"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

sábado, 15 de septiembre de 2012

MARÍA, LA VIRGEN DOLOROSA

Cuánto admiramos a la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber amado como amó. ¡Cómo quisiéramos ser como Ella!

El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a nosotros. Es compañero inseparable de nuestro peregrinar por esta vida terrena. Antes o después aparece por el camino de nuestra existencia y se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.

El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.

Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus padecimientos. Y sobre todo, apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió vivirlos como lo hizo.

El dolor ante las palabras de Simeón.

El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”.
María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le dijese con relación a su Hijo iba muy en serio. Ya bastantes signos había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se habían verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del sabio Simeón.

Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta cuando se nos pronostica algo que nos va a costar horrores. Como cuando nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o la muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes presagios.

Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el desasosiego, la desesperación. En lo profundo de su alma seguía reinando la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.

Para nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos. Cristo nos pidió como condición de su seguimiento el negarse a uno mismo y el tomar la propia cruz cada día. Nos prometió persecuciones por causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal por ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos insultarían y despreciarían; que nos darían muerte. ¡Qué importante es, ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra Madre! El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se echa atrás ante la cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios con decisión y entereza, con amor.

El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.

María debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey Herodes. La matanza de los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad? Ella también era madre. Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además, seguramente, María conocía a muchos de esos pequeñines. Conocía a sus madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que murieron X personas en un atentado en Medio Oriente, a cuando te comunican que han matado a uno o varios amigos y conocidos tuyos... Entonces la cosa cambia.

A lo mejor hasta María se sintió un poco culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá comprendió que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por aquellos pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente de María surgió la eterna pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso la respuesta podría ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca de Herodes...?

Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento, que no le era ajeno (eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su propio padecer.

También nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno. Compadecerse. Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con razón- “si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un poco de consuelo y también de rezar por los que sufren.

El dolor de haber perdido al Niño.

¡Cómo sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por la incertidumbre. ¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo? ¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado un coche? ¿lo habrán raptado? ¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso pasaría por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún pariente de Herodes que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su amor por sus hijos...

Pues imaginemos a María. La más sensible de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y resulta que no encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla terriblemente. Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha extraviado el Mesías. Se le ha perdido Dios... ¡Qué apuro el de María!

¡Qué tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá dormido María esos días? Seguro que no. Desde luego que no durmió. ¿Cómo va a dormir una madre que tiene perdido a su hijo? Pero sí rezó y mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor porque era Dios el que permitía esa situación.

No termina todo aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior. La incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me buscabais...?” ¡Qué efecto habrán causado esas palabras en el corazón de su Madre, María...!

Tratemos de meternos en el corazón de una madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan tres días y tres noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente, lo encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata intelectual de Jerusalén, dándoles unas lecciones de catecismo y de Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...

Es verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien! ¡por fin lo hemos encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio, María tuvo la reacción normal de una madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?” (se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y por otra parte, asegura el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.

Y María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no dijo nada. Lo sufrió todo en su corazón y lo llevó todo a la oración. Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a comprender que Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría un día la inevitable separación...

A veces en nuestra vida puede sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde. “Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego. Sí, a veces Dios nos prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que María. Buscarlo sin descanso. Sufrir con paciencia y confianza. Orar. Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla, volverá a aparecer.

Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con quién deberíamos ir. Dejamos de lado a Cristo. Nos escondemos de El. Nos sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras cosillas. Y, claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a Cristo, teniendo nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo. Volver a mirarlo y ponerse a amarlo de nuevo.

El dolor de la separación y la primera soledad.

Llegó el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de experiencias inolvidables, vividos en ese ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano de Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega mutua, amor. Treinta años de familia unida y maravillosa.

¡Qué momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...! Fue temprano. Muy de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró de lo que estaba ocurriendo. Pocas palabras. Abundantes e intensos sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...”

Todos hemos intuido lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...

María volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al entrar, fue la primera vez que sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían en la casa otros pasos que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella misma lo moviese.

La soledad es una de las penas más profundas de los seres humanos, pues hemos nacido para vivir en compañía de los demás. ¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo y por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del Viernes Santo y duró mucho más...

María también supo vivir ese sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios. Ofreciéndolo por ese Hijo suyo que comenzaba su vida pública y que tanto iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.

Necesitamos, como María, ser fuertes en la soledad y en las despedidas. Fuertes por el amor que hace llevadero todo sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes por la oración y el ofrecimiento.


El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.

La tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino del calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una madre! ¿Lo habremos meditado y contemplado lo suficiente?

¡Que fortaleza interior la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su Jesús camino del calvario (eso hubiera quebrado el ánimo a muchas madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era más fuerte que el miedo al dolor atroz que le producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús. Ella tenía conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor se hendiría despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte de su propio Hijo. No se esconde para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y en pie.

Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y Madre. Ese cruzarse silencioso de miradas. Ese vaivén intensísimo de dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían esos dos corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el querer de Dios con una confianza en Él tan infinita y profunda como su mismo dolor.

Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis. No suframos sin sentido, con mera resignación. Busquemos, por la cuesta de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María, nuestra Madre. Ahí estará Ella siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y dispuesta a consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”.

María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.

El dolor de la muerte de su Hijo.

Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve morir en esas circunstancias...

Nunca podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su corazón de Madre el contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía perfectamente quién era Él. Ella que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la nefanda tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de la manos de sus verdugos. Ella, que en último término habría preferido suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y sufrir, y obedecer. Esa era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie ante la cruz, María repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias, “hágase tu voluntad”.

¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande que el de dar la propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor más grande. Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:

“... porque el padecer, el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del sacrificio. El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. La más alta cumbre del amor, cuando, por ejemplo, se trata de una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la vida del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso semejante, jamás lengua humana podrá decirlo; compréndese únicamente que, para recompensar sacrificios tales, no será demasiado darles una dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).

Son una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de esa cumbre, el ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún. ¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué son nuestras ridículas cruces frente a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces nuestro amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!


Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.

Otra escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba su muerte. No cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era el Hijo del Altísimo. Él, que era el Salvador de Israel. Él, cuyo reino no tendría fin. Él, que era la Vida. Él está muerto.

Dura prueba para la fe de María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca que amenazaba apagar la llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se extinguió. Siguió encendida y luminosa.

¡Qué fuerte es María! Es la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a Ella que aumenta nuestra fe. Que la proteja para que no sucumba ante las tempestades que nos asaltan en la vida amenazando aniquilarla.

El dolor de una nueva soledad.

¡Qué días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no estaba perdido. Estaba muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la soledad tremenda que deja la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.

Así la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...”

Pero ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante esa nueva manifestación incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.

Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura.
Autor: P. Marcelino de Andrés.

viernes, 14 de septiembre de 2012

MÁS ESTATISMO, MENOS LIBERTAD

MÁS  ESTATISMO,  MENOS  LIBERTAD
Autor: Pablo Cabellos Llorente
            Hace unos años escribí un artículo con la misma temática que  éste. Un ilustre profesor, y viejo militante socialista, me respondió desde su columna tildándome de anarquista. Lo hacía con la delicadeza propia del que sabe discrepar sin herir y con la confianza del buen trato existente entre ambos. Comimos juntos después y hasta nos reímos con nuestras discrepancias.
            He recordado este agradable suceso mientras leo un magnífico editorial de Las Provincias titulado "Educación en libertad". Basa su defensa de la libertad sobre tan importante asunto en los datos conocidos del espectacular aumento de alumnos en los colegios concertados, así como de la caída en los centros públicos. Resulta que la libertad es hasta rentable porque, además de que la Administración no necesita construir colegios, los alumnos concertados le salen por la mitad de precio. Lo sorprendente es que, ante estos datos, siempre que se reclama una enseñanza de calidad se pide la pública, mientras que muchas familias la buscan en otra parte. Incluso se pretende obligar a llenar los centros públicos y no permitir más concertados, cuando lo realista y responsable sería ir pensando  qué hacer con los primeros.
            La manía de algunas formaciones políticas o sindicales por lo público, es disonante con los tiempos y con la libertad. Constituye una especie de tic sobre el que reflexionar. Es cierto que el Estado  debe cubrir las necesidades básicas de los ciudadanos siempre que falte la iniciativa social, pero si el Estado suple a los individuos o a las sociedades menores, ya está atentando contra su libertad de crear todo lo que le sea posible. El estatismo ha invertido los términos, permitiendo a la sociedad la realización de tareas desatendidas por la Administración Pública. Tal inversión del principio de subsidiaridad es nociva en sí misma: mata  iniciativa, creatividad, capacidad emprendedora y, sobre todo, la libertad.
            Afirmó el Concilio Vaticano II algo útil para todos: "La libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la vida humana y se obliga al servicio de la comunidad en la que vive". Todo esto viene dificultado por un Estado absorbente, enraizado en totalitarismos precedentes y sus epígonos de lo políticamente correcto, derivación plácidamente aceptada por una Europa que admitió en su día el marxismo, tal vez con  deliberada ignorancia, como consiente ahora formas veladas de totalitarismo edificado   por leyes constrictoras de la libertad. Una expresión humorística del asunto podría ser el "No podemos conducir por usted". Menos mal.
            Toda persona  es libre y responsable y tiene la facultad nativa de ser tratada como tal. Por eso, el derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de su dignidad. En las sociedades democráticas es más difícil restringir ese derecho, pero es de fácil manipulación  llevándolo a una libertad sin sentido, o  driblando derechos humanos como capacidad para buscar la verdad y profesar las propias ideas religiosas, culturales y políticas, expresar sus opiniones -sabemos que hay temas tabú sobre los que no se puede opinar, como identificar sexo y género-, decidir el oportuno estado de vida y, dentro de lo posible, el propio trabajo, asumir iniciativas de carácter económico, social y político, posibilidad de educar a los hijos según las personales convicciones, realidad de una justicia verdadera...
            Pues bien, esos derechos caen por un estatismo quizá bienintencionado, pero restador de libertad.  Muchos pueden pensar que ahora hay más libertades que nunca y no les falta razón. Mas ¿son esas las libertades que perfeccionan al hombre? Algunos dirán que ahora se puede investigar con embriones,  puede drogarse, puede abortar o divorciarse, puede casarse sin distinción de sexos,... Existen otras más serias, pero las citadas no son  las libertades que cimentan una verdadera sociedad democrática, es más: no son libertad.
             Muchos pensamos que más interesante es la existencia de mayores oportunidades para participar en la vida social, económica, cultural, política, informativa; de promover unos niveles de solidaridad más altos entre personas, sociedades, comunidades autónomas, pueblos; de suscitar más valores y virtudes que fundamenten la vida social: la verdad, la lealtad, la justicia, la laboriosidad, la sobriedad y la templanza, el uso justo de los bienes materiales o del espíritu, el derecho al trabajo y vivienda, etc. Todo esto no es una suerte de teoría mientras que lo enumerado anteriormente sería la práctica. Todo se traduce luego en leyes y conductas que determinan la suerte de un pueblo. Y todo queda disminuido por una excesiva intervención del Estado.
            Sirvan de final unas palabras escritas por el cardenal Ratzinger en su obra "Valores, libertad, poder": la libertad conserva su dignidad cuando permanece vinculada a su fundamento y a su cometido morales. Una libertad cuyo único argumento consista en la posibilidad de satisfacer las necesidades no sería una libertad humana, seguiría recluida en el ámbito animal. La libertad individual huera se anula a sí misma porque la libertad del individuo sólo puede subsistir en un orden de libertades. La libertad necesita una trama común, que podríamos definir como fortalecimiento de los derechos humanos.

SUFRIMIENTOS ANTICIPADOS

Aprovechemos de la mejor manera posible lo que ahora está en nuestras manos, y dejaremos el futuro en las manos de Dios.
El pronóstico no dejaba lugar a dudas: hoy, mañana y pasado soplaría un viento que daría un toque agradable, casi primaveral, al verano. Después de tres días agradables, llegaría un calor asfixiante que dominaría el panorama por cinco días.

Sí: otra vez vendrá el calor. Una extraña pena envuelve el alma. ¿Seremos capaces de soportarlo? ¿Cómo sobreviviremos cuando lleguen noches en las que reinan un aire cálido y una humedad insoportable?

Mientras, un viento agradable alivia el momento presente. La mirada a lo que va a ocurrir, al calor que llegará en unos días, aparta la atención a ese hoy fresco que Dios nos concede.

Así somos los humanos: el miedo a un dolor que, según parece, llegará, nos impide aprovechar un presente lleno de bellezas maravillosas.

También ocurre, es importante completar el cuadro, que cuando el calor nos asfixia a lo largo del día, pensar que en unos días llegará el fresco produce un alivio importante para el alma.

Si reflexionamos un momento sobre este tipo de expectativas, podremos reconocer, como ya hicieron los antiguos filósofos griegos, que no tiene sentido vivir amargado ante sufrimientos anticipados cuando el presente nos da ribetes de alegría sana y un descanso para el alma. Como tampoco la esperanza de una tregua futura detiene la fuerza aplastante de un calor que nos rodea por todos lados.

Una visión equilibrada de la vida nos permite acometer con serenidad de alma lo que pueda ocurrir en un futuro incierto, y a afrontar el presente con un realismo sano. Desde esa visión, podremos evitar sufrimientos anticipados por hechos futuros que quizá nunca lleguen a nuestra vida, y seremos capaces de vivir el instante presente de un modo más sereno.

De esta manera, aprovecharemos de la mejor manera posible eso que ahora está en nuestras manos, y dejaremos el futuro en las manos de un Dios que sabe lo que es mejor para cada uno de sus hijos.
Autor: P. Fernando Pascual LC.

jueves, 13 de septiembre de 2012

CON MARÍA, Y LA SOLEDAD DE JESÚS SACRAMENTADO

Hay un sitio en el Sagrario que tiene tu nombre y toda la paz que ansías... y Jesús te espera.
Madre, hoy he venido a visitar a tu Hijo en el Sagrario, pero siento que no soy hoy la mejor compañía. Mi corazón está triste, con una tristeza pesada y gris que, como humo denso, tiñe mis afectos y mis sueños. Siento una gran soledad, no porque Jesús o tu, Madre querida, se hayan alejado de mí, sino que soy yo la que no logra hallarlos.

- Soledad, hija, soledad... Bien comprendemos esa palabra mi Hijo y yo... soledad. Ven, entra con tu corazón al Sagrario y conversaremos un poco. Sé bien que lo necesitas.

- Gracias, María, gracias. Yo sabía, en lo más íntimo del alma, en ese pequeño rinconcito iluminado y eterno donde la tristeza no llega, allí, sabía que podía contar contigo.

Y mi corazón, lento y pesado por mis pecados y olvidos, se va acercando al Sagrario.

Tú estás a la puerta y me abres. ¡Qué deliciosos perfumes percibe el alma cuando está cerca de ti!
Con gran sorpresa veo que, por dentro, el Sagrario es muchísimo más grande de lo que parece y hay allí demasiados asientos desocupados, demasiados...
Me llevas a un sitio, un lugar inundado de toda la paz que anhela mi alma. Noto que tiene mi nombre, ¡Oh Dios mío, mi nombre!. Me duele el corazón al pensar cuánto tiempo lo he dejado vacío.

- Cuéntame, ahora, de tu soledad- me pides, Madre mía.

Pero ni una palabra se atreve a salir de mi boca. Por el bello y sereno recinto del Sagrario, Jesús camina, mirando uno a uno los sitios vacíos... Solo el más inmenso amor puede soportar la más inmensa soledad.
Inmensa soledad que es larga suma de tantas ausencias. Y cada ausencia tiene un nombre y sé, tristemente, que el mío también suma.
Entonces tu voz, María, me ilumina el alma:

- El Sagrario es demasiado pequeño para tanta soledad. Tú no puedes hacer más grande el Sagrario, pero sí puedes hacer más pequeña su soledad.

Tus ojos están llenos de lágrimas y le miras a Él con un amor tan grande como jamás vi.

- Hija, ¡Si supieras cuánto eres amada! ¡Si supieras cuánto eres esperada!. Cada día, cada minuto, el Amor aguarda tus pasos, acercándose, tu corazón, amándole, tu compañía, que hace más soportable tanta espera.

Siento una dolorosa vergüenza por mis quejas. Cada Sagrario, en su interior, es como todos los Sagrarios del mundo juntos. Miro a mi alrededor y veo a muchas personas. Son todos los que, en este momento, en todo el mundo, están acompañando a Jesús Sacramentado.

Cada uno con su cruz de dolor, tristeza, soledad, vacíos, traiciones.. Y Jesús repite, para cada uno de ellos, las palabras de la Escritura “Vengan a Mí cuando estén cansados y agobiados, que Yo los aliviaré” Mt 11,28.

Y me quedo a tu lado, en mi sitio, Madre, esperando a Jesús que se acerca. Me tomo fuerte de tu mano, para no caerme, para no decir nada torpe e inoportuno, muy habitual en mi. Y allí me quedo, y el Maestro sigue acercándose, y el perfume envuelve al alma y ahuyenta los grises humos de mis penas.
Entonces, escucho en el alma tus palabras, Madre:

- Ahora, ve a confesarte.

Sin preguntar nada, sin saber como terminará este encuentro, te hago caso Madre. Me quedo cerca del confesionario, aunque aún no ha llegado el sacerdote y la misa está por comenzar. Pero si tú lo dices, Madre, seguro lo hallaré. En ese momento llega el sacerdote. Como él no daba la misa, sino el obispo, tuve tiempo de prepararme bien para mi confesión, que me dejó el alma tranquila y sin la pesada carga de mis pecados...

Me quedo pensando en Jesús, que venía a acercándose a mí, en el Sagrario. Pero allí me doy cuenta de tu gesto, Madre querida. Tu me ofrecías algo más. Tú me ofrecías el abrazo real y concreto de Jesús en la Eucaristía, y para que mi alma estuviera en estado de gracia para responder a ese abrazo, me pediste que fuera a confesarme.

¡Gracias Madre! Gracias por amarme y cuidarme tanto... ¡Qué hermosa manera de terminar este encuentro con Jesús! ¡Con su abrazo real, bajo la forma del Pan!
La misa ha comenzado. Siento que la soledad del Sagrario es un poquito más pequeña, no mucho, pero sí mas pequeña... Y si mi compañía alivió su soledad, seguro que la tuya, amigo que lees estas líneas, también la aliviará. Y si invitas a un amigo a hacerle compañía... ¡Oh, cuanto podemos hacer disminuir la soledad de Jesús en el Sagrario!¡Cuánto puede Él, en su infinita Misericordia, colmar nuestras almas de paz!

Hay un sitio en el Sagrario que tiene tu nombre y toda la paz que ansías... y Jesús te espera, diciéndote “Ven a Mi, cuando estés cansado y agobiado, que Yo te aliviaré”

Amigo, nos encontramos en el Sagrario.

Autor: Maria Susana Ratero.
NOTA de la autora: "Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón y en mi imaginación por el amor que siento por ella, basados en lo que he leído. Pero no debe pensarse que estos relatos sean consecuencia de revelaciones o visiones o nada que se le parezca. El mismo relato habla de "Cerrar los ojos y verla" o expresiones parecidas que aluden exclusivamente a mi imaginación, sin intervención sobrenatural alguna."

miércoles, 12 de septiembre de 2012

CONSTRUYE TU VIDA SEMBRANDO AMOR

Lo que siembres tu vida, eso te devolverá, así que elige semillas buenas, riégalas y con seguridad tendrás las flores más bellas.
A lo largo de la historia hemos conocido grandes hombres, hombres que han dejado una huella imborrable, y que su presencia ha marcado la vida de muchas personas; me viene a la mente el Papa Juan Pablo II, ¡quién no recuerda sus palabras, sus gestos, sus miradas! todo nos reporta la presencia de Dios en su vida y cómo todo lo hizo con amor.

Tenemos la figura única e irrepetible de Cristo, que como nos dice el Evangelio "pasó haciendo el bien" (Hch 10, 38), "Él es el Camino la Verdad y la Vida" (Jn 14,6), una vida dedicada a los demás, uscando el bien humano y trascendente de cada hombre, ¡cuántos hombres que conociendo el mensaje de Jesús, se han dedicado a sembrar con amor el bien!, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola S.I., la Madre Teresa de Calcuta. Hoy nos toca a ti y a mí, por eso te dejo este mensaje, para que lo reflexiones.

La vida es un jardín; lo que siembres en ella, eso te devolverá, así que elige semillas buenas, riégalas y con seguridad tendrás las flores más bellas.

Cada acto, cada palabra, cada sonrisa, cada mirada, es una simiente; cada una tiene en sí el poder vital y germinativo.

A menudo sembrarás llorando, pero ¿quién sabe si tu simiente no necesita del riego de tus lágrimas para que germine?

Piensa que los vientos fuertes harán que tus raíces se hagan más profundas para que tu rosal resista mejor lo que habrá de venir. Y cuando tus hojas caigan, no te lamentes; serán tu propio abono, reverdecerás y tendrás flores nuevas.

¿Rompió el alba y ha nacido el día? ¡Salúdalo y Siembra!

¿Llegó la hora cuando el sol te azota?
¡Abre tu mano y arroja la semilla!

¿Ya te envuelven las sombras porque el sol se oculta?
¡Eleva tu plegaria y Siembra! y cuando llegue el atardecer de tu vida, enfrentarás la muerte con los brazos cargados y una sonrisa de satisfacción.

CADA ACTO, CADA PALABRA, CADA SONRISA, CADA MIRADA ES UNA SIMIENTE. PROCURA SIEMPRE: "UNA SIEMBRA DE AMOR". AL FINAL DE LA VIDA, CUANDO NOS PIDAN CUENTAS, NOS PEDIRÁN CUENTAS DEL AMOR, DE LO QUE HAYAMOS HECHO POR DIOS Y POR NUESTROS HERMANOS LOS HOMBRES.
Autor: P. Dennis Doren L.C.

martes, 11 de septiembre de 2012

HUMILDAD.

HUMILDAD.
La humildad es la verdad, la justicia con que nos vemos a nosotros mismos con nuestras cualidades y nuestros defectos.
Como se mencionó anteriormente, son diez las cualidades que suelen caracterizar a las personas verdaderamente exitosas.

La primera de ellas es la humildad. Vamos a analizar esta virtud y repasar algunas sugerencias para lograr que nuestros hijos puedan alcanzarla.

La humildad

Una persona humilde es la que desvía de sí misma sus intereses egoístas y los canaliza hacia los demás: la familia, los hijos, el cónyuge, los amigos, los necesitados, la empresa. Por ej. Un papá que se preocupa más de la familia que de irse a jugar con los amigos...

Una persona humilde es capaz de salir de sí mismo e ir al encuentro de los demás. No se siente el centro de todo. Sabe prestar atención y ponerse en el lugar del otro.

La humildad es la base de la empatía, indispensable para cualquier tipo de relación humana estable, sea en el noviazgo, en el matrimonio, en la familia, en el trabajo, en un equipo, en todo.

Una persona que no es humilde se irrita con facilidad, se considera el centro de la conversación, busca que los demás lo atiendan, lo escuchen y satisfagan sus necesidades; no logra entender por qué los demás son así... sólo está esperando que los demás entiendan por qué él es así...

Algunas sugerencias de acción

Conviene que cada hijo tenga siempre una obligación en casa, aunque sea pequeña; algo adecuado a su edad: tender su cama, guardar sus zapatos en el closet, llevar la basura...

Ayuda mucho que aprenda a compartir sus cosas con sus hermanos, primos, amigos. En un niño pequeño siempre resulta difícil lograrlo, pero se puede; al inicio hay que obligar, luego insistir; se enojará y hará berrinches, pero cada vez será más fácil.

Este ejercicio es sumamente pedagógico. Predispone al alma del niño a no apegarse a las cosas, a abrirse a otros y a no considerarse el centro del universo.

Lo mismo puede decirse de enseñarle, no sólo a compartir sus cosas, sino incluso a regalarlas generosamente a los necesitados. Ayudarles a ver con corazón sensible a los que padecen necesidad; invitarles a dar una limosna, a ayudar a una persona que se cayó, etc.

Tiene un valor extraordinario enseñar a los hijos una verdad fundamental: que Dios nos ve en todas partes y él nos va a juzgar. Esta lección ayuda a los hijos a sentirse responsables de sus actos y decisiones, aunque nadie más los vea; les ayuda a no sentirse autosuficientes y autónomos, superiores a los demás, etc. Se considerarán hijos de Dios con la misma dignidad que los demás.

Ahora bien, es extraordinariamente necesario tener bien claro que la humildad no se alcanza mediante humillaciones e insultos. Es un error nefasto en el que fácilmente de puede caer. Una corrección o llamada de atención nunca deberá significar una falta de respeto o un insulto.

Los papás también tienen que tener bien presente que sus hijos gozan de la misma dignidad. Ellos no son más ni tienen poder absoluto sobre ellos.

Hay que corregir, llamar la atención, enojarse, si es necesario, pero jamás insultar o humillar públicamente.

Las humillaciones y los insultos, las reprimendas injustificadas, sólo logran que los hijos desarrollen complejos de inferioridad e inutilidad.

La humildad es la verdad, la justicia con que nos vemos a nosotros mismos con nuestras cualidades y nuestros defectos.

Somos humildes cuando somos realistas, es decir, cuando nos vemos con objetividad y realismo. Por ello, la humildad en los hijos se alcanza mediante un trato justo y una compensación adecuada por parte de los papás.

Y la justicia es dar a cada uno lo que le corresponde. El castigo o el premio deberán ser adecuados; las palabras y los silencios, también.
Autor: P. Juan Antonio Torres, L.C.

lunes, 10 de septiembre de 2012

DE NUEVO, SOBRE EL PECADO

Hace falta, tener valor para llamar las cosas por su nombre y para reconocer la propia falta.

No resulta fácil hablar del pecado. Primero, porque personalmente a nadie le gusta encararse con esta realidad. Segundo, porque provoca extrañeza tocar el argumento en ambientes donde el pecado es visto como un residuo de culturas ya superadas.

Nos cuesta, sí, en lo personal, hablar del pecado. Si hemos fallado a una promesa, si el egoísmo nos encerró en un capricho deshonesto, si dejamos abandonado al necesitado, con facilidad inventamos excusas que "borren" nuestro pecado.

"Estaba cansado... No era para tanto... En el mundo en el que vivimos no podemos ser perfectos... No siempre tengo que ser yo quien tienda una mano... Me encontraba en un momento muy tenso y me permití aquello como desahogo..."

Pero las muchas excusas que pasan por la cabeza no son suficientes para eliminar esa voz interior que nos susurra, respetuosamente, que hemos actuado mal, que hemos pecado.

Hace falta, en lo personal, tener valor para llamar las cosas por su nombre y para reconocer la propia falta. Sólo desde una actitud de sinceridad y desde la grandeza de alma podremos decir, sin excusas falsas: he pecado, he fallado ante Dios y ante mis hermanos.

Palpamos, además, que en muchos ambientes la gente ha cerrado los ojos y el corazón ante la idea del pecado. Psicólogos y sociólogos, filósofos y pensadores, literatos y personas “de la calle”, rechazan cualquier idea de pecado como obsoleta o incluso dañina.

Por eso explican las acciones ajenas (además de las propias) desde teorías más o menos articuladas. Algunos explican todo lo que hacemos o dejamos de hacer con la educación recibida en casa, en la escuela o en el grupo. Otros ven como origen de nuestros actos las fuerzas interiores de la propia psicología. Otros simplemente niegan la libertad y consideran que cada comportamiento humano está controlado por el destino, por las neuronas o por férreas "leyes de la naturaleza".

En esas perspectivas, no es posible negar que existen actos que causan rechazo y que son condenados. Pero incluso la condena queda explicada simplemente por el disgusto que esos actos provocan en algunos, sin que haya que calificarlos con una palabra, "pecado", que consideran fuera de lugar en un mundo moderno y maduro.

Las negaciones de uno mismo o de otros no pueden suprimir la realidad profunda del pecado, de ese acto que realizamos, con un conocimiento claro y con una aceptación plena, contra el amor. Porque en el fondo del pecado hay, como ya explicaba san Agustín, un rechazo a Dios y una opción extraña y egoísta por uno mismo. Es decir, el pecado nos aparta del núcleo más hermoso de toda existencia humana, porque nos impide amar a Dios y entregarnos sanamente a los hermanos.

Hace falta tener valor para recordar lo que es el pecado. Sólo entonces comprenderemos por qué Cristo vino al mundo y por qué murió en un Calvario. Manifestó, de esa manera, lo grave que es el pecado, al mismo tiempo que reveló esa verdad que da sentido a toda la existencia humana: "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3,16-17).

Cuando reconocemos, sencilla y honestamente, que hemos pecado, estamos listos para dar los siguientes pasos: pedir perdón, acoger la misericordia en el sacramento de la confesión, reparar el daño cometido, y empezar a vivir llenos de gratitud desde el abrazo que nos llega de un Dios cercano y misericordioso.
Autor: P. Fernando Pascual LC.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Apoteósico el triunfo de "Arboles Muertos" en Badajoz.

En la noche del día ocho de Septiembre, ayer, actuaron en Badajoz y en el marco incomparable de La Terraza del López de Ayala El grupo Pacense los Play Boys y el extremeño Arboles Muertos.



Con lluvia amenazando a la suspensión de ambas actuaciones, al final pudo llevarse a cabo la misma para disfrute del publico asistente.
Fuentes de la mayor solvencia que desde el vecino país, Portugal, se desplazaron a Badajoz,  para ver sobre todo la actuación de Arboles Muertos, al ser esta la primera vez que hacían en esta ciudad,  no dudan en afirmar el rotundo y clamoroso éxito cosechado por este grupo, según las mismas fuentes, Arboles Muertos hace una música excepcional de muy alto nivel y que todos sus componentes estuvieron a la misma altura. Demuestra esta formación, haber pisado mas de un escenario, por lo que no dudan en considerar que la plaza de Badajoz fue tomada ayer por Arboles Muertos.
Dada la inmediatez que se trasmite esta noticia, publico un video de una actuación antigua.

Cabe tambien destacar de este grupo, la alida de su trabajo discografico "De Vuelta, que saldra a la luz a finales de este mismo mes y esta es su portada.

QUIÉN TIENE UN AMIGO, TIENE UN TESORO

Un amigo que es desde siempre y para siempre. Sabe transformar el juicio en perdón, la culpabilidad en inocencia, el sufrimiento en amor.
Distraigo su atención sólo para compartir con ustedes algo que viví hace poco.

Yo no sé porqué desde hace mucho tiempo escucho que el mejor amigo del hombre es el perro. Yo tenía uno y la verdad es que nunca lo percibí como a un amigo.


Cuando la vida arrecia fuerte, los problemas pesan mucho y las lágrimas surgen en lo más íntimo del corazón, se apetece la compañía de un amigo y se entiende mejor aquello que dice la Sagrada Escritura "quién tiene un amigo, tiene un tesoro"

Recientemente tuve el gozo (y digo bien, ¡gozo!) de atender espiritualmente a personas cuyas vidas no son un poema de amor, que conocen en carne propia el sabor de la derrota y el aroma del fracaso en sus múltiples variedades de dolor y desesperación.

Aquí lo fácil es juzgar y condenar, señalar con el dedo y alegrarnos nosotros de no ser así, de haber tenido mejor suerte.

A un amigo se le reconoce cuando lo necesitamos, cuando requerimos de un consejo, cuando nos hace falta que alguien nos escuche y comprenda.

En esas personas, después de conocer sus vidas y las heridas que laceraban sus almas, su fondo y la amargura de su dolor, vi de pronto brillar una esperanza. Habían encontrado, sorpresivamente, al mejor amigo.

Un amigo que es desde siempre y para siempre. Un amigo que sabe transformar el juicio en perdón, el pecado en pureza, la culpabilidad en inocencia, el sufrimiento en amor.

Uno de ellos me preguntó si el Cielo todavía era para él... Coloqué una imagen de ese amigo con el rostro agonizante en la mesa, comentamos juntos lo hizo por cada uno de nosotros y no fue necesaria otra respuesta. Gran hallazgo, ese amigo también había creado el Cielo para ellos, y diría más, pensando en ellos.

¡Cuánto nos hace falta descubrir el amor!

Esas personas que les comento, descubrieron que precisamente, cuando sentimos que tocamos fondo en la vida, cuando ya no le encontramos gusto a las cosas, es ahí precisamente, cuando en nuestra conciencia resuena la voz del amigo que viene en nuestra ayuda.

Su voz es suave y si no queremos no la escuchamos porque no usa violencia alguna, nunca sale en la radio ni en la televisión. Sólo gusta hablarnos en lo íntimo de la conciencia.

El amigo que así habla no busca nunca su propio interés sino el nuestro, sabe de dolores ya que Él los vivió primero que nosotros en carne propia y le agrada curar nuestras heridas más profundas, aquellas que tantas veces no nos atrevemos a reconocer.

Para mí fue un privilegio estar con ellos y poder contemplar y ser testigo que Él está cuando otros ya no quieren saber nada y nos ofrece sinceramente su amistad y su perdón. Y después dicen algunos por ahí que es aburrido ser sacerdote...

A todos ellos les vi con el rostro distinto, más tarde, terminada la Misa, con paz en el corazón y con una ilusión renovada en la vida.

¡Habían encontrado al amigo de sus almas!, "nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos"... nos enseñaba el Señor.

Por cierto, que no se me olvide decirles dónde vive ese amigo para que lo puedan encontrar (si así lo desean), vive en dos lugares a la vez: en el Cielo y en el Sagrario de la Capilla, en realidad los dos son lo mismo.

Desde allí, enseña a los que le visitan cómo cambiar en el dolor en esperanza, el olvido en amor, la propia cruz de cada día en vida eterna, porque precisamente es "el mejor amigo"


Que no nos engañen más con aquello de que el mejor amigo del hombre es el...
Autor: Jaime Bordons, L.C.

sábado, 8 de septiembre de 2012

MARÍA, LA VIRGEN TODA HERMOSA

María era y es preciosa. Sí, por dentro, pero también por fuera.
María era y es preciosa. Sí, por dentro, pero también por fuera (recalco esto último). Tenía que serlo. Lo demuestro con un simple silogismo. A Dios corresponden todas las perfecciones en grado sumo. Tener buen gusto estético es una perfección. Por lo tanto, Dios es el que tiene buen gusto en grado sumo. Y siendo así ¿cómo no iba a poner en juego esa cualidad a la hora de escoger nada menos que a su misma Madre? San Bernardo tiene al respecto una expresión muy acertada: “El Creador del hombre, al hacerse hombre, naciendo en la raza humana, debió elegir, o mejor dicho, formar para sí entre todas, una madre tal que fuese digna de Él y de su pleno agrado”.

Casi siempre, al reflexionar sobre la hermosura de María, nos quedamos en la consideración de sus virtudes humanas o espirituales. Y no está mal, desde luego. Pero muy pocas veces ponderamos su belleza física. Si es verdad que Dios, cuando pensó y creó a María, lo hizo adornándola de las más excelsas virtudes en lo humano y en lo espiritual, también lo es que no pudo olvidarse de poner en Ella las más apropiadas cualidades corporales.

María era y es guapa, muy guapa. Y no tiene que darnos pena ni corte decirlo y decírselo a Ella también con frecuencia (aunque le saquemos los colores allá en el cielo...). Y si se sonroja, podemos preguntarle con el poeta Diego Cortés: “¿Por qué va cubriendo / tu frente el rubor, / si más pura eres / y hermosa que el sol?”

San Antonio, en su Itinerarium, hace la observación, confirmada por muchos, de que las mujeres de Nazaret, altas, morenas, bien proporcionadas, son, aún hoy día, las mujeres más bellas de oriente. Y él lo atribuye a un privilegio alcanzado para ellas por la Virgen María. Nosotros sabemos que fue más bien predestinación del Señor que quiso prepararse como Madre a la más bella de las hijas de Israel.

María, la toda hermosa, la enteramente hermosa. Nada feo había en Ella. Nada. Ni en su alma ni en su cuerpo. Por lo menos a los ojos de Dios. El mismo arcángel Gabriel lo dijo claramente en su anuncio: “has hallado gracia delante de Dios”; es decir, le has encantado a Dios, le has cautivado con la belleza que Él puso en ti. El mismo Diego Cortés lo expresaba así: “Placer inefable / al punto que vio / tu rostro gracioso / el cielo gozó”. Y no somos quién ninguno de nosotros para contradecir los gustos de Dios en algo tan delicado como el aspecto interior y exterior de su misma Madre...

Una mujer humilde, pobre, silenciosa, pura, alegre, creyente, trabajadora, hecha al dolor y rebosante de amor. Pequeñas pinceladas pero que ya de por sí dejan entrever, como en bosquejo, una espléndida obra de arte. ¡Qué magnífica mujer! “María inigualable, hermosa si mancha, porque es toda hermosa”, decía San Ambrosio.

La hermosura de María no puede agotarse en un libro, ni en un cuadro, ni en una escultura por geniales que sean sus autores. Es un dechado de belleza que excede la pluma más cultivada, el pincel más delicado o el más diestro cincel. No es obra humana (aunque Ella tuvo su buena parte en el cultivo de algunas de sus virtudes), sino en mucho directamente divina. En palabras de San Luis M. Grignion de Montfort: “María es el paraíso de Dios, su mundo inefable... Dios ha creado un mundo para sí mismo y lo ha llamado María”.

Sólo Dios pudo llenar un alma de gracia con la plenitud con la que llenó a María. Sólo Él pudo preservarla inmaculada desde su concepción. Y lo hizo sólo con Ella. Predilección sin parangón de parte de Dios para con Ella. Hermosura sin par la de María. Ella es, con expresiones de Pablo VI, “el espejo nítido y sagrado de la infinita Belleza, la semblanza divina en rostro humano, la Belleza invisible en figura corpórea”.

Podemos presumir, y con toda razón, de la Madre que tenemos en el cielo. No es para menos. Hemos de sentirnos orgullos de ser hijos de una madre tal. No deberíamos cansarnos de contemplarla y admirarla; su belleza es inagotable. No deberíamos cesar de cantar sus glorias y cubrirla de piropos. Hemos de proclamarla siempre dichosa, alegrándonos con Ella por las maravillas que Dios obró en su favor.

Con una Madre así, no es poca nuestra responsabilidad de ser sus buenos hijos. Es todo un reto el parecernos a Ella imitando las virtudes que ornamentaron su vida. Sería estupendo que se pudiera decir de cada uno de nosotros: este ha salido a su madre... Porque es humilde, sencillo, pobre, sacrificado, discreto, puro, alegre, creyente y rebosante de amor hecho obras como lo fue Ella.
Autor: P. Marcelino de Andrés.