"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

martes, 20 de enero de 2015

La virtud de la religión

La virtud de la religión tiene sus raíces en la sabiduría, en la humildad y en el amor.

La religión es la virtud moral que inclina al hombre a dar a Dios el respeto, el honor y el culto debidos como primer principio de la creación y gobierno de todas las cosas.


1. Raíces de la virtud de la religión

La virtud de la religión tiene sus raíces en la sabiduría, en la humildad y en el amor.

Por la sabiduría, el hombre conoce y “reconoce” a Dios como creador y señor del cosmos; por la humildad, acepta el lugar que le corresponde y considera su propio ser y todas las cosas del mundo como dones recibidos del amor de Dios; en consecuencia, entiende que debe corresponder con amor, lo que implica el reconocimiento de la suprema dignidad y excelencia de Dios (culto), y la entrega total a su servicio (devoción).

Por tener su raíz en la sabiduría, la imagen que el hombre se hace de Dios tiene una importancia capital para su vida religiosa, y todo error en este aspecto se traduce en una deformación práctica de la religión.

La humildad es necesaria para que el hombre mantenga viva su conciencia creatural, cuya pérdida lo conduciría a considerarse a sí mismo como “creador”, ser autónomo y dueño absoluto del mundo, negando radicalmente su esencial dimensión religiosa. Por otra parte, la humildad y, por tanto, la perfección de la persona, crece cuanto mejor se vive la virtud de la religión: «Por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante Él, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior» (S.Th., II-II, 81, 7c).

La respuesta adecuada al don de Dios surge del amor o, si se prefiere, de la justicia, a condición de que se entienda como la virtud que «consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le es debido» (Catecismo de la Iglesia Católica: CEC, 1807). Ahora bien, la relación con Dios no es de igualdad, sino asimétrica: es la relación de la criatura con el Creador, de quien ha recibido gratuitamente todo lo que es y tiene. En consecuencia, debe reconocer su señorío absoluto, y, ante la imposibilidad de corresponder según estricta justicia a sus dones, debe manifestar su agradecimiento, que implica la entrega total de sí mismo. La gratitud aparece así como la respuesta adecuada, el acto religioso más perfecto.


2. La religión y las virtudes teologales

Las virtudes teologales tienen como objeto directo a Dios creído, esperado y amado; por ellas, el hombre se une íntimamente a Dios, establece un contacto directo con Él. En cambio, el objeto propio de la virtud de la religión son los medios para dar gloria a Dios: los actos internos y externos de culto (cfr. S.Th., II-II, 81, 5c).

Esta proposición se enriquece si se considera la virtud de la religión en sentido amplio, es decir, como la relación del hombre con Dios, en la medida en que responde de la manera debida a la realidad del Dios santo, que se revela al hombre, y que viene a su encuentro aquí y ahora en la Iglesia y en sus sacramentos. En tal caso, se puede decir que la virtud de la religión comprende entre sus elementos más importantes la fe, la esperanza y la caridad, y después el culto (cfr. A. Günthör, 329).

En la vida moral de la persona cristiana, las virtudes teologales son el alma de la virtud de la religión. Su raíz ya no es meramente natural, sino sobrenatural: la fe, la esperanza y la caridad son, en el cristiano, la causa de los actos propios de la religión: «Las virtudes teologales pueden imperar a la virtud de la religión, cuyos actos se ordenan a Dios. He aquí por qué S. Agustín dice que a Dios se le da culto con la fe, la esperanza y la caridad» (S.Th., II-II, 81, 5). En efecto, el culto a Dios presupone que creemos en Dios, uno y trino, principio y fin de todas las cosas, que tenemos la esperanza de que Él acepta nuestros dones, y que nuestra voluntad está conformada a la suya por la caridad.

Por la fe, la ordenación del hombre a Dios (ordo hominis ad Deum), propia de la religión, es ahora ordo filiorum, in Christo, ad Patrem, per Spiritum Sanctum. La relación con Dios del hombre redimido es la relación de un hijo en el Hijo, con su Padre, lleno del amor del Espíritu Santo. La ruptura entre la criatura y el Creador ha sido cancelada por Cristo, al convertir al hombre en hijo de Dios y miembro de su Cuerpo Místico, haciéndolo partícipe, a la vez, de su función real, profética y sacerdotal, por medio del Bautismo.

Por último, conviene tener en cuenta que se da un influjo recíproco entre la religión y las virtudes teologales. Así, la devoción es causada por la caridad, pues por amor se dispone uno a servir con prontitud a Dios; pero también la caridad se nutre de la devoción, al igual que toda amistad se conserva y crece por el intercambio de muestras de afecto y por la meditación (cfr. S.Th., II-II, 82, 2, ad 2).


3. La función ordenadora y unificadora de la religión

Aunque la virtud de la religión tiene unos actos específicos, abarca en realidad la entera vida de la persona, pues todas las acciones, por el hecho de ser realizadas para la gloria de Dios, pertenecen a esta virtud, en cuando son imperadas por ella. Por esta razón, puede decirse que religión y santidad se identifican (cfr. S.Th., II-II, 81, 8), y que la religión tiene la preeminencia entre todas las virtudes morales (cfr. S.Th., II-II, 81, 6).

La virtud de la religión no puede ser considerada, por tanto, como una virtud más entre otras, pues debe animar y configurar toda la vida del cristiano: «Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Co 10, 31; cfr. Col 3, 17). Mientras la caridad convierte la vida moral en amorosa donación a Dios, la virtud de la religión le confiere el carácter cultual, la convierte en culto a Dios.

El cristiano, que participa de la función sacerdotal de Cristo, ofrece toda su vida como ofrenda viva, santa, agradable a Dios: éste es su culto espiritual (cfr. Rm 12,1). Refiriéndose especialmente a los laicos, afirma el Concilio Vaticano II: «Todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 P 2,5)» (Lumen Gentium, 34).

La religión desempeña, en consecuencia, una importante función arquitectónica en la vida de la persona: dirige todos los aspectos de su actividad a la gloria de Dios, y no a la búsqueda desordenada de la propia excelencia; la mueve a vivir las exigencias de la justicia como glorificación de Dios, constituyendo así la garantía más fundamental de la justicia en la sociedad; y ordena su relación con el mundo, a fin de que toda la creación glorifique a Dios a través del hombre.

La virtud de la religión asegura, de este modo, la unión de culto y moralidad. El verdadero culto a Dios, que implica el deseo sincero de cumplir su voluntad, exige vivir todas las demás virtudes morales. Jesús fustiga la falta de amor, como contradictoria con el verdadero espíritu de adoración a Dios (cfr. Mt 12, 1-14), y hace propias las palabras de Oseas (6, 6), según las cuales vale más la misericordia que el sacrificio. En la predicación apostólica aparece con frecuencia la exigencia de unidad del culto a Dios y el cumplimiento de su voluntad en todos los campos de la vida: «La religión pura y sin mancha delante de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y preservarse de la corrupción de este siglo» (St 1,27).


4. Los actos específicos de la virtud de la religión

La dimensión fundamental de la virtud de la religión es la interior: «Dios es espíritu, y los que lo adoran han de adorarlo en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24). Esta dimensión interior consiste, sobre todo, en la oración (v), por la que el hombre adora, agradece, implora perdón y pide todo tipo de bienes a Dios, y en la devoción.

La devoción (de devovere, entregarse) consiste en la voluntad de entregarse plenamente al servicio de Dios. Se acrecienta por la meditación de la bondad de Dios y por el conocimiento propio. Cuando la persona considera el amor de Dios y todos sus beneficios, se enciende el amor hacia Él, y este amor es la causa de la devoción. «Nada nos induce tanto a amar a alguien como experimentar el amor que a nosotros nos tiene» (Contra gentes, IV, 54). El amor de Dios se hace especialmente visible en la Humanidad de Cristo. De ahí que la meditación de la vida de Cristo sea lo que más excite nuestra devoción (cfr. S.Th., II-II, 82, 3, ad 2). A la vez, la reflexión sobre los propios defectos y pecados, lleva a la persona a buscar la ayuda de Dios y su misericordia, evitando así la presunción, que impide someterse a Dios (cfr. S.Th., II-II, 82, 3c).

Pero la persona humana, por ser espíritu encarnado, debe manifestar su reverencia a Dios con actos exteriores: palabras, obras, gestos (culto), que, por una parte, expresan la entrega interior y, por otra, excitan o mueven a la mente a practicar los actos espirituales con los que se une a Dios, pues el alma necesita, para su unión con Dios, ser llevada como de la mano por las cosas sensibles (cfr. S.Th., II-II, 81, 7c).

El desprecio de la dimensión exterior de la religión en aras de la pureza espiritual manifiesta, casi siempre, el desconocimiento de la naturaleza humana, y suele apoyarse en concepciones antropológicas espiritualistas que, en el fondo, niegan la bondad de lo corporal, y tienen como consecuencia la destrucción misma de la religión. Pero a la vez, los actos externos de religión, si no están vivificados por su dimensión interna, son vacíos: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí» (Mt 15, 8).

Entre los actos exteriores de la religión, suelen señalarse los siguientes: la adoración, el sacrificio, el voto, las promesas (ver CEC, 2101-2103) y el juramento (ver CEC, 2150-2155).

El culto que el hombre tributa a Dios alcanza su plenitud en la Eucaristía. En ella, los cristianos, por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, pueden dar al Padre todo el honor y toda la gloria. El alma de este culto espiritual es el mismo Espíritu Santo. En ella se cumplen las palabras de Cristo: «Pero llega la hora, y es ésta, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).

El cristiano que participa en la Santa Misa –centro y raíz, fuente y culmen de toda la vida cristiana- participa sacramentalmente de la muerte y resurrección de Cristo; entrega su vida con Él; adora a Dios a través de Él; le da gracias, implora su perdón y le pide todo tipo de bienes, a través de la oración de Cristo. A partir de ahí, toda su vida puede y debe convertirse en un culto espiritual a Dios.

Si la virtud de la religión, como hemos visto, exige una vida moral coherente, ésta solo puede darse plenamente si la persona enraíza toda su vida en la Eucaristía. En efecto, en ella, como afirma Benedicto XVI, «fe, culto y ethos se compenetran recíprocamente como una sola realidad, que se configura en el encuentro con el agapé de Dios. Así, la contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece. En el “culto” mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros» (Deus Caritas est, 14).


5. Pecados contra la virtud de la religión 

Uno de los problemas más graves de nuestra época es el ateísmo, que rechaza la existencia de Dios, apoyándose frecuentemente en una falsa concepción de la autonomía humana, y que adopta formas diversas, como el materialismo práctico o el humanismo ateo. Está muy extendido también el agnosticismo, que, aunque no niega o no se pronuncia sobre la existencia de Dios, equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico (cfr. CCE, 2123-2128).

En el ámbito de la vida pública, el ateísmo y el agnosticismo se manifiestan en el laicismo, entendido como la voluntad de prescindir de Dios en la ordenación de la vida cultural, social y política, y en la pretensión de construir una sociedad sin referencias religiosas, exclusivamente terrena, sin culto a Dios ni aspiración trascendente alguna, fundada únicamente en los recursos materiales y orientada casi exclusivamente al goce de los bienes de la tierra.

Otros pecados contra la virtud de la religión son: la superstición, desviación del culto debido al Dios verdadero, que se expresa también bajo las formas de adivinación, magia, brujería y espiritismo; la irreligión, que se manifiesta en tentar a Dios con palabras o hechos; el sacrilegio, que profana a las personas y las cosas sagradas, sobre todo la Eucaristía; la simonía, que intenta comprar o vender realidades espirituales; la blasfemia, que consiste en injuriar a Dios, la Virgen o los santos; y la idolatría, que diviniza a un ser creado, el poder, el dinero, e incluso al demonio (cfr. CCE, 2110-2122).


Bibliografía

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 2095-2132; 2142-2188.
S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, qq. 80-100.
E. AMANN, Religion (vertu), en DTC 141, 2306-12.
A. GÜNTHÖR, Chiamata e risposta. Una nuova teologia morale, II, Paoline, Cinisello Balsamo (Milano) 51988, 321-525.
O. LOTTIN, L’âme du Culte, la vertu de la Religion, Lovaina 1920; ÍD., La définition classique de la vertu de la religion, «Ephemerides theologicae lovanienses» 24 (1948) 


Por: Tomás Trigo | Fuente: www.unav.es

lunes, 19 de enero de 2015

Una vida hacia Dios

¿No podríamos avanzar con menos dificultades? ¿No habría un modo de hacer más fácil el esfuerzo de cada día?

Nacemos porque Dios nos ama. Vivimos porque nos acompaña y alienta. Avanzamos cada día hacia un encuentro magnífico, para siempre, con Él en el cielo.
El camino no resulta fácil. Hay momentos de cansancio y de oscuridad. Hay tentaciones y caídas. Hay rebeldías y deseos de placer malsano.
¿No podríamos avanzar con menos dificultades? ¿No habría un modo de hacer más fácil el esfuerzo de cada día?
Muchas dificultades vienen de fuera. Una crisis económica, un problema en familia, un accidente imprevisto, un conflicto en el trabajo. Otras, de uno mismo: esa pereza que retrasa mis decisiones, ese egoísmo que busca continuamente mi propio bienestar, esa avaricia que me lleva a gastar injustamente mi dinero.
Los momentos peores de la propia vida son aquellos en los que pequé. Son momentos en los que me olvidé de la meta, dejé a un lado el amor maravilloso de Dios, y preferí una cisterna vacía, agujereada, reseca (cf. Jer 2,13).
Tu Amor, sin embargo, se mantuvo encendido. Tu hijo sigue siendo hijo también cuando ha pecado. Por eso deseas cuanto antes volver a abrazarlo, celebrar una fiesta grande en los cielos porque se ha producido el regreso de quien antes se había alejado de tus manos.
La misericordia, lo sé, es la palabra clave para cualquier vida humana. Una misericordia respetuosa: no obligas a nadie a volver a casa. Una misericordia insistente: no descansarás mientras la oveja esté perdida. Una misericordia llena de ternura: como Padre deseas, cuanto antes, tenerme nuevamente contigo.
La vida es un camino hacia Ti. Más allá de las caídas y las lágrimas, tu mirada me acompaña. Desde la certeza de tu Amor, sigo adelante. Un día, así lo espero, y sé que Tú lo deseas ardientemente, llegaremos a encontrarnos, para siempre, en tu cielo...

Por: P. Fernando Pascual LC

domingo, 18 de enero de 2015

Tiempo para Dios

Desechemos la tibieza, el espíritu tacaño para todo lo concerniente a las cosas de Dios.

En nuestra vida tenemos muy bien programadas nuestras horas, nuestras semanas. Tiempo para trabajar, tiempo para el ejercicio, tiempo para tomar alimentos, de preferencia los que más nos gustan, tiempo para descansar o divertirnos, pero... ¿y el tiempo para Dios?.

No encontramos tiempo para Dios, para orar. Teniendo comunicación con Él que es quién precisamente nos da ese tiempo que repartimos en nuestro muy personal plan de vida.

Y llega el domingo... Si estamos en un lugar de descanso, de monte o de playa ¡qué difícil es programarnos para ir a misa! Si nos hemos quedado en la ciudad, ¡con qué mezquindad le damos a Dios la media hora de misa de los domingos!

Para ir al cine, al teatro o a un evento deportivo nos ponemos diligentes y contentos. Queremos llegar y llegamos antes de que empiece la función, buscamos el mejor lugar para poder ver y oír lo mejor posible, ¡no nos queremos perder ni un solo detalle!. Pero la misa, y eso que la entrada es gratis, no importa llegar cuando ya está empezada la ceremonia y no nos interesa ver o no ver lo que el celebrante hace o dice en el altar y nos quedamos en la entrada para que en el momento de que nos den la bendición nos podamos ir rápidamente, como el que termina un cometido fastidioso y poco grato.

Sabemos que la misa es el sacrificio incruento en que bajo las especies de pan y vino convertidas en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo ofrece el sacerdote al Eterno Padre. La misa es el acto esencial del culto católico por ser el milagro del misterio Pascual del Hijo de Dios. Como acto de culto a nuestro Creador es la adoración a la Divina Majestad, la acción de gracias por los beneficios recibidos, la reparación de nuestros pecados y de toda la humanidad, para oír su palabra y la petición de la mediación de Cristo

Por todos nosotros. Es poder estar en la Cena del Señor la noche del Jueves Santo en el espacio y en el tiempo. Es poder llegar con nuestro corazón hasta Dios y si lo recibimos, es alimentarnos de El y pedir que nos acompañe en el camino que estamos recorriendo aquí hasta el final de nuestros días.

Tarde o temprano ese día llegará y no queremos presentarnos a El con la frase tan conocida de "las manos vacías" sino con algo mucho peor: con el corazón vacío de amor.

No le hemos querido, no le hemos amado como El nos amó hasta dar la vida por nuestra salvación eterna. Vamos viviendo indiferentes a ese gran amor y no sabemos corresponder. Cuando estemos en su presencia ¡qué ansias de volver a empezar, qué ganas de tener todo el tiempo del mundo como ahora, otra vez, toda una vida para amarlo!.

Pensaremos, aunque ya demasiado tarde, en cómo desperdiciamos los minutos, las horas, los años en pequeñeces, en minucias que nos absorbieron, que nos quitaron todo nuestro tiempo para al pasar por una Iglesia entrar, dejando todos la preocupaciones afuera, y frente al Sagrario decirle a Cristo simplemente: -"Te amo y aquí estoy".

Pasamos la vida corriendo tras las cosas vanas y perecederas mientras que apenas tenemos unas migajas de oración para Dios y con la media hora escasa de los domingos en la Iglesia tenemos la conciencia tranquila porque ya cumplimos. ....

Cambiemos radicalmente la forma de vivir nuestra religión.

Seamos radicales en este cambio. Desechemos la tibieza, el espíritu tacaño para todo lo concerniente a las cosas de Dios y amémosle con generosidad, empezando por cumplir con el primer Mandamiento que es: Amar a Dios sobre todas las cosas.

¡Qué se nos note que lo amamos, para que en los ojos de Cristo encontremos, un día, el reconocimiento del encuentro con el amigo, al llegar a su presencia!.


Por: Ma Esther De Ariño

sábado, 17 de enero de 2015

¿Es verdad que no hay que tener miedo?

En medio de la oscuridad, en medio del desierto no temo, María, porque tú estás conmigo. 

Mamá. Es la primera palabra que aprenden los niños. Los niños crecen seguros cuando han logrado estrechar una relación con su madre. No importa que no la vean, saben que está ahí y por eso no tienen miedo.

¿Quién es esta Mujer? Juan Pablo II la invocaba: «totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt». Y la tenía en su escudo y en su corazón.

¿Quién es esta Mujer? Se le apareció a una niñita en una cueva y le dijo: «Yo soy la Inmaculada Concepción». ¿Quién es esta Mujer?

Miguel Ángel la esculpió en mármol de Carrara.

¿Quién es esta Mujer? París puso su nombre a su catedral.

¿Quién es esta Mujer? Éfeso le dio el título más grande que jamás ha recibido alguna mujer.

¿Quién es esta Mujer? En torno a Ella la Iglesia primitiva perseveraba unida en la oración.

¿Quién es esta Mujer? El ángel le dijo: «no temas».

Mujer, tú que escuchaste del ángel del Señor: «no temas», dinos: ¿es verdad? ¿Es verdad que no hay que tener miedo? Mira el mundo… Mira la Iglesia… Mira mi vida… Mira mi pecado… ¿Es verdad, Mujer? ¿Es verdad que no hemos de temer?

Dinos, Mujer, ¿qué le dijiste a san Juan Diego en el Tepeyac? ¿Qué le dijiste al joven Karol Wojtyla que después, siendo Papa, tantas veces nos repitió «no tengáis miedo»?

Respóndenos, Mujer, dinos algo… ¿quién eres?

No temas esta enfermedad, ni ninguna otra enfermedad, ni cosa difícil o aflictiva. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?.

Si es así, si eres mi Madre, si estás aquí… no temo, María. En medio de la oscuridad, en medio del desierto no temo, María, porque tú estás conmigo. Estoy a punto de comenzar una misión y no sé lo que me espera, pero no temo porque tú estás conmigo. En unos meses pueden pasar muchas cosas pero no temo porque tú estás conmigo.

Tengo una responsabilidad muy grande sobre mis hombros, no sé si puedo, pero no temo porque tú estás conmigo. Entonces, mi última palabra en la hora de mi muerte será la misma que la primera que pronuncié de niño… «Mamá».



Por: H. Javier Ayala

viernes, 16 de enero de 2015

Poder olvidar, don de Dios

¡Dejar el pasado totalmente enterrado! Y viviendo la alegría de los hijos de Dios que se saben perdonados, y acogidos.

Mientras miraba una pequeña herida que me hice hace pocos días en mi mano, observaba como el daño en mi piel iba hora a hora desapareciendo, borrándose. Las células de a poco se iban regenerando para dejar mi piel exactamente como era antes del corte. ¿Acaso alguien puede dudar de la existencia de Dios, al observar como se suelda un hueso quebrado, o se cicatriza una herida?. Los médicos, testigos cotidianos de tantos milagros de sanación, debieran ser los primeros evangelizadores, como lo fue San Lucas. ¿Qué extraña fuerza interior puede producir la recomposición de las fibras, la regeneración de lo lastimado, si no es Dios?.

Hoy, meditando con inmenso dolor en muchas cosas no muy buenas que he hecho en mi pasado, he pensado que el poder olvidar es también un Don de Dios, es el equivalente a la cicatrización de las heridas. Es una forma que El nos concede de sanarnos interiormente, para poder seguir viviendo pese a los golpes que sufrimos en el transcurso de los años. Cuando el dolor o la culpa nos arrasan el alma, castigando nuestra mente con recuerdos dolorosos, sentimos una conmoción interior, una necesidad de apretar los dientes, una sacudida que nos dice, nos grita, ¡qué me ha pasado, qué he hecho!. Cuando estas arremetidas del pasado asaltan mi alma, suelo gritarle al Señor en mi interior: ¡piedad, Hijo de David!. Una y otra vez, le pido piedad a Jesús. Siento que estoy a la vera del camino de la vieja Palestina, mientras mi Señor pasa junto a mí, y le grito otra vez, ¡piedad, Hijo de David!. Sé que el dolor es parte de la sanación, pero cuando el Señor nos ha perdonado los pecados en el Sacramento de la Confesión, ¡El si que los ha olvidado!.

Cómo nos cuesta entender y creer que Jesús realmente perdona y olvida nuestros pecados. Solemos confesar una y otra vez el mismo pecado cometido años atrás, demostrando falta de fe en nuestro Dios, que ya ha dado vuelta la página y nos ha lavado con el agua de Su Misericordia. Sin embargo, nosotros, seguimos volviendo a sentir esa espada que atraviesa nuestro corazón con ese recuerdo. Es en ese momento que debemos pedirle a Dios el Don de olvidar, de dejar atrás esa mancha oscura de nuestra alma, borrarla totalmente. Que hermoso es conocer gente que tiene ese Don, esa capacidad de levantarse pese a las más profundas caídas, y puede mirar una vez más el futuro con optimismo y esperanza. ¡Dejando el pasado totalmente enterrado detrás de sí!. Y viviendo la alegría de los hijos de Dios, que se saben perdonados, y acogidos nuevamente en los brazos amorosos de María, nuestra Madre Misericordiosa.

El Señor nos ha dado todo lo que somos, ha impregnado nuestra naturaleza humana de dones, herramientas que debemos llevar por la vida como sostén de nuestro cuerpo y alma. El poder olvidar, dar vuelta la página de las etapas más dolorosas de nuestra vida, es también una herramienta que El nos concede. El poder olvidar es abrir las puertas a la cicatrización de las heridas del pasado, aceptando con fe, esperanza y alegría el perdón de nuestro Buen Dios.

Jesús, como el Gran Médico de las almas, quiere que vivamos de cara al futuro, con esperanza, confiados en Su perdón, felices de tenerlo como Dios y Amigo. Sé que tienes dolores, que los recuerdos te asaltan como un ladrón en la noche, cuando menos los esperas. Que quisieras volver al pasado, y cambiar tu historia. No quisiste vivir tanto dolor, es demasiado fuerte para poder soportarlo. ¡Pero se ha ido!. Mira la luz, mira el día, mira a la Madre de Jesús que te invita a amarla, que te ofrece sus brazos amorosos para cobijarte, para tenerte allí, junto a Ella, como lo hizo Jesús. ¿Acaso no te ha perdonado tu Dios?. Da vuelta la página, ilumina tu rostro con una hermosa sonrisa, para que Jesús pueda mirarte, sonreír, y decirte:

¡Abrázame, dame tu amor, tu amistad, tu afecto, deseo tenerte en Mi, porque te quiero feliz de saber que te amo!


Por: Oscar Schmidt | Fuente: www.reinadelcielo.org

Las visitas a Cristo y a la Virgen

Ellos están ahí, cerca de tu puerta, con una sonrisa cada día, con amor cada hora, con las manos repletas de bendiciones para ti. 

Las visitas a la Santísima Virgen y a Jesucristo, realizadas con fe y fervor, infunden no pocos ánimos. En tu ciudad viven, a unos pasos de tu calle; no cuesta gran cosa visitarles un minuto, darles los buenos días, pedirles una misericordia para la jornada. Esas pequeñas visitas, esos pequeños momentos, robados a tu abultada agenda, inyectarán vigor a tu alma triste; ve a visitarles con más frecuencia, con más amor y menos prisa, que son los amigos de tu alma, los que ponen suavidad y eficacia en tus actividades febriles.

María Santísima y Jesús están ahí, cerca de tu puerta, con una sonrisa cada día, con amor cada hora, con las manos repletas de bendiciones para ti.

Jesús y María son dos antiguos amigos desaprovechados; siempre los tuviste, siempre los tendrás muy cerca de ti, a total disposición, con un amor que, si supieras... pero conocer es el arte que pocos aprenden; si conocieras quién es... suena a dulce reto.

Si el arte de vivir es amar y ser amado, ahí tienes dos amigos que siempre te han querido y a los que no has sabido amar.

Una breve visita, un corto detenerse, un pequeño gesto de cariño, un mirar y ser mirado, un alargar la mano y dar la diaria limosnita de amor.


Autor: P. Mariano de Blas LC

jueves, 15 de enero de 2015

¿Existe autoridad en educación?

La palabra autoridad ha adquirido para muchos un matiz negativo.


La palabra autoridad ha adquirido para muchos un matiz negativo. Su raíz la pone en contacto con el “autoritarismo”, que tanto daño ha producido y produce en muchos lugares del planeta.

¿Por qué es mal vista la palabra “autoridad”? Porque dos revoluciones, una teológica, con el protestantismo, y otra filosófica, a partir de Descartes, han buscado minar la importancia de la autoridad para luego promover perspectivas y pensamientos basados en la autonomía y la libertad de las personas.

En ese contexto, preguntar si existe autoridad en educación puede parecer paradójico. Porque si educación es algo positivo y necesario, y si autoridad es vista como algo negativo, parecería entonces que los dos términos se excluyen entre sí.

Además, durante décadas han surgido propuestas antiautoritarias en el ámbito pedagógico. Se habla de educar para la libertad, para la autonomía, para la espontaneidad, y se critican modelos escolásticos del pasado, supuestamente basados en el castigo, la imposición y la autoridad.

¿Es correcto plantear así las cosas? Si nos colocamos en una perspectiva abierta, dispuesta a observar serenamente el asunto, descubriremos un error de fondo en cierto antiautoritarismo educativo, y posibles caminos para unir, sanamente, autoridad y educación.

El error de fondo es sencillo: en la vida de cualquier ser humano ha habido, hay y habrá autoridades. Es decir, todo ser humano acoge, con mayor o menor espontaneidad, con mayor o menor convicción, ideas y pautas de comportamiento que otros le ofrecen.

Las relaciones humanas se basan en estructuras dinámicas en las que unos ocupan un papel de autoridad, y otros un papel de obediencia o acogida. La autoridad no se entiende sólo en clave de un poder de coerción, sino simplemente como cualquier competencia que permita ofrecer a otros aquello que necesitan, que les falta, que puede ser de utilidad.

Pretender construir un mundo sin autoridades es imposible. El esfuerzo de quienes buscan demoler toda forma de autoridad se basa, paradójicamente, en la pretensión de pensar que es mejor un mundo donde todos sean iguales; una pretensión que es destruye a sí misma, porque es vista como “superior” (autorizada) respecto de la postura de quienes piensen de otra manera...

Además, todo esfuerzo por destruir las autoridades (en la familia, en la escuela, en el lugar de trabajo, en un hospital, en un grupo religioso) lleva consigo una dosis extraña de autoritarismo, precisamente porque condena a quienes piensan de otra manera y busca imponerse sobre quienes sí aceptan la conveniencia de vivir con sanas relaciones de autoridad y dependencia.

La experiencia enseña que los seres humanos continuamente establecen relaciones desde un supuesto sencillo: unos saben más y otros menos. Los primeros, si tienen un corazón magnánimo y actitudes de servicio, se pondrán al servicio de los segundos, y verán su “superioridad” como un medio para ayudar a otros. Los segundos, buscarán continuamente a los primeros en las mil vicisitudes de la vida humana, desde la medicina hasta el modo mejor para cocer bien la pasta...

Lo anterior explica y funda la íntima conexión entre autoridad y educación. Porque un proceso educativo inicia allí donde alguien que ha adquirido ciertos conocimientos se pone al servicio de otro que carece de los mismos y necesita ayuda para avanzar hacia su posesión. En otras palabras, hay educación cuando una “autoridad” (el que sabe) ayuda a quien, como discente, desea aprender.

Por lo mismo, en educación ha habido, hay y habrá siempre autoridades. Desde luego, el modo de entenderlas resulta muy variado, y en no pocas ocasiones ha habido excesos y abusos que merecen ser condenados.

Pero el abuso de una dimensión humana no significa renunciar a tal dimensión. Frente a los abusos, hay que aplicar medidas correctivas, desde “autoridades” sanas que promuevan un buen uso del principio de autoridad en sus ámbitos naturales, especialmente en uno de los más importantes: el de la educación.

Autor: Fernando Pascual, L.C. | Fuente: Actualidad y Análisis

El orgullo de estar bautizados

El Espíritu Santo desciende sobre el alma del bautizado y la engalana con todos sus dones y queda en ella.

El domingo pasado celebramos el Bautismo del Señor, y debemos pensar en nuestro propio bautizo.
Hay dos acontecimientos extraordinarios en la vida del hombre.

El acontecimiento natural de nacer y el sobrenatural de hacernos hijos de Dios y pertenecer al Cuerpo Místico de Cristo y a la Iglesia Católica por el Bautismo. Todos los seres humanos somos hijos de Dios y por todos Cristo murió en la Cruz, pero el estar dentro de la Iglesia Católica es un verdadero tesoro. Los católicos debemos estar muy orgullosos de ser bautizados.

Fue el primer Sacramento que instituyó Jesucristo
Jesús fue bautizado por San Juan.
Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que venía de los cielos decía: "Este es mi Hijo amado, en quién me complazco" (Mt 3,16-17). Y Juan el apóstol (Jn 3,22-30) nos dice: "Jesús fue con sus discípulos a Judea y permaneció allí con ellos, bautizando" y esto fue también lo que les encomendó a sus apóstoles que hicieran."

El Bautismo es el Sacramento que nos inicia en la vida de la gracia. El Espíritu Santo desciende sobre el alma del bautizado y la engalana con todos sus dones y queda en ella, para siempre, una señal indeleble. Es por ello que estar bautizados nos confiere una Gracia muy especial.
Por eso no nos cansaremos de repetir que los católicos debemos de estar profundamente orgullosos de haber sido bautizados. Es un deber documentarnos bien sobre este Sacramento.

Generalmente somos bautizados siendo muy pequeños, casi recién nacidos. Los padres y padrinos, en nuestro nombre, dado que nosotros no lo podemos hacer, renuncian a Satanás y a todo aquello que nos impida estar en Gracia de Dios y a ser fieles a nuestra Fe. Esas promesas que hacen sustituyéndonos, serán reafirmadas y renovadas por nosotros -en plena conciencia-, en el Sacramento de la Confirmación y no se deben romper ni olvidar jamás.

Así como sentimos un legítimo orgullo al decir que somos hijos de nuestros padres y nos sentimos orgullosos de nuestra Patria y llevamos con arrogancia los apellidos de nuestros mayores, pues aún más el de ser hijos de Dios y pertenecer a la Iglesia católica.

Cristo quiso darnos el ejemplo y fue bautizado por San Juan ¿qué falta le hacía a Él si era el mismo Dios? Pero sí como hombre, y quiso entrar por la perfecta puerta que lleva al cielo.

Así como se abrieron los cielos para decir de Jesús "este es mi Hijo muy amado" así también se alegró  el cielo el día de nuetro bautizo, y Dios Padre dijo también "este es mi hijo muy amado" y recibimos al Espíritu Santo.
Qué hermoso sería que al final de nuestra vida, en el último suspiro de la separación de nuestra alma y nuestro cuerpo, en la hora de la muerte, podamos oír la voz del Padre que nos llama: "amados hijos".

Por todo esto, los padres deben reflexionar y desear y preocuparse por bautizar al niño o niña cuanto antes, no tiene sentido el esperar con el afán de hacer un gran festejo...es un Sacramento de una importancia enorme y profunda, debe hacerse con sencillez y mucha alegría.
Ojalá que las familias católicas no pospongamos ese acto transcendental y maravilloso de convertir a nuestros hijos en hijos de Dios enseguida de que nazcan. Preparemos nuestra mente y nuestro corazón para saber y conocer a fondo que es, el Sacramento del Bautismo y cuántas Gracias recibirá nuestro hijo o hija.

Demos un verdadero testimonio de fe de amor a ellos, y de verdaderos creyentes llevando con presteza e ilusión a bautizar a nuestros niños y preparemos una reunión familiar con sencillez y alegría olvidándonos de hacer un gran "fiestón"... y después de este importante acto seamos congruentes con los que hicimos y prometimos.

Enseñemos a nuestros hijos, desde chiquitines, a amar a Dios, formarlos en la Fe y que vayan por la vida siguiendo los pasos de Cristo ,para que siempre sintamos la felicidad y el legítimo orgullo de haber sido bautizados y por ello, ser hijos de Dios y herederos del Cielo.


Por: María Esther de Ariño

miércoles, 14 de enero de 2015

Dios Padre escogió la pobreza para su Hijo

El pobre de espíritu es aquel que no pone su esperanza en las riquezas de este mundo sino en Dios. 


Es desconcertante y avasallador, -casi supera nuestra capacidad de sorpresa-, contemplar a Dios hecho Niño, acompañado de María y de José, rodeado de unos animales y metido en una cueva excavada en la montaña, en una noche fría de invierno. El que hizo el universo, el que abrió los labios y fue obedeciendo en todo, el que dio a los demás la existencia, el que pudo escoger su forma de nacimiento, ahí está pobre, rodeado de pobreza, gozoso en la pobreza de sus padres.

Esta decisión de Dios de escoger la pobreza pone en jaque la manera de pensar y especialmente de vivir de muchos hombres hoy en día. Es de suponer que Dios, sabiduría infinita, siempre escoge lo mejor. Al escoger la pobreza margina la riqueza. Más tarde Cristo iba a explicar esta opción cuando puso como primera bienaventuranza la pobreza de espíritu: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3).

La pobreza que exigió Cristo a sus seguidores no se refería a una condición socio-económica, sino a una actitud religiosa. El “pobre de espíritu” es aquel que no pone su esperanza en las riquezas de este mundo sino en Dios. No hay duda de que las riquezas pueden atar el corazón humano y bloquearle de tal manera que ya no busca la dicha en Dios sino en las cosas. El hombre se enamora de las creaturas y se olvida del Creador. También cierra su corazón a las necesidades de los demás.

En este mundo donde el hombre lucha por poseer más y más, por acumular más y más, por tener más y más, siguiendo los instintos de su avaricia y ambición; en este mundo en que los hombres sólo se preocupan por almacenar sus bienes sin compartirlos; en este mundo en donde el pobre no es tenido en cuenta, Belén es un signo y una profecía para todos nosotros. Signo en cuanto que nos descubre que la pobreza, desde el punto de vista divino, es riqueza, es salvación, es bendición; y profecía en cuanto que nos abre a la verdad de la pobreza como senda de felicidad y de realización personal.


Autor: P. Fintan Kelly

martes, 13 de enero de 2015

Ha llegado una petición

Ha llegado una petición a las puertas de mi vida. Soy libre de dar una respuesta. Si amo, no podré cerrar nuevamente la mano.


Ha llegado una petición a la puerta de mi vida. Dar una mano, arreglar una computadora, acompañar en un paseo, ir a visitar a un amigo común, dialogar un rato sobre Dios.

La petición entra en mi vida. Tengo un programa lleno. Mis planes, mis deseos, han invadido los espacios de la agenda. Hay tanto que hacer. La lista de correos pendientes se alarga. Además, uno quiere ver aquel vídeo, escuchar esa música, poner mensajes en Facebook...

Una petición ha llegado. Puedo responder, como tantas veces, que no tengo tiempo. Me cierro en mis seguridades. Prefiero mis proyectos. Además, ¿no hay otros capaces de atender esa petición?

En mi corazón, sin embargo, algo cambia. Si tantas veces he dicho “no”, ¿por qué no dar un "sí"? Es cierto: dar un sí me obligará a ajustar mis planes, quitará tiempo a otros asuntos.

Hasta ahora he pensado en mí: lo que me costaría atender la petición, lo que perdería, lo que ganaría (hay peticiones que atiendo con gusto porque luego lograré una contrapartida...). ¿Y el otro?

La perspectiva cambia completamente cuando acojo la petición desde el otro lado. Alguien está ahí, a la puerta de mi vida. Espera que le dé tiempo, cariño, atenciones, respuestas, ayudas concretas (técnicas o materiales).

Ese alguien, lo sabemos por el Evangelio, es en cierto modo Cristo mismo. "A mí me lo hicisteis" (cf. Mt 25,40). Con humildad, con respeto, confía en que le dé una respuesta positiva, un gesto de ayuda en algo muy concreto.

Ha llegado una petición a las puertas de mi vida. Soy libre de dar una respuesta. Si amo, no podré cerrar nuevamente la mano. Ante mí unos ojos esperan palabras y gestos de afecto, de solidaridad, de amor sincero...

Autor: P. Fernando Pascual | Fuente: Corazones.org


lunes, 12 de enero de 2015

¿Qué gano si me porto bien?

Existe un Dios que no es indiferente a la vida de sus hijos 

“¿Y qué gano si me porto bien?” Cuando un adolescente o un joven pregunta esto, quiere que le demos un motivo para portarse bien, para vivir éticamente, para ver si realmente vale la pena no seguir sus gustos sino lo que le dicen (o ya sabe) que es correcto.

Cuando es un adulto quien hace esta pregunta, quizá lo hace porque los golpes de la vida le llevan a pensar que actuar honestamente no siempre produce felicidad. Incluso, porque cree que los malos, con su aparente victoria y su sonrisa de triunfo, muestran que es posible ser felices en medio del vicio y la injusticia.

Necesitamos demostrar que no hay verdadera felicidad sin vivir éticamente. Lo cual implica tres cosas. Primero, tener una idea clara de lo que es la felicidad. Segundo, comprender bien lo que es la ética. Y tercero, ver que el único camino para ser felices es vivir éticamente.

¿Qué es la felicidad? Alguno podría pensar que la felicidad coincide con satisfacer cualquier deseo de las personas, o con vivir según las opiniones que están de moda. Entonces sería feliz el que realiza sus sueños de pirómano, o el que abusa de los pobres a través de la usura, o los que simplemente se contentan con escuchar mil veces la música de moda sin molestar a nadie y sin dejar que nadie les moleste.

Intuimos que esta respuesta es muy insuficiente, pues si identificamos la felicidad con seguir cualquier deseo, cualquier capricho, millones de personas que no logran lo que anhelan serán infelices. A la vez, serían felices quienes llevan a cabo fechorías sin nombre, como los criminales o los terroristas que “gozan” y aplauden cada vez que consiguen matar a víctimas inocentes.

La felicidad tiene que ser algo mucho más profundo y más noble. Según pensadores como Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás, la felicidad sería el resultado de alcanzar la plenitud humana. Es decir, consistiría en vivir de acuerdo con lo que significa nuestra naturaleza vista no de modo parcial (caprichos, ocurrencias), sino de modo integral: con nuestra alma y con nuestro cuerpo, con nuestras aspiraciones personales y con nuestra condición de hombres que viven en sociedad y abiertos a lo eterno.

Estos grandes pensadores griegos y cristianos reconocieron que el hombre es sensible y espiritual, “solitario” y miembro de un grupo, temporal y eterno, necesitado de bienes materiales y capaz de prescindir de los mismos por motivos superiores. Su felicidad sólo es posible si alcanza su plenitud en todos esos campos.

Definir así la felicidad no evita, sin embargo, un serio problema: cualquier vida humana está continuamente sometida a imprevistos, en todos los niveles, personal y social, corporal y espiritual. ¿No era otro griego, Solón, quien afirmaba que no podemos llamar a nadie feliz mientras viva, sino sólo cuando haya cerrado la historia de su existencia terrena?

Este problema nos hace mirar más allá de la muerte, y preguntarnos por lo que pueda haber detrás de la frontera. De lo contrario, tendríamos que aceptar trágicamente que muchos hombres honestos han sufrido enormes desgracias, mientras muchos malhechores presumen de aparentes “alegrías”. Y que luego, unos y otros se pierden en la nada, como si no hubiese ningún juicio que pusiese las cosas en su sitio, como si no existiese ningún Dios que llene de gozo a los buenos y que “castigue” a los criminales irredentos.

No basta, desde luego, con suponer y “esperar” que exista otra vida para completar la idea de felicidad: sobre un punto tan importante hace falta la máxima certeza posible. La misma filosofía ha ofrecido buenos argumentos para mostrar que el hombre es un ser inmortal, que la muerte no absorbe a quienes llegan a la tumba. Argumentos, hay que reconocerlo, que no todos aceptan, pero eso no les priva de validez. También hay quienes piensan que la violencia puede ser usada cuando a uno le beneficia, y no por ello la idea contraria deja de ser verdadera y defendible desde un punto de vista simplemente racional.

Podríamos decir, como una primera conclusión, que la felicidad consiste en la plenitud integral del hombre. Una plenitud que le permite desarrollar armónicamente sus distintas dimensiones, sea como persona individual, sea como persona en sociedad, sea en el tiempo, sea en la eternidad. Cuando la plenitud se consigue, somos felices. En el cuerpo y en el alma, con los bienes materiales y con los amigos verdaderos, con las satisfacciones de una vida plena que pone orden a tendencias no siempre orientadas a lo bueno, y que acrecienta las potencialidades espirituales de quienes buscan lo noble, lo bello.

Lo anterior nos pone ya en camino para buscar una definición de lo que sea la ética. Si la felicidad consiste en lograr esa plenitud integral a la que todos estamos llamados, la ética no podrá ser un conjunto de normas, leyes o costumbres que nos aparten de ese objetivo, sino que tiene que orientarnos necesariamente a conseguir una meta tan valiosa.

Por desgracia, a lo largo de los últimos 300 años se han elaborado teorías sobre la ética que han dejado de lado un profundo y serio estudio sobre el hombre. En vez de reconocer las dimensiones fundamentales que componen la naturaleza humana, se han limitado a analizar deseos, sentimientos, estados psicológicos de las personas.

En este contexto, algunos han afirmado que es bueno aquello que nos llena de una satisfacción más o menos profunda, que es malo aquello que nos provoca inquietudes o sentimientos de fracaso. Si aceptásemo esto, habría que reconocer que hay tantas visiones éticas como ideas pasan por las cabezas y los corazones de millones de seres humanos que viven de modos muy distintos entre sí.

Otros autores, más que fijarse en el sujeto que actúa, han elaborado sus teorías éticas con la mirada puesta en la sociedad. Según estas teorías, son los demás, los otros, esa “mayoría” que aprueba o condena lo que hacemos, quienes imponen costumbres y normas, quienes dicen lo que es bueno o lo que es malo. Lo cual lleva a un sinfín de problemas, pues a lo largo de los siglos y a lo ancho del planeta, las normas han sido y son sumamente diferentes. Para los antiguos griegos y romanos era algo aceptable el eliminar a los niños defectuosos, el hacer esclavos a los vencidos, el ver a la mujer como alguien inferior y sometido. Para muchos modernos, el aborto es visto como un “derecho”, e incluso un deber, cuando se trata de evitar el nacimiento de hijos no deseados. Y los ejemplos se podrían multiplicar casi hasta el infinito.

Ni el subjetivismo ni el sociologismo nos llevan a comprender lo que es la ética. Entonces, ¿qué es la ética? En su definición más profunda, es una disciplina que nos ayuda a orientar nuestros actos libres en orden a conseguir, en la medida de lo posible, la realización completa de nuestra humanidad. Aunque tengamos que sacrificar algún deseo no muy loable, aunque tengamos que enfrentarnos a las ideas de los que viven a nuestro lado.

Esta definición se apoya en una antropología integral: una antropología que no deje de lado lo corpóreo, como en ciertas corrientes “angelistas”. Ni tampoco lo espiritual, como en los materialismos que han querido sofocarnos durante más de 200 años, y que no acaban de desaparecer en las cabezas de algunos pensadores que se declaran “iluminados” en medio de la oscuridad de sus dudas y sus errores...

Con las definiciones de ética y de felicidad que acabamos de esbozar en cierto modo ya estamos en vías de entrever el nexo entre ética y felicidad. Si la felicidad consiste en la plenitud del vivir humano, y si la ética nos ayuda a orientar nuestros actos hacia esa plenitud, entonces la ética nos debería llevar a ser felices. Es decir, quien vive éticamente se pone en marcha para vivir plenamente su condición humana, y en la medida en que lo logra alcanzará la deseada felicidad.

Aquí, sin embargo, hay que reconocer de nuevo que un sinfín de obstáculos nos separa de la meta. De modo especial, podemos fijarnos en dos aspectos ya en parte mencionados anteriormente.

El primero consiste en la fragilidad de nuestro cuerpo. Vivimos una existencia temporal en la que la enfermedad, los imprevistos, los peligros de todos los días, ponen en juego nuestra integridad física y nuestras posibilidades de llevar a cabo aquello que desearíamos hacer.

Si una madre o un padre anhelan cuidar a sus hijos y se enferman, la debilidad del cuerpo les aleja de su deseo paterno. No podrán mostrar su amor y su generosidad con aquellos actos con los que antes atendían a cada hijo. La pena profunda que experimentan nace de ese sentirse impedidos, “fracasados”, ante un deseo vehemente, profundo, noble.

En segundo lugar, constatamos la fragilidad de nuestra voluntad. Hay momentos en los que vemos con claridad que un acto nos conviene, que es bueno, que beneficia a otros. Luego, el cansancio, la pereza, el miedo al fracaso o a las críticas, nos acorralan, y no hacemos aquello que deberíamos y que nos habíamos propuesto.

Los casos son infinitos. Un señor que se había comprometido a visitar a un amigo enfermo termina la tarde en el bar junto a sus amigos. Un joven que estudia medicina y tiene que pasar un examen vuelve a suspender porque prefirió ir a la discoteca en vez de dedicar la tarde para hacer sus deberes universitarios. Un político sabe que esta decisión le quitará votos pero beneficiaría al país, y al final prefiere ceder al miedo y opta por otra decisión más cómoda que le permita mantenerse en el poder aunque a la larga provocará muchos males sociales. Estos y otros miles de ejemplos muestran la debilidad que nos asalta, sea por miedo, sea por intereses turbios, sea por otros factores.

Por eso, el camino hacia la felicidad está lleno de baches, de accidentes, de fracasos. Unos, que escapan a nuestro control. Nos llegan, previstos o imprevistos, y parecen truncar proyectos profundamente acariciados. Otros, que pudimos haber evitado, y no lo hicimos porque no quisimos o no supimos vencer perezas, deseos de placer o ambiciones de poder, porque nos dejamos esclavizar por un “triunfo” aparente.

Al mirar hacia atrás, y al ver nuestro presente, pensamos: ¡qué difícil resulta llegar a la plenitud humana! Parece un camino lleno de insidias, parece que no hay posibilidad alguna de ser felices. Sin embargo, quien es capaz de orientarse siempre hacia el bien, quien forma su conciencia y la sigue gustosamente, quien antepone la verdad y la justicia a cualquier interés egoísta, podrá quizá no realizar algunos de sus sueños... Pero sentirá en su corazón que, a pesar de todo, ha querido hacer el bien, y ello produce una felicidad profunda, que permite brillar en una cama de dolor, en un campo de exterminio, en una casa mientras se vive abandonado por familiares y amigos, con una luz que es propia de almas grandes.

Esa luz nos lanza hacia lo eterno, descubre que existe un Dios que no es indiferente a la vida de sus hijos. Un Dios que acompaña a los débiles, levanta a los caídos, ayuda a los necesitados, consuela a los tristes, da la felicidad a los buenos, los justos, los sinceros, los limpios...

Vale la pena vivir a fondo los principios éticos. Vale la pena construir la vida no según el capricho del instante, sino según aquello que no pasa. Vale la pena arriesgarse a aparentes fracasos en el tiempo, cuando lo eterno llena de esperanza y da una felicidad profunda que inicia aquí abajo e ingresa, de un modo que aún no vislumbramos plenamente, en el cielo.


Autor: P. Fernando Pascual

domingo, 11 de enero de 2015

Bautismo de Cristo, ¿para qué?

A Cristo se le llegó el momento de dejar casa y madre, tranquilidad y sosiego, para comenzar una vida de trabajo y amor.

A Cristo se le llegó el momento de dejar casa y madre, tranquilidad y sosiego, para comenzar una vida de aventura, de acción y de mucha comunicación con el sufrido pueblo hebreo. Habían sido años tranquilos los pasados en Nazaret, distribuidos entre la convivencia familiar, el rudo trabajo de carpintero y sobre todo la oración al Buen Padre Dios que sería la base para el trabajo y la misión que el mismo Dios le encomendaba.

A grandes zancadas, después de despedirse tiernamente de su madre, de sus familiares y de sus amigos, se dirigió a las márgenes del río Jordán en la aristocrática Judea para escuchar a un nuevo predicador, a un profeta, que bautizaba a los que convertían su corazón a Dios. Juan el Bautista llegó a tener a muchas gentes que iban con buen corazón a ser bautizadas por él. Y se encontraban con una palabra ruda y con fuertes amenazas y castigos para los que se negaban a convertir su corazón a Dios. Juan tenía una palabra despiadada para todos, y más que un bálsamo para la herida, parece que a él le gustaba más echarle sal, que dolía, que escocía pero que al fin y al cabo curaba y sanaba. A los que se convertían y reconocían sus pecados, Juan los metía entonces en el río Jordán, como un símbolo de penitencia y como un sello entre la divinidad y el hombre arrepentido.

A este Juan es al que Cristo se dirigió, para ser bautizado por él. Entendemos que el bautismo es un rito que casi todas las religiones tienen, símbolo de pureza, de limpieza ritual, y entrada al contacto con la divinidad. El agua, casta y cristalina es el símbolo que mejor puede significar la conversión del corazón, el lavado espiritual para poder acercarse a la divinidad.

Y aquí surge una pregunta que inquietó mucho a los primeros cristianos. Si Cristo no tenía pecados, si la vida de Cristo era una vida sin maldad, y todo lo contrario, al decir de San Pablo “Cristo pasó haciendo el bien, sanando a todos los oprimidos por diablo, porque Dios estaba con él”, entonces ¿porqué se bautizo por manos de Juan? Juan Bautizaba precisamente para preparar el camino al Señor, al Enviado, al Mesías, al esperado y las gentes salían convertidas verdaderamente por su predicación y echaban fuera sus pecados. Cristo quiere sentirse solidario hasta ese extremo con su pueblo, hasta someterse a un rito de purificación, aunque él personalmente no tuviera pecado. Debemos reconocer la humildad, la sencillez pero sobre todo la solidaridad de Cristo con todos los que intentamos alejar de nosotros el pecado y la maldad. Es la primera intención, pero había otra, y esa la descubriremos después del bautismo.

De esta manera ya estamos preparados para la escena que nos presenta San Mateo en su Evangelio, un Cristo formado en la fila de los pecadores. No va con prepotencia, no lleva guaruras, no quiere que le den preferencia, va formado como todos, con muchas ilusiones en su corazón, oyendo atentamente los comentarios de las gentes que lo rodeaban y cuando llegó el momento de presentarse ante Juan, Cristo pudo darse cuenta de su desconcierto e inquietud de aquel. Fue demasiado fuerte para él estar situado ante Cristo y ante un Cristo que pedía su bautismo que era ciertamente inferior al que Cristo traía para todos los hombres. Y así se lo manifiesta, poniéndose de rodillas ante Jesús: “Yo soy quien deber ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a que te bautice?”. Pues más creció su inquietud, cuando Cristo poniéndose de rodillas ante él, le ofreció un argumento que no dejaba lugar a dudas: “Has ahora lo que te digo, porque es necesario que así cumplamos todo lo que Dios quiere”. Y así se hizo. No se dan más detalles del bautismo. Juan lo tomó por los hombros, y semidesnudo lo sumergió profundamente en las aguas del Jordán. Cuando Cristo se retiró, quizá sin haberse secado totalmente, cayó en una profunda oración, que dejó admiradas a las gentes que habían contemplado su bautismo.

Y en medio de esa profunda oración, se descubre la segunda intención del bautismo de Cristo: apareció en ese momento una nube misteriosa y desde dentro de ella, una voz potente que decía: “Este es mi Hijo muy amado en quien tengo mis complacencias”, al mismo tiempo que “se le abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma”. Algo trascendental ocurre entonces en ese momento, no sólo es presentado Jesús como Salvador, como verdadero Hijo de Dios, sino que Dios mismo se presenta en forma trinitaria, invitando a todas las gentes a participar de la alegría de unos cielos que se abren para dar paso al Salvador. Es el momento que Isaías había pedido a Dios, que rompiera ya su prolongado silencio y dirigiera su rostro y su palabra al pueblo: “!Ah, si rasgases los cielos y descendieses…!”. Y es el momento por el que también Isaías había suspirado, aunque él solo pudo clamar por un siervo, nunca por un hijo y menos el Hijo de Dios como salvador: “Miren a mi siervo a quien sostengo, a mi elegido, en quien tengo todas mis complacencias. En él he puesto mi espíritu para que haga brillar la justicia sobre las naciones”. El Padre llena todas las expectativas y nos envía precisamente a su Hijo, su Hijo amado, motivo de todas sus complacencias. Y podemos estar seguros que con Cristo vienen los dones y los regalos propios de la presencia del Espíritu Santo de Dios que ahora tiene dos brazos para abrazar a nuestra humanidad y llenarla de gozo y de alegría, aparejadas con el perdón de los pecados y la seguridad de que al incorporarnos al bautismo de Cristo podremos continuar, porque la puerta ya está abierta, y podremos participar de otros sacramentos, que acompañarán toda la vida del hombre, la confirmación, corroborando nuestra fe, y el banquete, el banquete de los hijos de Dios que pueden participar comiendo el Cuerpo y la Sangre redentoras de Cristo que ve así realizada su propia Pascua.

No está por demás decir que nuestro propio bautismo, que no es el mismo que Cristo recibió del Bautista, hace que las palabras dirigidas primeramente a Cristo: “Este es mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias”, puedan ser dirigidas también a nosotros, que tenemos entonces la dicha de haber atraído la mirada del Buen Padre Dios que nos colma con sus dones, su perdón y sus gracias para que vayamos caminando precisamente como hijos de Dios.

Tengamos pues, una gran estima por este sacramento admirable que nos ha abierto las puertas del corazón de Dios y aprestémonos a vivir como Cristo, que pasó haciendo el bien y curando a todos de sus enfermedades. También nosotros tendremos esos dones para que con la sonrisa, la mano tendida y el corazón puesto en los más necesitados, también contribuyamos a la salvación de todo nuestro universo.

Por: P. Alberto Ramírez Mozqueda


De la vergüenza al perdón

Sólo el enfermo que descubre su mal acude al médico. Sólo quien reconoce sus miserias invoca a Dios para pedir misericordia. 

Hay momentos en los que miramos, en serio, el fondo de nuestras almas. Descubrimos, entonces, luces y sombras, generosidad y egoísmo, justicia y traiciones. Las zonas claras no eliminan el peso y la pena que nos produce descubrir zonas oscuras.


Al ver zonas negativas, al reconocer nuestro pecado, sentimos una pena intensa. Surge un sincero sentimiento de vergüenza. Hacemos propias palabras como las escritas por un Papa, Pablo VI, desde lo más íntimo de su corazón, al reconocer que su vida estaba "cruzada por una trama de míseras acciones, que sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas, ridículas (...). Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia" (Pablo   VI, "Meditación ante la muerte").



Sí: hay hechos que quisiéramos no recordar. Hay cobardías que nos apartaron del hermano. Hay avaricias que impidieron a nuestras manos compartir el pan y el dinero con quien lo necesitaba verdaderamente.



Cuando el dolor es sincero y sano, cuando llega a ser un arrepentimiento auténtico y humilde, somos capaces de abrir el alma y presentarla a un Dios que desea simplemente una cosa: derramar en nosotros el bálsamo de su misericordia.



Entonces caminamos desde la vergüenza hacia el perdón. Sólo el enfermo que descubre su mal acude al médico. Sólo quien reconoce sus miserias invoca a Dios para pedir, de rodillas, misericordia.



La respuesta del Padre, lo sabemos, es una: su Hijo en una Cruz que perdona los pecados, que destruye egoísmos, que supera injusticias, que devuelve paz a los corazones, que abre las puertas de los cielos en el sacramento de la confesión.



Con su Sangre derramada quedan borrados los pecados del mundo. Basta simplemente con ponerse, como mendigos de misericordia, a sus pies, para decirle: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" (Lc 18,13).

Autor: P. Fernando Pascual LC


sábado, 10 de enero de 2015

Es Madre de Jesús y nuestra

María Santísima nos ve a cada uno de nosotros como su hijo predilecto. ¡No te olvides de Ella! 

 María es toda de Jesús por derecho, y toda de nosotros por regalo. Pero es toda nuestra y, por tanto aquí, no pensemos que robamos, porque nos la han dado. No pensemos que somos demasiado pecadores, demasiado indignos, para tenerla como madre, porque, a pesar de que eso es cierto, también es cierto que ella es madre nuestra. No nos puedes ver separados de Jesús, como hijos añadidos, sino injertados en su sangre y en la tuya. Por lo tanto, la seriedad con la que una madre ve a su hijo, como su hijo, queda muy lejos de la seriedad, la profundidad y el amor con que nos ve María Santísima a cada uno de nosotros: somos más hijos de ella que de nuestra propia madre de la tierra

La ingratitud con Dios es terrible porque se ofende al Amor con mayúscula. Se desprecia un amor eterno, un amor divino, un amor maravilloso y totalmente gratuito.

De una manera semejante, olvidar, despreciar, el amor de una madre tan grande, es una ingratitud terrible. Pero, siendo los hijos predilectos de María Santísima, nuestra ingratitud adquiere unas dimensiones mucho más grandes.

"Los pecados que ofenden a Dios lastiman tu corazón porque hieren el corazón de tu hijo y hacen un daño terrible a tus hijos".

"Cómo tengo que decirte esto, Madre: te he llevado pocas flores hasta el día de hoy"


Autor: P Mariano de Blas

viernes, 9 de enero de 2015

Eucaristía, amor de Cristo hasta el extremo

Cristo se ha quedado solo para ti en la Eucaristía, como si tú solo lo visitaras, allí esta a todas horas, solo para ti. 

Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo. Los suyos entonces eran los que le veían: Juan y Pedro y los demás compañeros. Hoy los suyos somos tú y yo, todos nosotros; por lo tanto: “Habiendo amado a los suyos, es decir, a los que hoy están en el mundo, los ama hasta el extremo.

Esto es la Eucaristía: el amor de Cristo hasta el extremo para ti, para mí, durante toda la vida. Porque la Eucaristía es poner a tu disposición toda la omnipotencia, bondad, amor y misericordia de Dios, todos los días y todas las horas de tu vida. En cada sagrario del mundo Cristo está para ti todos los días de tu vida. Según sus mismas palabras: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Al decir con vosotros, es decir contigo, conmigo.

El sol no te alumbra o calienta menos a ti cuando alumbra o calienta a muchos. Si tú solo disfrutas del sol, o hay millones de gentes bajo sus rayos, el sol te calienta lo mismo... te calienta con toda su fuerza.

Así, Cristo se ha quedado solo para ti en la Eucaristía, como si tú solo lo visitaras, tú solo comulgaras, tú solo asistieras a la misa. Allí esta, pues, Cristo, medicina de tus males; pero pide como el leproso: “Señor, si quieres, puedes curarme”. Pide como Bartimeo: ”Hijo de David, ten compasión de mí”. Pide como el ladrón: “ Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino”. Allí esta a todas horas, solo para ti, el único bien verdadero, el único bien perdurable, el único amigo sincero, el único amigo fiel; el único que nos tiende la mano y nos ayuda y nos ama en la juventud, en la edad madura, en la la vejez, en la tumba y en la eternidad. Cada uno tiene sus problemas, fallos, miedos, soberbia... tráelos aquí; verás cómo se solucionan. Cristo tiene soluciones.

¿Quieres, necesitas consuelo, fortaleza, santidad, alguna gracia en especial? Sólo pídela con fe, y no tengas miedo de pedir milagros, porque todo es posible para el que cree.

Jesús ha querido quedarse en el Sagrario para darnos una ayuda permanente.


Por: P. Mariano de Blas LC