"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Reconocer el rostro de Cristo



Reconocer el rostro de Cristo en cada ser humano, nos dará la oportunidad de que Él nos reconozca a nosotros en la eternidad.

Fray Angélico decía que quien quiera pintar a Cristo sólo tiene un procedimiento: vivir con Cristo. Aceptamos la explicación de que a los apóstoles les importaba más contar el gozo de la resurrección que describir los ojos del Resucitado. Lo aceptamos todo, pero aun así, ¿qué no daríamos por conocer su verdadero rostro?

Isaías lo describirá como varón de dolores. Su aspecto no era de hombre, ni su rostro el de los hijos de los hombres. No tenía figura ni hermosura para atraer nuestras miradas, ni apariencia para excitar nuestro afecto… Era despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores, como objeto ante el cual las gentes se cubren el rostro (Is 52, 14; 53, 2)

Los Padres de la Iglesia ponderarán la belleza física de Jesús. San Juan Crisóstomo contará que “el aspecto de Cristo estaba lleno de una gracia admirable”. San Agustín afirma que es “el más hermoso de los hijos de los hombres”. Y san Jerónimo dirá que “el brillo que se desprendía de él, la majestad divina oculta en él y que brillaba hasta en su rostro, atraía a él, desde el principio, a los que lo veían”.

Jesús tenía un corazón de hombre, un corazón sensible a las ingratitudes, insultos, silencios, traiciones y negaciones. Así se queja de la soledad y tristeza que siente. Simón, ¿duermes? ¿Ni una hora has podido velar? (Mc 14,37). Ante la triple negación de Pedro, Jesús le devuelve una mirada llena de reproche, ternura, compasión y aliento. El Señor miró a Pedro. Y ante el beso del traidor, Jesús dice: “¿Con un beso me entregas?” A la bofetada del siervo de Anás, Jesús responde mansamente “Si he hablado bien, ¿por qué me pegas?” (Jn 18,23). De todas las actitudes del Maestro, la más elocuente, sin duda, es la del silencio. Jesús calla ante el abandono de los amigos, cuando le atan, cuando le calumnian, cuando le pegan, cuando la gente prefiere la libertad de Barrabás, cuando lo tratan como a un bandido… Ya muere en el abandono, traicionado, apurando vinagre para calmar su sed…

Era la compasión, la misericordia que sentía Jesús lo que le llevaba a actuar. Los evangelios nos hablan de un Jesús compasivo y misericordioso y así lo hace con el leproso (Mc 1,41); con la viuda de Naím (Lc 7,13); con los dos ciegos (Mt 20,34); con la muchedumbre que anda como ovejas sin pastor; con la muchedumbre sin comida por el desierto (Mt 14,14).

Él viene a proclamar un año de gracia para los pobres y oprimidos y los de corazón destrozado (Lc 4,16-22); él llama bienaventurados a los misericordiosos... (Mt 5,7) e invita a mostrar la misericordia unos a otros (Lc 10,33-35).

Jesús se acerca a la gente y se muestra misericordioso con los gestos, con la mirada; él toma siempre la iniciativa, se adelanta a sanar, a comer y alojarse con alguien o quedarse en tal pueblo. Sus palabras amables, consuelan, dan confianza, dan paz. Se sienta y acoge a los más débiles, a los más necesitados: leprosos, impuros: (Mc 1,40-45); sordomudos, ciegos, (Mc 7,31-37); los endemoniados ( Mc 5,1-20); pecadores (publicanos) (Mt 9,9-13); pecadoras (prostitutas) (Lc 7,36-50); mujeres marginadas (Mc 5,24-34); niños relegados, enfermos (Mc 10,13-16); samaritanos y paganos (Jn 4,4-42). Y la misericordia también la adopta en la postura con que expresa sus sentimientos, actitud, relación...
  • agachado frente a la humillada/acusada (y luego se endereza para hablarle cara a cara)
  • sentado compartiendo con Mateo y compañeros publicanos, el fariseo, la samaritana)
  • invita a levantarse a la gente (suegra de Simón, niña de Jairo),
  • a presentarse ante los demás sin miedo (hemorroisa, de la mano seca)
  • a detener la procesión fúnebre (viuda de Naím)
  • camina junto con los discípulos de Emaús.
Y Jesús manda ser misericordiosos, como el Padre de es misericordioso (Lc 6,36).

A algunas personas les hubiera gustado haber vivido en tiempo de Jesús para mirarlo, tocarlo, escuchar sus palabras. Hoy, sin embargo, tenemos un privilegio mayor, pues sabemos que, por la fe, al mirar a cada persona, miramos a Cristo y creemos que todo lo que hacemos a uno de los más pequeños, a él se lo hacemos, pues no podemos olvidar que cada una de las caras humanas es el rostro de Jesús, cada ser humano, bien esté sufriendo o gozando, riendo o llorando, es el rostro de Cristo.

El reconocer el rostro de Cristo en cada ser humano, con sus nombre y apellidos, nos dará la oportunidad de que él podrá reconocernos a nosotros en la eternidad y por toda la eternidad.
Por: P. Eusebio Gómez Navarro




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martes, 19 de septiembre de 2017

Grietas en el Alma



¿Qué grietas hay en mi corazón?

Había Boda, había alegría, pero… faltó el vino.
María estaba en esa boda.  María como mujer observadora, amante del orden y el deseo de que la alegría de la fiesta no se perdiera, se acercó a su Hijo y le habló al oído :- “ No hay vino “… y después a los sirvientes : - “ Haced lo que El os diga”. Juan , 2 I-15.

En nuestro hogar, ¿ hay una invitada especial, MARÍA.? Porque María, como madre solícita, nos está diciendo :- “¿ Sientes que en tu hogar falta vino… y se acabó el amor?.” 
           
Esa pregunta me da miedo, me da frío… tal vez no,  pero pudiera ser que en mis “tinajas” donde llevé un día todos mis sueños, todas mis ilusiones y proyectos, haya grietas… y poco a poco se ha ido por ellas el amor. Puede haber grietas de pereza, de desánimo, por rencores, por desilusiones… ¿cuál es la grieta o las grietas por donde se han ido todas aquellas cosas que creí poder vivir siempre, las que necesitaba tanto?.         
¿ Puede en mi hogar haber hambre de un abrazo, de volver al seguimiento de la FE que se olvidó, de más ternura, de más paciencia, de más comprensión sobre todo cuando afloran los problemas de la vida …es que puedo decir : “ yo no me meto a mi  no me toca…?
Tal vez el comienzo de la parte económica fue dura, áspera y limitada pero… era tan grande, tan avasallante nuestro amor que lo duro se hizo tierno, lo áspero se convirtió cariñoso y lo limitado en infinito.. ¿ qué nos pasó o qué nos está sucediendo?.

Ahora hay viajes, paseos y amigos… tenemos muchos aparatos en casa, uno para cada necesidad y muchos de comunicación moderna  y efectiva, hay ruido, música a grades volúmenes, salidas, idas y venidas, puertas que se abren y se cierran con rapidez, todo en movimiento, prisa, mucha prisa… ¿ y dónde quedaron las palabras? ¿qué nuevo lenguaje aprendieron nuestra manos que olvidaron las caricias?  ¿ qué hacen nuestros ojos, siempre bajos, entretenidos en leer o mandar mensajes, que ya olvidaron el mirar a los ojos de las personas amadas? ¿por qué ya no reímos o lloramos juntos, por qué hemos olvidado el preguntar :- “ qué tienes, cómo estás, cómo ha sido tu día hoy? ¿me quieres, dímelo, ¡lo necesito!.”

¿Por qué “eso” se quedó en el pasado?…Parecemos autómatas, moviéndonos muy individualmente ¡en nuestro espacio! ( creo que a si se dice ahora) en algo que le llamamos hogar….

Vamos a sacudir toda esa rutina, vamos a hacer un alto en el camino y vamos a retomar algo de aquellos tiempos, creo que vale la pena, si quiera, hacer la prueba… Hoy te voy a acariciar,  hoy te voy a besar y hoy voy a volver a mirarte a los ojos y te voy a decir ¡te quiero!

Por favor, si me estás leyendo, dirígete  al que es el compañero de tu vida o compañera y a cada uno de tus hijos, grandes o pequeños, a las personas ancianas, a los abuelos,  y diles  “ ¡los necesito tanto,… los amo”!.  Cuando lo hagas será, que has sabido sellar con el amor, las grietas de tu alma.
Por: María Esther de Ariño




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lunes, 18 de septiembre de 2017

Ejemplos de fe (VI): la fe del centurión



Personajes de la fe
Para creer, son de gran importancia la humildad y la sencillez del corazón, porque es en el corazón «donde nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos transformen en lo más hondo»

Cuenta san Lucas que, terminado el sermón de la montaña, Nuestro Señor entró en Cafarnaún. “Había allí un centurión que tenía un siervo enfermo, a punto de morir, a quien quería mucho. Habiendo oído hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su siervo"[1]. La escena es encantadora: en el comienzo de la vida pública del Señor, durante el ministerio en Galilea, he aquí que le llega una embajada solicitándole un milagro. La envía un centurión –una persona importante en la ciudad–, que tiene un siervo gravemente enfermo para pedirle su curación.
El envío de esos mensajeros es fruto de un sentimiento de indignidad por parte del centurión: no se consideraba digno de presentarse ante Jesús, ni de que Jesús entrase en su casa, que era la casa de un «gentil». Todo hace pensar que aquel oficial se había formado un alto concepto de la dignidad de Jesús y que conocía las costumbres y leyes del pueblo judío en lo referente al trato con los «gentiles». Por esta razón, cuando sabe que Jesús viene hacia la casa, envía una segunda embajada pidiéndole que no se moleste en llegar hasta ella. Los enviados se lo comunican al Señor con unas palabras que la Iglesia evoca a diario en la liturgia de la Santa Misa: «Domine, non sum dignus ut intres sub tectum meum, sed tantum dic verbo…»[2] Señor, “no soy digno de que entres en mi casa (…). Pero dilo de palabra y mi criado quedará sano"[3]. El Señor alaba esta actitud y exclama ante la multitud que le acompaña: “Os digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande"[4]. Cuando los enviados vuelven a la casa, ya está curado el siervo. San Lucas recalca que Jesús se admiró de la humildad y de la fe del centurión. Esta vez ha sido un «gentil», es decir, alguien no perteneciente al pueblo escogido, el que ha dado ejemplo de «fe», llenando de alegría al Señor.
Un obsequio razonable
Jesús ha calificado como fe el comportamiento del centurión que tiene muchas facetas: la confianza absoluta en el poder del Señor, la sencilla manifestación de humildad, la confesión pública de su dignidad. Todo sucede ante la multitud que rodea al Señor, sin que el militar se recate de confesar su «indignidad» y de mostrar su fe. Jesús alaba la decisión del centurión, en la que van unidas la humildad y la confianza en su Persona junto con el reconocimiento de que Él viene de parte de Dios. Estas son las disposiciones que la Iglesia desea suscitar en nosotros al pedir que, inmediatamente antes de acercamos a recibir la Sagrada Comunión, nos dirijamos al Señor con esas palabras, aumentando así nuestras disposiciones de fe, de humildad y de confianza.
El centurión ha oído hablar de Jesús y de su poder de curar; quizás han llegado hasta sus oídos algunas palabras pronunciadas por el Señor en el Sermón del Monte, o quizás también alguien le haya contado algún milagro. En cualquier caso, no ha podido escuchar todavía noticias de muchas cosas, pues nos encontramos en el comienzo de la vida pública. Y sin embargo, lo poco que le ha llegado ha sido suficiente para hacerle creer y confiar en Jesús; algo le ha dado a su corazón motivo suficiente para creer en su poder, incluso para entrever la «dignidad» del Señor.


La fe es un «obsequio razonable» a Dios, pues se apoya en unos motivos que hacen razonable el creer, más aún, que nos dicen que debemos creer, pues, junto con la gracia de Dios, se nos han dado signos suficientes que nos indican que debemos fiarnos de Él. No creemos en el absurdo, sino en algo que está por encima de nuestra inteligencia. Y creemos, porque se nos dan razones suficientes para hacer el paso hacia la fe de manera razonable y honesta. La fe no sería un obsequio que el hombre ofrece a Dios, si no tuviese esas dos características: Dios quiere la adhesión de nuestra inteligencia a su palabra, no la anulación de la razón; quiere su apertura a la verdad, no que se ciegue ante ella adhiriéndose al absurdo. Escribe san Ireneo, «como desde el principio el ser humano fue dotado del libre albedrío, Dios, a cuya imagen fue hecho, siempre le ha dado el consejo de perseverar en el bien, que se perfecciona por la obediencia a Dios. Y no sólo en cuanto a las obras, sino también en cuanto a la fe, el Señor ha respetado la libertad y el libre albedrío del hombre... como se demuestra en las palabras de Jesús al centurión: Vete, que te suceda según tu fe»[5].
La fe es un acto humano que perfecciona al hombre en cuanto tal, y esto no sería así, si le llevase a actuar contra su razón. La fe no es involución de la inteligencia, sino apertura a la verdad por el camino de la confianza en quien nos la propone. Esa confianza es esencial para que la fe sea razonable. En el caso de la fe teologal, se trata de una adhesión que se debe a Dios y sólo a Él. «La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice»[6]: «es razonable tener fe en Él, cimentar la propia seguridad sobre su Palabra»[7].
Un corazón sencillo
La fe es un obsequio razonable a Dios, pero la «racionabilidad» de la fe no justifica lo que podría calificarse como un «corazón desconfiado», «un corazón duro», que necesita demasiados motivos para creer. Lo vemos en la actitud del Señor ante quienes no acababan de aceptar su Resurrección a pesar de los testimonios fiables que les llegaban. Cuenta san Marcos que el Señor “se apareció a los Once cuando estaban a la mesa y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado"[8], es decir, no habían dado crédito al testimonio de quienes vieron al Señor resucitado antes que ellos. El reproche por la incredulidad y dureza de corazón de estos discípulos es buena muestra de la importancia de un corazón abierto a la fe, y es un contrapunto ejemplar que destaca la figura del centurión en su descomplicada apertura a la fe.
Para creer, son de gran importancia la humildad y la sencillez del corazón, porque es en el corazón «donde nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos transformen en lo más hondo»[9]. La fe compromete a la persona entera, pues es, antes que nada, confianza en Dios que se revela y confianza también en Aquel que ha ofrecido el testimonio de su palabra y de su vida, y lo sigue ofreciendo por medio de su Iglesia: Jesucristo. Esta confianza, esencial en la fe, implica no sólo la inteligencia, sino también el corazón, «precisamente porque la fe se abre al amor»[10]. Leemos en la Carta a los Romanos: Porque si confiesas con tu boca «Jesús es el Señor», y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, te salvarás. Porque con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con la boca se confiesa la fe para la salvación[11].
La fe es obsequio a Dios, porque es fiarse de Él. El afán desmesurado de seguridad, que brota de una predisposición interior a la desconfianza, es un grave obstáculo para la fe, que tiene un doble carácter de don. Antes que nada es don de Dios al hombre, es gracia; después, es también respuesta del hombre a Dios, donación de sí mismo en una apertura confiada: «Para dar la respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu, y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad. Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones»[12].
Todo es posible para el que cree
Es una fe llena de confianza la que hace posible los «milagros», especialmente en el apostolado. Ya lo anotó san Josemaría en Camino,: “Omnia possibilia sunt credenti –Todo es posible para el que cree. –Son palabras de Cristo. –¿Qué haces, que no le dices con los apóstoles “adauge nobis fidem!" –¡auméntame la fe!?"[13]. Por este motivo, ante las dificultades,solía repetir: “–Ecce non est abbreviata manus Domini -¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!"[14]. Y en otra ocasión, escribía: “Que eres... nadie. –Que otros han levantado y levantan ahora maravillas de organización, de prensa, de propaganda. –¿Que tienen todos los medios, mientras tú no tienes ninguno?... Bien: acuérdate de Ignacio: Ignorante, entre los doctores de Alcalá. –Pobre, pobrísimo, entre los estudiantes de París. –Perseguido, calumniado... Es el camino: ama, cree y ¡sufre!: tu Amor y tu Fe y tu Cruz son los medios infalibles para poner por obra y para eternizar las ansias de apostolado que llevas en tu corazón"[15].
Son palabras escritas por san Josemaría en los comienzos del Opus Dei, en medio de unas circunstancias a veces humanamente duras, que parecían hacer imposible lo que Dios le pedía. Sus palabras y su ejemplo pueden servirnos el peso de nuestra debilidad se haga especialmente patente, y parezca que lo que Dios pide a cada uno es poco menos que imposible. En esos momentos, es necesario atender a nuestro corazón y pedir al Señor un corazón sencillo, que no exige seguridades humanas, un corazón como el del centurión de Cafarnaún. Un corazón que, por estar abierto a Dios, es capaz de entregarse generosamente a los demás con la certeza que da la fe en el amor de Dios y con la seguridad que da la esperanza.
Por: F.L. Mateo Seco | Fuente: Opusdei.es




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domingo, 17 de septiembre de 2017

Si no se perdona, no se ama



El perdón es algo tan grande y tan maravilloso que cura las heridas más profundas del alma

“Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contestó: “No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”. (Mt.18,21-35)
Muchas veces tenemos la idea equivocada del perdón y lo tendemos a confundir con humillarse cuando la realidad es totalmente diferente y la persona que perdona realiza un acto de amor y valentía al grado máximo que alguien puede experimentar.

El perdón es algo tan grande y tan maravilloso que cura las heridas más profundas del alma y es el paso decisivo a vivir en plena libertad abriendo y dando paso al amor verdadero. Un corazón lleno de rencores y resentimientos es prisionero y no podrá vivir la verdadera paz interior.

El perdón debe ser un estilo de vida, una idea concebida profunda dentro de cada uno de nosotros, que permita que el corazón permanezca en un éxtasis de gozo, alegría, amor, paz y libertad, que permita una convivencia diaria con los demás y que nos lleve a buscar la perfección y alcanzar la salvación. “En la medida que perdones, serás perdonado”.

Perdonar no significa que estamos aprobando o siendo permisivos con el mal causado, ni es tampoco hacer creer que es justo lo que no es. Perdonar es no desear condenar ni hacerle daño a quien me ofendió, no es tomar justicia por mi propia cuenta, no señalar la falta del otro, ni mucho menos reducirlo haciendo un juicio implacable, sino es mirar a esa persona con amor, con esperanzas con la certeza que Dios podrá sanarla y hacerla una nueva persona, generando un verdadero cambio en su vida.

Quien no perdona, jamás podrá amar, porque su alma y su corazón no reconoce sus errores y vive culpando a otros de ellos, arrastra y encierra un pasado dañando las relaciones presentes, viviendo lleno de dolor, amargura y tristeza, sin permitir abrirse a un futuro gozoso y con un corazón limpio que le permita amar de verdad.

El verdadero perdón puede liberar y superar el pasado, viviendo un camino de amor, verdad, y justicia, librando del sufrimiento, renovando las relaciones y permitiendo nuevas oportunidades de reconciliación y restauración con las personas a quienes hemos ofendido.
“El perdón personalmente experimentado, otorgado y recibido, da testimonio de que en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado”. Para que el perdón sea liberador debe pasar por un proceso que inicia: verdad (reconocimiento), arrepentimiento (pesar por el daño causado), publicidad (solicitar el perdón al ofendido), como consecuencia, compromiso de no volver a ofender y reparación (restablecimiento de la situación anterior).(P.Javier Abad).

Si se inicia y se lleva a cabo este proceso, el corazón se libera y se abre al amor incondicional, gratuito y comprensivo con sentido de justicia y respeto a los demás. La solidez de una familia es la base para aprender a perdonar. (P.Javier Abad)
Quien no perdona se castiga a si mismo haciéndose esclavo de rencores y resentimientos que pueden llevar al pecado, aislando a la persona por no poder expresar libremente lo que le está carcomiendo por dentro y va matando el alma lentamente.

En la cruz, Cristo dijo al Padre, “perdónalos porque no saben lo que hacen”, por lo tanto la manera más eficaz para lograr liberar el alma es acudiendo a quienes hemos ofendido pidiendo perdón, perdonando y buscando el perdón de Dios a través de una buena confesión. Recibiendo el perdón y la misericordia de Dios podremos amar con libertad y lograr que se extienda a nuestro prójimo: esposa(o), hijos, hermanos, que a la vez nos lleve a encontrar el camino hacia la vida eterna junto al Padre.

Al perdonar estamos diciendo: “te amo, conozco tu corazón, sé que eres capaz de perdonar y amar, sé que no eres así y que eres un ser maravilloso que puedes ser feliz y hacer feliz a los demás”.

“La justicia con la verdad son presupuestos del perdón”. Juan Pablo II
Por: Luce Bustillo Schott




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