"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

jueves, 25 de agosto de 2011

Entiendo a los discrepantes

Autor: Pablo Cabellos
Comprendo a los discrepantes de la visita papal porque ni todo el mundo es católico ni todos los católicos andamos en la misma onda. Me cuesta más comprender a éstos de onda diversa, porque suele consistir en negar la necesaria coexistencia y complementariedad de tres asuntos sin los que perece la vida cristiana: tradición —no en el sentido de antiguo o anquilosado, sino de recibido de Dios— escritura y magisterio. Comprendo más a los que no tienen fe porque sin ella no se puede aceptar casi nada de lo sucedido de la JMJ y el papa. Y cada uno juzga desde sus coordenadas mentales.
He recordado la escena evangélica del encuentro nocturno, a escondidas, de Nicodemo con Jesús. Éste le habla un lenguaje diferente, incluso provocador. Se refiere a una vida nueva, un nuevo nacimiento. Nicodemo se asombra: ¿Cómo puede uno volver al seno de su madre y nacer de nuevo? Más adelante, Jesús dice: Si os he hablado de cosas terrenas y no creéis, ¿cómo ibais a creer si os hablara de cosas celestiales? Hay que decir que, por los resultados —Nicodemo solicitará de Pilatos el cuerpo muerto de Jesús— la relación acabó bien.
Pero muchos se hallan en las iniciales palabras duras de roer. Porque sin fe en la tradición y la escritura leídas en la Iglesia, nada se entiende, hasta puede parecer lo más normal que Dios no exista, lo más razonable, pero pienso que a Dios se puede llegar por la razón, pero no puede ser comprehendido por ella. Sólo la fe tiene acceso. Creo que lo racional es que la idea total de Dios no puede caber en inteligencia alguna. Si cabe, no es Dios. Si pretendemos juzgar su existencia porque no cabe, tal vez es pretencioso.
Creyentes y no creyentes han acudido al argumento del gasto, de quién lo paga y de lo que habría hecho hoy día Jesús de Nazaret. Haré unas preguntas: ¿son locos de atar ese millón o dos que desean estar con un padre y que no producen actos de vandalismo? ¿No será una necesidad? Y si lo es, puede pagarlo quien quiera, pero incluso debería pagarlo el Estado. O ¿es menos necesario que un deporte masas, un concierto de rock, un sindicato que sufragamos todos, un partido político que costeamos todos o una monumental fuente que abonamos todos? Tampoco sirve el argumento: sí, pero no con mi dinero, porque, oiga, con el mío pagan muchas cosas que no me gustan y puedo decir que no me gustan, puedo expresarlo, pero sé que es legal. Podrán tomarnos por locos pero para una masa grande de población es más importante el servicio prestado por la religión, que los ejemplos citados, que tampoco tienen por qué ser incompatibles.
¿Se escandalizaría Cristo? Pienso que no: se utilizan medios actuales para difundir su mensaje. El papa es una persona de 84 años que, por seguridad, ha de ser visto por sus hijos en una especie de jaula, que no vive para sí mismo, mientras se prodiga en jornadas extenuantes. Y su mensaje ha sido uno: Cristo. Otros asuntos son el mismo: Cristo.

Nos dejaste tu último recuerdo

La permanencia de Cristo Eucaristía es como un reflejo en el tiempo del eterno amor de Dios hacia cada alma.
Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se los dio diciendo. Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío. De igual modo, después de cenar, tomó la copa, diciendo: Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros.Lc 22,19-20


Jesucristo realmente esta presente en la Eucaristía

La presencia real de Cristo en la Eucaristía es la fe de la Iglesia durante 2,000 años. Tiene una base escriturística firmísima. Cristo no dijo: “Este PARECE mi cuerpo, y esto PARECE mi sangre” sino “Este ES mi cuerpo, y esto ES mi sangre” (Lc 22,19-20).

El Catecismo en el n.1336 recuerda la polémica que se produjo cuando Cristo anunció el misterio de la Eucaristía:

El primer anuncio de la eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó: “Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?” (Jn 6,60).

La Eucaristía y la cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio, y no cesa de ser ocasión de división.

¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6, 67); esta pregunta del Señor resuena a través de las edades, como invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene ´palabras de vida eterna´ (Jn 6, 68), y que acoger en la fe el don de su eucaristía es acogerlo a Él mismo.

Delante del misterio de la Eucaristía, debemos maravillarnos. No debemos acostumbrarnos a su presencia en este sacramento. Cada vez que lo visitamos o lo recibimos en la Misa, debemos renovar nuestra fe en Él.

Ciertamente en esta vida, no creo que se pueda dar dicha mayor, ni mayor dignidad, ni mayor consuelo que el de sentirse poseedores del gran poder que hace que se transforme el pan en el Cuerpo Santísimo de Nuestro Señor Jesucristo.

Cada mañana, cada vez que lo puedo traer a mis manos y hacerlo bajar a mi corazón, paréceme estar en un nuevo Belén y asistir a un nuevo Calvario.

Con cuánto gusto, y Él es testigo de que digo la verdad, daría yo todo el oro, todos los honores, toda la fama de este mundo, y me abrazaría a la pobreza, a la humillación y a todo cuanto se puede imaginar de desagradable y doloroso, sólo por tener una sola vez la dicha de hacerle bajar a mis manos. Yo creo que la dicha de esos momentos de la vida sólo es comparable al cielo donde se le puede poseer sin el velo del sacramento que nos lo oculta.

La Eucaristía es una gran manifestación del amor personal de Cristo para cada alma. Si Cristo se entrega a cada hombre sin distinción de raza, de posición social... quiere decir que cada hombre vale para Él.

Él está disponible para toda persona que se le acerca. Nosotros somos muy rápidos para poner a los demás en categorías, en parámetros de más y de menos, pero esta manera de pensar no va de acuerdo con la doctrina eucarística de Cristo. Para Él todos los hombres son igualmente importantes. En la Misa Él no selecciona a las personas, no decide entrar en las almas de los más ricos en vez de los más pobres, o viceversa; no opta por entrar únicamente en las personas más puras en vez de los pecadores...

Si no cultivamos nuestro amor a Cristo Eucaristía, poco a poco se irá enfriando. He aquí algunas sugerencias para foguear nuestra vida eucarística.

Debemos procurar comulgar siempre que podamos. Naturalmente es necesario hacerlo dignamente: si tenemos un pecado grave es necesario confesarnos antes con el sacerdote. El no comulgar cuando podemos es como ir a una cena y no comer nada; sería un insulto para el anfitrión. En la Misa, Cristo me prepara una mesa y la comida es Él mismo . Es el mayor acto de amor que se puede imaginar: darse a comer a otro. Para Cristo es posible porque se hace Eucaristía para estar con cada hombre.

Ayuda mucho el visitar a Cristo en el sagrario. Muchas veces Él parece el amigo más solitario que existe. Todos apreciamos la visita de un amigo y Cristo no es ninguna excepción.

Nos dejaste tu último recuerdo palpitante caliente, a través de los siglos, para que recordáramos aquella noche en que prometiste quedarte en los altares hasta el fin de los tiempos, insensible al dolor de la soledad en tantos sagrarios.

Debemos dar tiempo al Amigo, visitándolo en su casa, que es la Iglesia. Con mucha frecuencia damos la impresión de que lo que menos nos interesa es estar con El, pues hacemos unas visitas relámpagos casi sin decirle nada.

Cuando no podemos visitarlo en una Iglesia, es bueno hacer comuniones espirituales. Estas consisten en hablar con Él que está en nuestra alma y decirle que deseamos recibirle lo antes posible. Es algo así como un novio que manda una carta a su novia, diciéndole que desea verla pronto. Las comuniones espirituales son detalles que sólo los que aman de verdad entienden.

La Eucaristía, en cierto sentido, es un compendio de todo el evangelio. Allí Cristo nos da muchas lecciones desde la cátedra del sagrario.

Ante todo nos enseña la humildad. Él que es Dios mismo, nuestro Creador, la Sabiduría infinita, el Omnipotente... está allí en el silencio del sagrario. Cuando nosotros tenemos un éxito en algún campo, somos muy rápidos para publicarlo; nos gusta que todo el mundo reconozca nuestro valor y quienes somos. No es así con Cristo Eucaristía: Él está allí en el silencio más profundo sin publicar quién es. ¡Qué lección de caridad! Cristo está allí disponible. Él está siempre presente para ayudar, para tender la mano. Delante de Cristo Eucaristía se han arrodillado miles de personas durante los últimos 2,000 años: señores y señoras, niños y adultos, santos y pecadores, gente muy culta y gente muy sencilla... Él está allí como un trozo de pan al cual puede acudir cualquier persona para satisfacer su hambre.

Cristo es constante en su amor en la Eucaristía. Nunca dice “Me voy” o “No tengo tiempo”. Es el eterno disponible.

¡Cuánto nos cuesta dar a los demás nuestro tiempo! La permanencia de Cristo Eucaristía es como un reflejo en el tiempo del eterno amor de Dios hacia cada alma.

Sin más gozo que ser el eterno adorador inmolado sobre el blanco mantel; sin más consuelo que saber que eras el compañero de tus elegidos, que harías más breve su dolor desde tu puesto vigilante, amoroso.
Autor: P. Fintan Kelly.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Jornada Mundial de la Juventud 2011 en vídeos

Aqui pueden disfrutar con toda la una gra serie de videos sobre la Jornada Mundial de la Juventud 2011, celebrada recientemente en Madrid.

A LA SOMBRA DE CRISTO

Autor: Pablo Cabellos Llorente
       

Reiteradamente afirmó san Josemaría que le gustaba plantar árboles, cuya sombra disfrutasen generaciones futuras. Por varios motivos, he recordado esta idea durante la estancia del Papa en España. En primer lugar porque es un hombre de ochenta y cuatro años que lógicamente planta para un futuro que, en buena medida, no será el suyo. También lo he recordado, con el mismo simbolismo, en el olivo plantado en la Puerta de Alcalá y en el árbol presente en el escenario de Cibeles. Es asentar el futuro por amor a Dios, a las gentes todas que poblamos el mundo.


Pero el árbol capital es Cristo. Desde sus primeras intervenciones, ha dejado claro que el verdadero árbol, el de la Vida que sana esta vida, el de los frutos imperecederos, el que sombrea las verdes praderas en que nos hace recostar -según palabras de la Escritura- es Jesús de Nazaret o, si se quiere, es el árbol de la cruz en el que estuvo clavada la salvación del mundo, como recuerda la liturgia del Viernes Santo o tal como lo escuchamos en latín tras cada estación del Vía Crucis de la Castellana.


Aunque escribo sin finalizar la JMJ, la invitación a radicarse en Cristo está siendo constante desde el principio. En Barajas definía así el motivo de su viaje: Llego como Sucesor de Pedro para confirmar a todos en la fe, viviendo unos días de intensa actividad pastoral para anunciar que Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Para impulsar el compromiso de construir el Reino de Dios en el mundo, entre nosotros. Para exhortar a los jóvenes a encontrarse personalmente con Cristo Amigo y así, radicados en su Persona, convertirse en sus fieles seguidores y valerosos testigos.


También el Reino de Dios es comparado en el Evangelio a una pequeña semilla que va convirtiéndose en árbol frondoso, cobijo de aves y hombres. Ese árbol de la vida es la Iglesia, que nos alimenta con la oración, los sacramentos, el dolor asumido como parte de la Cruz liberadora, sea en los grandes males que padece el mundo, sobre todo el pecado, resumen de muchos de ellos -como se recordó particularmente en el piadoso Vía Crucis-, sea también en los sucesos más ordinarios de nuestra vida, dando sentido al trabajo, a las pequeñas contrariedades, a los dolores habituales, a todo.


De otro modo, volvía en la recepción de Cibeles al mismo argumento: Queridos amigos: sed prudentes y sabios, edificad vuestras vidas sobre el cimiento firme que es Cristo. Esta sabiduría y prudencia guiará vuestros pasos, nada os hará temblar y en vuestro corazón reinará la paz. Entonces seréis bienaventurados, dichosos, y vuestra alegría contagiará a los demás. Se preguntarán por el secreto de vuestra vida y descubrirán que la roca que sostiene todo el edificio y sobre la que se asienta toda vuestra existencia es la persona misma de Cristo, vuestro amigo, hermano y Señor, el Hijo de Dios hecho hombre, que da consistencia a todo el universo.


Así, insistía reiterativamente en la esencia del cristianismo, que no es una teoría, sino el seguimiento e identificación con una Persona: Cristo, el Dios hecho hombre para dar sentido a todo nuestro caminar terreno y permitirnos alcanzar la vida futura. Ha hecho referencias al sacramento de la Confesión -la maravilla de un Dios que perdona- porque ninguno somos perfectos ni impecables. Necesitamos redescubrir a Dios en la confesión personal, auricular y secreta.


El Papa habló en conceptos substanciosos a sus "colegas", siempre con la misma partitura, adecuada a sus oyentes: Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano. No en vano la fe cristiana creó las universidades buscando una verdad que siempre acaba enraizándose en el Logos, la Verdad creadora de cuanto ha sido hecho y la Palabra que se hace carne por amor al hombre. En Cristo, afirmará san Pablo están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. Por eso, jamás puede haber oposición alguna entre razón y fe, se requieren y potencian mutuamente.


En la Misa conclusiva se expresaba así: El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres. En Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes futuros. Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio.


Un Papa que se marchó contento de España porque pudo sembrar mucho, estar muy acompañado y vivir la más grande manifestación de fe contemplada.

Queridos Jóvenes

El Papa a los jóvenes en la Santa Misa de la JMJ2011 en Cuatro Vientos Madrid. 21 agosto 2011
Queridos jóvenes:
Con la celebración de la Eucaristía llegamos al momento culminante de esta Jornada Mundial de la Juventud. Al veros aquí, venidos en gran número de todas partes, mi corazón se llena de gozo pensando en el afecto especial con el que Jesús os mira. Sí, el Señor os quiere y os llama amigos suyos (cf. Jn 15,15). Él viene a vuestro encuentro y desea acompañaros en vuestro camino, para abriros las puertas de una vida plena, y haceros partícipes de su relación íntima con el Padre. Nosotros, por nuestra parte, conscientes de la grandeza de su amor, deseamos corresponder con toda generosidad a esta muestra de predilección con el propósito de compartir también con los demás la alegría que hemos recibido.

Ciertamente, son muchos en la actualidad los que se sienten atraídos por la figura de Cristo y desean conocerlo mejor.

Perciben que Él es la respuesta a muchas de sus inquietudes personales. Pero, ¿quién es Él realmente? ¿Cómo es posible que alguien que ha vivido sobre la tierra hace tantos años tenga algo que ver conmigo hoy?

En el evangelio que hemos escuchado (cf. Mt 16, 13-20), vemos representados como dos modos distintos de conocer a Cristo. El primero consistiría en un conocimiento externo, caracterizado por la opinión corriente. A la pregunta de Jesús:

«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?», los discípulos responden: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Es decir, se considera a Cristo como un personaje religioso más de los ya conocidos. Después, dirigiéndose personalmente a los discípulos, Jesús les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

Pedro responde con lo que es la primera confesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». La fe va más allá de los simples datos empíricos o históricos, y es capaz de captar el misterio de la persona de Cristo en su profundidad.

Pero la fe no es fruto del esfuerzo humano, de su razón, sino que es un don de Dios: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Tiene su origen en la iniciativa de Dios, que nos desvela su intimidad y nos invita a participar de su misma vida divina. La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con Él, la adhesión de toda la persona, con su inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo. Así, la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», en el fondo está impulsando a los discípulos a tomar una decisión personal en relación a Él. Fe y seguimiento de Cristo están estrechamente relacionados. Y, puesto que supone seguir al Maestro, la fe tiene que consolidarse y crecer, hacerse más profunda y madura, a medida que se intensifica y fortalece la relación con Jesús, la intimidad con Él. También Pedro y los demás apóstoles tuvieron que avanzar por este camino, hasta que el encuentro con el Señor resucitado les abrió los ojos a una fe plena.

Queridos jóvenes, también hoy Cristo se dirige a vosotros con la misma pregunta que hizo a los apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Respondedle con generosidad y valentía, como corresponde a un corazón joven como el vuestro. Decidle: Jesús, yo sé que Tú eres el Hijo de Dios que has dado tu vida por mí. Quiero seguirte con fidelidad y dejarme guiar por tu palabra. Tú me conoces y me amas. Yo me fío de ti y pongo mi vida entera en tus manos. Quiero que seas la fuerza que me sostenga, la alegría que nunca me abandone.

En su respuesta a la confesión de Pedro, Jesús habla de la Iglesia: «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». ¿Qué significa esto? Jesús construye la Iglesia sobre la roca de la fe de Pedro, que confiesa la divinidad de Cristo. Sí, la Iglesia no es una simple institución humana, como otra cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se refiere a ella como «su» Iglesia. No se puede separar a Cristo de la Iglesia, como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cf. 1Co 12,12). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. Él está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza.

Queridos jóvenes, permitidme que, como Sucesor de Pedro, os invite a fortalecer esta fe que se nos ha transmitido desde los Apóstoles, a poner a Cristo, el Hijo de Dios, en el centro de vuestra vida. Pero permitidme también que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir «por su cuenta» o de vivir la fe según la mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él.

Tener fe es apoyarse en la fe de tus hermanos, y que tu fe sirva igualmente de apoyo para la de otros. Os pido, queridos amigos, que améis a la Iglesia, que os ha engendrado en la fe, que os ha ayudado a conocer mejor a Cristo, que os ha hecho descubrir la belleza de su amor. Para el crecimiento de vuestra amistad con Cristo es fundamental reconocer la importancia de vuestra gozosa inserción en las parroquias, comunidades y movimientos, así como la participación en la Eucaristía de cada domingo, la recepción frecuente del sacramento del perdón, y el cultivo de la oración y meditación de la Palabra de Dios.

De esta amistad con Jesús nacerá también el impulso que lleva a dar testimonio de la fe en los más diversos ambientes, incluso allí donde hay rechazo o indiferencia. No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás.

Por tanto, no os guardéis a Cristo para vosotros mismos. Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe. El mundo necesita el testimonio de vuestra fe, necesita ciertamente a Dios. Pienso que vuestra presencia aquí, jóvenes venidos de los cinco continentes, es una maravillosa prueba de la fecundidad del mandato de Cristo a la Iglesia: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). También a vosotros os incumbe la extraordinaria tarea de ser discípulos y misioneros de Cristo en otras tierras y países donde hay multitud de jóvenes que aspiran a cosas más grandes y, vislumbrando en sus corazones la posibilidad de valores más auténticos, no se dejan seducir por las falsas promesas de un estilo de vida sin Dios.

Queridos jóvenes, rezo por vosotros con todo el afecto de mi corazón. Os encomiendo a la Virgen María, para que ella os acompañe siempre con su intercesión maternal y os enseñe la fidelidad a la Palabra de Dios. Os pido también que recéis por el Papa, para que, como Sucesor de Pedro, pueda seguir confirmando a sus hermanos en la fe. Que todos en la Iglesia, pastores y fieles, nos acerquemos cada día más al Señor, para que crezcamos en santidad de vida y demos así un testimonio eficaz de que Jesucristo es verdaderamente el Hijo de Dios, el Salvador de todos los hombres y la fuente viva de su esperanza. Amén.
Autor: S.S. Benedicto XVI.

Con el alma a flor de piel

Con el alma a flor de pielAl estar en su presencia nos basta mirar sus ojos y al abrazarlos podemos sentir que abrazamos su alma, que abrazamos a Dios.
El alma es un soplo divino. Dios infunde un alma al ser humano a su imagen y semejanza. El alma como partícula que brota del Padre Creador, es esencia de El mismo y por eso es imagen y semejanza suya, y el Hijo de Dios al hacerse hombre en la figura de Jesucristo se hace semejante al ser humano en su envoltura corporal sin dejar de ser Dios. Ese soplo divino, o sea el alma, se une al comienzo de un nuevo ser humano en el instante mismo en que el óvulo es fecundado, en ese preciso instante , ni antes ni después.

Todos los hombres tienemos un alma que nos alienta y da vida, es un alma inmortal. El alma de los niños es un alma nueva, recién salida del corazón de Dios. Pura, limpia, vigorosa, armónica, bella y grande, casi más grande que el cuerpecito del niño o la niña que la posee.

Por eso podemos decir que vemos su alma, pues nos basta mirar sus ojos. A los ojos del niño se asoma el alma, se desborda por su persona inundándolo de inocencia y candor. Al abrazarlos podemos sentir que abrazamos su alma, que abrazamos a Dios.

El ser humano va creciendo y se ocupa y preocupa por fortalecerse intelectual y físicamente. Ejercicio para los músculos, alimentación balanceada y pasar y repasar libros y universidades tal vez. Todo en un orden perfecto que nos dará un ejemplar, en algunos casos admirable, del ser humano pero.... el alma se quedó raquítica. No hubo para ella ejercicios espirituales, ni vitaminas ni tónicos de fortalecedores Sacramentos, no tuvo la luz ni el diario calor del sol de la oración, diálogo vivificante con Dios su Creador. Nada hubo para ella y se empequeñeció, al grado de quedar anémica y debilitada en el fondo, muy en el fondo, de la persona que la olvidó.

Y así hay seres en todos los niveles, pobres y ricos, figuras prominentes de la sociedad o en el ambiente artístico que al mirarlos no encontramos el destello divino y vemos por el contrario que están con el cuerpo atrapado por las pasiones y la parte animal se hace presente en todos sus actos.

Sin embargo hay otros seres, también en todos los niveles sociales y distintas profesiones, que tiene el alma grande. Un alma que está encerrada en el frágil envoltorio humano pero que creció al unísono, en concordia con la estructura física o a veces hasta más, lo vemos en los místicos, San Francisco de Asís, San Juan de la Cruz, las tres Teresas , la del Niño Jesús, la de Ávila y la Madre Teresa de Calcuta, el Papa Juan Pablo II, citando solo estos nombres pues la lista sería interminable, o incluso personas que hoy está muy cerca de nosotros en nuestra familia o amistades.

Y tanta es su grandeza que parece que se escapa por sus poros y la vemos al mirar sus ojos, en su sonrisa, en su forma de vestir, en la manera en que nos da la mano, en su forma de hacer una caricia...lleva un aura en su contorno que casi se hace tangible y al estar en su presencia es como si nuestro cuerpo, con frío, se acercara al rayo del sol, por el calor que nos transmiten esas almas a flor de piel.

Cuando nos encontramos con estas personas en nuestro diario vivir, decimos que tienen un "no se qué" y es porque están llenas de Gracia, llenas de la presencia de Dios.

Esforcémonos en hacer que nuestra alma crezca al unísono de nuestro cuerpo, dándole la vida espiritual que necesita para fortalecerse, pues ella es la que no hace inmortales y fue el regalo de Dios al comenzar a Ser.

Que cada día se haga más fuerte, más grande y así podamos ir por la vida llevando siempre nuestra alma a flor de piel.
Autor: Ma Esther De Ariño.

 

martes, 23 de agosto de 2011

Conocer y amar a Cristo

Conocer y amar a CristoNosotros quisiéramos recorrer el camino opuesto, si fuera necesario: desde el olvido hacia el conocimiento, para culminar en el amor.
Cristo es, para muchos, un ser extraño, un recuerdo, un nombre, un dato cultural.

Entre los mismos bautizados, algunos viven con ideas confusas sobre la Persona de Cristo, sobre su vida, sobre su misión. Otros simplemente lo han dejado de lado, en el baúl de los recuerdos, entre aquellas cosas que llegaron a “estudiar” en su niñez o adolescencia.

La pregunta por Cristo involucra a toda la persona. ¿Quién es Jesús? ¿Qué hizo? ¿Por qué vino al mundo? ¿Cuál es la verdadera causa de su Muerte? ¿Resucitó de verdad? ¿Tiene valor su vida para mí?

La respuesta que formulemos nos afecta íntimamente. Giovanni Battista Montini, en un texto que escribió cuando era un sacerdote de 37 años, explicaba que conocer a Cristo implica “vivirlo”, es decir, comprometer toda la vida.

Existe, sin embargo, el gran peligro de dejarlo de lado. El mismo Montini (que después de muchos años llegaría a convertirse en el Papa Pablo VI) recogía un texto de otro autor en el que se presentaban las diferentes situaciones de alejamiento respecto de Cristo: conocerlo sin amarlo, suponerlo sin conocerlo, dejarlo de lado, y olvidarlo.

Nosotros quisiéramos recorrer el camino opuesto, si fuera necesario: desde el olvido hacia el conocimiento, para culminar en el amor. Porque conocer a Cristo es posible desde un movimiento de amor y para el amor. No logramos un pleno conocimiento de Él si seguimos indiferentes ante su Mensaje, ante su Iglesia, ante sus exigencias, ante la esperanza maravillosa que nos ofrece.

Entre los asuntos esenciales de la vida hay uno que resulta clave: conocer y amar a Cristo. Será entonces posible que repitamos y hagamos propias las palabras de san Pablo: “pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1Co 2,2). “Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20).
Autor: P. Fernando Pascual LC.

lunes, 22 de agosto de 2011

¿Cómo se siente uno?

Las preguntas sobre cómo se siente uno miran hacia el interior del alma. En cada actividad despertamos sentimientos de satisfacción o de aburrimiento.
Empiezo una nueva actividad: un trabajo, un paseo, un deporte, un libro, una música.

Pronto surgen las preguntas: ¿me gusta? ¿Me siento bien? ¿Estoy satisfecho? Otras veces son otros los que nos lanzan la pregunta: ¿cómo te va? ¿Estás a gusto?

Detrás de este tipo de interrogantes hay un deseo de valorar lo que llevamos entre manos. En cierto sentido, parecería que lo que hacemos sería “mejor” si suscita buenos sentimientos, mientras sería “peor” si desencadena sentimientos negativos.

Las preguntas sobre cómo se siente uno miran hacia el interior del alma. En cada actividad despertamos sentimientos de satisfacción o de aburrimiento, de entusiasmo o de desgana, de esperanza o de miedo.

Si vamos más en profundidad, descubrimos cómo esos sentimientos surgen desde expectativas, desde sueños, desde deseos íntimos. Surgen también desde el mismo funcionamiento de nuestro cuerpo: algunas actividades físicas o simplemente las consecuencias de una mala digestión suscitan emociones más o menos concretas de desgana, de cansancio, de pereza, de enojo.

Sin embargo, ¿son los sentimientos el parámetro adecuado para valorar la bondad o la maldad de lo que hacemos? ¿No deberíamos ir más a fondo y buscar puntos de referencia de mayor peso?

Ciertamente, los sentimientos tienen su papel en la propia vida, aunque no son lo único importante. Limitar nuestra atención a lo que sentimos no es correcto. Cada ser humano puede acometer actividades incluso desagradables y molestas por ideales nobles. Las pondrá en práctica si piensa con una inteligencia que descubre principios verdaderos y si actúa con una voluntad que ama por encima de lo que susurren (o griten) nuestros sentimientos.

Ayudar, limpiar, dar de comer, escuchar un día sí y otro también a un anciano cuesta, incluso en algunos provoca sentimientos de desgana o de aburrimiento. Pero quien ha optado por un servicio difícil, incluso contrario a las reacciones emotivas, tiene puesta su mirada no en lo que le cuesta, sino en la ayuda que el otro está recibiendo.

En vez de preguntar cómo se siente uno, deberíamos preguntar si uno está realizando algo que vale la pena. Ese es el tema decisivo a la hora de escoger actividades y proyectos buenos y de perseverar en los mismos. Si así lo hacemos, construimos un mundo menos egoísta y más abierto a la belleza y al bien, a la justicia y al amor, a los hombres y a Dios.
Autor: P. Fernando Pascual LC.

domingo, 21 de agosto de 2011

Raíces profundas

Siempre habrá una tempestad en algún momento de nuestras vidas, porque, queramos o no, la vida no es muy fácil.
Tiempo atrás, yo era vecino de un médico, cuyo "hobby" era plantar árboles en el enorme patio de su casa. A veces observaba, desde mi ventana, su esfuerzo por plantar árboles y más árboles, todos los días.

Lo que más llamaba mi atención, entretanto, era el hecho de que él jamás regaba los brotes que plantaba. Noté después de algún tiempo, que sus árboles estaban demorando mucho en crecer.

Cierto día, resolví entonces aproximarme al médico y le pregunté si él no tenía recelo de que las plantas no creciesen, pues percibía que él nunca las regaba. Fue cuando, con un aire orgulloso, él me describió su fantástica teoría.

Me dijo que, si regase sus plantas, las raíces se acomodarían en la superficie y quedarían siempre esperando por el agua fácil, que venía de encima. Como él no las regaba, los árboles demorarían más para crecer, pero sus raíces tenderían a migrar para lo más profundo, en busca del agua y de las varias nutrientes encontradas en las capas más inferiores del suelo.

Así, los árboles tendrían raíces profundas y serían más resistentes a las intemperies. Y agregó que él frecuentemente daba unas palmadas en sus árboles, con un diario doblado, y que hacía eso para que se mantuviesen siempre despiertas y atentas. Esa fue la única conversación que tuvimos con mi vecino.

Tiempo después fui a vivir a otro país, y nunca más volví a verlo.

Varios años después, al retornar del exterior, fui a dar una mirada a mi antigua residencia. Al aproximarme, noté un bosque que no había antes.
¡¡Mi antiguo vecino, había realizado su sueño!!.

Lo curioso es que aquel era un día de un viento muy fuerte y helado, en que los árboles de la calle estaban arqueados, como si no estuviesen resistiendo al rigor del invierno. Entretanto, al aproximarme al patio del médico, noté cómo estaban sólidos sus árboles: prácticamente no se movían, resistiendo estoicamente aquel fuerte viento.

Qué efecto curioso, pensé...
Las adversidades por las cuales aquellos árboles habían pasado, llevando palmaditas y habiendo sido privados de agua, parecía que los había beneficiado de un modo que el confort y el tratamiento más fácil jamás lo habrían conseguido.

Todas las noches, antes de ir a acostarme, doy siempre una mirada a mis hijos. Observo atentamente sus camas y veo cómo ellos han crecido.

Frecuentemente rezo por ellos. En la mayoría de las veces, pido para que sus vidas sean fáciles, para que no sufran las dificultades y agresiones de éste mundo... He pensado, entretanto, que es hora de cambiar mis ruegos.

Ese cambio tiene que ver con el hecho de que es inevitable que los vientos helados y fuertes nos alcancen. Sé que ellos encontrarán innumerables dificultades y que, por tanto, mis deseos de que las dificultades no ocurran, han sido muy ingenuos. Siempre habrá una tempestad en algún momento de nuestras vidas, porque, queramos o no, la vida no es muy fácil.

Al contrario de lo que siempre he hecho, rezaré para que mis hijos crezcan con raíces profundas, de tal forma que puedan retirar energía de las mejores fuentes, de las más divinas, que se encuentran siempre en los lugares más difíciles.

Pedimos siempre tener facilidades, pero en verdad lo que necesitamos hacer es pedir para desenvolver raíces fuertes y profundas, de tal modo que cuando las tempestades lleguen y los vientos helados soplen, resistamos bravamente, en vez de que seamos subyugados y barridos por el viento.
Autor: Catholic.net.

sábado, 20 de agosto de 2011

En el cielo tenemos una madre, el cielo tiene un corazón

En el cielo está María y es la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre.
Fragmento de la homilía que Benedicto XVI pronunció al presidir la misa de la solemnidad de la Asunción de la Virgen María en la parroquia de Santo Tomás de Villanueva en Castel Gandolfo. Agosto 2005.

La fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es bondad y amor.

María fue elevada al cielo en cuerpo y alma: en Dios también hay lugar para el cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre. Él mismo lo dijo. La hizo madre nuestra cuando dijo al discípulo y a todos nosotros: "He aquí a tu madre". En el cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo tiene un corazón.

En el «Magníficat», esta gran poesía que brotó de los labios, o mejor, del corazón de María, inspirada por el Espíritu Santo. En este canto maravilloso se refleja toda el alma, toda la personalidad de María. Podemos decir que este canto es un retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual es.

Quisiera destacar sólo dos puntos de este gran canto. Comienza con la palabra «Magníficat»: mi alma "engrandece" al Señor, es decir, proclama que el Señor es grande. María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un "competidor" en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios.

El hecho de que nuestros primeros padres pensaran lo contrario fue el núcleo del pecado original. Temían que, si Dios era demasiado grande, quitara algo a su vida. Pensaban que debían apartar a Dios a fin de tener espacio para ellos mismos. Esta ha sido también la gran tentación de la época moderna, de los últimos tres o cuatro siglos. Cada vez más se ha pensado y dicho: "Este Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de nuestra vida con todos sus mandamientos. Por tanto, Dios debe desaparecer; queremos ser autónomos, independientes. Sin este Dios nosotros seremos dioses, y haremos lo que nos plazca".

Este era también el pensamiento del hijo pródigo, el cual no entendió que, precisamente por el hecho de estar en la casa del padre, era "libre". Se marchó a un país lejano, donde malgastó su vida. Al final comprendió que, en vez de ser libre, se había hecho esclavo, precisamente por haberse alejado de su padre; comprendió que sólo volviendo a la casa de su padre podría ser libre de verdad, con toda la belleza de la vida.

Lo mismo sucede en la época moderna. Antes se pensaba y se creía que, apartando a Dios y siendo nosotros autónomos, siguiendo nuestras ideas, nuestra voluntad, llegaríamos a ser realmente libres, para poder hacer lo que nos apetezca sin tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Eso es precisamente lo que ha confirmado la experiencia de nuestra época.

El hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María debemos comenzar a comprender que es así. No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también nosotros seremos divinos: tendremos todo el esplendor de la dignidad divina.

Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la vida privada. En la vida pública, es importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la cruz en los edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos una orientación, un camino común; de lo contrario, los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se reconoce la dignidad común. Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la mañana con la oración y luego dando tiempo a Dios, dando el domingo a Dios. No perdemos nuestro tiempo libre si se lo ofrecemos a Dios. Si Dios entra en nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más amplio, más rico.
Autor: SS Benedicto XVI.