"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

sábado, 18 de febrero de 2017

¡Qué bien se está aquí!


El Padre nos enseña el camino para llegar a esa experiencia: Este es mi Hijo Amado: escuchadle.

Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».

Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle». Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos».

Se los llevó aparte. Cuando Cristo desea revelarse a un alma, no la invita con el montón. No, Jesús no llama en masa. A cada hombre lo separa, le toma de la mano y se lo lleva consigo. Entonces, es cuando le habla al corazón y le propone su plan, le revela su amor.

Ante esta propuesta, el alma se da cuenta de que está sola ante Él. Nadie puede optar en su lugar.

A lo alto de un monte. El ofrecimiento de Jesús es atractivo pero nos exige lo mejor de nosotros mismos: lucha, sacrificio, entrega... Subir.

Ya arriba, Jesús se transfiguró delante de ellos... Suele llegar un momento similar en la vida del cristiano: el día en que Cristo le seduce con el atractivo de su persona y le anima a caminar tras Él.

El Padre nos enseña el camino para llegar a esa experiencia: Este es mi Hijo Amado: escuchadle.

Escuchar a Cristo. Su amistad, la más noble, hermosa y fiel, nace como todas: después del primer momento en que dos personas se caen simpáticas, comienzan a hablar, a contarse su vida, lo que quieren llegar a ser, lo que les disgusta o atrae... empiezan a conocerse. También el conocimiento de Cristo se alimenta con el trato continuo con Él, visitándolo en el Sagrario, escuchando su Palabra en el Evangelio y viendo, en el Crucifijo, que Él se toma en serio nuestro amor.

A medida que se le va conociendo, aumenta el entusiasmo:

Cada día que pasa me parece que voy descubriendo algo nuevo en Jesucristo; algo nuevo que me entusiasma más y más y hasta me enloquece. Cada mañana le miro y pienso en Él con tanto gusto e interés, que parece ser la primera vez que le miro y pienso en Él. Al Jefe no se le conoce. Por eso se le sigue tan fríamente.

Pero todos los que le conocen, confirman el sentimiento de Pedro: Señor, qué bien estamos aquí, contigo.

Todavía no ha nacido quien, después de haber conocido a Cristo, y de haberse acercado con fe, se marche defraudado.

Cristo es profundo. No es una estrella de cine, estrella fugaz que impresiona un momento con su brillo y arrastra a algunos pero en seguida se esfuma del cielo y del recuerdo de los que la vieron.

No es la flor de la mañana que cortamos y nos entrega a la primera todo su perfume y, pasada la ilusión, nos deja con unos pétalos marchitos entre las manos.

¡Jesucristo! Pronunciar ese nombre es algo trascendente, que no lo comprende quien lo dice con los labios y no con el corazón, la inteligencia, la voluntad y la vida. Los que de verdad lo han pronunciado han quedado saciados de Él, y no por un momento pasajero, y lo han proclamado como La Respuesta, El Unico Necesario, El Todo, Dios...

Es tan hermoso y atractivo el amor de Cristo que millones de mártires han preferido sacrificar su vida a disfrutar de ella. Millones de vírgenes han dejado su familia, su tierra, su hogar, sólo con la ilusión de pertenecer a Él solamente. Nadie como Él sigue arrastrando el corazón joven de multitud de muchachos y chicas de todo el mundo.

¿Quieres ser tú uno de ellos? ¿Saber lo que es Jesucristo? Cuando lo vayas conociendo, dale tu amor. Un amor:

Personal; es decir, sin buscar cosas raras: tal como eres pues Cristo es una persona viva, no una idea ni un mero personaje histórico.

Apasionado; deja que Cristo ocupe y polarice todas tus facultades, que Él se convierta en tu pasión dominante.

Real; tu amor no se medirá por el sentimiento que tengas, sino por el esfuerzo que muestres para darle gusto en tu vida de cada día.

Fiel; constante, que no se rinda ante la dificultad, sino que madure; que crezca, que no traicione.

¡Jesucristo! Que Él sea la pasión dominante de tu vida, que no te deje tranquilo hasta poseerlo en toda la profundidad y extensión de tan gran ideal. Que Él sea el verdadero juego de tu vida, Aquel por quien no temas jugártelo todo, hasta tu misma vida. Cuando encuentres que hay algo que te aparta de Él, algo que se cruza entre tú y Él, algo que te obsesione más que Él, piensa que has perdido el sentido de lo fundamental. Que tu vida fue hecha a la medida de alguien más grande en quien debes integrar todo lo demás. Tu vida fue hecha para Cristo.
Por: P. José Luis Richard



viernes, 17 de febrero de 2017

Es difícil renunciar a sí mismo y cargar la cruz



Cuando Cristo nos pide renuncia, en realidad nos está invitando a vivir plenamente la vida.

No sé si a usted le ocurre lo mismo que a mí. Algunas expresiones del Evangelio me han sido difíciles de entender, cuanto más de vivirlas.

Una de ellas es la que el Santo Padre ha propuesto a los jóvenes: “En esta ocasión, deseo invitarles a reflexionar sobre las condiciones que Jesús pone a quien decide ser su discípulo: Si alguno quiere venir en pos de mí – Él dice -, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9, 23).

De las tres condiciones que Cristo pone (renunciar a sí mismo, tomar la cruz y seguirle), la primera me ha creado más dificultades de comprensión.

Parecería que Jesucristo y el mismo Papa no saben mucho de psicología y sociología humana, pues “el hombre tiene arraigado en el profundo de su ser la tendencia a pensar en sí mismo, a poner la propia persona en el centro de los intereses y a ponerse como medida de todo”. ¿Cómo, entonces, se les ocurre pedir al hombre, y más aún al joven, que renuncie a sí mismo, a su vida, a sus planes?

En realidad, “Jesús no pide que se renuncie a vivir, sino que se acoja una novedad y una plenitud de vida que sólo Él puede dar”. He aquí el elemento que nos hace entender las palabras evangélicas. En realidad no se nos pide renunciar sino todo lo contrario. Se nos pide y recomienda acoger, y en concreto, acoger toda la grandeza de Dios.

Quizá un ejemplo nos ayude a entender este juego verbal entre renunciar y acoger. Cuando unos recién casados me piden bendecir su hogar me muestran, una por una, las dependencias de la casa: el comedor, la cocina -- ¡para que no se le queme la comida!, suelen comentar los maridos --, la sala de estar, la habitación del matrimonio -- me da mucho gusto cuando la preside un crucifijo o una imagen de la Virgen -- y la habitación de los niños. Ésta ordinariamente, como todavía no han llegado los bebés, está llena de todos los regalos de boda. No falta el comentario de la esposa que se excusa porque todavía no ha tenido tiempo de revisar todos los presentes recibidos.

Pero, he aquí que llega la cigüeña y es necesario preparar la habitación para el bebé. ¿Qué se hace? ¿Se renuncia a los regalos? ¡Ni mucho menos! El deseo de acoger al primer hijo, plenitud del amor y de la vida de los nuevos esposos, les mueve a buscar lugares en el hogar dónde colocar los regalos de modo ordenado.

El modo de actuar de los primerizos papás es algo parecido a lo que Cristo nos pide. Como la alegría del primer bebé ordena las cosas del hogar, así cuando “el seguimiento del Señor se convierte en el valor supremo, entonces todos los otros valores reciben de aquel su justa colocación e importancia”.

”Renunciar a sí mismo - dice el Papa - significa renunciar al propio proyecto, con frecuencia limitado y mezquino, para acoger el de Dios”. Pero debemos entenderlo correctamente. Renunciar a sí mismo no es un rechazo de la propia persona y de las buenas cosas que en nosotros hay, sino acoger a Dios en plenitud y con su luz, no con la nuestra, ordenar todos los elementos de nuestra vida.

Ante nuestros proyectos limitados y mezquinos, como los llama el Santo Padre, se encuentra la plenitud del proyecto de Dios. ¿En qué consiste esta plenitud? En primer lugar, ante el limitado plan humano del tener y poseer bienes, Dios nos ofrece la plenitud de ser un bien para los demás. En realidad, el Señor no quiere que rechacemos los bienes, por el contrario desea que nosotros nos convirtamos en un bien y usemos de lo material en la medida que nos ayude a ser ese bien para los demás. “La vida verdadera se expresa en el don de sí mismo”.

A la autolimitación del hombre que “valora las cosas de acuerdo al propio interés”, se nos propone la apertura a la plenitud de los intereses de Dios. Se nos invita a obrar con plena libertad aceptando los planes de Dios, que siempre serán mejores que los nuestros. No se nos quita la capacidad de decidir. Por el contrario, se nos ofrece la oportunidad de que nuestra libertad escoja en cada momento lo mejor para nosotros, que es la voluntad de Dios.

Por último, a la actitud humana de “cerrarse en sí mismo”, permaneciendo aislado y sólo, se nos propone el vivir “en comunión con Dios y con los hermanos”. No se nos pide dejar de ser nosotros mismos. Más bien, se nos invita a valorar lo que somos, hasta el punto de considerarnos dignos para Dios y para los demás.

En resumen, cuando Jesucristo nos pide renuncia, en realidad nos está invitando a vivir plenamente la vida.
Por: P. Juan Carlos Ortega Rodríguez


jueves, 16 de febrero de 2017

¿Quién es Jesucristo? Y para ti... ¿Quién es...?



Conoce el amor y la misericordia de Dios sobre ti, y no habrá nada más importante en tu vida.

La respuesta la da San Pedro cuando contesta: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo»

Viniendo Jesús a la región de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Ellos contestaron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Ellas; otros, que Jeremías u otro de los profetas. Y El les dijo: Y vosotros: ¿Quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. (Mt. 16, 13-16)

No ha habido en la historia de la humanidad persona tan controvertida como Jesucristo.

Ya se ve claro en la respuesta que dan los discípulos a la pregunta del Maestro: Para unos es un personaje importante: Juan el Bautista, Elías, Jeremías u otro de los profetas. Nunca ha negado nadie -salvo algún fanático sectario- que Jesús ha sido un hombre importante en la historia humana. Alguien con una personalidad capaz de arrastrar tras sí a la gente, no sólo en su tiempo, sino siempre.

Lo que no todos son capaces de descubrir es la razón íntima por la que Jesús atrae. La respuesta la da San Pedro cuando contesta: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» Para ello hace falta -como Jesús le dice a Pedro- que lo revele el Padre eterno. Hace falta la fe, que es un don de Dios.

No se puede entender a Jesucristo si no se cree que ese hombre, que llamamos Jesús de Nazaret, encierra en sí mismo un misterio: La Segunda Persona divina, el Verbo, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre al asumir la naturaleza humana.

Ya sabemos que en la mentalidad del judaísmo de la época de Jesús se estaba esperando próximamente al Mesías. La mujer samaritana -que no era ninguna mujer culta- le dice a Jesús: sé que está para venir el Mesías. La profecía de Daniel y otras sobre el tiempo de la venida del Mesías coincidía aproximadamente con estos años.

En estas circunstancias aparece en Galilea Jesús de Nazaret. Juan el Bautista, que tenía un gran prestigio entre todos los judíos de su tiempo -hasta Herodes le escuchaba con gusto-, da testimonio a favor de Jesús. Le llama «el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Este es de quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre que es más que yo, porque existía antes que yo Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que ha de bautizar en el Espíritu Santo. Y yo he visto y atestiguo que él es el Hijo de Dios» (Jn. 1, 30-34)

Comienza Jesús a predicar y su predicación está llena de misericordia para con todos. Su doctrina es una doctrina de perdón y compasión. Enseña que Dios ama a todos los hombres y que incluso los pecadores pueden alcanzar el amor de Dios, si se convierten. El pueblo piensa y dice de él, que «nunca nadie ha hablado como este hombre» (Jn. 7, 46) porque hablaba con autoridad, no como los escribas y fariseos. Y es el mismo Jesús quien en la sinagoga de Nazaret, después de leer una profecía de Isaías referente a los tiempos del Mesías, dice: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír» (Lc. 4, 21) Su doctrina va acompañada de abundantes milagros, movido por la compasión que sentía: sanar enfermedades, resucitar muertos, multiplicar la comida, etcétera.

No es de extrañar, por tanto, que la gente sencilla y los de corazón abierto le tuvieran por el Mesías esperado. Efectivamente, ¿qué mejor rey se podía tener que uno para quien no habrá problema de carestía ni de hambres? ¿Qué mejor rey que quien puede curar a los enfermos y resucitar a los muertos? ¿Quién puede gobernar mejor a un país, que un hombre que da muestras de tal sabiduría? Por todo esto no es de extrañar que en una ocasión, después de haber dado de comer a cinco mil hombres con unos pocos panes y peces, quieran proclamarle rey.

Indudablemente, a Jesús le seguía la masa del pueblo, compuesta en su mayoría por gente sencilla y humilde: ¿Acaso algún magistrado o fariseo ha creído en Él? Pero esta gente que ignora la Ley, son unos malditos(Jn. 7, 48-49) Es verdad que también algunos personajes importantes le siguieron, y aunque al principio con miedo, luego no tuvieron reparo en confesarse amigos suyos a la hora de su muerte. Así fueron Nicodemo, José de Arimatea y otros.

Estas gentes sencillas, que frecuentemente eran despreciadas por los orgullosos fariseos, ven con buenos ojos la doctrina de Jesús. Unos le seguían, efectivamente, movidos por su doctrina aunque no la entendían plenamente, como pasó con sus discípulos. Otros le seguían porque les daba de comer; otros porque hacía milagros.

Posiblemente algunos también le seguían por gratitud, al haber sido curados.

Ciertamente su bondad, su trato exquisito para con los débiles del mundo y severo para con los que obraban injustamente, serían motivos para que las masas le siguiesen.

¿Quién es para ti Jesucristo? Hoy te hace la misma pregunta que a los apóstoles y lo único que quiere es oir tu respuesta de amor. Conoce el amor y la misericordia de Dios sobre ti, y no habrá nada más importante en tu vida.
Por: P. Enrique Cases

miércoles, 15 de febrero de 2017

Las consecuencias del pecado



Pecado
Los pecados, aunque sean chicos, sobre todo si son habituales, frenan el crecimiento espiritual, y no dejan alcanzar la santidad.

–«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
–Ése es, según el P. Amorth, el octavo sacramento para la salvación.
Si pensamos que «en Dios vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28), y que es Él quien «actúa en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13), pareciera que resistir en nosotros la acción de Aquel  que nos está dando el ser y el obrar, rechazarle, ofenderle, preferir nuestra voluntad a la suya, es decir, pecar, podría producir en nosotros el aniquilamiento de nuestro ser, una recaída en la nada. Sin embargo, no es así, sino que durante la vida presente, tiempo de gracia y de conversión, la misericordia de Dios aguanta nuestra miseria, ofreciéndonos siempre a quienes rechazamos su don por el pecado la gracia de la conversión y del per-don.
Ya en el párrafo anterior se expresa por qué y cómo el pecado causa efectos pésimos. Pero si describimos estos efectos, eso nos ayudará a entender la condición horrible del pecado. Es como si una persona nos explicara la fuerza destructora de una bomba. Lo entenderíamos más o menos. Pero si nos llevara a un lugar donde esa bomba, no más grande que una botella, redujo a escombros un edificio de veinte pisos, será entonces, viendo las ruinas, cuando acabemos de enterarnos del poder destructor de la bomba.
Consideremos, pues, las consecuencias del pecado, que siempre son terribles en sí mismas.

* * *
–El pecado original produjo en el hombre y en el mundo tremendas consecuencias, efectos que se ven actualizados en cierta medida por todos los pecados personales posteriores. El pecado, enseña Trento, dejó al hombre bajo el influjo del Demonio y enemigo de Dios; y «toda la persona de Adán fue mudada en peor, según cuerpo y alma» (Dz 1511; cf. Orange II: Dz 371, 400). Deterioró, pues, profundamente toda la naturaleza humana, despojándola de la santidad e integridad en la que había sido creada, inclinándola al mal, ofuscando la razón, debilitando la voluntad, trastornando gravemente las sensaciones, pasiones y sentimientos. Hizo del hombre un mortal, un viviente deudor de la muerte. Al mismo tiempo, la creación entera se hizo hostil al hombre, por cuyo pecado fue «maldita la tierra» (Gén 3,17), quedando sujeta a «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21).
Por tanto, el pecado está siempre en el origen de los innumerable sufrimientos y maldades de la humanidad, y de cada hombre, a lo largo de los siglos. Y estará hasta que vuelva el Cristo glorioso y sujete todas las cosas «a quien a Él todo se lo sometió, y Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).
–El pecado mortal separa al hombre de Dios, y lo deja, si es cristiano, como un miembro muerto del Cuerpo místico de Cristo, como un sarmiento de la santa Vid que está muerto, sin vida y sin fruto; lo desnuda del hábito resplandecien­te de la gracia, y profana el Templo vivo de Dios. Por él se pierden todos los méritos adquiridos por las buenas obras –aunque la vuelta a la gracia puede hacerlos revivir (STh 111,89,5)–. El pecador, sujeto a Satanás, se hace por el pecado mortal merecedor de la condenación eterna. «Cayó la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de nosotros, que pecamos!» (Lam 5,16)…
El pecado aniquila de algún modo la persona humana, al separarla de Dios, al desfigurar en ella la imagen de Dios. Los hombres por el pecado «sirvieron a las criaturas en lugar de al Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,25), y de ahí vinieron sobre él todos los males que les aplastan (1,25-33). El pecador, por su pecado, dice San Agustín, «se aparta de Dios, que es la luz verdadera, y se vuelve ciego. Todavía no siente la pena, pero ya la lleva consigo» (Sermón 117,5). «¿Te parece pequeña esta pena? ¿Es cosa baladí el endurecimiento del corazón y la ceguera del entendimiento?» (In Psalmos 57,18). «Como el cuerpo muere cuando le falta el alma, así el alma muere cuando pierde a Dios. Y hay una diferencia: la muerte del cuerpo sucede necesariamente; pero la del alma es voluntaria» (In Ioannis 41,9-12; cf. Rm 7,24-25).
El Señor le dice a Santa Catalina de Siena: «El que está en el amor propio de sí mismo, está solo, ya que está separado de mi gracia y de la caridad de su prójimo. Estando privado de mí por su pecado, se convierte en nada, porque sólo yo soy el que soy» (Diálogo II,4,3). Y la misma santa escribe: «La criatura se convierte en lo que ama: si yo amo el pecado, el pecado es nada, y he aquí que me convierto en nada» (Lettere, Florencia, Giunti 1940, I,105-106).
El pecado, con inexorabilidad ontológica, aplasta al hombre, lo atormenta, enferma y mata, al separarle de Dios, que es su vida. Con razón llora el salmista: «No tienen descanso mis huesos, a causa de mis pecados; mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas; mis llagas están podridas y supuran por causa de mi insensatez; voy encorvado y encogido, todo el día camino sombrío, tengo las espaldas ardiendo, no hay parte ilesa en mi carne, estoy agotado, deshecho del todo» (Sal 37,4-9).
La condición monstruosa del pecador ha sido vista por los santos con gran lucidez. Santa Teresa escribe: «No hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra, que [el pecador] no lo esté mucho más… Si lo entendiesen, no sería posible a ninguno pecar». Todo el hombre se ve profundamente trastornado: «¡Qué turbados quedan los sentidos! Y las potencias [razón, memoria, voluntad] ¡con qué ceguera, con qué mal gobierno!… Oí una vez a un hombre espiritual que no se extrañaba de las cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía» (1 Morada 2,1-5).
–El pecado venial no mata al hombre, pero le debilita y enferma; le aleja un tanto de Dios, aunque no llega a separarle de él. Las funestas consecuencias de los pecados veniales podrían resumirse en estas cuatro 1.–Refuerzan la inclinación al mal, dificultando así el ejercicio de aquellas virtudes que, con los actos buenos e intensos, debieran haberse acrecentado. 2.–Predisponen al pecado mortal, como la enfermedad a la muerte, pues «el que en lo poco es infiel, también es infiel en lo mucho» (Lc 16,10). 3.–Nos privan de muchas gracias actuales que hubiéramos recibido en conexión con aquellas gracias actuales que por el pecado venial rechazamos. Uno, por ejemplo, rechazando por pereza la gracia de asistir a un retiro espiritual, se ve privado quizá de unas  luces o de un encuentro personal que hubieran sido decisivos para su vida. Los pecados veniales no hacen perder la gracia de Dios, pero desbaratan muchas gracias actuales de gran valor. 4.–Impiden así que las virtudes se vean perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo. Es decir, nos frenan decisivamente en nuestro caminar hacia la perfección evangélica, es decir, hacia la santidad. Sobre todo, claro está, cuando son plenamente deliberados y más si son habituales o frecuentes. Insistiré en esto:
* * *
Los pecados, aunque sean chicos, sobre todo si son habituales, frenan el crecimiento espiritual, y no dejan alcanzar la santidad. Dios nos ha manifestado muy claramente que quiere que seamos plenamente santos; que crezcamos día a día en la vida de su gracia. Lo dice Yahvé en el AT: «sed santos para mí, porque yo, el Señor, soy santo» (Lev 20,26). Lo dice en el NT nuestro Señor y Salvador: «sed perfectos, como vuestro Padres celestial es perfecto» (Mt 5,48). Lo dice igualmente el Apóstol: «ésta es la voluntad de Dios, que seáis santos» (1Tes 4,3). ¿Por qué, entonces, son numerosos los cristianos que dejaron de ser malos, y son no pocos los que perseveran habitualmente en la vida de la gracia y son buenos, pero son tan pocos los que van más adelante hasta ser perfectos y santos? La causa próxima es evidente:
Falta la buena doctrina y faltan guías espirituales idóneos, que de verdad ayuden al cristiano para que, conociendo el pésimo efecto de los pecados, combata hasta los más chicos, comprendiendo que si no lo hace, nunca llegará a la santidad, por más que multiplique sus Misas, rosarios, oraciones, reuniones, apostolados, retiros y ejercicios espirituales, obras benéficas, etc. Cuántos cristianos hay que no conocen los caminos de la perfección evangélica, que les falta doctrina verdadera para adelantar por esos caminos, y que incluso son frenados por sus mediocres guías. Los grupos cristianos mediocres y los directores espirituales ineptos pueden ayudar a ser buenos, pero suelen frenar para ser santos. Recordemos, por ejemplo, el caso de Santa Teresa (Vida 23,6-18; 30,1-7).
Ella cuenta que durante diecisiete años (¡17 años!, ya en el convento), «gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados… Lo que era pecado venial decíanme que no era ninguno; lo que era gravísimo mortal, que era venial» (5,3). «Los confesores me ayudaban poco» (6,4). Parecerá que, al menos las verdades más fundamentales, cualquier confesor o director las sabrá; «y es engaño. A mí me acaeció tratar con uno cosas de conciencia, que había oído todo el curso de teología, y me hizo harto daño en cosas que me decía no eran nada. Y sé que no pretendía engañarme, sino que no supo más; y con otros dos o tres, sin éste, me acaeció» (Camino Perf. 5,3). Mucho le duelen a ella aquellos años de andar extraviada: «Si hubiera quien me sacara a volar…; mas hay –por nuestros pecados– tan pocos [directores idóneos], que creo es harta causa para que los que comienzan no vayan más presto a gran perfección» (Vida 13,6; lo mismo dice San Juan de la Cruz, Subida prólogo 3; 2 Subida 18,5; Llama 3,29-31).
Ya se ve que si el paso de ser malo a ser bueno exige milagros de la gracia de Dios, conversiones admirables que con relativa frecuencia conocemos, el paso de ser bueno a ser santo requiere milagros aún mucho mayores, sin comparación menos frecuentes, pues los santos canonizables son muy pocos.
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No se conoce el gran daño que los pecados pequeños causan en la vida espiritual. Se piensa que como son pecados chicos, causan perjuicio chicos. Y eso es falso, como bien lo explica el P. Lallement, S. J. (+1635):
«Es extraño ver a tantos religiosos» que no llegan a la perfección evangélica «después de haber permanecido en estado de gracia cuarenta o cincuenta años», con misa y oración diarias, ejercicios piadosos, obediencia, pobreza y castidad, etc. «No hay por qué extrañarse, pues los pecados veniales que continuamente cometen tienen como atados los dones del Espíritu Santo; de modo que no es raro que se vean en ellos sus efectos… Si estos religiosos se dedicasen a purificar su corazón [de tantos pecados veniales], el fervor de la caridad crecería en ellos cada vez más, y los dones del Espíritu Santo resplandecerían en toda su conducta; pero jamás se los verá manifestarse mucho en ellos, viviendo como viven, sin recogimiento y sin atención al interior, dejándose llevar por sus inclinaciones, descuidando las cosas pequeñas y evitando únicamente los pecados más graves» (Doctrina espiritual 4 pº,3,2).
Tengamos también conciencia de que nuestros pecados, aunque sean chicos, hacen mucho daño a los demás: a la comunión de los santos, debilitando su vitalidad y fuerza, y concretamente a nuestros hermanos más próximos. ¿Nos damos cuenta del daño que los mismos pecados veniales hacen a nuestros prójimos, tanto en lo espiritual como en lo material? Pondré algunos ejemplos.
Un cristiano practicante, de vida espiritual mediocre, con muchas concesiones al mundo, causa gran daño espiritual en los suyos. Un hombre, con su frivolidad, y a causa de ciertas ligerezas, puede perjudicar mucho a una muchacha, causándole graves daños. Una mujer, con su desorden, su impuntualidad o su charlatanería, un día y otro día, puede llevar a su marido al borde de la desesperación. Un jefe de taller o de oficina, que se deja llevar por sus manías, puede hacer que el trabajo sea diariamente para sus subordinados un verdadero purgatorio. Un negocio, levantado con grandes sacrificios familiares, puede ser arruinado por las pequeñas negligencias de un tarambana que lo dirige, o por su orgullo personal, que le impide consultar lo debido. El mal genio ocasional de un cura confesor puede alejar de la confesión e incluso de  la Iglesia a una persona de poca fe. Un joven, que por vanidad, conduce su moto con imprudencia, puede matar a un niño…
Las culpas pueden ser leves, pero los males por ellos causados pueden ser muy grandes. Es decir, la gravedad de los pequeños pecados puede ser apreciada por la importancia de los males que a veces producen. Y aún son mucho más terribles, por supuesto, los daños causados por los pecados mortales.
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–Consecuencias del pecado en la vida presente. Son muy grandes. Por eso todos ellos, grandes o chicos, deben ser evitados como la peste. Y por eso es muy grande la importancia del examen de conciencia, del arrepentimiento intenso y de las obras penitenciales, pues cuanto más profunda es la conciencia del propio pecado, la contrición por el mismo y las penitencias realizadas para satisfacer por las culpas, más concede Dios la reducción o incluso la anulación de la pena temporal contraída por los pecados. La contrición, sobre todo, con la gracia de Dios, puede y debe aniquilar (conterere, triturar, despedazar) en el corazón la culpa, la pena eterna, y también la pena temporal. Por eso la compunción, es decir, la actualización frecuente del arrepentimiento, y la reiteración del sacramento de la penitencia tienen tanta importancia para el crecimiento espiritual.
–Consecuencias del pecado en el purgatorio, aunque la misericordia de Dios nos libre del infierno. Recordemos que en el purgatorio (purificatorio) han de expiarse todas las penas temporales no redimidas en esta vida, sean debidas a pecados mortales ya perdonados, o derivadas de pecados veniales, perdonados o no antes de la muerte, por muy leves que éstos fueren.
Enseña el Catecismo: «Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque estén seguros de su eterna salvación, sufren después de la muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo» (1030); es decir, para poder llegar a la visión beatífica de Dios. «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). Recordaré un caso:
Sta. Margarita María de Alacoque (+1690), muy devota de las benditas almas del Purgatorio, cuenta en su Autobiografía:  «Estando en presencia del Santísimo Sacramento el día de su fiesta, se presentó repentinamente delante de mí una persona, hecha toda fuego, cuyos ardores tan vivamente me penetraron, que me parecía abrasarme con ella. El deplorable estado en que me dio a conocer se hallaba en el Purgatorio, me hizo derramar abundantes lágrimas.
«Me dijo que era el religioso benedictino que me había confesado una vez y me había mandado recibir la comunión, en premio de lo cual Dios le había permitido dirigirse a mí para obtener de mí algún alivio en sus penas. Me pidió que ofreciese por él todo cuanto pudiera hacer y sufrir durante tres meses, y habiéndoselo prometido, después de haber obtenido para esto el permiso de mi Superiora, me dijo que la causa de sus grandes sufrimientos era, ante todo, porque había preferido el interés propio a la gloria divina, por demasiado apego a su reputación; lo segundo, por la falta de caridad con sus hermanos, y lo tercero, por el exceso del afecto natural que había tenido a las criaturas y de las pruebas que de él les había dado en las conferencias espirituales, lo cual desagradaba mucho al Señor».
Durante esos tres meses la Santa, ella misma lo cuenta, sufrió mucho, «obligada a gemir y llorar casi continuamente […] Al fin de los tres meses le vi de bien diferente manera: colmado de gozo y gloria, iba a gozar de su eterna dicha, y dándome las gracias, me dijo que me protegería en la presencia de Dios. Había caído enferma; pero, cesando con el suyo mi sufrimiento, sané al punto» (98). Ahí tienes ustedes las consecuencias de pecados a los que tantas veces apenas damos importancia.
–Consecuencias del pecado en el infierno. Recordaré escuetamente lo que nos enseña el Catecismo de la Iglesia:
«Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados se designa con la palabra infierno» (1033). 
Consecuencias del pecado en el cielo. Los efectos negativos del pecado llegan incluso al cielo, donde tienen una consecuencia eterna, aunque sólo sea en forma negativa. La glorificación de Dios, la bienaventuranza del justo y su poder de intercesión en favor de los hombres, tendrán un grado correspondiente al grado de crecimiento en la gracia alcanzado en este vida. En este sentido los pecados, también los veniales, que impidieron una mayor crecimiento en la santidad, aunque estén perdonados y purificados, pueden dar al bienaventurado un grado de felicidad eterna que, siendo plena en todos ellos, será menor que el de lo más santos… Apenas tenemos palabras para tratar de estos temas, pero aunque sea veladamente, estas verdades y realidades nos han sido reveladas:
Hablando San Pablo del «esplendor de los cuerpos celestiales» dice que «uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, y una estrella se diferencia de la otra en el resplandor» (1Cor 15,40-41).
Por: José María Iraburu