"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

viernes, 11 de marzo de 2016

Mirad el árbol de la cruz



Antes de nada, tengamos unas oraciones por las Víctimas del Terrorismo y por sus familiares, gracias.

Somos invitados a mirar fijamente la Cruz del Señor, y a adorarlo no como signo de tortura o derrota, sino como el camino de reconciliación con Dios.

Seguimos en  nuestro camino de Cuaresma y aunque todavía nos faltan dos semanas para el Viernes Santo, meditemos este viernes un poco sobre este día. De todos los días del año, el Viernes Santo destaca por su densidad espiritual, profundidad y silencio. Definitivamente, no es un día como cualquiera. No lo es debido a lo que se celebra y recuerda. Es el día en que recordamos y celebramos la Pasión y Muerte del Señor Jesús. La muerte de Dios hecho hombre por nosotros. Aparece con fuerza el símbolo que nos identifica como cristianos: la Cruz.
Pero no se trata de acordarnos de la Cruz sólo ese día, ya que ésta es una realidad que forma parte de la vida de la Iglesia y de nosotros, sus hijos.
Volviendo a la celebración del Viernes Santo, la Iglesia lo vive con una liturgia simbólica y llena de significado: el oficio de la Pasión donde se realiza la adoración de la Cruz; el Vía Crucis, donde acompañamos y meditamos en todo el camino que Jesús hizo hasta morir en el Calvario; distintas procesiones como la Dolorosa o de la Cruz.
En el Oficio de la Pasión, al descubrir el Crucifijo que será adorado con cantos y oraciones, el sacerdote repite una hermosa antífona: “Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. ¡Venid a adorarlo!”.
En esas palabras somos invitados a mirar fijamente la Cruz del Señor, y a adorarlo no como signo de tortura o derrota, sino como el camino de reconciliación con Dios, de manifestación del amor hasta el extremo. La Cruz no es un palo clavado al piso únicamente, más bien, es el árbol que da fruto, verdadero fruto de santidad para toda la humanidad, para los creyentes y los que aún no lo son. Nos recuerda al árbol que aparece en el Génesis, del que tanto Eva como Adán tomaron de su fruto y pecaron. El árbol en donde está clavado Jesús, hecho por mano humana, se convierte en instrumento de reconciliación divina, en madero de salvación.

Encontramos en aquel hermoso himno, algunos ecos bíblicos muy profundos. Por ejemplo, el profeta Isaías se refiere al Siervo Sufriente, quien "fue traspasado por nuestras rebeliones”, mientras que el evangelista Juan recuerda la profecía de Zacarías: “Mirarán al que traspasaron”. Como decía el Papa Benedicto XVI, estamos en un tiempo propicio “para aprender a permanecer con María y Juan, el discípulo predilecto, junto a Aquel que en la Cruz consuma el sacrificio de su vida para toda la humanidad”. Por tanto, tanto la Cuaresma como la Semana Santa es un momento importante para contemplar, acercarnos y unirnos a la Cruz y gloriosa Resurrección del Señor.
EN LA CRUZ SE MANIFIESTA EL AMOR DE DIOS
El Señor Jesús, crucificado en la Cruz, es la muestra de amor más grande que Dios ha podido tener con nosotros. Él vive plenamente lo que enseñó a sus discípulos: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos". Como nos dice nuestro Fundador: "el Gólgota es el centro de la Caridad, el lugar en que el Señor Jesús nos ama hasta el extremo y cumple con manifestarse como amigo, explicitando también una invalorable filiación y un camino de ternura hacia la Madre que constituyen medios maravillosos para vivir el proceso de amorización y ser transformados en amor hasta alcanzar la plena participación en la Comunión de Amor tras el día final del terrestre peregrinar”[4].
La cruz ya no es signo de tortura o de resignación, sino que teniendo a Cristo clavado en ella, se ha transformado en signo de reconciliación, de amor, de perdón. Al mirar y rezar a la cruz, tenemos la oportunidad de contemplar palpablemente el sacrificio del Señor por nosotros, y así, vivir según la nueva realidad que nos trajo: estar reconciliados con Dios.
El amor de Dios también se manifiesta en las palabras de Jesús a San Juan: "He ahí tu Madre”. Con ese acto de piedad filial del Señor, todos somos invitados a tener a María como Madre nuestra, que requiere de nosotros vivir intensamente el camino del amor filial a Ella. Desde la Cruz, desde el altar del Gólgota, Jesús da otro signo de su amor al hacer patente que su Madre es verdadera Madre de todos nosotros.
NO HAY CRISTIANISMO SIN CRUZ
La meditación en torno a la Cruz, además de hacernos pensar en el amor de Jesús, en el valor de la reconciliación y en el amor filial a María, entre muchos otros temas, nos lleva a comprometernos más en nuestra vida cristiana.
Muchas veces hemos escuchado la frase "No hay cristianismo sin cruz", y tal vez no hemos aún reflexionado lo suficiente, ya que siempre se puede ahondar más en el misterio del Señor y en el de nuestras propias vidas.
Al morir el Señor Jesús en la Cruz, nos dejó un camino espiritual a recorrer, no porque busquemos el dolor o el sufrimiento como si fuera un fin en sí mismo, sino porque Él siendo hombre plenamente –menos en el pecado-, sabía de las tentaciones, pecados personales y traiciones que los hombres cometen y sufren. Pero, sobre todo, Cristo conoce la intención de nuestros corazones, nuestro deseo de ser fieles, de ser santos y amar plenamente. Ante este dilema, San Pablo clamaba: "Aunque quiera hacer el bien, es el mal el que se me presenta"[6], pero termina su reflexión, tan existencial, reconociendo que en Jesús todo se resuelve: "¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!".
La cruz es parte de la vida de los cristianos, no como expresión de la desgracia, sino como un misterioso y paradójico camino de reconciliación. La dinámica del morir para vivir; del despojarse del hombre viejo que hay en mí y revestirme de Cristo; de la mayor alegría en el dar que en el recibir; el valor redentor del dolor humano, que puede ser ofrecido por los demás; el perdón de las ofensas; el amor a los enemigos son algunas de muchas expresiones de la dinámica de la cruciforme –con forma de cruz- de nuestra existencia terrena.
Así, el mirar a la Cruz nos debe recordar que “la vida es una eterna milicia”, y que tenemos un combate espiritual que no podemos descuidar o abandonar, por más que a veces podamos sentirnos cansados o agobiados por no avanzar como quisiéramos. El sendero de la cruz, el saber cargarla y morir en ella, es una enseñanza que incumbe a todos nosotros.
Al mirar el árbol de la Cruz, el madero en el que fue clavado Jesús, ya no vemos la muerte, ya no vemos una estaca inerte, sino que vemos y celebramos la gran victoria de Dios sobre la muerte y el pecado, victoria que ocurrió hace dos mil años, que ocurre cada día en la Eucaristía, y que también se da cuando nos esforzamos por responder a la gracia amorosa de Dios.
Por: Camino hacia Dios | Fuente: Movimiento de Vida Cristiana

jueves, 10 de marzo de 2016

¡No juzguéis...! ¿Y qué hago yo de la mañana a la noche?



Jesús Sacramentado ¿por qué tu Corazón nunca me ha juzgado tan severamente como yo acostumbro a juzgar a mis semejantes?
No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá a vosotros. ¿Cómo es que miras la brizna en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo?. ¿O cómo vas a decir a tu hermano: Deja que te saque esa brizna del ojo, teniendo la viga en el tuyo?. Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano. (Mateo 7, 1-5)

Señor, acabamos de leer tus palabras según el evangelista San Mateo. Con qué claridad nos está hablando el Maestro, con qué claridad nos llega tu mandato, Señor: ¡NO JUZGUÉIS!...

¿Y qué hago yo de la mañana a la noche? Juzgar, criticar, murmurar... voy de chisme en chisme sin detenerme a pensar que lo que traigo y llevo entre mis manos, mejor dicho en mi lengua, es la fama, la honestidad, el buen nombre de las personas que cruzan por mi camino, por mi vida. Y no solo eso, me erijo en juez de ellos y ellas sin compasión, sin caridad y como Tu bien dices, sin mirar un poco dentro de mí.

Señor, en este momento tengo la dicha inmensa e inmerecida de estar frente a Ti, Jesús, ¡qué pena tengo de ver esa viga que no está precisamente en mi ojo, sino en mi corazón...! ¿Por qué en este momento me siento tan pequeña, tan sin valor, con todas esas "cosas" que generalmente critico de los demás y que veo en mí son mayores y más graves?

Jesús Sacramentado ¿por qué tu Corazón nunca me ha juzgado tan severamente como yo acostumbro a juzgar a mis semejantes?
Solo hay una respuesta: ¡porque me amas!

Ahora mismo me estás mirando desde esa Sagrada Hostia con esos ojos de Dios y Hombre, con los mismos que todos los días miras a todos los hombres y mujeres, como miraste a María Magdalena, como miraste al ladrón que moría junto a ti y por esa mirada te robó el corazón para siempre... y así me estás mirando a mí esta mañana, en esta Capilla me estás hablando de corazón a corazón: "Ámame a mi y ama a los que te rodean, no juzgues a los que cruzan por tu camino, por tu vida... ámalos como me amas a mi, porque todos, sean como sean, son mis hijos, son mis criaturas y por ellos y por ti estuve un día muriendo en una Cruz... Te quiero a ti, los quiero a ellos, a TODOS...¡NO LOS JUZGUES!"

Señor, ¡ayúdame!

Arranca de mi corazón ese orgullo, esa soberbia, ese amor propio que no sabe pedir perdón y aún peor, ese sentimiento que me roe el alma y que no me deja perdonar... No perdones mis ofensas, mis desvíos, mi frialdad, mi alejamiento como yo perdono a los que me ofenden - así decimos en la oración que tu nos enseñaste, el Padrenuestro - a los que me dañan, a los que me lastiman, porque mi perdón suele ser un "perdón limitado", lleno de condiciones.... ¡Enséñame Señor, a dar ese perdón como es el tuyo: amplio, cálido, total, INFINITAMENTE TOTAL!

Hoy llegué a esta Capilla siendo la de siempre, con mi pereza, con mis rencillas muy mías y mis necedades, mi orgullo, mi intransigencia para los demás, sin paz, con mis labios apretados, sin sonrisa, como si el mundo estuviera contra mi...

Pero Tu me has mirado, Señor, desde ahí, desde esa humildad sin límites, desde esa espera eterna a los corazones que llegan arrepentidos de lo que somos... y he sabido y he sentido que me amas como nadie me puede amar y mi alma ha recobrado la paz.

Ya no soy la misma persona y de rodillas me voy a atrever a prometerte que quiero ser como esa custodia donde estás guardado y que donde quiera que vaya, en mi hogar, en mi trabajo, en la calle, donde esté, llevar esa Luz que he visto en tus ojos, en los míos, y mirar a todos y al mundo entero con ese amor con que miras Tu y perdonar como perdonas Tu....

¡Ayúdame, Señor, para que así sea!
Por: Ma Esther De Ariño

miércoles, 9 de marzo de 2016

¿Quién es Cristo para mi?



Miércoles cuarta semana de Cuaresma. La conversión cristiana pasa primero por la experiencia de Cristo.

La dimensión interior del hombre debe ser buscada insistentemente en nuestra vida. En esta reflexión veremos algunos de los efectos que debe tener esta dimensión interior en nosotros. No olvidemos que todo viene de un esfuerzo de conversión; todo nace de nuestro esfuerzo personal por convertir el alma a Dios, por dirigir la mente y el corazón a nuestro Señor.

¿Qué consecuencias tiene esta conversión en nosotros? En una catequesis el Papa hablaba de tres dimensiones que tiene que tener la conversión: la conversión a la verdad, la conversión a la santidad y la conversión a la reconciliación.

¿Qué significa convertirme a la verdad? Evidentemente que a la primera verdad a la que tengo que convertirme es a la verdad de mí mismo; es decir, ¿quién soy yo?, ¿para qué estoy en este mundo? Pero, al mismo tiempo, la conversión a la verdad es también una apertura a esa verdad que es Dios nuestro Señor, a la verdad de Cristo.

Convertirme a Cristo no es solamente convertirme a una ideología o a una doctrina; la conversión cristiana tiene que pasar primero por la experiencia de Cristo. A veces podemos hacer del cristianismo una teoría más o menos convincente de forma de vida, y entonces se escuchan expresiones como: “el concepto cristiano”, “la doctrina cristiana”, “el programa cristiano”, “la ideología cristiana”, como si eso fuese realmente lo más importante, y como si todo eso no estuviese al servicio de algo mucho más profundo, que es la experiencia que cada hombre y cada mujer tienen que hacer de Cristo.

Lo fundamental del cristianismo es la experiencia que el hombre y la mujer hacen de Jesucristo, el Hijo de Dios. ¿Qué experiencia tengo yo de Jesucristo? A lo mejor podría decir que ninguna, y qué tremendo sería que me supiese todo el catecismo pero que no tuviese experiencia de Jesucristo. Estrictamente hablando no existe una ideología cristiana, es como si dijésemos que existe una ideología de cada uno de nosotros. Existe la persona con sus ideas, pero no existe una ideología de una persona. Lo más que se puede hacer de cada uno de nosotros es una experiencia que, evidentemente como personas humanas, conlleva unas exigencias de tipo moral y humano que nacen de la experiencia. Si yo no parto de la reflexión sobre mi experiencia de una persona, es muy difícil que yo sea capaz de aplicar teorías sobre esa persona.

¿Es Cristo para mí una doctrina o es alguien vivo? ¿Es alguien vivo que me exige, o es simplemente una serie de preguntas de catecismo? La importancia que tiene para el hombre y la mujer la persona de Cristo no tiene límites. Cuando uno tuvo una experiencia con una persona, se da cuenta, de que constantemente se abren nuevos campos, nuevos terrenos que antes nadie había pisado, y cuando llega la muerte y dejamos de tener la experiencia cotidiana con esa persona, nos damos cuenta de que su presencia era lo que más llenaba mi vida.

Convertirme a Cristo significa hacer a Cristo alguien presente en mi existencia. Esa experiencia es algo muy importante, y tenemos que preguntarnos: ¿Está Cristo realmente presente en toda mi vida? ¿O Cristo está simplemente en algunas partes de mi vida? Cuando esto sucede, qué importante es que nos demos cuenta de que quizá yo no estoy siendo todo lo cristiano que debería ser. Convertirme a la verdad, convertirme a Cristo significa llevarle y hacerle presente en cada minuto.

Hay una segunda dimensión de esta conversión: la conversión a la santidad. Dice el Papa, “Toda la vida debe estar dedicada al perfeccionamiento espiritual. En Cuaresma, sin embargo, es más notable la exigencia de pasar de una situación de indiferencia y lejanía a una práctica religiosa más convencida; de una situación de mediocridad y tibieza a un fervor más sentido y profundo; de una manifestación tímida de la fe al testimonio abierto y valiente del propio credo.” ¡Qué interesante descripción del Santo Padre! En la primera frase habla a todos los cristianos, no a monjes ni a sacerdotes. ¿Soy realmente una persona que tiende hacia la perfección espiritual? ¿Cuál es mi intención hacia la visión cristiana de la virtud de la humildad, de la caridad, de la sencillez de corazón, o en la lucha contra la pereza y vanidad?

El Papa pinta unos trazos de lo que es un santo, dice: “El santo no es ni el indiferente, ni el lejano, ni el mediocre, ni el tibio, ni el tímido”. Si no eres lejano, mediocre, tímido, tibio, entonces tienes que ser santo. Elige: o eres esos adjetivos, o eres santo. Y no olvidemos que el santo es el hombre completo, la mujer completa; el hombre o la mujer que es convencido, profundo, abierto y valiente.

Evidentemente la dimensión fundamental es poner mi vida delante de Dios para ser convencido delante de Dios, para ser profundo delante de Dios, para ser abierto y valiente delante de Dios.

Podría ser que en mi vida este esfuerzo por la santidad no fuese un esfuerzo real, y esto sucede cuando queremos ser veleidosamente santos. Una persona veleidosa es aquella que tiene un grandísimo defecto de voluntad. El veleidoso es aquella persona que, queriendo el bien y viéndolo, no pone los medios. Veo el bien y me digo: ¡qué hermoso es ser santo!, pero como para ser santo hay que ser convencido, profundo, abierto y valiente, pues nos quedamos con los sueños, y como los sueños..., sueños son.

¿Realmente quiero ser santo, y por eso mi vida cristiana es una vida convencida, y por lo mismo procuro formarme para convencerme en mi formación cristiana a nivel moral, a nivel doctrinal? ¡Cuántas veces nuestra formación cristiana es una formación ciega, no formada, no convencida! ¿Nos damos cuenta de que muchos de los problemas que tenemos son por ignorancia? ¿Es mi cristianismo profundo, abierto y valiente en el testimonio?

Hay una tercera dimensión de esta conversión: la dimensión de la reconciliación. De aquí brota y se empapa la tercera conversión a la que nos invita la Cuaresma. El Papa dice que todos somos conscientes de la urgencia de esta invitación a considerar los acontecimientos dolorosos que está sufriendo la humanidad: “Reconciliarse con Dios es un compromiso que se impone a todos, porque constituye la condición necesaria para recuperar la serenidad personal, el gozo interior, el entendimiento fraterno con los demás y por consiguiente, la paz en la familia, en la sociedad y en el mundo. Queremos la paz, reconciliémonos con Dios”.

La primera injusticia que se comete no es la injusticia del hombre para con el hombre, sino la injusticia del hombre para con Dios. ¿Cuál es la primera injusticia que aparece en la Biblia? El pecado original. ¿Y del pecado de Adán y Eva qué pecado nace? El segundo pecado, el pecado de Caín contra Abel. Del pecado del hombre contra Dios nace el pecado del hombre contra el hombre. No existe ningún pecado del hombre contra el hombre que no provenga del pecado primero del hombre contra Dios. No hay ningún pecado de un hombre contra otro que no nazca de un corazón del cual Dios ya se ha ido hace tiempo. Si queremos transformar la sociedad, lo primero que tenemos que hacer es reconciliar nuestro corazón con Dios. Si queremos recristianizar al mundo, cambiar a la humanidad, lo primero que tenemos que hacer es transformar y recristianizar nuestro corazón. ¿Mis criterios son del Evangelio? ¿Mis comportamientos son del Evangelio? ¿Mi vida familiar, conyugal, social y apostólica se apega al Evangelio?
Ésta es la verdadera santidad, que sólo la consiguen las personas que realmente han hecho en su existencia la experiencia de Cristo. Personas que buscan y anhelan la experiencia de Cristo, y que no ponen excusas para no hacerla. No es excusa para no hacer la experiencia de Cristo el propio carácter, ni las propias obligaciones, ni la propia salud, porque si en estos aspectos de mi vida no sé hacer la experiencia de Cristo, no estoy siendo cristiano.

Cuaresma es convertirse a la verdad, a la santidad y a la reconciliación. En definitiva, Cuaresma es comprometerse. Convertirse es comprometerse con Cristo con mi santidad, con mi dimensión social de evangelización. ¿Tengo esto? ¿Lo quiero tener? ¿Pongo los medios para tenerlo? Si es así, estoy bien; si no es así, estoy mal. Porque una persona que se llame a sí misma cristiana y que no esté auténticamente comprometida con Cristo en su santidad para evangelizar, no es cristiana.

Reflexionen sobre esto, saquen compromisos y busquen ardientemente esa experiencia, esa santidad y ese compromiso apostólico; nunca digan no a Cristo en su vida, nunca se pongan a sí mismos por encima de lo que Cristo les pide, porque el día en que lo hagan, estarán siendo personas lejanas, indiferentes, tibias, mediocres, tímidas. En definitiva no estarán siendo seres humanos auténticos, porque no estarán siendo cristianos.
Por: P. Cipriano Sánchez LC

martes, 8 de marzo de 2016

Descubre dentro de tu corazón la mirada de Dios



Meditaciones para toda la Cuaresma
Martes cuarta semana de Cuaresma. No podemos regresar auténticamente a Dios si no es desde el corazón.

Es demasiado fácil dejar pasar el tiempo sin profundizar, sin volver al corazón. Pero cuando el tiempo pasa sobre nosotros sin profundizar en la propia vocación, sin descubrir y aceptar todas sus dimensiones, estamos quedándonos sin lo que realmente importa en la existencia: el corazón (entendido como nuestra facultad espiritual en la que se manejan todas las decisiones más importantes del hombre). El corazón es el encuentro del hombre consigo mismo.

“Volved a mí de todo corazón”. Son palabras de Dios en la Escritura. No podemos regresar auténticamente a Dios si no es desde el corazón, y tampoco podemos vivir si no es desde el corazón. Dios llama en el corazón, pero, en un mundo como el nuestro, en el cual tan fácilmente nos hemos olvidado de Dios, en un mundo sin corazón, a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, nos cuesta llegar al corazón. Dios llama al corazón del hombre, a su parte más interior, a ese yo, único e irrepetible; ahí me llama Dios.

Yo puedo estar viviendo con un corazón alejado, con un corazón distraído en el más pleno sentido de la palabra. Y cuánto nos cuesta volver. Cuánto nos cuesta ver en cada uno de los eventos que suceden la mano de Dios. Cuánto nos cuesta ver en cada uno de los momentos de nuestra existencia la presencia reclamadora de Dios para que yo vuelva al corazón. El camino de vuelta es una ley de vida, es la lógica por la que todos pasamos. Y mientras no aprendamos a volver a la dimensión interior de nosotros mismos, no estaremos siendo las personas auténticas que debemos de ser.

Podría ser que estuviésemos a gusto en el torbellino que es la sociedad y que nuestro corazón se derramase en la vida de apariencia que es la vida social. Pero es bueno examinarse de vez en cuando para ver si realmente ya he aprendido a medir y a pesar las cosas según su dimensión interior, o si todavía el peso de la existencia está en las conveniencias o en las sonrisas plásticas.

¿Pertenezco yo a ese mundo sin corazón? ¿Pertenezco yo a ese mundo que no sabe encontrarse consigo mismo? Dios llama al corazón para que yo vuelva, para que yo aprenda a descubrir la importancia, la trascendencia que tiene en mi existencia esa dimensión interior. Estamos terminando la Cuaresma, se nos ha ido un año más de las manos, recordemos que es una ocasión especial para que el hombre se encuentre consigo mismo.

Curiosamente la Cuaresma no es muy reciente en la historia de la Iglesia, los apóstoles no la hacían. La Cuaresma viene del inicio de la vida monacal en la Iglesia, cuando los monjes empiezan a darse cuenta de que hay que prepararse para la llegada de Cristo. Todavía hoy día hay congregaciones que tienen dos Cuaresmas. Los carmelitas tienen una en Adviento, cuarenta días antes de Navidad, y tienen cuarenta días antes de Pascua, de alguna manera significando que a través de la Cuaresma el espíritu humano busca encontrarse con su Señor. Las dos Cuaresmas terminan en un particular encuentro con el Señor: la primera en el Nacimiento, en la Natividad, en la Epifanía, como dicen estrictamente hablando los griegos; y la segunda, en la Resurrección. Si en la primera manifestación vemos a Cristo según la carne; en la segunda manifestación vemos a Cristo resucitado, glorioso, en su divinidad.

De alguna manera, lo que nos está indicando este camino cuaresmal es que el hombre que quiera encontrarse con Dios tiene que encontrarse primero consigo mismo. No tiene que tener miedo a romper las caretas con las que hábilmente ha ido maquillando su existencia. El hombre tiene que aprender a descubrir dentro de su corazón la mirada de Dios.

Para este retorno es necesario crear una serie de condiciones. La primera de todas es ese aprender a ensanchar el espacio de nuestro espíritu para que pueda obrar en nuestro corazón el Espíritu Santo. Ensanchar nuestro espíritu a veces nos puede dar miedo. Ensanchar el corazón para que Dios entre en él con toda tranquilidad, no significa otra cosa sino aprender a romper todos los muros que en nosotros no dejan entrar a Dios.

¿Realmente nuestro espíritu está ensanchado? ¿Mi vida de oración realmente es vida y es oración? ¿Realmente en la oración soy una persona que se esfuerza? ¿Consigo yo que mi oración sea un momento en el que Dios llena mi alma con su presencia o a veces con su ausencia? Dios puede llenar el corazón con su presencia y hacernos sentir que estamos en el noveno cielo; pero también puede llenarlo con su ausencia, aplicando purificación y exigencia a nuestro corazón.

Cuando Dios llega con su ausencia a mi corazón, cuando me deja totalmente desbaratado, ¿qué pasa?, ¿Ensancho el corazón o lo cierro? Cuando la ausencia de Dios en mi corazón es una constante —no me refiero a la ausencia que viene del sueño, de la distracción, de la pereza, de la inconstancia, sino a la auténtica ausencia de Dios: cuando el hombre no encuentra, no sabe por dónde está Dios en su alma, no sabe por dónde está llegando Dios, no lo ve, no lo siente, no lo palpa—, ¿abrimos el espíritu?, ¿Seguimos ensanchando el corazón sabiendo que ahí está Dios ausente, purificando mi alma? O cuando por el contrario, en la oración me encuentro lleno de gozo espiritual, ¿me quedo en el medio, en el instrumento, o aprendo a llegar a Dios?
Cuando nuestra vida es tribulación o es alegría, cuando nuestra vida es gozo o es pena, cuando nuestra vida está llena de problemas o es de lo más sencilla, ¿sé encontrar a Dios, sé seguirle la pista a ese Dios que va abriendo espacio en el corazón y por eso me preocupo de interiorizar en mi vida? Uno podría pensar: ¿Cuál es mi problema hoy? ¿Hasta qué punto en este problema —un hijo enfermo, una dificultad con mi pareja, algún problema de mi hijo—, he visto el plan de Dios sobre mi vida?

Tenemos que experimentar la gracia de esta convicción, hay que ensanchar el corazón abriéndolo totalmente a la acción transformadora del Señor. Sin embargo, nunca tenemos que olvidar, que contra esta acción transformadora de Dios nuestro Señor hay un enemigo: el pecado. El pecado que es lo contrario a la Santidad de Dios. Y para que nos demos cuenta de esta gravedad, San Pablo nos dice: “Dios mismo, a quien no conoció el pecado, lo hizo pecado por nosotros”. Pero, mientras no entremos en nuestro corazón, no nos daremos cuenta de lo grave que es el pecado.

Cuando yo miro un crucifijo, ¿me inquieta el hecho de que Cristo en la cruz ha sido hecho pecado por mí, de que la mayor consecuencia del pecado es Cristo en la cruz? ¿Me ha dicho Dios: quieres ver qué es el pecado? Mira a mi Hijo clavado en la Cruz.

Cuando uno piensa en el hambre en el mundo; o cuando uno piensa que en cada equis tiempo muere un niño en el mundo por falta de alimento y por otro lado estamos viendo la cantidad de alimento que se tira, preguntémonos: ¿No es un pecado contra la humanidad nuestro despilfarro? No el vivir bien, no el tener comodidades, sino la inconsciencia con la que manejamos los bienes materiales. ¿Nos damos cuenta de lo grave que es y lo culpable que podemos llegar a ser por la muerte de estos hermanos?

¿Me doy cuenta de que cada persona que no vive en gracia de Dios es un muerto moral? ¿No nos apuran la cantidad de muertos que caminan por las calles de nuestras ciudades? Tengo que preguntarme: ¿Me preocupa la condición moral de la gente que está a mi cargo? No es cuestión de meterse en la vida de los demás, pero sí preguntarme: ¿Soy justo a nivel justicia social? ¿Me permito todavía el crimen tan grave que es la crítica? ¿Me doy cuenta de que una crítica mía puede ser motivo de un gravísimo pecado de caridad por parte de otra persona?

Siempre que pensemos en el pecado, no olvidemos que la auténtica imagen, el auténtico rostro donde se condensa toda la justicia, todo desamor, todo odio, todo rencor, toda despreocupación por el hombre, es la cruz de nuestro Señor.

El abandono que Cristo quiere sufrir, el grito del Gólgota: “¿Por qué me has abandonado?” pone ante nuestros ojos la verdadera medida del pecado. En Cristo esta medida es evidente por la desmesurada inmensidad de su amor. El grito: “¿Por qué me has abandonado?” es la expresión definitiva de esta medida. El amor con el que me ha amado, el amor que ama hasta el fin. ¿He descubierto esto y lo he hecho motivo de vida; o sólo motivo de lágrimas el Viernes Santo? ¿Lo he hecho motivo de compromiso, o sólo motivo de reflexión de un encuentro con Cristo? ¿Mi vida en el amor de Dios se encierra en ese grito: ¿“Por qué me has abandonado”?, que es el amor que ama hasta el último despojamiento que puede tener un alma?

En esta Cuaresma es necesario volver al interior, descubrir la llamada de Dios a la entrega y al compromiso, volver a la propia vocación cristiana en todas sus dimensiones. Y para lograrlo es necesario abrir primero nuestro espíritu a Dios y comprender la gravedad del pecado: del pecado de omisión, de indiferencia, de superficialidad, de ligereza. Es ineludible volver a la dimensión interior de nuestro espíritu, en definitiva, no ir caminando por la vida sin darnos cuenta que en nosotros hay un corazón que está esperando ensancharse con el amor de Dios.
Por: P. Cipriano Sánchez LC