísmo profeso, explícito, o mucho más comúnmente el ‘ateísmo práctico' que practican en demasía los cristianos. Lo contrario de esto es la actitud de los ángeles que están en el cielo, siempre en presencia de Dios y adorando a Dios, algunos actuando poderosamente aquí en la Tierra o rigiendo el Cosmos, pero siempre con el pensamiento y el corazón vuelto hacia el Creador, viviendo de su gracia y de sus dones. Es a asumir esa posición de espíritu a la que el autor llama conversión.
Quiere decir, el cambio de vida, el cambio de comportamiento, en la focalización de Mons. João Clá, es la consecuencia de un cambio de mentalidad, del paso de una mentalidad naturalista y mundana, a una mentalidad sobrenatural y con los ojos puestos en la eternidad.

Es el paso de una mentalidad de ‘super-yo' egoísta, cerrada sobre sí, ensimismada y tendiente a la satisfacción sólo de los propios caprichos, a una mentalidad abierta a Dios, sabedora de lo dependientes que somos de él, contenta con esta dependencia y fortalecedora de esta dependencia. Una nueva mentalidad que a todo momento se reporta al Creador, y de Él implora la fuerza para la faena de todos los días.

Es el paso incluso de ese tipo día "con momentos para Dios", con instantes "para la oración", a pasar todo el día casi que en una contemplación constante del Creador y sus misterios, a un día en que se piensa comúnmente en Dios, en su Palabra, en la Virgen, y se vive en función de ellos.

Lo que ocurrió en Nínive fue un milagro de la gracia. Cambiar el egoísmo, cambiar la mente es algo muy complicado, pues es una construcción que se ha ido desarrollando con el paso de los años, especialmente con las justificaciones tontas que hemos ido haciendo de nuestra vida de pecado. Pero justamente cuando la solución es el milagro, pues ahí está el Hacedor de los milagros para que nos haga el nuestro. Pidámoslo, para que con nuestra conversión tengamos el destino feliz de Nínive y no el trágico final que se le había anunciado.
Por: Redacción | Fuente: es.gaudiumpress.org




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jueves, 5 de octubre de 2017

¿Yo también tengo que ser misionero?



¡Seamos apóstoles con nuestra vida, con nuestro testimonio, con nuestra palabra, y nunca nos avergoncemos de ser lo que somos: católicos, hijos de Dios!

Del santo Evangelio según san Lucas 10, 1-12. 17-20

En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios a donde él había de ir. Y les dijo: La mies es mucha, y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino. En la casa en que entréis, decid primero: "Paz a esta casa." Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros. Permaneced en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No vayáis de casa en casa. En la ciudad en que entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad los enfermos que haya en ella, y decidles: "El Reino de Dios está cerca de vosotros." En la ciudad en que entréis y no os reciban, salid a sus plazas y decid: "Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a los pies, os lo sacudimos. Pero sabed, con todo, que el Reino de Dios está cerca." Os digo que en aquel Día habrá menos rigor para Sodoma que para aquella ciudad. Regresaron los 72 alegres, diciendo: "Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre." El les dijo: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo.Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos."

Oración introductoria

Señor, humildemente inicio mi oración pidiendo tu luz. Estoy seguro de que, al igual que a los 72 discípulos, tu gracia es capaz de encender la llama de mi amor a la misión que me has dado.

Petición

Jesús, hazme un discípulo misionero y de tu amor.

Meditación del Papa

Jesús envía a setenta y dos discípulos a la gran mies que es el mundo, invitándoles a rezar para que el Señor de la mies, mande obreros a su mies; pero no les envía con medios potentes sino "como corderos en medio de lobos", sin bolsa ni cayado, ni sandalias. San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías, comenta: "Siempre que seamos corderos, venceremos y aunque estemos rodeados de muchos lobos, conseguiremos superarlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos derrotados, porque nos faltará la ayuda del Pastor [...] Jesús envió a los "setenta y dos discípulos" y estos partieron con una sensación de miedo por el posible fracaso de su misión. También Lucas destaca el rechazo recibido en las ciudades en las que el Señor ha predicado y ha realizado signos prodigiosos. Pero los setenta y dos vuelven llenos de alegría, porque su misión ha tenido éxito; han constatado que, con la potencia de la palabra de Jesús, los males del hombre son vencidos, (Benedicto XVI, 26 de octubre y 7 de diciembre de 2011).

Reflexión

El Evangelio del domingo pasado nos hablaba de la vocación y de las exigencias del seguimiento de Cristo. Y hoy nos habla de la misión. Dos realidades inseparables entre sí. No hay vocación sin misión. Más aún, la vocación es para la misión.

Marcos, en el capítulo 3 de su evangelio, nos dice que "Jesús llamó a los que Él quiso para que estuvieran con Él y para mandarlos a predicar". Toda vocación tiene dos fases inseparables: "estar con Jesús" para conocerlo, para amarlo, para aprender de Él. Y luego, la segunda fase, obligada: "para enviarlos a predicar". (Mc 3, 14).

Todo llamado es también, por naturaleza, un "enviado". Y "enviado" es la traducción literal de la palabra griega "apóstol" y del vocablo latino "misionero". Las tres expresan exactamente la misma realidad con tres nombres distintos. Son la misma cosa.

Pero, además, todo cristiano es un "llamado" y un elegido. Dios Padre llamó a Jesús desde la nube y lo proclamó su "Hijo predilecto", en quien tiene puestas todas sus complacencias al ser bautizado por Juan en el Jordán (Mt 3, 18). Y del mismo modo, todo cristiano recibe una llamada –en latín se dice "vocación"- en el bautismo: una vocación a la santidad y, en consecuencia, también a la misión.

Las últimas palabras de Jesús que nos reportan los tres evangelios sinópticos son, en efecto, una clarísima llamada a la misión. Mateo nos dice que el Señor, antes de su ascensión al cielo, convocó a sus discípulos en un monte de la Galilea y allí les dio sus últimas instrucciones: "Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19).

Marcos nos refiere unas palabras muy semejantes, con una pequeña precisión que las hace aún más explícitas: "Id por todo el mundo –les dice Jesús a sus apóstoles- y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). Y el discurso final que nos transmite Lucas, en el Cenáculo: "Así estaba escrito: que el Mesías padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día, y que se predicase en su nombre... a todas las naciones" (Lc 24, 46-47).

El Evangelio de hoy nos presenta la misión de los setenta y dos. También este dato, visto exegéticamente, nos resulta muy interesante. Mateo, al presentarnos el discurso de la misión, nos habla sólo de los doce apóstoles (Mt 10, 5ss); mientras que Lucas nos dice que Jesús envió a la misión a setenta y dos discípulos. Además del número, multiplicado por el evangelista médico, cambia de nomenclatura: en Mateo, Jesús se dirige exclusivamente al grupo de los doce; mientras que Lucas alarga la misión a un grupo de "discípulos" –que debían ser, en nuestro lenguaje actual, unos "laicos"- que seguían y escuchaban al Señor durante su vida pública, y que serían luego los primeros miembros de la Iglesia junto con los doce.

La misión, por tanto, es una tarea de todos: de los sacerdotes, de las religiosas y de todos los cristianos en general. Todos, en razón de nuestro bautismo, estamos llamados a la misión. El Vaticano II, en el decreto "Apostolicam actuositatem", nos dice que "la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, un vocación también al apostolado" (AA, 2). Más aún, no sólo es un deber, sino un "derecho" que todo seglar tiene a hacer apostolado, y éste deriva de su misma unión con Cristo Cabeza. En efecto –continúa el documento- "insertos por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, robustecidos por la confirmación con la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado" (AA, 3).

Todos: chicos y grandes, hombres y mujeres, sacerdotes y laicos, estamos llamados a la misión. Sin distinción de edades, de razas, de culturas, de clases sociales. Todos debemos ser misioneros. Y para eso no hace falta irnos para Haití o al África. Podemos y debemos serlo en nuestro medio ambiente: en casa, en el colegio, en la universidad, en el trabajo, en la oficina, en la calle. También en el mar o en la discoteca, ahora que inician las vacaciones. Todos tenemos el derecho y el deber de proclamar públicamente, con valentía y con santo orgullo nuestra fe católica y la alegría de vivir en gracia, en amistad con Dios.

Propósito

¡Seamos apóstoles con nuestra vida, con nuestro testimonio, con nuestra palabra, y nunca nos avergoncemos de ser lo que somos: católicos, hijos de Dios, discípulos de Jesucristo!
Por: P . Sergio Córdova LC




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miércoles, 4 de octubre de 2017

Condiciones para seguir a Jesús



Cristo no encuentra generosidad de parte de aquellos a quienes Él llama

Jesús al estar entre tanta gente pasa a la otra orilla del lago, no para apartarse, sino para estar también con los del otro lado, para que todos le puedan escuchar, pues cuando Jesús habla, su corazón arde con el deseo de glorificar a su Padre, arde por mostrar el amor que Dios nos tiene. Un amor que no es masificado, sino personal, un amor que se dirige a cada uno por nuestro nombre y apellido.

Apenas llega Jesús a la otra orilla, e inmediatamente un escriba le dice: "Te seguiré adondequiera que vayas", y Jesús le da esa respuesta que nadie se esperaba, seguramente que el escriba quedó helado ante esta respuesta, pues ya no supo ni que decir.

¿Cómo Jesús siendo Dios no tiene dónde reclinar la cabeza? Jesús es quien invita, "Llama" pero no encuentra generosidad de parte de aquellos a quienes Él llama. Muchas veces encuentra temor, egoísmo, búsqueda de propias realizaciones y proyectos... por eso no tiene dónde reclinar la cabeza. Pero Él también ha dicho: "No tengáis miedo, yo he vencido al mundo"

Jesús sigue caminando, dirige su mirada a un discípulo, y todavía no le lanza la pregunta, es más ni le dice nada, el discípulo se adelanta diciéndole "Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre", hasta parecería un poco fuera de contexto. Sin embargo Jesús, con esa mirada serena, llena de paz, le mira a los ojos, le pone su mano en el hombro y le dice: "Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos".

Señor si tu tienes palabras de vida eterna ¿Porqué me hago sordo a tu voz?. Jesús nos llama a todos, Él nos pide algo a cada uno. Hay a quienes llama a un mayor amor y comprensión en el matrimonio, en el noviazgo, a otros a un mayor compromiso concreto para ser mejores cristianos, vivir la caridad en la familia como expresión de Su amor, o una mayor entrega de nuestra vida, quizá me pide seguirle más de cerca en la vida religiosa o consagrada.

En fin, Dios nos está llamando y Él Espíritu Santo inspira a cada uno.
Por: P. Aurelio Dávila




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martes, 3 de octubre de 2017

La Paciencia de Dios



El Señor sigue marcando, día a día, el número de nuestro corazón. ¿Lo haremos seguir esperando?

Hace pocos escribí: Demos gracias a Dios por Su infinita Paciencia y Misericordia. Luego de hacerlo me invadió una conmoción interior: ¿tenía derecho a colocar la Paciencia de Dios al mismo nivel que Su Misericordia? ¿Y que hay del Amor? ¿Acaso no está el Amor de Dios por encima de Su Paciencia? ¿O no será quizás que la Paciencia Divina es nada más que una parte del Amor y Misericordia de Dios? ¿Es la Paciencia algo distinto, importante, en el Corazón de Jesús? Me consoló el pensamiento de que Dios tiene que ser muy paciente para perdonar y aceptar todo el olvido y traiciones a los que el hombre somete a Su Sagrado Corazón. También me tranquilizó el pensamiento de que, sin dudas, Jesús hace un extensivo uso de Su Paciencia particularmente en estos tiempos, y por ello debemos agradecerle. Allí quedó mi frase, publicada como había sido escrita.

Al día siguiente, una persona me comentó que en un Cenáculo de oración se dijo: “La paciencia es la virtud de los santos”. Una conmoción se produjo en mi interior, al advertir que nuevamente la Paciencia Divina convocaba mi atención. Feliz de haber encontrado un punto de unión en el que Jesús claramente me abrazaba, me uní al ruego de tener al menos un poco de la paciencia de los santos, reflejo de la Paciencia de Dios.

Sin embargo, hoy me invadió una nueva conmoción interior: con alegría retomé la lectura de un hermoso libro sobre la vida del Hermano de Asís, Francisco. Mi señalador me llevó al punto en que me encontraba, momento en que el Pobre Hermano recibía los estigmas del Crucificado en el Monte Alvernia. Retomando la lectura, a las pocas páginas me encuentro con un título que dice: La Paciencia de Dios. Mi corazón dio un salto, ansioso por devorar el texto y comprender que es lo que allí se decía sobre este tema que en pocos días invadía mi entendimiento.

Debilitado por la sangre derramada, por las llagas de pies, manos y costado, Francisco se desbarrancaba hacia los brazos del Amor, su cuerpo muriendo, su alma floreciendo. Vivía envuelto en el dolor y el amor, a tal punto que ambas cosas eran un único nudo en su alma, el dolor y el amor del Crucificado lo habían tomado por completo.

Acurrucado en una gruta del camino de regreso hacia la Porciúncula, Francisco dijo entonces a su compañero fray León:

Respóndeme, hermano, ¿cual es el atributo más hermoso de Dios? El amor, respondió fray León. No lo es, dijo Francisco. La Sabiduría, respondió León. No lo es. Escribe, hermano León:

La perla más rara y preciosa de la Corona de Dios es la Paciencia. Oh, cuando pienso en la Paciencia de mi Dios, me vienen unas ganas locas de estallar en lágrimas y que todo el mundo me vea llorando a mares porque no hay manera mas elocuente de celebrar ese inapreciable atributo. ¡Oh la Paciencia de Dios! Hermano León, ésta mil veces bendita palabra escríbela siempre con letras bien grandes. Cuando pienso en la Paciencia de Dios me siento enloquecer de felicidad. Siento ganas de morir de pura felicidad. Francisco repitió entonces muchas veces, como extasiado, Paciencia de Dios, Paciencia de Dios, hasta que el hermano León se contagió y comenzó a repetirla con Francisco.

¿Qué más puedo decir yo de la Paciencia de Dios, que no hubiera dicho el hermano Francisco de Asís? Solo deseo invitarlos a meditar sobre lo inmenso que es el Amor de Dios, reflejado cada día en todo lo que tenemos, en los santos que se derramaron y se siguen derramando sobre el mundo, en los milagros cotidianos, en el misterio de Dios actuando en esta tierra a diario. ¿Y como respondemos nosotros?

Aquí yace el signo de la Paciencia Divina, que sigue insistiendo pese a la falta de respuesta. Es como un teléfono que llama y llama, sin que nosotros nos dignemos a responder. El Señor sigue marcando, día a día, el número de nuestro corazón, el de cada uno de nosotros. ¿Lo haremos seguir esperando?

 
Por: Oscar Schmidt | Fuente: www.reinadelcielo.org




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