"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

martes, 26 de enero de 2016

¡Gracias, Jesús, por tu amistad!



Muchas veces nos sentimos siervos inútiles, y a pesar de ello, el Señor nos llama amigos, nos hace sus amigos.

Muchas veces no sentimos simplemente siervos inútiles, y es verdad (Cf. Lucas 17, 10). Y, a pesar de ello, el Señor nos llama amigos, nos hace sus amigos, nos da su amistad.

El Señor define la amistad de dos maneras:
 
  • No hay secretos entre amigos: Cristo nos dice todo lo que escucha al Padre; nos da su plena confianza y, con la confianza, también el conocimiento. Nos revela su rostro, su corazón. Nos muestra su ternura por nosotros, su amor apasionado que va hasta la locura de la cruz. Nos da su confianza, nos da el poder de hablar con su yo: «este es mi cuerpo…», «yo te absuelvo…». Nos confía su cuerpo, la Iglesia. Confía a nuestras débiles mentes, a nuestras débiles manos su verdad, el misterio del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; el misterio del Dios que «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Juan 3, 16). Nos ha hecho sus amigos y, nosotros, ¿cómo respondemos?
     
  • El segundo elemento con el que Jesús define la amistad es la comunión de las voluntades. «Idem velle – idem nolle», era también para los romanos la definición de la amistad. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Juan 15, 14). La amistad con Cristo coincide con lo que expresa la tercera petición del Padrenuestro: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». En la hora de Getsemaní, Jesús transformó nuestra voluntad humana rebelde en voluntad conformada y unida con la voluntad divina. Sufrió todo el drama de nuestra autonomía y, al llevar nuestra voluntad en las manos de Dios, nos da la verdadera libertad: «pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mateo 26, 39). En esta comunión de las voluntades tiene lugar nuestra redención: ser amigos de Jesús, convertirse en amigos de Dios. Cuanto más amamos a Jesús, más le conocemos, más crece nuestra auténtica libertad, la alegría de ser redimidos.

    ¡Gracias, Jesús, por tu amistad!


    Fragmento de la Homilía del cardenal Joseph Ratzinger en la misa por la elección del nuevo pontifice
Por: Cardenal Joseph Ratzinger

domingo, 24 de enero de 2016

La herencia... ¡del bien!



Después de que nos hayamos ido, ... solo importará y tendrá valor la herencia de la semilla del bien que dejamos en alguien y que estará germinando

Es frecuente que nos pongamos a pensar, si algo tenemos, en cómo serán repartidos esos bienes cuando dejemos este mundo.

Bien sabemos que nada nos vamos a llevar, aunque haya personas que lo deben de poner en duda por el empeño y la obsesión en acumular fortunas, objetos, joyas, propiedades, etcétera, pero... aunque no sea mayor cosa lo que poseemos siempre hay una inquietud sobre el destino de lo que hoy y ahora es nuestro.

Naturalmente que, como cosa normal, será el cónyuge o los hijos los que recibirán ese beneficio.

Y pensando en estas cosas es que hacemos testamento.

Hay personas que les da miedo hacerlo, pues les parece que es como rozar un poco la mano fría de la muerte, como un mal presagio, como soltar las ataduras de esos bienes y sentir que ya no son tan nuestros, ... en fin, conceptos totalmente equivocados, pues el tomar la decisión de hacer testamento es, bien podría decirse, una obligación para que a nuestra partida no dejemos enredos y disgustos.

Pero he aquí que pensando en esto se me viene a la mente...si habremos pensado también un poco en qué herencia y testamento espiritual les vamos a dejar a nuestros hijos, nietos, esposo o esposa y demás familiares y amigos que nos rodean.

¿Qué recuerdo les quedará?...¿Qué imagen les dejaremos, de manera indeleble de nuestra persona, de nuestro proceder ante la vida, de nuestra actuación ante los acontecimientos que nos tocó vivir en nuestro corto o largo camino junto a ellos?...

Me decía un persona muy querida, agobiada por el vacío y la ausencia que representaba haber perdido al compañero de su vida, en su reciente viudez: - "Me estoy muriendo por dentro pero he de darle a mis hijos y nietos el testimonio de mi fortaleza, el ejemplo de que se acatar la voluntad de Dios, con una sonrisa y con mucho ánimo"....¿No es esto estar haciendo testamento y de estar dejando una herencia más rica que todos los millones del mundo?

El amor a Dios, la honestidad, la rectitud, la conservación de las tradiciones, el ser responsable, transparente en la verdad, la educación, la fidelidad para los seres y las creencias, la fe, el saber perdonar y pedir perdón, la fortaleza en los momentos de prueba, en una palabra: el amor.

Y cuando la vida es difícil y cuando hay carencias, cuando hay penas, cuando hay enfermedad... ¿no es una gran herencia utilizar nuestra vida para poner algo de esa vida al servicio de quién lo necesita?

Qué huella tan diferente podemos dejar, al irnos, si hemos sido generosos, no solo en lo material sino en darnos, un desgastarse poco a poco para que los demás tengan mejor calidad de vida o por el contrario nos llegue la hora...sin habernos estrenado.

Como bien dice J.L. Martín Descalzo: - "Hay personas que se cuidan, se ahorran, se "conservan", van a llegar a la otra vida como un abrigo guardado en el ropero".

Y con esto de la herencia y el testamento pensamos que al correr del tiempo, mucho tiempo después de que nos hayamos ido, ... solo importará y tendrá valor la herencia de la semilla del bien que dejamos en alguien y que estará germinando, quizá sin que él o nosotros lo sepamos, pero que será la verdadera herencia y legado que dará constancia de HABER PASADO POR ESTE MUNDO
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Por: Ma. Esther De Ariño

sábado, 23 de enero de 2016

UN CORAZÓN A LA MEDIDA DE CRISTO



En definitiva, la educación de las emociones trata de fomentar en los hijos un corazón grande, capaz de amar de verdad a Dios y a los hombres, capaz de sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas.
 Una atmósfera de serenidad y exigencia contribuye como por ósmosis a dar confianza y estabilidad al complejo mundo de los sentimientos. 
Si los hijos se ven queridos incondicionalmente, si aprecian que obrar bien es motivo de alegría para sus padres, y que sus errores no llevan a que se les retire la confianza, si se les facilita la sinceridad y que manifiesten sus emociones… crecen con un clima interior habitual de orden y sosiego, donde predominan los sentimientos positivos (comprensión, alegría, confianza), mientras que lo que quita la paz (enfados, rabietas, envidias) se percibe como una invitación a acciones concretas como pedir perdón, perdonar, o tener algún gesto de cariño.
 
Hacen falta corazones enamorados de las cosas que valen realmente la pena; enamorados, sobre todo, de Dios . Nada ayuda más a que los afectos maduren que dejar el corazón en el Señor y en el cumplimiento de su voluntad: para eso, como enseñaba San Josemaría, hay que ponerle siete cerrojos, uno por cada pecado capital : porque en todo corazón hay afectos que son sólo para entregarlos a Dios, y la conciencia pierde la paz cuando los dirige a otras cosas.
 La verdadera pureza del alma pasa por cerrar las puertas a todo lo que implique dar a las criaturas o al propio yo lo que pertenece a Cristo; pasa por “asegurar” que la capacidad de amar y querer de la persona esté ajustada, no desarticulada. Por eso, la imagen de los siete cerrojos va más allá de la moderación de la concupiscencia, o de la preocupación excesiva por los bienes materiales: nos recuerda que es preciso luchar contra la vanidad, controlar la imaginación, purificar la memoria, moderar el apetito en las comidas, fomentar el trato amable con quienes nos irritan… La paradoja está en que, cuando se ponen “grilletes” al corazón, se aumenta su libertad de amar con todas sus fuerzas inalteradas.
 
La humanidad Santísima del Señor es el crisol en el que mejor se puede afinar el corazón y sus afectos. Enseñar a los hijos desde pequeños a tratar a Jesús y a su Madre con el mismo corazón y manifestaciones de cariño con que quieren a sus padres en la tierra favorece, en la medida de su edad, que descubran la verdadera grandeza de sus afectos y que el Señor se introduzca en sus almas. Un corazón que guarda su integridad para Dios, se posee entero y es capaz de donarse totalmente.
Desde esta perspectiva, el corazón se convierte en un símbolo de profunda riqueza antropológica: es el centro de la persona, el lugar en el que las potencias más íntimas y elevadas del hombre convergen, y donde la persona toma las energías para actuar. Un motor que debe ser educado –cuidado, moderado, afinado– para que encauce toda su potencia en la dirección justa. Para educar así, para poder amar y enseñar a amar con esa fuerza, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás. Con la correspondencia a la gracia y la lucha personal, el alma se va endiosando y poco a poco el corazón se vuelve magnánimo, capaz de dedicar sus mejores esfuerzos en la consecución de causas nobles y grandes, en la realización de lo que se percibe como la voluntad de Dios.

En algunos momentos, el hombre viejo tratará de hacerse con sus fueros perdidos; pero la madurez afectiva –una madurez que, en parte, es independiente de la edad– hace que el hombre mire más allá de sus pasiones para descubrir qué las ha desencadenado y cómo debe reaccionar ante esa realidad. Y siempre contará con el refugio que le ofrecen el Señor y su Madre. Acostúmbrate a poner tu pobre corazón en el Dulce e Inmaculado Corazón de María, para que te lo purifique de tanta escoria, y te lleve al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús.
J.M. Martín, J. Verdiá

¡Madre, danos tu mirada!



Tenemos necesidad de su mirada de ternura, de su mirada materna que nos conoce, de su mirada llena de compasión y cuidado.

Por: SS Francisco

Fragmento de la homilía del Papa Francisco en la Santa Misa en el Santuario de Nuestra Señora de Bonaria. 22 septiembre 2013

En (Cfr. Hc 1, 12-14) nos muestra a María en oración en el Cenáculo, junto a los Apóstoles, en espera de la efusión del Espíritu Santo (Cfr. Hc 1, 12-14). María reza, reza junto a la Comunidad de los Discípulos y nos enseña a tener plena confianza en Dios, en su misericordia. ¡La potencia de la Oración! No nos cansemos de llamar a la puerta de Dios. ¡Llevemos al corazón de Dios a través de María, toda nuestra vida, cada día!

Jesús nos confía a la custodia materna de su Madre, en cambio, en el Evangelio, acogemos sobre todo la última mirada de Jesús hacia su Madre. Desde la cruz, Jesús mira a su Madre y a ella le confía el Apóstol Juan, diciendo: "Éste es tu Hijo". En Juan estamos todos, también nosotros, y la mirada de Amor de Jesús nos confía a la custodia materna de su Madre. María habrá recordado otra mirada de Amor, cuando era una jovencita: la mirada de Dios Padre, que había mirado su humildad, su pequeñez. María nos enseña que Dios no nos abandona, puede hacer grandes cosas también con nuestra debilidad. ¡Tengamos confianza en Él! Llamemos a la puerta de su corazón.

Encontremos la mirada de María, porque allí está el reflejo de la mirada del Padre que la hace Madre de Dios, y la mirada del Hijo desde la cruz, que la hace Madre nuestra. Y con aquella mirada hoy María nos mira.

Tenemos necesidad de su mirada de ternura, de su mirada materna que nos conoce mejor que cualquier otro, de su mirada llena de compasión y de cuidado. María, hoy queremos decirte: ¡Madre, danos tu mirada! Tu mirada nos lleva a Dios, tu mirada es un don del Padre bueno, que nos espera en cada encrucijada de nuestro camino. Es un don de Jesucristo en la cruz, que carga sobre sí nuestros sufrimientos, nuestras fatigas, nuestros pecados. Y para encontrar este Padre, lleno de amor, hoy le decimos: ¡Madre, danos tu mirada! Lo decimos todos juntos: ¡Madre, danos tu mirada!

En el camino, muchas veces difícil, no estamos solos, somos tantos, somos un pueblo, y la mirada de la Virgen, nos ayuda a mirarnos entre nosotros de modo fraterno. ¡Mirémonos de un modo más fraterno! María nos enseña a tener esa mirada que busca acoger, acompañar, proteger. ¡Aprendamos a mirarnos, los unos a los otros, bajo la mirada materna de María! Hay personas que instintivamente no tenemos en cuenta, y que sin embargo tienen más necesidad: los más abandonados, los enfermos, aquellos que no tienen de qué vivir, aquellos que no conocen a Jesús, los jóvenes que están en dificultad, que no tienen trabajo. No tengamos miedo de salir y mirar a nuestros hermanos y hermanas con la mirada de la Virgen. Ella nos invita a ser verdaderos hermanos. Y no permitamos que alguna cosa o alguno se interponga entre nosotros y la mirada de la Virgen.

¡Madre, danos tu mirada! ¡Que ninguno nos esconda tu mirada! Nuestro corazón de hijos sepa defenderla de tantas palabras que prometen ilusiones; de aquellos que tienen una mirada ávida de vida fácil, de promesas que no se pueden cumplir. Que no nos roben la mirada de María, que está llena de ternura. Que nos da fuerza, que nos hace solidarios entre nosotros. Digamos todos: ¡Madre, danos tu mirada!

viernes, 22 de enero de 2016

Las espinas dan rosas

La vida es un rosal que produce espinas y rosas. Debo cuidarme de no clavarme las espinas, pero no siempre lo conseguiré.

El hábito de mirar el mejor lado de las cosas es una clave para ser feliz. Claro que hay sombras, pero también hay sol. Claro que hay problemas en la vida, pero también hay soluciones.

Todas las cosas tienen el lado bueno y el lado menos bueno. Algunos se empeñan en ver sólo el lado malo, y se amargan la existencia. Otros, en cambio, buscan en todas las cosas el lado bueno, y son felices. “Los tallos de rosa tienen espinas”, dicen los pesimistas. Pero los optimistas responden: "Las espinas producen rosas”.

La vida es un rosal que produce espinas y rosas. Debo cuidarme de no clavarme las espinas, pero no siempre lo conseguiré. Algunas espinas se me clavarán en el alma. Pero eso no me impedirá disfrutar de las maravillosas rosas que produce el rosal.

Una vez que perdemos el ánimo, perdemos un cierto número de días de nuestra vida. El que nos desanima, nos hace un daño total, y, si somos nosotros mismos, nos convertimos en nuestros peores enemigos.

Todo se puede remediar, mientras dura la vida. El ser más animoso de todos es Dios, que logra continuamente cambios de pecadores empedernidos en santos de altar. Él sabe que se puede; que hoy pueden estar las cosas negras, pero mañana pueden amanecer blancas. ¡Qué fácilmente nos damos por vencidos! Cada día más. El colmo del desaliento es la desesperación total, el darse un tiro en la sien, colgarse de una cuerda. Suicidarse, de la forma que sea, significa que no queda ni rastro de esperanza.

No todos llegan al suicidio, pero se pueden acercar peligrosamente. Y los problemas, ¿qué? Los problemas están ahí, pero yo estoy aquí, y no me dejo apabullar, porque sé que cada problema tiene por lo menos una solución. Sé que la actitud frente a un problema, la forma de reaccionar frente al mismo es mil veces más importante que el problema mismo. Hasta se podría decir: ¡Felicidades, tienes un problema!

Si puedo amar a Dios y a mis hermanos; si puedo realizar grandes cosas para mejorar el mundo; si puedo hacer felices a los demás y a mí mismo vale la pena vivir, aunque me clave alguna espina de dolor en el trayecto. Mas aún, las espinas pueden convertirse en rosas: Los sufrimientos de la vida, llevados por amor, se convierten en las rosas más bellas.

 Por: P. Mariano de Blas LC



jueves, 21 de enero de 2016

El altar, puerto de llegada y de partida




Es el lugar donde está el Cuerpo y la Sangre, es navío donde se transportan nuestras intenciones al corazón de Dios. 

¡El altar!...
Es el centro del templo. El templo es un pequeño cielo en la tierra, pero lo que en el templo hay de más celestial y divino, es el altar.


Es el polo más importante de la acción litúrgica por excelencia, la Eucaristía.



El altar es, una cosa excelsa, elevada, no sólo por el lugar elevado que ocupa, sino por las funciones que sobre él se celebran.



Es lecho donde reposa el Cuerpo entregado y la Sangre derramada.



Es atalaya desde donde se divisan los horizontes del mundo, ya que «cuando yo sea levantado de la tierra – dijo Cristo – atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).



Es navío por donde se transportan nuestras intenciones al corazón de Dios.



Es faro que ilumina todas las realidades existentes, sin excluir ninguna, en especial las humanas, porque «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado».



Es pupitre porque en él la Santa Trinidad escribe en nuestras almas las más sublimes palabras de vida eterna.



Es oasis en el que los cansados del camino renuevan las fuerzas: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11, 28).



Es base de lanzamiento de donde pasa la Víctima divina junto con nuestros sacrificios espirituales al altar del cielo.



Es ágora, punto de encuentro y de contacto de todos los hombres y mujeres que fueron, que son y que serán.



Es puerto de llegada y de partida.



Es mástil y torreta de navío desde donde debe mirarse el camino a recorrer para no errar el rumbo.



Es «fuente de la unidad de la Iglesia y de concordia entre hermanos».



Es cabina de comando desde donde deben tomarse las correctas decisiones para hacer siempre la Voluntad de Dios.



Es clarín que convoca a los que se violentan a sí mismos: «El Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo conquistan» (Mt 11, 12).



Es bandera desplegada porque abiertamente nos manifiesta todo lo que Dios nos ama y, con toda libertad, nos enseña cómo ser auténticamente libres.



Es ejército en orden de batalla, donde claudican las huestes enemigas.



Es regazo materno, seguro cobijo para el desamparado.



Es encrucijada de todas las lenguas, razas, pueblos, culturas, tiempos y geografías, y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad de toda creencia, porque «por todos murió Cristo» (2 Cor 5, 15).



Es antorcha porque la cruz «mantiene viva la espera … de la resurrección».



Es trampolín que nos lanza a la vida eterna.



Es hogar, horno, brasero, donde obra el Espíritu, «el fuego del altar» (Ap 8, 5).



Es mesa donde se sirve el banquete de los hijos de Dios, por eso se le pone encima mantel. Sobre él, se reitera el milagro de la Última Cena en el Cenáculo de Jerusalén. Se realiza la transubstanciación.



Es «símbolo de Cristo», que fue el sacerdote, la víctima y el altar de su propio sacrificio, como decían San Epifanio y San Cirilo de Alejandría.



Es el Altar vivo del Templo celestial. «El altar de la Santa Iglesia es el mismo Cristo». Es el propiciatorio del mundo. «El misterio del altar llega a su plenitud en Cristo». María está junto a Él.



Es imagen del Cuerpo místico, ya que «Cristo, Cabeza y Maestro, es altar verdadero, también sus miembros y discípulos son altares espirituales, en los que se ofrece a Dios el sacrificio de una vida santa». San Policarpo amonesta a las viudas porque «son el altar de Dios». «¿Qué es el altar de Dios, sino el espíritu de los que viven bien?… Con razón, entonces, el corazón (de los justos) es llamado altar de Dios», enseña San Gregorio Magno.



Es ara. Sobre todo, es ara. Sobre él se perpetúa, a través de los siglos y hasta el fin del mundo, de manera incruenta, el Único sacrificio de la cruz.


Por: P. Carlos M. Buela 

miércoles, 20 de enero de 2016

Dichosos los que saben vivir

Sembrando Esperanza I


Nuestra vida muchas veces va perdiendo el brillo. Vive de forma positiva todo lo que Dios permite y así serás una persona feliz y dichosa. 


Nuestra vida muchas veces va perdiendo el brillo. Los acontecimientos, las circunstancias, más que ayudarnos a crecer, en vez de ser oportunidades de maduración para nuestra persona, nos limitan, nos hacen sufrir y por lo tanto los rechazamos.

Toma la vida con filosofía, aprende de ella y sácale el jugo, exprime de forma positiva todo lo que Dios permite y así serás una persona feliz y dichosa.

DICHOSOS los que saben reírse de sí mismos, porque no terminarán nunca de divertirse.

DICHOSOS los que saben distinguir una montaña de una piedra, porque se evitarán muchos inconvenientes.

DICHOSOS los que saben descansar y dormir sin buscarse excusas: llegarán a ser sabios.

DICHOSOS los que saben escuchar y callar: aprenderán cosas nuevas.

DICHOSOS los que son suficientemente inteligentes como para no tomarse en serio: serán apreciados por sus vecinos.

DICHOSOS los que están atentos a las exigencias de los demás, sin sentirse indispensables: serán fuente de alegría.

DICHOSOS ustedes cuando sepan mirar seriamente a las cosas pequeñas y tranquilamente a las cosas importantes: llegarán lejos en esta vida.

DICHOSOS ustedes cuando sepan apreciar una sonrisa y olvidar un desaire: vuestro camino estará lleno de sol.

DICHOSOS ustedes cuando sepan interpretar con benevolencia las actitudes de los demás, aún contra las apariencias: serán tomados por ingenuos, pero es el precio justo de la caridad.

DICHOSOS los que piensan antes de actuar y rezan antes de pensar: evitarán muchas tonterías.

DICHOSOS ustedes sobre todo cuando sepan reconocer al Señor en todo los que se encuentran: habrán logrado la verdadera luz y sabiduría.

Con estos consejos, Santo Tomás Moro nos da algunas pautas de cómo vivir nuestro breve paso por esta tierra llevando un mensaje, unas actitudes y un modo de ser algo diferente de lo que hoy nuestra sociedad contemporánea nos ofrece.

Marca tú la diferencia, y enséñanos con tu ejemplo a vivir...


Por: P. Dennis Doren L.C.