El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor total. "Para mí la
vida es Cristo"
Realmente nos encontramos en el Evangelio a un personaje muy especial del
que nos pareciera saberlo todo y del que casi no sabemos nada: María
Magdalena. Magdalena no es un apellido, sino un toponímico. Se trata de una
María de Magdala, ciudad situada al norte de Tiberíades. Sólo sabemos de ella
que Cristo la libró de siete demonios (Lc 8, 2) y que acompañaba a Cristo
formando parte de un grupo grande mujeres que le servían. Los momentos
culminantes de su vida fueron su presencia ante la Cruz de Cristo, junto a
María, y, sobre todo, el ser testigo directo y casi primero de la
Resurrección del Señor. A María Magdalena se le ha querido unir con la
pecadora pública que encontró a Cristo en casa de Simón el fariseo y con
María de Betania. No se puede afirmar esto y tampoco lo contrario, aunque
parece que María Magdalena es otra figura distintas a las anteriores. El
rostro de esta mujer en el Evangelio es, sin embargo, muy especial: era una
mujer enamorada de Cristo, dispuesta a todo por él, un ejemplo maravilloso de
fe en el Hijo de Dios. Todo parece que comenzó cuando Jesús sacó de ella
siete demonios, es decir, según el parecer de los entendidos, cuando Cristo
la curó de una grave enfermedad.
María Magdalena es un lucero rutilante en la ciencia del amor a Dios en la
persona de Jesús. ¿Qué fue lo que a aquella mujer le hechizó en la persona de
Cristo? ¿Por qué aquella mujer se convirtió de repente en una seguidora
ardiente y fiel de Jesús? ¿Por qué para aquella mujer, tras la muerte de
Cristo, todo se había acabado? María Magdalena se encontró con Cristo,
después de que él le sacara aquellos "siete demonios". Es como si
dijera que encontró el "todo", después de vivir en la
"nada", en el "vacío". Y allí comenzó aquella historia.
El amor de María Magdalena a Jesús fue un amor fiel, purificado en el
sufrimiento y en el dolor. Cuando todos los apóstoles huyeron tras el
prendimiento de Cristo, María Magdalena estuvo siempre a su lado, y así la
encontramos de pié al lado de la Cruz. No fue un amor fácil. El amor llevó a
María Magdalena a involucrarse en el fracaso de Cristo, a recibir sobre sí
los insultos a Cristo, a compartir con él aquella muerte tan horrible en la
cruz. Allí el amor de María Magdalena se hizo maduro, adulto, sólido. A quien
Dios no le ha costado en la vida, difícilmente entenderá lo que es amarle.
Amor y dolor son realidades que siempre van unidas, hasta el punto de que no
pueden existir la una sin la otra.
El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor total. "Para mí la vida
es Cristo", repetiría después otro de los grandes enamorados de Cristo.
Comprobamos este amor en aquella escena tan bella de María Magdalena junto al
sepulcro vacío. Está hundida porque le han quitado al Maestro y no sabe dónde
lo han puesto. La muerte de Cristo fue para María un golpe terrible. Para
ella la vida sin Cristo ya no tenía sentido. Por ello, el Resucitado va
enseguida a rescatarla. Se trata seguro de una de las primeras apariciones de
Cristo. Era tan profundo su amor que ella no podía concebir una vida sin
aquella presencia que daba sentido a todo su ser y a todas sus aspiraciones en
esta vida. Tras constatar que ha resucitado se lanza a sus pies con el fin de
agarrarse a ellos e impedir que el Señor vuelva a salir de su vida.
El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor de entrega y servicio. Nos
dice el Evangelio que María Magdalena formaba parte de aquel grupo de mujeres
que seguía y servía a Cristo. El amor la había convertido a esta mujer en una
servidora entregada, alegre y generosa. Servir a quien se ama no es una
carga, es un honor. El amor siempre exige entrega real, porque el amor no son
palabras solo, sino hechos y hechos verdaderos. Un amor no acompañado de
obras es falso. Hay quienes dicen "Señor, Señor, pero después no hacen
lo que se les pide". María Magdalena no sólo servía a Cristo, sino que
encontraba gusto y alegría en aquel servicio. Era para ella, una mujer tal
vez pecadora antes, un privilegio haber sido elegida para servir al Señor.
El amor de María Magdalena a Cristo constituye para nosotros una lección viva
y clarividente de lo que debe ser nuestro amor a Dios, a Cristo, al Espíritu
Santo, a la Trinidad. Hay que despojar el amor de contenidos vacíos y vivirlo
más radicalmente. Hay que relacionar más lo que hacemos y por qué lo hacemos
con el amor a Dios. No debemos olvidar que al fin y al cabo nuestro amor a
Dios más que sentimientos son obras y obras reales. El lenguaje de nuestro
amor a Dios está en lo que hacemos por Él.
En primer lugar, podemos vivir el amor a Dios en una vida intensa y profunda
de oración, que abarca tanto los sacramentos como la oración misma, además de
vivir en la presencia de Dios. En estos momentos además nuestra relación con
Dios ha de ser íntima, cordial, cálida. Hay que procurar conectar con Dios
como persona, como amigo, como confidente. Hay que gozar de las cosas de
Dios; hay que sentirse tristes sin las cosas de Dios; hay que llegar a sentir
necesarias las cosas de Dios.
En segundo lugar, tenemos que vivir el amor a Dios en la rectitud y
coherencia de nuestros actos. Cada cosa que hagamos ha de ser un monumento a
su amor. Toda nuestra vida desde que los levantamos hasta que nos acostamos
ha de ser en su honor y gloria. No podemos separar nuestra vida diaria con
sus pequeñeces y grandezas del amor a Dios. No tenemos más que ofrecerle a
Dios. Ahí radica precisamente la grandeza de Dios que acoge con infinito
cariño esas obras tan pequeñas. De todas formas la verdad del amor siempre
está en lo pequeño, porque lo pequeño es posible, es cotidiano, es frecuente.
Las cosas grandes no siempre están al alcance de todos. Además el que es fiel
en lo pequeño, lo será en lo mucho.
Y en tercer lugar, tenemos que vivir el amor a Dios en la entrega real y
veraz al prójimo por Él. "Si alguno dice: Yo amo a Dios y odia a su
hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no pude
amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4,20). El amor a Dios en el prójimo es
difícil, pero es muchas veces el más veraz. Hay que saber que se está amando
a Dios cuando se dice NO al egoísmo, al rencor, al odio, a la calumnia, a la
crítica, a la acepción de personas, al juicio temerario, al desprecio, a la
indiferencia, a etiquetar a los demás; y cuando se dice SÍ a la bondad, a la
generosidad, a la mansedumbre, al sacrificio, al respeto, a la amistad, a la
comprensión, al buen hablar. La caridad con el prójimo va íntimamente ligada
a la caridad hacia Dios. Es una expresión real del amor a Dios.
Autor: Juan J. Ferrán, L.C
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