"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

lunes, 19 de septiembre de 2016

¿Tienes fe para repartir?



La Fe
¿Puedes dar a otros esa fe, esa visión de la vida, ese amor a Dios que tú tienes?

¿Tienes fe para repartir, es decir, tienes tanta abundancia que te sobra, y, por consiguiente, puedes dar a otros esa fe, esa visión de la vida, ese amor a Dios que tú tienes? ¿O es una fe que apenas te alcanza?

Como cuando uno va a comprar en el mercado, y se le antoja llevarse muchas cosas; pero, a la hora de sacar la cartera, se da cuenta de que no le alcanza, y empieza a dejar un objeto aquí, y luego otro, y luego otro, y se lleva solamente unas cuantas cosas porque no le alcanza el dinero.

¿Eres tú de ésos? ¿De los que son católicos a ratos? Quizás el domingo un momento. Quizás en algún evento especial de la vida. Pero luego hay horas, días y meses en que parece que ya no crees. Parece que no tienes un fuerte sostén espiritual. Parece que andas sin brújula en la vida.

Se necesita hoy gente que esté llena, llena de esa fe, llena de ese amor, llena de esperanza para repartir; porque hay más pobres, más mendigos del espíritu que mendigos de un pedazo de pan. Hay mucha hambre de fe, mucha hambre de Dios, y se requiere gente que la tenga en abundancia para repartirla.

Cuando el nivel de fe baja en el mundo, sube el nivel de la desesperación. ¿Por qué habrá hoy tantos desesperados
Por: P Mariano de Blas LC

domingo, 18 de septiembre de 2016

Correr a Dios



Has corrido a Dios de tu mundo, y te estás muriendo. ¿A quién vas a recurrir ahora?.

Hay en nuestro mundo una costumbre que se va agudizando cada vez más. Y es la costumbre, incluso diría yo la manía, de ir corriendo a Dios de nuestro mundo. Correrlo de la familia, porque no nos sirve, porque estorba, porque es molesto. Correrlo de la sociedad, correrlo del mundo cultural, correrlo incluso de las iglesias. No queremos saber nada de El.

¿Por qué? Porque nos estorba, nos fastidia, nos molesta. Porque no lo necesitamos ya. Más aún, hay gente que presume de haber logrado este gran triunfo: Ya hemos puesto al hombre en su lugar. No necesitamos de Dios.

Pero, ¿qué es lo que realmente sucede? El que pierde no es El. El que pierde es el hombre. Y, así, podemos constatar estadísticamente que los lugares donde Dios está ya casi fuera, el hombre se ha vuelto contra sí mismo. Hay, casualmente, más suicidios. Casualmente más egoísmo. Hay, casualmente también, más guerras, más violencia.

¿Por qué en nuestro siglo ha habido tantas guerras, hay tantos desastres, hay tantos suicidios? ¿No será por esa manía de dar un puntapié a Dios y correrlo de nuestro mundo?

Repito que el que pierde no es El, porque El está tranquilo. El nos ve, El dice: A ver que puede hacer el hombre solo, sin Mí. Y el resultado es trágico. Por eso, hay todavía algunos que le queremos decir a El: No te vayas, por favor, porque entonces nos va a ir muy mal.

¡Pobre hombre! Has corrido a Dios de tu mundo, y te estás muriendo. ¿A quién vas a recurrir ahora?.

Por: P. Mariano de Blas LC

sábado, 17 de septiembre de 2016

María, una eterna juventud



Ella es -después de Dios- la que más sabe de la vida nuestra, de nuestras fatigas y de nuestras alegrías.

¿Cuántos años tiene hoy la Virgen? Dos mil...... y muchos. No le importa -al contrario- que sus hijos le recordemos que cumple tantos. Para nuestra Madre el tiempo ya no pasa, porque ha alcanzado la plenitud de la edad, esa juventud eterna y plena que se consigue en el Cielo, donde se participa de la juventud de Dios, quien, al decir de San Agustín, «es más joven que todos»1, porque es inmutable y eterno, ¡no puede envejecer! ¡No tiene barbas blancas, por más que la imaginación acuda a ellas para representar la eternidad!.

Si Dios hubiera comenzado a existir, ahora sería como el primer instante de su existencia. Pero, no. Dios no tiene comienzo ni término, «es» eternamente, pero no «eternamente viejo», sino «eternamente joven», porque es eternamente Vida en plenitud. Él es la Vida.

Como María es la criatura que goza de una unión con Dios más íntima, es claro que también es la más joven de todas las criaturas, la más llena de vida humana y divina. Juventud y madurez se confunden en Ella, y también en nosotros cuando andamos hacia Dios que nos rejuvenece cada día por dentro y, con su gracia, nos inunda de alegría. Las limitaciones y deterioros biológicos han de verse con los ojos de la Fe, como medios para la humildad que nos dispone al gran salto a la vida plena en la eternidad de Dios.

Desde su adolescencia –y quizá antes-, la Virgen gozó de una madurez interior maravillosa. Lo observamos en cuanto aparece en los relatos evangélicos, «ponderando» todas las cosas en su corazón, a la luz de su agudo entendimiento iluminado por la Fe. Ahora posee la madurez de muchos siglos de Cielo -casi veinte-, con una sabiduría divina y una sabiduría materna que le permite contemplarnos con un mirar profundo, amoroso, recio, tierno, que alcanza los entresijos de nuestro corazón, nos conoce y comprende a las mil maravillas, mucho más que cualquier otra criatura.

Ella es -después de Dios- la que más sabe de la vida nuestra, de nuestras fatigas y de nuestras alegrías. Por eso la sabemos siempre cerca, muy cerca, muy apretada a nuestro lado, confortándonos con su sonrisa indesmayable, disculpándonos cuando nos portamos de un modo indigno de hijos suyos. Sus ojos misericordiosos nos animan -qué bien lo sabe- a ser más responsables, a estar más atentos al querer de Dios.

Comprende también ahora que no hallemos palabras adecuadas para expresarle nuestro cariño. Le bastan nuestros deseos grandes, nuestros corazones vueltos hacia el suyo, nuestra mirada en la suya y nuestros propósitos -firmes y concretos- de tratarla más asiduamente y quererla así cada día con mayor intensidad.
Por: Antonio Orozco

viernes, 16 de septiembre de 2016

¡Gracias, Amor eterno!



Hay momentos en los que el corazón sufre por tristezas profundas, por penas que parecen no tener fin.

Hay momentos en los que el corazón sufre por tristezas profundas, por penas que parecen no tener fin. Pensamos entonces que Dios no nos escucha, que nos abandona, que nos “prueba”, que permite enfermedades lentas y dolorosas o dramas profundos en la propia vida o en la de tantas personas a las que queremos de veras.

Lloramos porque el egoísmo o la tibieza penetran y dominan nuestras vidas, porque el pecado parece triunfar sobre la gracia, porque sentimos más nuestra flaqueza que la ayuda divina. Como si Dios no escuchase nuestra oración sincera, como si no nos tomase de la mano para dejar el mundo del pecado que nos engulle poco a poco...

Pero al pensar así mostramos nuestra ceguera. Porque ya Dios, de mil modos, ha actuado, está actuando, y sigue siempre a nuestro lado.

Basta con mirar la cruz, con leer palabras de misericordia y de esperanza en el Evangelio de la gracia, con saber que la muerte fue vencida en la mañana de la Pascua, para que los hielos y las penas pierdan terreno, para que el corazón empiece a sentir un abrazo cálido y profundo del Dios que ama y vela sobre cada uno de sus hijos.

Necesitamos suplicar a Dios que nos dé ojos limpios, que nos conceda un alma agradecida. Porque es tanto el bien que nos acompaña, porque es tan intensa y fuerte la acción del Espíritu en nuestras vidas, porque tenemos tantos miles de señales que nos recuerdan la bondad divina... que nos será suficiente abrir el corazón para descubrir que estamos envueltos en un mundo maravilloso, bello, intensamente bueno.

Toda nuestra vida, entonces, se convertirá en un canto agradecido. Sentiremos la necesidad profunda de repetir, una y otra vez, lo que leemos en tantos pasajes de la Biblia:

“Te damos gracias, oh Dios, te damos gracias, invocando tu nombre, tus maravillas pregonando” (Sal 75,2).

“Yo, en cambio, cantaré tu fuerza, aclamaré tu amor a la mañana; pues tú has sido para mí una ciudadela, un refugio en el día de mi angustia” (Sal 59,17).

“Yo te ensalzo, oh Rey Dios mío, y bendigo tu nombre por siempre jamás; todos los días te bendeciré, por siempre jamás alabaré tu nombre; grande es Yahveh y muy digno de alabanza, insondable su grandeza” (Sal 145,1-3).

“Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, Aquel que es y que era, porque has asumido tu inmenso poder para establecer tu reinado” (Ap 11,17-18).

El Catecismo de la Iglesia Católica nos invita a la gratitud, precisamente al hablar de la fe, pues ésta consiste en “vivir en acción de gracias: Si Dios es el Único, todo lo que somos y todo lo que poseemos viene de El: ¿Qué tienes que no hayas recibido? (1Co 4,7). ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? (Sal 116,12)”.

La vida espiritual cambia cuando entramos en la clave de la gratitud. Entonces el sol, la lluvia, la brisa, el colibrí, la rosa, la sonrisa del amigo, la prueba que nos ayuda a reconocer nuestra profunda fragilidad y a renovar nuestra esperanza en Dios... todo se convierte en un motivo para repetir, desde lo más profundo del corazón: ¡gracias, Señor, gracias, Padre, gracias, Amor eterno!
Por: P. Fernando Pascual LC

jueves, 15 de septiembre de 2016

La soledad compañera de la vida



La soledad está en nuestras vidas, pero hay que saber amarla. Nos llevará al encuentro con Dios que llenará nuestras vidas porque El es todo amor.

La soledad es un sentimiento que nos llena el alma de un silencio frío y oscuro si no la sabemos encauzar. Hay rostros surcados de arrugas, de piel marchita, de labios sin frescura, de ojos empequeñecidos, turbios y apagados que nos hablan por si solos de la soledad. Si sus voces nos llegaran nos dirían de su cansancio, de su miedo, pero sobre todo de su soledad....

Pero no hace falta que seamos ancianos para que en la vida nos acompañe la soledad.

La soledad del sacerdote, aún los más jóvenes, con sus votos de obediencia, pobreza y castidad, pero a veces es más dura la soledad de su propio corazón, que aunque ayudado por la Gracia de Dios no deja de ser humano. Tienen que consolar a los seres que llegan hasta ellos con sus penas, con sus problemas pero su corazón no puede aferrarse a ninguna criatura de la tierra y a veces se sienten solos, muy solos, tan solo acompañados de una gran soledad

La soledad en la adolescencia, duele profundamente por nueva, por incomprensible...Los padres se están divorciando, se quiere a los dos, se necesita a los dos, pero para ellos parece que no existe ese ser que no acaba de comprender y que está muy solo. Ellos tienen sus pleitos, su mal humor. La mamá siempre llorando, el papá alzando la voz... para él nada... tal vez sientan hasta que haya nacido. Si se divorcian será un problema ¿Qué será de él?¡Qué gran soledad, qué amarga soledad!

Las monjas misioneras, los misioneros, lejos de sus seres queridos y en tierras extrañas.

Y la soledad en algunos matrimonios, esa soledad que ahoga, que asfixia...que como dice el poeta: "es más grande la soledad de dos en compañía". El hombre de grandes negocios, empresario importante, magnate en la sociedad que parece que lo tiene todo pero que en el fondo vive una gran soledad.

La soledad de las grandes luminarias siempre rodeadas de personas y siempre solas... Las esposas de los pilotos, de los marinos, de los médicos, saben de una gran soledad y ellos a su vez, en medio del cumplimiento del deber, también están solos. La soledad de las personas que han perdido al compañero o compañera de su vida, ese quedarse como partido en dos porque falta la otra mitad, ese no saber cómo vivir esas horas, ahora tan vacías, tan tristes, tan solas...

Si no convertimos esa soledad en compañía para otros seres quizá, más solos aún que nosotros mismos, si no llenamos ese vacío y esas horas con el fuego de nuestro amor para los que nos rodean y nos necesitan, esa soledad acabará por aniquilarnos, ahogándonos en el pozo de las más profunda depresión.

En realidad todos los seres humanos estamos solos. La soledad está en nuestras vidas pero hay que saber amarla. Si le tenemos miedo, si no la amamos y no aprendemos a vivir con ella, ella nos destruirá. Si le sabemos dar su verdadero sentido, ella nos enriquecerá y será la compañera perfecta para nuestro espíritu. Con ella podremos entrar en nuestra alma, con ella podremos hablar con nuestros más íntimos sentimientos.

Ella nos ayudará, ella, la soledad bien amada y deseada a veces, nos llevará al encuentro de nuestra propia identidad y luego al mejor conocimiento de Dios, que llenará nuestras vidas porque El es todo amor.
Por: Ma Esther De Ariño