Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Que tu voluntad se realice en
mi obrar cotidiano. Sea agradable o no. Tu voluntad, Señor...
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Un hombre, el más
inocente de todos, Jesús de Nazareth, cae de rodillas en el huerto de los
olivos. Sólo le contempla la luna que baña, enmudecida, las sombras de la
ciudad santa. Era de noche.
Era de noche en el alma de Judas Iscariote, uno de los apóstoles, que ha
tomado la decisión de traicionar de su maestro.
Era de noche también en el alma de Jesús. El Señor, que nos acostumbró a
verlo tan seguro de sí mismo, dueño de toda circunstancia, aun en medio de
situaciones muy tensas, ahora cae de rodillas, temblando. Su sudor es frío,
llora, gime. Su oración es inusual: "Padre, si es posible, aparta de mí
este cáliz."
¿Cómo es que tú, que siempre aceptaste la voluntad del Padre y la defendiste
contra toda rebaja por parte de los hombres, ahora la rechazas? "Padre,
si es posible..." ¡Cuánto te debió doler esta oración! ¡Hasta qué punto
debió llegar tu sufrimiento moral que te ha reventado por dentro y te ha
hecho chorrear goterones de sudor sanguinolento!
Agonía, temor, pavor, tristeza suma, casi desesperación, tedio, pesar. Estas
son las aves que anidan en tu ánimo. Por eso te encontramos desplomado,
yaciente en el suelo, gimiendo e implorando misericordia al Padre de los
cielos. Sí que era de noche.
¿Por qué esta escena? ¿Por qué así? ¿Qué contemplabas, Jesús? Delante de ti
se levantaba una oscura y pesada ola de contradicciones, pasiones desbocadas,
traición y desprecio, vejaciones sin cuento, injusticias e ingratitudes,
insensibilidad y odio. Todo concentrado sobre ti. Y estabas solo.
Terriblemente solo.
Y no era para menos. Las imágenes de lo que te vendrá encima son como sordas
bofetadas sobre tu corazón. La traición de Judas, alma escogida; el abandono
de los once restantes cuando la captura; las negaciones de Pedro; la condena
injusta; el ir y venir de Pilato a Herodes; la cobardía y contemporización
del procurador; el bestial ensañamiento de la cohorte sobre tu persona
bendita; el desprecio de la chusma que prefirió a un bandido de nombre
Barrabás; el via-crucis; la crucifixión; las tres horas de agonía colgado de
un madero, pendiendo sobre tus carnes vivas; los desprecios y desafíos que
aún allí te lanzarán los escribas y fariseos. Una muerte ignominiosa. Este
era el cáliz que por adelantado te hacía beber el Padre.
¡Y no sólo! Ese cáliz insoportable lo completa el ridículo y triste
espectáculo de tus seguidores y amigos que a lo largo de la historia
actuarían "como si no te conociesen", como si estas páginas del
evangelio no hubiesen sido escritas, como si tu donación dolorosa no les
incumbiese también a ellos. ¡Cuántos besos sacrílegos y traidores! ¡Cuántas
promesas tiradas al bote de la basura! Y ¡cuánto desprecio a tu persona en la
persona de los pobres, de las viudas, de los niños, de los ignorantes, de los
que no suelen contar para nada en los destinos de las naciones!
"Padre, si te es posible..." aparte de mí tantos pecados, tanta
destrucción y muerte. Tantos sitios de exterminio: los lagers, los Gulag, los
Albania, los Bosnia, los Ruanda. A tantos Hitlers y Stalins a lo largo de la
historia. Todas las matanzas y carnicerías inútiles y gratuitas, perpetradas
sobre poblaciones inocentes. Las revanchas, odios, venganzas, rencores,
riñas, discusiones sin sentido, disensiones familiares, distancias entre
hermanos.
Aparta de mí tanta infidelidad conyugal, tanta debilidad e inconsciencia ante
el dolor de los hijos abandonados. Aparta tanto escándalo público, tanto mal
ejemplo y desfachatez engrandecida por los medios de comunicación pública.
Aparta de mí tanto desenfreno sexual, tanto comercio con la debilidad humana,
tanta propaganda escandalosa.
Y, sobre todo, aparta de mí, Padre santo, el grito angustioso del pequeño que
clama desesperado, desde el seno materno, que quiere vivir, que merece vivir,
que no es ningún injusto agresor. Él se considera un regalo, puro don de
alegría para sus padres. Y hay tantos de ellos, tantos médicos que lo
consideran un producto, un montón de células, un huésped indeseable, un
auténtico enemigo de la felicidad matrimonial.
¡Quiere vivir! ¡Quiere decirles que los quiere mucho! Sin embargo, son miles,
millones de hombres cuya vida ha segado el egoísmo humano.
Guerras, pobreza extrema, infidelidad generalizada, vida de placeres y
despilfarro material. Suicidios. Borracheras y orgías. Droga al por mayor.
Vandalismo sin sentido, pandillerismo nihilista. Trata de blancas. Misas
negras. Promoción de la homosexualidad. Superstición generalizada. La lista
sería interminable.
Esto es lo que contemplas, Señor. Esto es lo que cargarás sobre tus hombres.
Esto es lo que tu Padre te está cobrando: tú eres el redentor, tú pagarás por
los pecados del hombre, de todo hombre, en todas las latitudes, de todos los
tiempos. No hay escapatoria. Hay expiación. Y tú lo sabes. Y tú lo aceptas. Y
tú estás pagando por ello. Con amor, mansamente... por mí y en mi lugar.
Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya. Que tu voluntad se realice en mi obrar cotidiano.
Sea agradable o ingrata. Fácil o complicada. "Tu voluntad,
Señor..."
Autor: P. Alfonso
Pedroza, LC.
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"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)
viernes, 18 de abril de 2014
Getsemaní: Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz
jueves, 17 de abril de 2014
EL ESCÁNDALO DE LA CRUZ
Autor: Pablo Cabellos Llorente
Recientemente, me
comentaba un compañero de una red social que no le gustaba la Madre Teresa de
Calcuta porque aconsejaba y vivía la mortificación, en definitiva, porque
buscaba la unión con la Cruz. Sí, con mayúscula porque, de otro modo no tiene
sentido. El asunto no es nuevo. Ya san Pablo afirmaba que no predicaba con
elocuencia o sabiduría sublimes, sino que sólo se preciaba de anunciar a
Jesucristo, y a éste, crucificado. Poco antes, afirmaba que los judíos
demandaban signos y los griegos buscaban sabiduría; nosotros, en cambio-decía-,
predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los
gentiles; pero para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza
de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que lo
hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.
Ya se ve que el
escándalo de la Cruz no es una novedad, aunque resulte comprensible porque la
cabeza del hombre no puede abarcar a Dios. Si así fuera, Dios no sería tal,
aunque sea necesario afirmar de nuevo que la fe no es irracional sino situada
por encima de la razón. En el fondo, el tema del dolor, de la cruz, del
sufrimiento humanos, hacen que se alce en nosotros la sospecha contra Dios,
porque no entra en nuestra mente que permita el dolor, y menos aún, que sean la
cruz y el sufrimiento un necesario camino de encuentro con Cristo. El propio
Pedro fue llamado Satanás por Cristo al intentar apartarlo de la Cruz.
El Papa Francisco
decía a finales del pasado año: A mi siempre me ha impresionado la pregunta:
¿por qué sufren los niños?, ¿por qué mueren los niños? Si se la entiende como
un final de todo, la muerte asusta, aterroriza, se transforma en amenaza que
quebranta cada sueño, cada perspectiva, que rompe toda relación e interrumpe
todo camino. Esto sucede cuando consideramos nuestra vida como un tiempo
cerrado entre dos polos: el nacimiento y la muerte; cuando no creemos en un
horizonte que va más allá de la vida presente; cuando se vive como si Dios no
existiese. Esa concepción es típica del
pensamiento ateo, pero también del ateísmo práctico, consistente en un vivir
solamente para los propios intereses, para las cosas terrenas.
Cuando la vida se
mira de este modo, si Dios es el gran ausente, es imposible captar el valor de
la Cruz; más aún, de la necesidad de santificar y amar el dolor como un camino
de salvación. Bien claro lo dejó Cristo: el que no toma su cruz cada día y me
sigue, no puede ser mi discípulo. No hay necesidad de pensar en torturas o
similares, sino en el profundo sentido divino que tiene el cumplimiento de los
deberes familiares, laborales, sociales; en la fuerza que tiene una privación
voluntaria en la comida o bebida; en la capacidad de unión con el Crucificado
que posee el ofrecimiento de una indigencia, de un dolor físico o moral…, lo
que no significa que no hayamos de empeñarnos en su solución.
También son del
Papa estas palabras: si miramos los momentos más dolorosos de nuestra vida,
cuando hemos perdido una persona querida –padres, hermanos, cónyuge, un hijo o
un amigo-, nos damos cuenta de que, incluso en el drama de la pérdida,
desgarrados por la separación, sube desde el corazón el convencimiento de que
no podemos abarcar todo, de que no fue inútil el bien dado o recibido. Hay un
instinto poderoso en nosotros que nos dice que nuestra vida no termina con la
muerte. Desde esa perspectiva de eternidad puede captarse algo más el valor de
la mortificación cristiana, el valor de la Cruz, buscada también particularmente
en el servicio a los demás.
He recurrido con
frecuencia a unas palabras del último concilio declarando que el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado, es decir, a través
de Cristo hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros, hallamos el camino
para entendernos un poco más a nosotros mismos y captar el sentido de nuestra
existencia. Así, y no al revés: no pretendamos descubrir a Jesús a través de nuestra
experiencia personal porque lo empequeñeceremos y nuestra propia búsqueda será
inútil. La cruz es libro vivo –decía Juan Pablo II-, del que aprendemos
definitivamente quienes somos y cómo debemos actuar. Este libro siempre está
abierto ante nosotros.
La fe cristiana
no impide el dolor, pero le da un sentido nuevo, el de saber que encontrar la
cruz es encontrar a Cristo y, por eso, ser hijo de Dios, como afirmaba san
Josemaría, quien también escribió en Forja: Tener la Cruz es tener la alegría:
¡es tenerte a Ti, Señor! Seguramente, la ayuda de la Virgen en esos días santos
nos puede hacer comprender, mejor que muchos razonamientos, el verdadero y
alegre sentido de una vida pegada a la
Cruz, como la suya: ya al presentar al Niño en el templo, el anciano Simeón le
anunció que sería traspasada por una espada de dolor. Y estará allí, en pie, junto a la Cruz de
Jesús, su Madre.
Ante las tentaciones
¿Por qué somos tentados? Porque somos libres, porque se abren ante
nosotros mil posibilidades.
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La tentación nos
resulta algo familiar. Tenemos tentaciones en casa o en el trabajo, durante
el día o en medio de la noche, en verano o en invierno, a solas o con otros.
Cada tentación nos ofrece algo que se presenta como agradable, ventajoso, más
o menos fácil. Se trata de saltarse una norma para ser más eficaces, o de apartarse
del deber para disfrutar un rato placentero, o de pisotear a un rival para
empezar la conquista de un anhelado puesto de trabajo.
Ante la promesa de un resultado ventajoso, el corazón cae fácilmente en el
diálogo con la tentación. Surgen las preguntas y los razonamientos. ¿De
verdad es algo tan malo? ¿No seré un poco escrupuloso? Total, no hago mucho
daño a otros. Además, hoy en día todos lo hacen. Por una vez no pasa nada...
Tras la caída, la tentación nos muestra su mentira. Porque no es hermoso
lograr un triunfo a costa de la herida que hemos causado en un familiar
cercano. Ni siente uno alegría verdadera si, después de haber visto una
película divertida, recuerda que ha dejado de lado la petición de ayuda de un
enfermo.
Otras veces no somos capaces de reconocer el veneno escondido en cada
tentación, ni siquiera tras la caída. Porque en el fondo de nuestras almas
hay un deseo extraño de independencia, de rebeldía, de vivir al margen de
Dios.
En unas líneas de su libro "Jesús de Nazaret", Benedicto XVI
explicaba otras dimensiones propias de la tentación que facilitan el engaño:
Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral: no nos invita
directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor:
abandonar por fin lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en
mejorar el mundo. Además, se presenta con la pretensión del verdadero
realismo. Lo real es lo que se constata: poder y pan. Ante ello, las cosas de
Dios aparecen irreales, un mundo secundario que realmente no se necesita.
Luego el Papa Ratzinger señalaba ese núcleo profundo que se esconde en cada
tentación:
La cuestión es Dios: ¿es verdad o no que Él es el real, la realidad misma?
¿Es Él mismo el Bueno, o debemos inventar nosotros mismos lo que es bueno? La
cuestión de Dios es el interrogante fundamental que nos pone ante la
encrucijada de la existencia humana. ¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o
qué no debe hacer?: ésta es la cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús.
Sí: detrás de cada tentación se esconde la pregunta sobre Dios. ¿Cómo lo veo?
¿Cómo pienso mi vida ante Él? Algunos no pueden responder, simplemente porque
han excluido a Dios del horizonte humano. Otros no quieren responder, porque
prefieren lanzarse al activismo sin tener que confrontarse con Alguien a
quien rendir cuentas.
Pero en el fondo, ni la negación de Dios ni el activismo salvaje resuelven el
problema de las tentaciones. ¿Por qué somos tentados? Porque somos libres,
porque se abren ante nosotros mil posibilidades, porque hay en cada corazón
un desorden que intenta arrastranos hacia el mal, la injusticia, el egoísmo.
Las tentaciones no son, ciertamente, la última palabra de la historia humana.
Más allá de ellas, una voz respetuosa y cercana nos invita a aceptar el Amor
de Dios y a vivir según el hermoso ideal del cristianismo.
Desde que Cristo vino al mundo, es posible no sólo levantarse tras una caída,
sino también decir un "no" claro y firme ante cada tentación. Un
"no" que es, en el fondo, un gran "sí": un "sí"
al amor a Dios y a los hermanos.
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Autor: P. Fernando Pascual LC
miércoles, 16 de abril de 2014
¿Por qué el Padre elige este camino?
Martes Santo. Padre, aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo
quiero, sino lo que quieras Tú.
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Getsemaní es el
momento de la obscuridad de la voluntad de Dios; momentos en los cuales el
mismo Cristo pide que se le aparte el cáliz: "¡Abba, Padre!; todo es
posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino
lo que quieras tú."
San Marcos refleja la obscuridad que se presenta dentro del alma de Cristo.
Los comentaristas de la Escritura siempre han visto aquí un momento en el
cual como que Cristo viene a preguntarse: Todo lo que yo voy a hacer,
¿merecerá la pena?
No hay que olvidar el tremendo realismo que supone para Cristo la
encarnación, y Él no ha querido, en cierto sentido, ahorrarse ni siquiera
esas obscuridades interiores de saber si verdaderamente merecería la pena
todo el esfuerzo que Él iba a hacer.
Pero junto con esta obscuridad, hay también otra obscuridad en el camino de
Cristo, en el alma de Cristo: ¿Por qué el Padre elige ese camino? ¿Por qué no
eligió otro? La elección del camino por parte del Padre es una elección que
entra dentro del misterio eterno. ¿Por qué razón la cruz, por qué tanto
sufrimiento, por qué tanto dolor? Y si es tremenda la obscuridad ante el
camino particularmente duro que se le muestra a Cristo, creo que hay un
aspecto muy preocupante y difícil, que es el hecho de que Dios Padre busca en
Él el abandono total sin condiciones.
Cristo se sabe Hijo, se sabe, por lo tanto, amado por el Padre, a pesar del
dolor que puede embargar el corazón, a pesar de la sangre que pueda brotar de
la herida que le produce la renuncia de sí mismo. Sabe que el Padre le exige
un abandono total, sin condiciones.
"Si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya". Cristo es consciente de que su amor por el
Padre no puede tener otra opción sino la renuncia de sí mismo. ¿Qué amor
sería el que desconfiara de su fuerza sobre el odio, sobre el dolor, sobre la
renuncia total? Cristo se sabe amado por toda la eternidad, desde toda la
eternidad, pero eso no le ahorra ni un momento de obscuridad.
El relato evangélico es suficientemente claro respecto a esta obscuridad y
soledad que nuestro Señor siente ante la voluntad del Padre. Entremos en la
obscuridad en el alma de Cristo.
Cristo ha querido tocar todo el dolor humano, y por eso, también Cristo ha
querido, como tantas almas humanas, pasar por la obscuridad, de manera que
también el alma de Cristo asuma sobre sí la obscuridad y la redima por medio
de la oblación libre, del ofrecimiento libre al Padre.
Cristo sabe que el amor no quita del alma la presencia de la soledad
purificadora, que reclama un desprendimiento absoluto de todo lo que podría
haberle servido de soporte; la soledad del que tiene que lanzarse a la
obscuridad, al dolor, a la angustia; la soledad del que sabe que su camino
entra al desfiladero de la muerte, del despojo absoluto de toda seguridad
humana; la soledad del que siente en su alma el mordisco implacable de la
tristeza y de la amargura. Esa soledad que nadie puede evitar al hombre
cuando quiere vivir sin pactos fáciles todas las exigencias de su identidad;
una profunda soledad interior que reclama una verdadera convicción, para dar
hacia adelante el siguiente paso, para darlo con decisión, con energía,
porque sabe que su soledad no es excusa para no entregarse al Padre.
Cristo quiere tocar la soledad de todos los hombres, de los hombres que se
sienten retados por la obscuridad del alma ante la misión que se les confía.
Y el alma de Cristo es consciente de que esa soledad que Él revive por su
libre oblación es posible superarla a través de la oración. Y Cristo busca la
oración, busca el contacto con el Padre. Cristo busca el encuentro con su
Padre para fortalecerse, quizá no para superar la obscuridad. Porque no hay
que olvidar que muchas veces la obscuridad no se supera sino que simplemente
se soporta. Muchas veces la obscuridad no se puede quitar, no se puede
arrancar del alma por mucho que se quiera.
En el alma de Cristo está presente la obscuridad que proviene del dolor
interior, que proviene del peso de los pecados ajenos, y Cristo se abraza a
este cáliz del Señor. Cristo quiere ser capaz de corresponder a su Padre
abrazándose al cáliz que se le ofrece. Cada uno de nosotros debemos
preguntarnos también por todas nuestras obscuridades. No es difícil ser fiel
cuando todo es claro, cuando todo es amable. La fidelidad es difícil, más
difícil todavía, cuando se realiza en la obscuridad, cuando sólo sabes que
tienes que ser fiel, cuando sólo te queda la convicción de que tienes que
seguir adelante. Y así es la fidelidad de Cristo en Getsemaní. "Si es
posible que pase, pero no lo que yo quiera sino lo que quieras tú".
Como dirá la carta a los Hebreos: "Aprendió con gritos y con lágrimas
la obediencia, y así se constituyó en causa de salvación para todos los que
le obedecen."
¿Qué hago yo con mis noches en la obscuridad cuando no entiendo qué quieren
de mí? ¿Qué hago cuando soy tomado por Dios en caminos que yo no habría
escogido para mí, cuando la misión es difícil, cuando el reclamo de la misión
supone dar más todavía, cuando yo pensaba que ya estaba en el borde y más no se
podía dar?
No tenemos que olvidar que la firmeza interior está en el homenaje de la
libertad, en la ofrenda de mi libertad que se vuelve a ofrecer a Dios en
medio de la obscuridad. Esa es la fidelidad interior, esa es la firmeza de mi
alma. Cristo me da el ejemplo, y Cristo es fiel a sí mismo, fiel a su
identidad, fiel a su Padre y fiel a mí, aunque lo único que ve es la
obscuridad de una muerte ignominiosa. Fiel, aunque sabe que lo único que lo
espera es la noche, el tiempo de las tinieblas, la hora en que el poder, la
fuerza, es misteriosamente entregada a los enemigos del Dios fiel que nunca
abandona a sus hijos. Cristo es fiel para mí, aunque yo no vea nada, aunque
no entienda, aunque a mis ojos el panorama sea sólo la obscuridad, porque la
fidelidad en la obscuridad es otro nombre del amor.
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Autor: P. Cipriano Sánchez LC
martes, 15 de abril de 2014
Cristo que nos llama a la conversión del espíritu.
¿Qué esfuerzo he hecho para que
Cristo sea el centro de mi vida?
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La experiencia de
buscar convertir nuestro corazón a Dios, que es a lo que nos invita
constantemente la Cuaresma, nace necesariamente de la experiencia que
nosotros tengamos de Dios nuestro Señor. La experiencia del retorno a Dios,
la experiencia de un corazón que se vuelve otra vez a nuestro Señor nace de
un corazón que experimenta auténticamente a Dios. No puede nacer de un
corazón que simplemente contempla sus pecados, ni del que simplemente ve el
mal que ha hecho; tiene que nacer de un corazón que descubre la presencia
misteriosa de Dios en la propia vida.
Durante la Cuaresma muchas veces escuchamos: "tienes que hacer
sacrificios". Pero la pregunta fundamental sería si estás experimentando
más a Dios nuestro Señor, si te estás acercando más a Él.
En la tradición de la Iglesia, la práctica del Vía Crucis -que la Iglesia
recomienda diariamente durante la Cuaresma y que no es otra cosa sino el
recorrer mentalmente las catorce estaciones que recuerdan los pasos de
nuestro Señor desde que es condenado por Pilatos, hasta el sepulcro-,
necesariamente tiene que llevarnos hacia el interior de nosotros mismos,
hacia la experiencia que nosotros tengamos de Jesucristo nuestro Señor.
Tenemos que ir al fondo de nuestra alma para ahí ver la profundidad que tiene
Dios en nosotros, para ver si ya ha conseguido enraizar, enlazarse con
nosotros, porque solamente así llegamos a la auténtica conversión del
corazón. Al ver lo que Cristo pasó por mí, en su camino a la cruz, tengo que
preguntarme: ¿Qué he hecho yo para convertir mi corazón a Cristo? ¿Qué
esfuerzo he hecho para que mi corazón lo ponga a Él como el centro de mi
vida?
Frecuentemente oímos: "es que la vida espiritual es muy costosa";
"es que seguir a Cristo es muy costoso"; "es que ser un
auténtico cristiano es muy costoso". Yo me pregunto, ¿qué vale más, lo
que a mí me cuesta o lo que yo gano convirtiéndome a Cristo? Merece la pena
todo el esfuerzo interior por reordenar mi espíritu, por poner mis valores en
su lugar, por ser capaz de cambiar algunos de mis comportamientos, incluso el
uso de mi tiempo, la eficacia de mi testimonio cristiano, convirtiéndome a
Cristo, porque con eso gano.
A la persona humana le bastan pequeños detalles para entrar en penitencia,
para entrar en conversión, para entrar dentro de sí misma, pero podría ser
que ante la dificultad, ante los problemas, ante las luchas interiores o
exteriores nosotros no lográramos encontrarnos con Cristo.
Nosotros, que tenemos a Jesucristo todos los días si queremos en la
Eucaristía; nosotros, que tenemos a Jesucristo si queremos en su Palabra en
el Evangelio; nosotros, que tenemos a Jesucristo todos los días en la
oración, podemos dejarlo pasar y poner otros valores por encima de Cristo.
¡Qué serio es esto, y cómo tiene que hacer que nuestro corazón descubra al
auténtico Jesucristo!
Dirá Jesucristo: "¿De qué te sirve ganar todo el mundo, si pierdes tu
alma? ¿Qué podrás dar tú a cambio de tu alma?" Es cuestión de ver hacia
dónde estamos orientando nuestra alma; es cuestión de ver hacia dónde estamos
poniendo nuestra intención y nuestra vida para luego aplicarlo a nuestras
realidades cotidianas: aplicarlo a nuestra vida conyugal, a nuestra vida
familiar, a nuestra vida social; aplicarlo a mi esfuerzo por el crecimiento
interior en la oración, aplicarlo a mi esfuerzo por enraizar en mi vida las
virtudes.
Cuando en esta Cuaresma escuchemos en nuestros oídos la voz de Cristo que nos
llama a la conversión del espíritu, pidámosle que sea Él quien nos ayude a
convertir el corazón, a transformar nuestra vida, a reordenar nuestra persona
a una auténtica conversión del corazón, a una auténtica vuelta a Dios, a una
auténtica experiencia de nuestro Señor.
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Autor: P. Cipriano Sánchez LC
lunes, 14 de abril de 2014
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
El Domingo de Ramos abre la puerta a la semana de los días más amargos,
más crueles para el Dios que se hizo hombre por amor.
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Domingo de Ramos, la Iglesia Católica y sus fieles, conmemoramos la
entrada de Jesús en Jerusalén. Marcos en su Evangelio, nos describe como fue
esa entrada: "Llegó Jesús en un borriquillo mientras muchos extendían
sus mantos en el camino y otros lo tapizaban con ramos cortados en el campo y
gritaban vivas, ¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor!.
Parece que todo nos anima a que sea un domingo de fiesta, los ramos, las
palmas, los gritos de júbilo...y sin embargo la tradición nos sorprende en la
santa misa de este día, relatándonos la Pasión y Muerte de Nuestro Señor
Jesucristo.
¡Qué cercano estaba el día en que sería entregado a los sumos sacerdotes, a
los grandes personajes y autoridades, Anás, Caifás, Pilato, Herodes y luego
al mismo pueblo que ahora lo vitorea y más tarde pedirá su crucifixión.
Repasamos toda esta historia (que siempre es la misma, dirán algunos)
pero que siempre es diferente según la medite nuestro corazón.
El Domingo de Ramos abre la puerta a la semana de los días más amargos, más
crueles para el Dios que se hizo hombre por amor, por amor a rodos los
hombres y en ese "todos" estaba yo.
La agonía en el Getsemaní, una oración al Padre con temblores de miedo, sus
palabras "una tristeza en el alma hasta la muerte" y bajo el resplandor
de la luna llena de Pascua, allá en el Huerto de los Olivos, nuestro Salvador
postrado en tierra, se cubre de sudor y se llena de amarga soledad. Necesita
la compañía de sus amigos, "velad conmigo" pero ellos se
durmieron.
Y después el beso que traiciona, la flagelación, las espinas, la cruz, los
clavos en pies y manos, la lanza que penetra en su costado, la muerte. "Al
que no conoció el pecado, Dios lo trató por nosotros, como el propio pecado,
para que, por medio de él, nosotros sintamos la fuerza salvadora de
Dios" (Cor 5:21).
"El fue triturado por nuestros crímenes, sobre él descargó el castigo
que nos sana" (Is 53:5).
Cristo se acerca al Padre en esa hora de redención, los pecados de la
humanidad están sobre Cristo misteriosamente. El pecado es el rechazo a Dios.
Cristo está entre los hombres de todos los tiempos y ese amor es rechazado,
pisado.
Hay que meditar sobre esto:
Yo soy la causa pero también el destinatario de la redención, soy el
fin de la obra redentora de Cristo.
Entremos pues, con la fe y la alegría del Domingo de Ramos, alabando a Jesús
desde nuestros corazones, con la confianza y amor que es nuestro Señor, y
preparándonos con la lectura de la Pasión, escuchando la Palabra de Dios (el
mismo Dios que nos habla) para acompañar a Cristo en la Pasión,
Y desde la cruz con nuestra Madre para todos los seres humanos. María que al
pie de la cruz nos recibe como hijos que aunque algunas veces perdamos el
rumbo, será nuestro faro de luz que nos conducirá amorosamente hasta su Hijo
Jesús
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Autor: Ma Esther De Ariño
domingo, 13 de abril de 2014
"El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre"
Dios promete, pero Dios también pide. Y
pide que por nuestra parte le seamos fieles en todo momento.
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La cercanía a la Semana Santa va haciendo que la Iglesia nos vaya
presentando a Jesucristo en contraposición con sus enemigos. En el Evangelio
de hoy se nos presenta la auténtica razón, la razón profunda que lleva a los
enemigos de Cristo a buscar su muerte. Esta razón es que Cristo se presenta
ante los judíos como el Enviado, el Hijo de Dios. Este conflicto permanente
entre los dirigentes judíos y nuestro Señor, se convierte también para
nosotros en una interrogación, para ver si somos o no capaces de corresponder
a la llamada que Cristo hace a nuestra vida.
Cristo llega a nosotros, y llega exigiendo su verdad; queriendo mostrarnos la verdad y exigiéndonos que nos comportemos con Él como corresponde a la verdad. La verdad de Cristo es su dignidad, y nosotros tenemos que reflexionar si estamos aceptando o no esta dignidad de nuestro Señor. Tenemos que llegar a reflexionar si en nuestra vida estamos realizando, acogiendo, teniendo o no, esta verdad de nuestro Señor. Cristo es el que nos muestra, por encima de todo, el camino de la verdad. Cristo es el que, por encima de todo, exige de los cristianos, de los que queremos seguirle, de los que hemos sido redimidos por su sangre, el camino de la verdad. Nuestro comportamiento hacia Cristo tiene que respetar esa exigencia del Señor; no podemos tergiversar a Cristo. No podemos modificar a Cristo según nuestros criterios, según nuestros juicios. Tenemos necesariamente que aceptar a Cristo. Pero, a la alternativa de aceptar a Cristo, se presenta otra alternativa -la que tomaron los judíos-: recoger piedras para arrojárselas. O aceptamos a Cristo, o ejecutamos a Cristo. O aceptamos a Cristo en nuestra vida tal y como Él es en la verdad, o estamos ejecutando a Cristo. Esto podría ser para nosotros una especie de reticencia, de miedo de no abrirnos totalmente a nuestro Señor Jesucristo, porque sabemos que Él nos va a reclamar la verdad completa. Jesucristo no va a reclamar verdades a medias, ni entregas a medias, ni donaciones a medias, porque Jesucristo no nos va a reclamar amores a medias. Jesucristo nos va a reclamar el amor completo, que no es otra cosa sino el aceptar el camino concreto que el Señor ha trazado en nuestra vida. Cada uno tiene el suyo, pero cada uno no puede ser infiel al suyo. Solamente el que es fiel a Cristo tiene en su posesión, tiene en su alma la garantía de la vida verdadera, porque tiene la garantía de la Verdad."El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre". Nosotros constantemente deberíamos entrar en nuestro interior para revisar qué aspectos de mentira, o qué aspectos de muerte estamos dejando entrar en nuestro corazón a través de nuestro egoísmo, de nuestras reticencias, de nuestro cálculo; a través de nuestra entrega a medias a la vocación a la cual el Señor nos ha llamado. Porque solamente cuando somos capaces de reconocer esto, estamos en la Verdad. Debemos comenzar a caminar en un camino que nos saque de la mentira y de la falsedad en la que podemos estar viviendo. Una falsedad que puede ser incluso, a veces, el ropaje que nos reviste constantemente y, por lo tanto, nos hemos convencido de que esa falsedad es la verdad. Porque sólo cuando permitimos que Cristo toque el corazón, que Cristo llegue a nuestra alma y nos diga por dónde tenemos que ir, es cuando todas nuestras reticencias de tipo psicológico, todos nuestros miedos de tipo sentimental, todas nuestras debilidades y cálculos desaparecen. Cuando dejamos que la Verdad, que es Cristo, toque el corazón, todas las debilidades exteriores -debilidades en las personas, debilidades en las situaciones, debilidades en las instituciones-, y que nosotros tomamos como excusas para no entregar nuestro corazón a Dios, caen por tierra. Nos podemos acomodar muchas cosas, muchas situaciones, muchas personas; pero a Cristo no nos lo podemos acomodar. Cristo se nos da auténtico, o simplemente no se nos da. "Se ocultó y salió de entre ellos". En el momento que los judíos se dieron cuenta de que no podían acomodarse a Cristo, que tenían que ser ellos los que tenían que acomodarse al Señor, toman la decisión de matarlo. A veces en el alma puede suceder algo semejante: tomamos la decisión de eliminar a Cristo, porque no nos convence el modo con el que Él nos está guiando. Y la pregunta que nace en nuestra alma es la misma que le hacen los judíos: "¿Quién pretendes ser?". Y Cristo siempre responde: "Yo soy el Hijo de Dios". Sin embargo, Cristo podría regresarnos esa pregunta: ¿Y tú quién pretendes ser? ¿Quién pretendes ser, que no aceptas plenamente mi amor en tu corazón? ¿Quién pretendes ser, que calculas una y otra vez la entrega de tu corazón a tu vocación cristiana en tu familia, en la sociedad? ¿Por qué no terminar de entregarnos? ¿Por qué estar siempre con la piedra en la mano para que cuando el Señor no me convenza pueda tirársela? Cristo, ante nuestro reclamo, siempre nos va a responder igual: con su entrega total, con su promesa total, con su fidelidad total. Las ceremonias que la Iglesia nos va a ofrecer esta Semana Santa no pueden ser simplemente momentos de ir a Misa, momentos de rezar un poco más o momentos de dedicar un tiempo más grande a la oración. La Semana Santa es un encuentro con el misterio de un Cristo que se ofrece por nosotros para decirnos quien es. El encuentro, la presencia de Cristo que se me da totalmente en la cruz y que se muestra victorioso en la resurrección, tenemos que realizarla en nuestro interior. Tenemos que enfrentarnos cara a cara con Él. Es muy serio y muy exigente el camino del Señor, pero no podemos ser reticentes ante este camino, no podemos ir con mediocridad en este camino. Siempre podremos escondernos, pero en nuestro corazón, si somos sinceros, si somos auténticos, siempre quedará la certeza de que ante Cristo, nos escondimos. Que no fuiste fiel ante la verdad de Cristo, que no fuiste fiel a tu compromiso de oración, que no fuiste fiel en tu compromiso de entrega en el apostolado, que no fuiste fiel, sobre todo, en ese corazón que se abre plenamente al Señor y que no deja nada sin darle a Él. Cristo en la Eucaristía se nos vuelve a dar totalmente. Cada Eucaristía es el signo de la fidelidad de la promesa de Dios: "Yo estaré contigo todos los días hasta el fin del mundo". Dios no se olvida de sus promesas. Y cuando vemos a un Dios que se entrega de esta manera, no nos queda otro camino sino que buscarlo sin descanso. Buscarlo sin descanso a través de la oración y, sobre todo, a través de la voluntad, que una vez que ha optado por Dios nuestro Señor, así se le mueva la tierra, no se altera, no varía; así no entienda qué es lo que está pasando ni sepa por dónde le está llevando el Señor, no cambia. Dios promete, pero Dios también pide. Y pide que por nuestra parte le seamos fieles en todo momento, nos mantengamos fieles a la palabra dada pase lo que pase. Romper esto es romper la verdad y la fidelidad de nuestra entrega a Cristo. Que la Eucaristía abra en nuestro corazón una opción decidida por nuestro Señor. Una opción decidida por vivir el camino que Él nos pone delante, con una gran fidelidad, con un gran amor, con una gran gratitud ante un Dios que por mí se hace hombre; ante un Dios que tolera el que yo muchas veces haya podido tener una piedra en la mano y me haya permitido, incluso, intentar arrojársela. Y sobre todo, una gratitud profunda porque permitió que mi vida, una vez más, lo vuelva a encontrar, lo vuelva a amar, consciente de que el Señor nunca olvida sus promesas |
Autor: P. Cipriano Sánchez LC
sábado, 12 de abril de 2014
Semana Santa... una más en nuestras vidas
Con la oportunidad de vivirla de una manera diferente, abriéndonos sin
miedo a buscar ese manantial de amor y gratitud que guarda nuestro corazón
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Tenemos un Domingo
de Ramos donde todo parece alborozo a la entrada de Jesús en Jerusalén,
palmas y loas, alegría y vítores que luego nos harán comprender lo fugaz y
voluble que son los sentimientos humamos...
Un Jueves Santo en cuya noche, antes de ser entregado al sufrimiento
de su Pasión, Cristo va a dejarnos la mejor prenda de amor, una misteriosa y
sorprendente donación que solo a un Dios en una locura de enamorado se le
puede ocurrir... convertirse en Pan para poderse dar en alimento y así darnos
la vida eterna.
Después, un Viernes Santo con una madrugada atado a una columna
mientras el látigo cae una y otra vez sobre su espalda, una corona de
espinas, que desgarra la piel de su cabeza y su frente como corona de Rey, un
manto de color púrpura sobre sus hombros llagados y sobre el rostro golpes y
salivazos. Y unos ojos tristes que miran sin rencor a los que a si lo tratan
y torturan. Ya entrada la mañana, una cruz, pesado madero que hay que llevar
camino del monte Calvario: insultos, voces y gritos, empujones y caídas, pero
nada, ningún dolor se puede comparar como saber que su Madre lo acompaña y
está entre esa gente que lo conduce a la muerte y cuando se encuentran...¡no
cabe más dolor en el mundo que esa mirada de la Madre con la del Hijo!.
Luego los clavos en pies y manos y unos brazos que se abren como queriendo
abrazar a todo el género humano cuando la cruz es levantada: Cuando yo sea
levantado de la tierra ,atraeré a todos hacia mi (Juan 12,34). Y una
petición al Padre antes de morir:¡ Padre, perdónales, porque no saben lo
que hacen (Lucas 23, 34).
Si profundizamos, si nos detenemos, si meditamos un poco en esta forma de
amar, en esta entrega total del Hijo de Dios hacia los hombres es imposible
no caer de rodillas para adorar esa imagen de un Dios clavado en una cruz,
deseando corresponder con una muestra, aunque sea tan limitada, como es la
nuestra, a ese amor.
Y después de su muerte... ¡ese glorioso y radiante amanecer del Domingo de
Resurrección!.
CRISTO RESUCITA, HA VENCIDO A LA MUERTE.
Y esa Resurrección de Cristo nos hace responsables de una vida diferente, de
un hecho que nos empuja a dar testimonio de una fe fundada en la grandeza que
nos corresponde como hijos de Dios, porque esa resurrección se hace
plenamente, cuando después de afirmarla, modificamos nuestra vida personal.
Estamos pues, a punto de entrar a esta Semana Santa. Una más en nuestras
vidas pero con la oportunidad de vivirla de una manera diferente, abriéndonos
sin miedo a buscar ese manantial de amor y gratitud que guarda nuestro
corazón y que a veces no lo dejamos brotar como decía el Papa Juan Pablo II: Como
creyentes hemos de abrirnos a una existencia que se distinga por la
gratuidad, entregándonos a nosotros mismos ,sin reserva a Dios y al prójimo.
FELICES PASCUAS PARA TODOS Y QUE ESTA RESURRECCIÓN DE CRISTO SEA UNA
RESURRECCIÓN PERSONAL EN CADA UNO.
Autor: María Esther de Ariño
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jueves, 10 de abril de 2014
Cristo en la cruz pone todo por nosotros
Miércoles quinta semana de Cuaresma. La cruz de Cristo se convierte en
punto de partida para nosotros.
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Dn 3, 14-20.91-92.95
Jn 8, 31-42
Durante toda la Cuaresma la Iglesia nos ha ido preparando para encontrarnos
con el misterio de la Pascua, que es el juicio que Dios hace del mundo, el
juicio con el cual Dios señala el bien y el mal del mundo. La Pascua no es
solamente el final de la pasión; la Pascua es la proclamación de Cristo como
juez del universo. Un juez que, por ser juez del universo, pone a sus pies a
todos: sus amigos, que pueden ser los que le han servido; y a sus enemigos,
que pueden ser los que no le han servido.
El juicio que Dios hace del hombre dependerá de cómo el hombre se ha
comportado con Cristo. Ser conscientes de esto es, al mismo tiempo, dejar
entrar en nuestro corazón la pregunta de cuál es la opción fundamental de
nuestras vidas.
Escuchábamos en la narración del Libro de Daniel, que los tres jóvenes son
salvados del horno del fuego ardiente por el ángel del Señor. Yo creo que lo
fundamental de esta narración es la reflexión final: "Bendito sea el
Dios de Sadrak, Mesak y Abed Negó, que ha enviado a su ángel para librar a
sus siervos que, confiando en él, desobedecieron la orden del rey y
expusieron su vida antes que servir y a adorar a un dios extraño".
Éste es el punto más importante: el ser capaz de juzgar nuestra vida de tal
forma que nuestros actos se vean discriminados según nuestra opción por Dios.
O sea, Dios como criterio primero, y no al revés. Que nuestra forma de
afrontar la vida, nuestra forma de pensar, de juzgar a las personas, de
entender los acontecimientos, no se vean discriminadas por «lo que a mí me
parecería» , es decir, por un criterio subjetivo.
Esta situación debe ser para todos nosotros punto de examen de conciencia,
sobre todo de cara a la Pascua del Señor, para ver si efectivamente nuestra
vida está decidida por Dios. La cruz se convierte así, para cada uno de
nosotros, en el punto de juicio, el punto al cual todos tenemos que llegar
para ver si mi vida está o no decidida por Cristo nuestro Señor.
Cristo en la cruz apuesta todo por nosotros. Cristo en la cruz pone todo por
nosotros. Cristo en la cruz se entrega totalmente a nosotros. La cruz de
Cristo se convierte en punto de juicio para nosotros: Si Él nos ha dado
tanto, ¿nosotros qué damos? Si Él ha sido tanto para nosotros, ¿nosotros qué
somos para Él? Si Él ha vivido de esa manera con nosotros y para nosotros,
¿nosotros cómo vivimos para Él?
Jesús, en el Evangelio, pide a los judíos que le escuchaban que examinen
quién es su Padre. Ellos le dicen: "Nosotros tenemos por padre a
Dios". Pero Jesús les contesta que no es verdad, porque les dice:
"Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí, porque yo he salido y
vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado".
Cuando nuestra vida choca con la cruz, cuando nuestra vida choca con los
criterios cristianos, tenemos que preguntarnos: ¿Quién es mi padre?; no ¿cuál
es mi título?; no ¿cuál es la etiqueta que yo traigo puesta en mi vida? ¿Cuál
es el fruto que da en mi vida la opción por Cristo? ¿Qué es lo que realmente
brota en mi vida de mi opción por Cristo? Porque ése es verdaderamente el
origen de mi existencia.
Jesús dice a los de su época que ellos no son los hijos de Abraham; porque el
fruto de Abraham sería una opción definitiva por Dios, hasta el punto de ser
capaz de arriesgar el propio interior, el propio juicio para seguir a Dios.
Recordemos que Abraham puso, incluso lo ilógico de la orden de Dios de matar
a su propio hijo, para obedecer a Dios.
Cristo y su cruz se convierten en un reclamo para cada uno de nosotros:
¿quién eres Tú? El misterio Pascual es para todos nosotros una llamada. No me
puedo quedar nada más en los ritos exteriores. ¿Cuál es la obra que me está
diciendo a mí si opto por Cristo o no? Mi comportamiento cristiano, mi
compromiso cristiano, mi opción definitiva por Jesucristo es donde puedo ver quién
es verdaderamente mi Padre, allí es donde sé quién es auténticamente el Señor
de mi vida.
Cuando los judíos le responden a Jesús: "Nosotros no somos hijos de
prostitución, no tenemos más padre que Dios", están tocando un tema muy
típico de toda la Escritura: la relación con Dios. El pueblo de Dios como un
pueblo amado, un pueblo fiel, un pueblo esposo de Dios. Por eso dicen:
"no somos hijos de prostitución, no somos hijos de adulterio, somos
hijos genuinos de Dios".
Pero Cristo les responde: "Si Dios fuera su Padre me amarían a
mí[...]". Si realmente fuesen un pueblo esposo de Dios, me amarían a mí.
Si realmente fuesen un pueblo fiel a Dios, un pueblo que nace del amor
esponsal a Dios, amarían a Cristo.
Podría ser que en nuestra alma hubiese algunos campos en los que todavía
Cristo nuestro Señor no es el vencedor victorioso, no es el esposo fiel. ¿No
podría haber campos en nuestra vida, rasgos en nuestra alma, en los que por
egoísmo, por falta de generosidad, por pereza, por frialdad, nuestra alma todavía
no corriese al ritmo de Dios, no estuviese alimentándose de la vida de Dios,
no estuviese nutriéndose de la opción fundamental, definitiva, única,
exclusiva por Dios nuestro Señor?
La Semana Santa es un período de reflexión muy importante. Un período que nos
va a mostrar a un Cristo que se ofrece a nosotros; un Cristo que se hace
obediente por nosotros; un Cristo que es la garantía del amor esponsal de
Dios por su pueblo. Un Cristo que reclama de cada uno de nosotros el amor
fiel, el amor de don total del corazón hecho obras, manifestado en un
comportamiento realmente cristiano. El misterio pascual es la raya que define
si soy alguien que vive de Dios, o soy alguien que vive de sí mismo.
Jesucristo, en la Eucaristía, viene a redimirnos de esto. Jesucristo quiere
darnos la Eucaristía para que de nuevo en esa unión íntima del Creador, del
Señor, del Redentor con el alma cristiana, se produzca la opción fuerte,
definitiva, amorosa por Dios.
Pidámosle que esta opción llegue a iluminar todos los campos de nuestra vida.
Que ilumine nuestro interior, que ilumine nuestra alma, que ilumine también
nuestra vida social, nuestra vida familiar, y, sobre todo, que ilumine
nuestra libertad para que optemos definitivamente, sin ninguna cadena, por
aquello que únicamente nos hace libres: el amor de Dios
Autor: P. Cipriano Sánchez LC
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miércoles, 9 de abril de 2014
No te acostumbres al milagro que es Dios
Martes quinta semana de Cuaresma. No pierdas la capacidad de apreciar lo
que significa la presencia de Dios en tu vida.
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Nm 21, 4-9
Jn 8, 21-30
La Cuaresma, como camino de conversión y de transformación, es al mismo
tiempo, una exigencia de una firme decisión de frente a Dios nuestro Señor.
La Cuaresma nos pone delante lo que nosotros tenemos o podríamos elegir: con
Dios o contra Él; junto a Él o separados de Él. Esta decisión no simplemente
se convierte en una elección que hacemos, sino es una decisión que tiene una
serie de repercusiones en nuestra vida.
El ejemplo de la Serpiente de Bronce que nos pone el Libro de los Números, no
es otra cosa sino una llamada de atención al hombre respecto a lo que
significa alejarse de Dios. Cuando el pueblo se aleja de Dios aparece el
castigo de las serpientes venenosas. Dios, al mismo tiempo, les envía un
remedio: la Serpiente de Bronce.
En ese mirar a la Serpiente de Bronce está encerrado el misterio de todo
hombre, que tiene que terminar por elegir a Dios o por apartarse de Él. Está
en nuestras manos, es nuestra opción el hacer o no lo que Dios pide.
Esta misma situación es la que vivían los hebreos de cara a Dios en medio de
las adversidades, en medio de las dificultades: los hebreos se encontraban en
el desierto y estaban hartos del milagro cotidiano del maná y de las
dificultades que tenían, lo que hace que el pueblo murmure contra Dios. Algo
semejante nos podría pasar también a nosotros: ser un pueblo que se
acostumbra al milagro cotidiano y acaba murmurando contra Dios, como les pasó
a los judíos de la época de nuestro Señor: acostumbrados, se cegaron al
milagro que era tener frente a ellos, ni más ni menos, que a la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad.
También nosotros podemos ser personas que acaban por acostumbrarse al
milagro: El milagro «tan normal» de la vida de Dios en nosotros a través del
Bautismo y a través de la Eucaristía. El milagro «tan normal» del constante
perdón de nuestro Señor a través de la confesión, a través de nuestro
encuentro con Él. El milagro «tan normal» de la Providencia de nuestro Señor
que está constantemente ayudándonos, sosteniéndonos, robusteciendo nuestro
corazón.
Y cuando uno se acostumbra al milagro, acaba murmurando, acaba quejándose,
porque ha perdido ya la capacidad de apreciar lo que significa la presencia
de Dios en su vida. Ha perdido ya la capacidad de apreciar lo que puede
llegar a indicar la transformación que Dios quiere para su vida.
La Cuaresma son cuarenta días en los cuales Dios nos llama a la conversión, a
la transformación. Cada Evangelio, cada oración, cada Misa durante la
Cuaresma no es otra cosa sino un constante insistir de Dios en la necesidad
que todos tenemos de convertirnos y de volvernos a Él. Sin embargo, pudiera
ser que nos hubiésemos acostumbrado incluso a eso; como quien se acostumbra a
ser amado, como quien se acostumbra a ser consentido y se transforma en
caprichoso en vez de agradecido, porque así es el corazón humano.
La constante llamada a la conversión, la constante invitación a la
transformación interior -que es la Cuaresma-, nos puede hacer caprichosos,
superficiales e indiferentes con Dios, en lugar de hacernos agradecidos. Y,
cuando se presenta el capricho, aparece la queja y la rebelión en contra de
Dios, y aparece también la ceguera de la mente y la dureza de la voluntad:
"Ellos no comprendieron que les hablaba el Padre". Los judíos
habían llegado a cerrar su mente y endurecer su voluntad de tal manera que ya
ni siquiera comprendían lo que Jesucristo les estaba queriendo transmitir.
¡Qué tremendo es esto en el alma del hombre! ¡Qué efectos tan graves tiene!
Jesús, en el Evangelio de hoy, nos dice: "Si no creen que Yo soy,
morirán en sus pecados". En la vida no tenemos más que dos opciones:
abrirnos a Dios en el modo en el cual Él vaya llegando a nuestra vida, o
morir en nuestros pecados. Es la diferencia que hay entre levantarse o
quedarse tirado; entre estar constantemente superándose, siguiendo la llamada
que Dios nuestro Señor nos va haciendo de transformación personal, de cambio,
de conversión, o vernos encerrados, encadenados cada vez más por nuestros
pecados, debilidades y miserias.
Preguntémonos: ¿Dónde encuentro dificultades para superarme? ¿En mi
psicología, en mi afectividad, en mi temperamento, en mi amor, en mi vida de
fe, en mi oración? Muy posiblemente lo que me falta en esa situación no sea
otra cosa sino la capacidad de poner a Dios nuestro Señor como centro de mi
existencia. Creer que Cristo verdaderamente es Dios, creer que Cristo
verdaderamente va a romper esa cadena. Recordemos que Cristo necesita de
nuestra fe para poder romper nuestras cadenas; Cristo necesita de nuestra
voluntad abierta y de nuestra inteligencia dispuesta a escuchar, para poder
redimir nuestra alma; Cristo necesita nuestra libertad.
Quizá en esta Cuaresma podríamos haber seguido muchas tradiciones, hecho
ayuno, vigilias, sacrificios y oraciones, pero a lo mejor, podríamos habernos
olvidado de abrir nuestra libertad plenamente a Dios. Podríamos habernos
olvidado de abrir de par en par nuestro corazón a Dios para dejar que Él sea
el que va guiándonos, el que nos va llevando y el que nos libra -como dice el
Evangelio- de morir en nuestros pecados. Es decir, el que nos libra de la
muerte del alma, que es la peor de todas las muertes, producida no por otra
cosa, sino por el encadenarse sobre nosotros nuestras debilidades, miserias y
carencias.
No hay otro camino, no hay otra opción: o rompemos con esas cadenas, creyendo
en Cristo, o nuestra vida se ve cada vez más encerrada y enterrada. A veces
podríamos pensar que el egoísmo, el centrarnos en nosotros, el intentar
conservarnos a nosotros mismos es una especie de liberación y de realización
personal y la única salida de nuestros problemas; pero nos damos cuenta que
cuanto más se encierra uno en uno mismo, más se entierra y menos capacidad
tiene de salir de uno mismo.
El Evangelio de hoy nos dice al final: "Después de decir estas palabras,
muchos creyeron en Cristo". Después de que Cristo habla de la presencia
de Dios en su alma y en su vida, la fe en los discípulos hace que ellos se
adhieran a nuestro Señor. Vamos a preguntarnos también nosotros: ¿Cómo es mi
fe de cara a Jesucristo? ¿Cómo es mi apertura de corazón de cara a
Jesucristo? ¿Cuál es auténticamente mi disponibilidad? ¿Soy alguien que busca
echarse cadenas todos los días, que busca encerrarse en sí mismo, que no
permite que Dios nuestro Señor toque ciertas puertas de su vida?
No olvidemos que donde la puerta de nuestra vida se cierra a Dios, ahí quien
reina es la muerte, no la superación; ahí quien reina es la oscuridad, no la
luz. A cada uno de nosotros nos corresponde el estar dispuestos a abrir cada
una de las puertas que Dios nuestro Señor vaya tocando en nuestra existencia.
Estamos terminando la Cuaresma, preguntémonos: ¿Qué puertas tengo cerradas?
¿Qué puertas todavía no he abierto al Señor? ¿En qué aspectos de mi
personalidad no he permitido al Señor entrar?
Ojalá que nuestro Señor, que viene a nuestro corazón en cada Eucaristía, sea
la llave que abre algunas de esas puertas que podrían todavía estar cerradas.
Es cuestión de que nuestra libertad se abra y de que nuestra inteligencia nos
ilumine para poder encontrar a Dios nuestro Señor; para poder librarnos de
esa cadena que a veces somos nosotros mismos y que impide el paso pleno de
Dios por nuestra vida.
Se acerca la Pascua, que es el paso de Señor, el momento en el cual Dios pasa
entre su pueblo para liberarlo de sus pecados, nuestras puertas deben estar
abiertas. Ojalá que el fruto de esta Cuaresma sea abrirnos verdaderamente a
nuestro Señor con generosidad, con libertad, con la inteligencia que nos es
necesaria para seguirlo sin ninguna duda y sin ningún miedo, para que Él nos
entregue la vida eterna que Él da a los que creen en Él.
Autor: P. Cipriano Sánchez LC
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